| Qué
injustos somos con esos compañeros de la vida, que aveces pasan raudos
y aveces con andar cansino, y unos con amable carga y otros con pesado avío,
y con esto o con aquello si con justicia los viéramos, qué buenos
son, amigos míos... Buenos
porque enseñan, porque curan, porque son hasta el final, el verdadero
legado, el más cierto y real, la dote, la herencia, el verdadero capital... Capital,
herencia y dote, que de principio a fin se debe administrar con alegría
en la niñez, sin prisa juvenil, con sensatez en la adultez y sabiamente
en la vejez... Recuerden,
cuando niños, esos años que siempre acompañaron nuestras
risas, los sabores dulce y los dulces sabores, el simple juguetear y los juguetes
simples, la alegría de un regalo querido, o la tierna pataleta
por ser un consentido, ¡Ha!, aquellos años mis amigos... Sumen
esto y aquello más, que solo en la niñez se vive con ternura,
de manera ingenua y sin gran premura, y encontrarán, amigos míos,
que desde antaño generosos fueron, complacientes casi todos, queridos
compañeros... ¿O,
no vieron mis amigos, o no se percataron por la misma distracción del
goce, cuando llegaron y pasaron esos años
juveniles, a los quince o catorce, portadores de inocentes cosquilleos y
encantadores y furtivos aleteos. de exaltadas sensaciones, de picantes, sabrosas
y tremulantes pasiones, de piquiñas en el cuerpo y palpitar de
corazones... cuando ellos nos brindaron todo aquello, y sacábamos
el pecho como eximios barones... sintiendo el erizar del incipiente vello,
¿No los vieron mis amigos?... ¡Cuantas más razones! Cuan
tercos somos cuando todo lo que duele en nuestras almas queremos achacarlo
a nuestros años con desprecio, ¿Por qué ha de ser así?,
eso es ser necio, sin pensar que ellos son solo testigos de todo lo que y
vieron, que nos deparó el destino que nosotros mismos construimos,
y ellos no lo hicieron y en silencio no hacen más que venir, llegar, pasar
y llevarnos al final, sin reclamar para sí el mérito de esos
momentos gratos que una vez nos dieron. A
la adultez, llegamos preocupados, afanados, asustados, porque los años
en esta etapa se nos suman para llevarnos a una edad que como espuma nos conduce
al periodo final distante de la cuna, y no nos percatamos que ahora sí
llegó el momento de sentar cabeza, de regocijarnos con ellos y adquirir
firmeza, y despejar el sendero que nos permitirá arribar a esa meta
de amor y de remanso en paz, con entereza. Y
prepararnos a la vejez, cómo nos cuesta, cuando a los años vemos
con desgano y en actitud de protesta, al aparecer surcando en nuestro rostro
unas arrugas, que en nada nos afecta, y poco nos afea, ¡nos enaltecen!,
pués solo nos señalan que es una marca del saber, en todo lo
que sea; lo mismo que pensamos con enfado que a perturbarnos ha llegado un
signo malhadado, cuando esas canas, cual plateadas pinceladas de la vida, llegadas
con nobleza, se asoman sin rubor, teñidas de candor y adornando con
gracia la cabeza, y no vemos en ellas el valor de la experiencia, su resplandor
y la sabiduría adquirida en la existencia... A
la vejez, amigos, es de llegar, insisto, agradecidos, contentos, felices con
los años que nos trajeron hasta aquí, curtidos; forjados, cansados,
quizás con desengaños, pero a la par con ellos para atisbar
con suma sensatez tanto que juntos compartimos, por caminos remotos o aledaños,
y si de algo hemos de desistir que no nos satisface, pues qué buena
ocasión tenemos ahora sí con ellos, ¡Qué bien nos
hace!, para desechar y separar de nuestro entorno lo amargo y no agradable,
y saborear con gran placer las mieles de lo bello, lo bonito, lo excitante, y
todo lo inefable... No
te quejes de los años, caro amigo. Alcemos nuestra copa, ven conmigo, y
brindemos por aquellos que tanto nos legaron desde antaño, y digamos sin
rencor a ellos, ¡Vivan ustedes, vivan los años! POR:
LUIS BELTRAN CLARO Santafé de
Bogotá. Publicado 12 de mayo de 2020 |