Más abajo del CIELO
Nuestra familia, Barriga. Desde 1853 hasta 2008
ALFREDO BARRIGA IBÁÑEZ

CAPÍTULO SEIS

DESCENDENCIA DEL PRIMER ABUELO, ÁNGEL RICARDO BARRIGA

HONORATO BARRIGA LEÓN
PIONERO DE UNA BONDAD HECHA DESCENDENCIA

La vez del mes de agosto en que visité Ábrego para recopilar datos sobre el Tío Honorato(1), hubo de todo, excelentes atenciones; aunque rodeadas de mala suerte, cansancios, accidentes y peligros de muerte. La salida se hizo desde Cúcuta; y con una energía que salía, más que del cuerpo, del alma, por aquello de querer investigar situaciones de un personaje de la familia que, según mi padre Gilberto(1) y la Tía María(1), fue muy bondadoso. Las atenciones, entre varias, estuvieron relacionadas con el desayuno brindado por Monseñor Manuel García y con el suculento almuerzo ofrecido por Víctor Manuel Yaruro Peñaranda, cariñosamente llamado "El Negro", descripción antagónica, pues el color de la piel corresponde al blanco, propio de las personas nacidas en esa parte de la provincia en que la fusión con los indígenas precolombinos fue muy escasa.

¡Qué lástima!, pues el almuerzo no se pudo brindar y mucho menos recibir. El auxilio que merecía el oferente primaba sobre todas las cosas. A él, lamentablemente le sucedió un accidente; a su hijo y a mí, si no hubiera sido por las picaduras de unas avispas, hubiéramos llegado a un abismo en el que nos esperaba con los brazos abiertos… la muerte.

Ya desde atrás y en la cúspide de una colina en que empieza a vislumbrarse Ábrego se formaron las incomodidades del día, iniciado laboralmente a las cuatro en Cúcuta sobre un automóvil y una carretera que al conducir a la población destino, a las siete permitía la contemplación de las primeras casas. Ábrego es un lugar que, relacionado con el ángulo fotográfico, no facilita la toma de panorámicas. Sencillamente porque las montañas por donde pasan sus carreteras de entrada y salida, están muy lejos, y desde ellas, la imagen de las cosas y las construcciones resulta obstaculizada. Se requiere de un potente zoom, tan largo como la nariz de Pinocho, que al incrustarse en la cámara, proporcione un mejor acercamiento de las calles, avenidas, casas y uno que otro personaje del pueblo, "encurrucado" en un sardinel, como así es la tradición de numerosos abreguenses al estar descansando. En todo caso se tomaron, desde la colina, varias fotografías bajo el milagro de que resultasen panorámicas, cuestión que a la postre salió imperfecta, y sólo se ve la torre de una iglesia que sobresale en la llanura y un tanque gigante que desde 1950 sirvió de almacenamiento y distribución del agua a las gentes y sembradíos caseros; sólo eso, porque las casas desde ese ángulo resultaron cubiertas, bien por cerros pequeños o por arborizaciones de cocotos con que se engolosinan las dulzuras de sus niños. Si no sirvió la panorámica, una llanta del carro y una manguera del agua... tampoco. Se habían inutilizado.

Eso de cambiar una llanta y de ajustar una manguera, culpable del recalentamiento, es una cuestión sencilla. Por supuesto, requiere de tiempo, sudor y agua; fáciles los primeros, pero para la última, tener que caminar alrededor de dos kilómetros, uno yendo y el otro viniendo, es fastidioso; y más con una pimpina que resolverá la calentura del motor y la de la paciencia por haber sido alterada desde los comienzos del día. Arreglado todo, llegar a la población fue un acontecimiento de rutina, como lo ha sido el tajo de piña con que tradicionalmente, por unos cuantos pesos, recibe al visitante el vendedor de la esquina sureste del parque.

