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esa lealtad a mi origen se deriva todo lo demás: mi condición humana, mi suerte
literaria y mi honradez política. He dicho alguna vez que todo honor se paga,
que toda subvención compromete y que toda invitación se queda debiendo. Por eso
he sido siempre tan cuidadoso en mi vida social. Nunca he aceptado mas almuerzos
que los de mis amigos probados. Hace muchos años, cuando era crítico de
cine de este periódico y estaba sometido a la presión de los exhibidores, conservaba
siempre el pase de favor para demostrar que no había sido usado, y pagaba la entrada.
No acepto invitaciones de viajes con gastos pagados. El boleto de nuestro vuelo
a México de la semana pasada -a pesar de la gentil resistencia de la embajadora
de aquel país en Colombia- lo compramos con nuestro dinero. Pocos días antes,
sin consultarlo conmigo, un amigo servicial le había pedido al señor alcalde de
Bogotá que hiciera cambiar el horario del racionamiento eléctrico en mi casa,
pues coincidía con mi tiempo de trabajo, y tengo un estudio sin luz natural y
una maquina de escribir eléctrica. El señor alcalde le contestó con toda la razón
que Balzac era mejor escritor que yo, y sin embargo escribía con velas. Al amigo
que me lo contó indignado le replique que el señor alcalde cumplió con su deber,
y que contestó lo que debía contestar. La gente que me conoce sabe que esta es
mi personalidad real, más allá de la leyenda y la perfidia, y que si quedé mal
hecho de fábrica ya es demasiado tarde para volverme a hacer nuevo. De
modo que no, ilustres oligarcas de pacotilla: nadie se construye una vida así,
con las puras uñas, y con tanto rigor minuto a minuto, para salir de pronto con
el chorro de babas de asilarse y exiliarse sólo para vender un millón de libros
que además ya estaban vendidos. El segundo cargo de que me fui de Colombia con
el único propósito de desprestigiar al país, es todavía menos consistente. Pero
tiene el mérito de ser una creación personal del señor presidente de la República,
aturdido por la imagen cada vez más deplorable de su gobierno en el exterior.
Lo malo es que me lo haya atribuido a mí, pues tengo la buena suerte de disponer
de dos argumentos para sacarlo de su error. El primero es muy simple, pero quiero
suplicar que lo lean con la mayor atención, porque puede resultar sorprendente.
Es este: en ninguna de mis ya incontables entrevistas a través del mundo entero
-hasta ahora- había hecho ninguna declaración sobre la situación interna de Colombia,
ni había escrito una palabra que pudiera ser utilizada contra ella. Era una norma
moral que me había impuesto desde que tuve conciencia del poder indeseable que
tenía entre manos, y logré mantenerla, contra viento y marea, durante casi 30
años de vida errante. Cada vez que quise hacer un comentario sobre la situación
interna de Colombia, lo vine a hacer dentro de ella, o a través de nuestra prensa.
Al que tenga una evidencia contra esta afirmación le suplico que la haga conocer
de inmediato, de un modo serio e inequívoco, y con pruebas terminantes. Pues también
suplico a mis lectores que si esas pruebas no aparecen, o no son convincentes,
lo consideren y proclamen desde ahora y para siempre como un reconocimiento público
de mi razón. El segundo
argumento es todavía más simple, y no ha dependido tanto de mí como de la fatalidad.
Es este: tengo el inmenso honor de haberle dado más prestigio a mi país en el
mundo entero que ningún otro colombiano en toda su historia, aun los más ilustres,
y sin excluir, uno por uno, a todos los presidentes sucesivos de la República.
De modo que cualquier daño que le pueda hacer a mi forzosa decisión de la semana
pasada, lo habría derrotado yo mismo de antemano, y también a mucha honra. En
realidad, el Gobierno se ha atrincherado en esas dos acusaciones pueriles, porque
en el fondo sabe que mi sentido de la responsabilidad me impedirá revelar los
nombres de quienes me previnieron a tiempo. Sé que la trampa estaba puesta, y
que mi condición de escritor no me iba a servir de nada, porque se trataba precisamente
de demostrar que para las fuerzas de represión de Colombia no hay valores intocables.
O como dijo el general Camacho Leyva cuando apresaron a don Luis Vidales: aquí
no hay poeta que valga. Don
Mauro Huertas Rengifo, presidente de la Asamblea del Tolima, declaró a los periodistas
y se publicó en el mundo entero que el ejercito me buscaba desde hacia diez días
para interrogarme sobre supuestos vínculos con el M-19. El único comentario que
conozco sobre esa declaración lo hizo un alto funcionario en privado: "Es un loquito".
En cambio, el primer guerrillero que se declaró entrenado en Cuba provocó de inmediato
la ruptura de relaciones con ese país. Pero hay algo no menos inquietante: a la
media noche del miércoles pasado, cuando mi esposa y yo teníamos más de
seis horas de estar en la Embajada de México en Bogotá, el Gobierno colombiano
fue informado de nuestra decisión, y de un modo oficial, a través del secretario
general de la Cancillería colombiana, el coronel Julio Londoño. A la mañana siguiente,
cuando la noticia se divulgo contra nuestra voluntad, los periodistas de radio
entrevistaron por teléfono al canciller Lemos Simmonds, y éste no sabia nada.
Es decir: casi ocho horas después, aún no había sido informado por su subalterno.
