| La
polémica de la ortografía Botella
al mar para el dios de las palabras Gabriel
García Márquez (Tomado
de La Jornada, México, 8 de abril de 1997) A mis doce años de edad estuve
a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó
con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse,
me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos,
además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor,
que tenían un dios especial para las palabras. Nunca como hoy ha sido tan grande
ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras.
No es cierto
que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está
potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad
y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas
o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de
publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono,
los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas
al oído en las penumbras del amor. No:
el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas
lenguas que ya no es fácil saber como se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan
sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable
de un lenguaje global. La
lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin
fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras
lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia
cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve
millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar
este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha
dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos
de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro
significados, mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres
para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica
por sí sola, y que tanta falta nos hace, aun no se ha inventado. A un joven periodista
francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra
vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un
cordero, dijo: "Parece un faro''. Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó
un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de
Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra
que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado
nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza
que sabe a beso? Son
pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe
en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura,
sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo
veintiuno como Pedro por su casa. |