Como siempre, después de los malos ratos vienen algunos mejores, enseguida vendrán más felices que darán vía a arduos indeseables, quienes a su vez abrirán sendero a otros suficientemente felices para aparecer otros arduos y otros felices y otros arduos en el enredado y verraco transcurso de la vida.

Las atenciones de Monseñor Manuel García calmaron las incomodidades del camino y de la estadía en la colina, subsanadas con un desayuno parroquial de abrazos, amistades de vieja data, y por una arepa inundada de queso costeño que, para poderla bajar, tocó empujarla con una tasa de café negro, tan delicioso que, en las horas de la tarde, después de las picaduras de avispas, de la fractura del brazo del "Negro" y del baño de todo el cuerpo, incluido el enjuague dental, todavía el café persistía con sus sabores campestres en la boca. Posterior a las atenciones eclesiásticas, el estudio sobre el apellido Barriga en los libros correspondientes de la iglesia y de algunas oficinas públicas era imperioso; luego vendría la visita a la casa del "Negro" para el debido saludo, lo que significaría un paseo a lugares recorridos por familiares antiguos, una sesión de toma de fotografías sobre viejos recuerdos y, al empezar la tarde, el almuerzo en su casa, ajustado a las normas culinarias de la provincia, agradables, pero que no pudieron cumplirse porque, con hambre y todo, nos tocó acudir al hospital, primero de Ábrego, luego al de Ocaña, pues la fractura era extremadamente dolorosa e incómoda, sobre todo porque el accidentado no se dejaba tan siquiera colocar una inyección que calmara sus tormentos.

Víctor Manuel es sobrino de doña Rosa Peñaranda, esposa de Carlos Emiro(2) Barriga; por consiguiente, es nieto de Ramón David Peñaranda, un personaje abreguense de quien se recuerdan inmensas bondades con las gentes del pueblo, incluidas sus capacidades para tratar y curar enfermedades en forma desinteresada, como también aquella en que, al solicitársele un favor destinado al hospital, donó los terrenos para su correspondiente construcción. No es de extrañar, pues, que en el alma del "Negro" esté insertada la cualidad que ornó a su abuelo en la existencia. Solicitar de él un auxilio, en la medida de su posibilidad, significa una respuesta automática con el necesitado "Sí". De manera que, al comentarle telefónicamente mi presencia al otro día y los motivos para los cuales se requería de su colaboración, inmediatamente contestó: "¡Claro, aquí le haremos conocer hasta el lugar en donde las garzas ponen los huevos!".

Se necesitaba identificar sólo la casa en que había vivido el tío Honorato(1). Ubicarla dentro de la nomenclatura urbana. Describirla por fuera y por dentro. Con todas sus características. Número de habitaciones. Cocina. Patio y solar, si lo había. Descripción que, para el caso, la función de la cámara fotográfica resultaría provechosa. Aunque no total; porque sencillamente la máquina trabaja con el sentido de la visión. Los otros sentidos, para la representación escrita, están reemplazados por las palabras, que para señalar las bondades del tío, deben poseer el brillo de los diamantes. En todo caso, cuando se le insinuó a Víctor Manuel cuál era el propósito de la investigación contestó:
-"Yo conozco un señor que fue amigo de Honorato(1). Se llama don Antonio Arévalo y sabe muchas cosas que a ustedes les serán interesantes!", expresó. Y con esa comunicación telefónica, al día siguiente se hizo el viaje de las llantas y la manguera desarreglada, y que conectó con las dádivas del Monseñor Manuelito para enseguida obtener en los libros las informaciones relacionadas con el tío, cuestiones que, ya cumplidas, obligaron a la búsqueda del "Negro", en su casa, cuyos frontales azules desde un principio me insinuaron que allí existía un cielo de atenciones... que no llegaron, lamentablemente a su fin.

