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once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda,
iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces
también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las
noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados
y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos
tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio
en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos
sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso,
y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En
este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino
que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en
nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes
de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde
1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que
es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de
Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas,
pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en
adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares.
Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres
y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños
y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala.
Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón
600 mil muertes violentas en cuatro años. De
Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10
por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones
de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha
perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El
Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que
se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina,
tendría una población más numerosa que Noruega. Me
atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria,
la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una
realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante
de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación
insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual colombiano errante y nostálgico
no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos
y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada
hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para
nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble
nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad. Pues
si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es
difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados
en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido
para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara
con que se miden así mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales
para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta
para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con
esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez
menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva
si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300
años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma
se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un
rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos
suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos,
ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento,
12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron
a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes. No
pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un
norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Man hace 53 años en este lugar.
Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí
por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran
a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir
menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos
que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo. América
Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de
quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una
aspiración occidental. No
obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre
nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia
cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura
se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles
de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada
tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano
con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados
de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin
cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos
dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos
que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible
otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es,
amigos, el tamaño de nuestra soledad. Sin
embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la
vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera
las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir
la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera:
cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de
vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York.
La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por
supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado
acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo
a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los
seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios. Un
día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego
a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue
suyo sin no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes
de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es
ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora
que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores
de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía
no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva
y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma
de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde
las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una
segunda oportunidad sobre la tierra. Agradezco
a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que
me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector
y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir.
Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también
como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro
honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como
una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen
más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única
y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión
y el olvido. Es por
ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde
solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad,
cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención
de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso
sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer
que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es,
una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud
el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está
visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada.
La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda
la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad
rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande,
el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños
sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece
los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.
En cada línea que
escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos
de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por
sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes
de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como
la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que
invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas,
Luis Cardoza y Aragón ha definido como la única prueba concreta de la existencia
del hombre: la poesía. Muchas gracias. CONFERENCIA
NOBEL 1982 Nobel Foundation, 1982 Por la presente edición: Ediciones Originales
Barcelona, 1982 Talleres Gráficos; A. Núñez - París. |