El señor ministro de Gobierno, aún más despalomado, llegó hasta el extremo de
desmentir la noticia. La verdad es que las voces de que me iban a arrestar eran
de dominio público en Bogotá desde hacia varios días, y -al contrario de los esposos
cornudos- no fui el ultimo en conocerlas. Alguien me dijo: "No hay mejor servicio
de inteligencia que la amistad". Pero lo que me convenció por fin de que no era
un simple rumor de altiplano, fue que el martes 24 de marzo en la noche, después
de una cena en el Palacio Presidencial, un alto oficial del Ejercito la comentó
con más detalles. Entre otras cosas dijo: "El general Forero Delgadillo
tendrá el gusto de ver a García Márquez en su oficina, pues tiene algunas preguntas
que hacerle en relación con el M-19". En otra reunión diferente, esa misma noche,
se comentó como una evidencia comprometedora un viaje que Mercedes y yo hicimos
de Bogotá a La Habana, con escala en Panamá, del 28 de enero al 11 de febrero.
El viaje fue cierto y publico, como los tres o cuatro que hacemos todos los años
a Cuba, y el motivo fue una reunión de escritores en la Casa de las Américas,
a la cual asistieron también otros colombianos. Aunque sólo hubiera sido por la
suposición escandalosa de que ese viaje tuvo alguna relación con el posterior
desembarco de guerrilleros, habría tomado precauciones para no dejarme manosear
por los militares. Pero hay más, y estoy seguro de que el tiempo lo irá
sacando a flote. La forma en que la prensa oficial ha tratado el incidente esta
ya sacando algunas, y más de lo que parece. Ha habido de todo para escoger. Jaime
Soto -a quien siempre tuve como un buen periodista y un viejo amigo a quien no
veo hace muchos años- explicó mi viaje en la forma más boba: "El que la debe la
teme". Sin embargo, el comentario mas revelador se publicó en la pagina editorial
de "El Tiempo" el domingo pasado, firmado con el seudónimo de Ayatola. No sé a
ciencia cierta quien es, pero el estilo y la concepción de su nota lo delatan
como un retrasado mental que carece por completo del sentido de las palabras,
que deshonra el oficio más noble del mundo con su lógica de oligofrénico, que
revela una absoluta falta de compasión por el pellejo ajeno y razona como alguien
que no tiene ni la menor idea de cuán arduo y comprometedor es el trabajo de hacerse
hombre. A pesar de su propósito criminal, es una nota importante, pues en ella
aparece por primera vez, en una tribuna respetable de la prensa oficial, la pretensión
de establecer una relación precisa, incluso cronológica, entre mi reciente viaje
a La Habana y el desembarco guerrillero en el sur de Colombia. Es el mismo cargo
que los militares pretendían hacerme, el mismo que me dio la mayoría de mis informantes,
y del cual yo no había hablado hasta entonces en mis numerosas declaraciones de
estos días. Es una acusación formal. La que el propio Gobierno trató de ocultar,
y que echa por tierra de una vez por todas la patraña de la publicidad de mis
libros y la campaña de desprestigio internacional. Ahora se sabe por qué me buscaban,
por qué tuve que irme, y por qué tendré que seguir viviendo fuera de Colombia,
quien sabe hasta cuando, contra mi voluntad. No
puedo terminar sin hacer una precisión de honestidad. Desde hace muchos años,
"El Tiempo" ha hecho constantes esfuerzos por dividir mi personalidad: de un lado
el escritor que ellos no vacilan en calificar de genial, y del otro lado el comunista
feroz que está dispuesto a destruir a su patria. Cometen un error de principio:
soy un hombre indivisible, y mi posición política obedece a la misma ideología
con que escribo mis libros. Sin embargo, "El Tiempo" me ha consagrado con todos
los elogios como escritor, inclusive exagerados, y al mismo tiempo me ha hecho
víctima de todas las diatribas, aun las más infames, como animal político.
En ambos extremos, "EI Tiempo" ha hecho su oficio sin que yo haya intentado nunca
ninguna replica de ninguna clase, ni para dar las gracias ni para protestar. Desde
hace mas de 30 años, cuando todos éramos jóvenes y creíamos -como yo lo sigo creyendo-
que nada hay más hermoso que vivir, he mantenido una amistad fiel y afectuosa
con Hernando y Enrique Santos Castillo -a quienes quiero bien a pesar de nuestra
distancia porque he aprendido a entenderlos bien- y con don Roberto García Pena,
a quien tengo por uno de los hombres mas decentes de nuestro tiempo. Quiero suplicarles
que digan a sus lectores si alguna vez les he hecho un reclamo por las injurias
de su periódico, si alguna vez he rectificado en público o en privado cualquiera
de sus excesos, o si estos han alterado de algún modo mi sentido de la amistad.
No: he tenido la buena salud mental de tratarlos como si ellos no tuvieran nada
que ver con un periódico que siempre he visto como un engendro sin control que
se envenena con sus propios hígados. Sin
embargo, esta vez el engendro ha ido más allá de todo limite permisible
y ha entrado en el ámbito sombrío de la delincuencia. Me pregunto, al cabo de
tantos años, si yo también no me equivoque al tratar de dividir la personalidad
de sus domadores. De
modo que todo este ingrato incidente queda planteado en definitiva como una confrontación
de credibilidades. De un lado está un gobierno arrogante, resquebrajado y sin
rumbo, respaldado por un periódico demente cuyo raro destino desde hace muchos
años es jugárselas todas por presidentes que detesta. Del otro lado estoy yo,
con mis amigos incontables, preparándome para iniciar una vejez inmerecida pero
meritoria. La opinión
pública no tiene más que una alternativa: a quien creerle. Yo, con mi paciencia
sin término, no tengo ninguna prisa por su decisión. Espero. |