El saludo y la presentación con los integrantes de la familia fue cordial, en medio de los aletazos de una gallina color ladrillo que al sentirse ahorcada presintió un destino en donde su figura principal cabía dentro de un perol, sancocho infernal en el que pagaría los cacareos cansones de sus madrugadas. El jefe no estaba, según me informó su esposa. "¡Pero no demora en regresar!", terminó. Presenté mi permiso para ausentarme del hogar y al marcharme, a media cuadra observé un señor de contextura fuerte, colorado, agilidad de cuarentón y un hablado mejicano que indicaba su criollismo abreguense, hecho especialmente para servir. Me había visto salir de su casa.

-"¡Tenga la bondad de indicarme la hora!", le dije, a lo cual contestó.
-"¡Por supuesto; van a ser las once; y por lo que veo, usted es el amigo que estamos esperando!". Aspecto que me obligó a decirle:
-"Yo me imaginaba que usted era negro. ¿Y cómo hizo para saber que era yo quien venía en su búsqueda?
-"¡Sencillamente, no porque sale de mi casa sino porque desde Cúcuta me comunicaron que usted era una persona con una cabeza muy brillante!". Se tocó el pelo como para demostrar con mímica el cincuenta por ciento restante de sus palabras, de lo que inmediatamente comprendí sobre mi atolondrada calvicie. Y se puso a sonreír en medio del reconocimiento y saludo que yo asimismo le prodigaba.
-"¡Camine!", me dijo, "¡y le muestro no sólo el lugar en donde vivió su familiar Honorato(1), también lo voy a llevar a la finca que el poseyó en vida!", exclamó sobre una propiedad y un tío que murió en 1946.

La casa está ubicada exactamente a una cuadra del Palacio Municipal, yendo hacia el oriente y en plena esquina. La emoción se agiganta y quiere demostrar mediante alegrías que en ella vivió algo de mi vida presente, sometida a los cuerpos de un pasado con unos mismos apellidos y unas mismas canas, un mismo timbre de voz, unas mismas dolencias y unas mismas ilusiones, porque siendo de la misma sangre, ésta tiene que correr hacia atrás para encontrar que en 1907 y 1914, a mi papá Gilberto(1) y a mi tía María(1) les tocó soportar, siendo niños, le pérdida de la ternura mediante la muerte de sus padres, Ángel Ricardo y Telésfora, respectivamente; y la llegada de la otra ternura, la de la protección, auspiciada por un hermano que, en vez de buscar otros horizontes por ser ya un hombre, se dedicó a cuidarlos como si ellos hicieran parte de sus obligaciones. Era Honorato(1).

La casa está pintorreteada actualmente. Es muy grande. Posee un techo a dos aguas cuyas tejas parecen ser las mismas que recibieron los aguaceros y rayos solares de la guerra de los Mil Días. Manchadas de verde, sobre sus lomos y curvaturas, las tejas conservan los croquis de sus musgos y humedades, productos de intensos días de invierno. Sus paredones también son viejos; construidos al estilo de la "tapia pisada" aprendida de los españoles. Es muy probable que allí el viejo Ángel Ricardo, como Jefe Civil y Militar, organizara las estrategias para hacer de Ábrego un lugar de paz, sólo de paz, pues ya había sentido la presencia de un dolor cuya causa se quedó en los cielos, en la Aspasica de sus encantos. Actualmente la casa trae los recuerdos de tío Honorato(1), un hombre alto, fornido, a quien Pedro León "Pedrito" Solano Barriga(2) recuerda con una canana repleta de balas y una pistola en la cintura, mientras se paseaba por los cultivos de su inmenso solar. Por fuera, la casa es muy amplia, tan larga que hubo necesidad de dividirla en tres secciones donde viven actualmente tres familias. Cada una de las cuales pintó las paredes como para acrecentar el malestar de los guayabos. La de la esquina conserva un verde separado de un color amarillo superior que, al distanciarse de los matices blancos y grises de otra tapia, parece que fuera una obra cubista de Omar Rayo, el pintor vallecaucano. Las otras casas del inmenso caserón igualmente tienen sus colores; pero no tan exagerados para la resaca y sí para motivarle algún mareo a cualquier conjuntivitis. Mientras tomo fotografías pienso en la señora que, de una de las tres moradas, nos va a atender para mostrarnos las partes internas, aposentos, patios, baños, solares, todo aquello que forma el encanto de las mansiones viejas. También recuerdo la poesía de Barba Jacob, "Parábola del Retorno", cuya iniciación es adorable, y no sólo por contener el nombre del abuelo, Ricardo, sin la o:

