Gabriel
García Márquez logró el milagro de habitar con su obra en
la mente de todos los seres sensibles de la Tierra. Lo viven desde un portero
huraño de un rascacielos de Nueva York o un granjero de Australia, hasta
un riguroso profesor de Harvard y un exigente académico de Coimbra. Sus
novelas y cuentos, y aún toda su vasta obra periodística, tienen
una belleza natural y sencilla, pero está siempre tocada por la fuerza
inescrutable y arrasadora de lo desconocido. Es
una magia misteriosa que afecta de tal manera que hoy por hoy sea el escritor
que más influye en la literatura árabe, simiente del realismo mágico,
o en culturas tan distintas como la China, donde el reciente premio nobel Mo Yan
afirmó que había descubierto y había decidido narrar lo que
había vivido en su aldea al leer lo que García Márquez narraba
en ese lugar remoto llamado Macondo.
García
Márquez nació en un pueblo bananero de la costa Caribe colombiana,
y donde hace tanto calor que los pájaros caen abrasados por el sol del
mediodía.
Se
crió con sus abuelos maternos, en una casa inmensa, y mientras la abuela
evocaba la historia de los muertos familiares que aún deambulaban por los
cuartos clausurados de esa casa infinita, el abuelo le narraba la historia de
los muertos que se habían muerto de verdad a lo largo de las 32 guerras
civiles que habían asolado al país.
De
esta memoria, sacó todos sus personajes, mujeres y hombres como seres que
solo caben en el tamaño de sus sueños, y creó una obra que
retrató de cuerpo entero a su pueblo, Aracataca, convertido en Macondo,
y a su país, Colombia, porque no hay un libro de García Márquez
que no transcurra en Colombia.
Ciudadano
del mundo, reconocido y admirado en Portugal, donde vino por dos semanas en junio
de 1975 para escribir tres grandes crónicas sobre la Revolución
de los Claveles, García Márquez se alimentó de toda la fuerza
vital de Latinoamérica, desde su nativa Colombia, que le otorgó
su única nacionalidad, hasta el México tumultuoso y hermoso que
le dio generoso cobijó durante cinco décadas.
Los
dos presidentes, Juan Manuel Santos y Enrique Peña Nieto, le hicieron la
guardia de honor en el imponente Palacio de Bellas Artes, con las banderas tricolor
y del águila azteca, y ojalá sus cenizas se conserven como reliquias
en partes iguales en la tierra de estos dos pueblos hermanos, tan parecidos pero
tan distintos como Aureliano y José Arcadio Buendía en Cien años
de soledad.
Millones
de lectores quedaron huérfanos pero felices en el mundo, porque su obra
entró a la inmortalidad.
En
lo personal, como antiguo periodista en Colombia, además de haberlo entrevistado
en siete ocasiones, me queda un recuerdo que revivo con prepotente humildad.
Fue
en Nueva York, un domingo de otoño, donde me llamó desde el hotel
Plaza para decir que si lo podía acompañar a cine, porque su esposa
Mercedes se había ido de compras. Entonces caminamos por la Quinta Avenida,
que es donde realmente se sabe quién es conocido e importante en el mundo.
Mucha
gente lo saludaba con asombro, al comprobar que García Márquez realmente
existía.
En
la penumbra del cine, después de pagar con emoción los boletos porque
el nobel había dejado la cartera en el hotel, allí en la tenue oscuridad,
los dos solos en cine, no me pude concentrar en aquella película de Akira
Kurosawa, porque éramos yo, el hijo de mi mamá, y el más
grande colombiano de toda la historia, a mi lado el genio de literatura universal,
y ahí fue cuando sentí la irresistible necesidad de cogerle la mano,
como a aquella deseada novia de pueblo, para decirle que gracias por existir,
que lo amábamos, porque era demasiado lo que había influido en nuestras
vidas
Acerca
del autor:
Periodista
y novelista (1950), cinco veces ganador del Premio Simón Bolívar.
Algunos de sus libros son: 'Los días del calor' (1970), 'Marilyn' (1974),
'Morir último' (1978), 'Crónicas' (1981), 'Colombia y otras sangres:
diez años de periodismo' (1987), 'No morirás' (1992).
Desde
2011 se desempeña como embajador de Colombia en Portugal.
GERMÁN
SANTAMARÍA Especial para EL TIEMPO
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