"Señora... ¡Buenos días!
Señor, ¡Muy buenos días!...
Decidme, ¿Es esta granja la que fue de Ricard?
¿No estuvo recatada bajo frondas umbrías?
¿No tuvo un naranjero, un sauce y un pajar?
El viejo huertecillo de perfumadas grutas
Donde íbamos, donde iban los niños a jugar,
No tiene ahora árboles y frutas,
Señora... ¿Y quién recoge los gajos del pomar?
..........................................................................

El "Negro" golpea la puerta de la primera casa, suave una vez; algo fuerte la segunda; y como consecuencia de no atender a los golpes, toca tres veces con decencias salidas de un anillo grande, de oro, y es el momento en que yo pienso nuevamente en el principio de la poesía porque me tocará decir, "Señora, buenos días" o "Señor, muy buenos días", si el que se asoma es una mujer o un hombre. Y quien sale es un muchacho como de 14 años, con bozo amarillento y un sudor que denuncia, junto a su machete, estar trabajando en la huerta del solar.
-"¡Quiubo Toño!", le dice el "Negro", "¡Ve, que si nos dejás pasar que es que aquí el amigo quiere ver adentro y tomar una fotos, pues aquí vivieron sus abuelos, su padre y sus tíos!", a lo cual el joven responde:

-"¡Sigan y antes se llevan una ciruelas del palo!". Este es un ofrecimiento que induce a pensar en las atenciones tradicionales de la gente. Se solicita un favor y se termina recibiendo dos; para el caso, uno, el facilitar la entrada; y el otro, el regalo de la fruta, lo cual se alcanza a comprender por la cantidad de ejemplares que penden de un árbol cuyo follaje cubre un área de aproximados diez metros de diámetro. Lo mismo sucedió con el vendedor de piña; me acercó el tajo y me encimó la sal, por si era de mi gusto; lo mismo con el Monseñor Manuelito, me brindó el desayuno y la despedida fue: "¡Quedáte a almorzar!"; y lo mismo con el "Negro", al decirme: "¡Le muestro, no sólo el lugar en donde vivió su tío Honorato(1), también lo voy a llevar a la finca que él poseyó en vida!". Y en ésta sucedió el accidente de su mano derecha. ¡Qué pesar!.

El interior de la casa es atractivo, aunque los adornos sean de gente humilde. Todavía en el techo se vislumbra el tejido de cañabrava que sostiene la mole de tejas, reforzado con vigas, unas largas y delgadas y otras gruesas, amarradas con un fique posiblemente entrecruzado al promediar el primer cuarto del siglo XX, cuando el Tío Honorato(1) aún vivía con sus hermanos menores. Me dio tristeza observar los materiales del recuerdo, los ligados a vidas que no logré conocer, pues, con excepción de la tía María(1), el tío Honorato(1), el tío Eugenio(1) y mi padre Gilberto(1), todos ellos murieron antes de 1945, año de mi nacimiento.

El lugar es grande; correspondiente a una tercera parte del solar antiguo. A través de paredes divisorias se logran advertir los otros dos, por donde el tío se paseaba entre un cultivo de cebollas con su cinturón de balas y un pistolón para asustar, con seguridad, a los gatos, pues él con los humanos manifestó una conducta ejemplar. La toma de fotografías va acompañada de nostalgias. Unas nacidas por tapias del solar a las que el agua de principios de siglo y la de todos los tiempos llegó como llegan las tormentas de Ábrego, espantosas, con rayos y truenos, como bien las describe don José María Peláez en su obra "Sendero de Espinas", dejando en sus estucos de boñiga y barro el recuerdo de una pintura blanca que pudo haber sido... y ya no lo es. Otras nostalgias vienen porque el pensamiento se llena con la efigie de mi padre, cuando era un niño, hace cien años, con juguetes de la dulzura cuyos herrones quedaron consignados en unas baldosas que aún conservan las perforaciones del ayer. Salimos con la gratitud dada a "Toño", por lo de la entrada y por el acervo de ciruelas abrazadas en los bolsillos.
-"¡Yo creo que con lo de la casa es suficiente. Conocí sus afueras, sus adentros, y lo mejor, les tomé las fotos indispensables para el recuerdo!". Así le dije a Víctor Manuel.
-"¡No hombre! ¡Vamos! ¡Camine! La finca no queda sino a media hora, en carro, y por carretera plana!", me sugirió.

-"¡Seguro que no hay necesidad de ir!", le respondí.
-"¡Huy! ¡De lo que se va a perder!", me dijo, "¡Es muy bella!, ¡Camine!".
-"¡No es indispensable. El sólo hecho de escribir que el tío tenía una finca, con eso basta!". Esto lo aclaraba porque, en verdad, en el espíritu se paseaban esas incomodidades inexplicables del sexto sentido, anunciadoras de presentimientos desfavorables. Y cuando ellas se presentan, lo mejor es no acometerlas. No obstante, el "Negro" no las tenía. Y fuimos.

Media hora no; cuarenta y cinco minutos. Tal vez por el estado del carreteable: horrible, como hermosos los paisajes del entorno. Nos interesaba, al fin de cuentas, disfrutar de la frescura del agua; la misma que baja por el "Pozo de la Paila" y que corresponde al Río Oroke, afluente del Algodonal y que después se llamará Catatumbo. En ese pozo, los hijos e hijas del tío Honorato(1) gozaron los esplendores de una naturaleza amable, felizmente inventada para complementar las alegrías del alma, cuando las fundamentales estaban en paseos donde las novias de los familiares eran consideradas con respeto y con admiración por lo lindas. Al llegar y observar, no sólo la grandiosidad de la finca con sus cañadulzales, cafetales y hasta un trapiche construido por el Tío, también la belleza del río y las contorsiones que hace para organizar sus riberas y hondonadas, la conclusión indica que el Paraíso puede estar en todas partes; pero la sede principal se ubica por los rededores del Oroke. Bueno, no tanto; porque de pronto la felicidad se convirtió en un infierno.

-"¡Camine!", me dijo el hijo de Víctor Manuel, de nueve años "¡Desde esta punta puede tomar una fotografía hacia abajo, en donde está el pozo!". Y fuimos acercándonos hacia el extremo, sin considerar que su basamento era débil y propenso a ceder para enviarnos al abismo, donde efectivamente se forma el pozo, y por la osadía, la llamada de la muerte.

-"¡Ayayay jueputa!", gritó el niño en una voz azteca tan fuerte, que su padre, de no haber sido porque complementó con "¡Me picaron las avispas!", lo hubiera reprendido. Y nos alejamos de la punta de la muerte, eso sí, corriendo como alma que lleva el diablo para distanciarnos del enjambre. Y ahí fue Troya, porque en la escapada y en una grada construida para el ascenso de las mulas, el Negro se deslizó y repitió de inmediato lo que su hijo anteriormente había chillado. El sonido que salió de uno de sus brazos fue inconfundible; similar al que produce el granizo al caer sobre una hoja de zinc. ¡Qué pesar, se había fracturado los huesos radio y cúbito del antebrazo derecho!. Víctor Manuel, en medio de sudores que repentinamente empezaron a brotar de su frente, cambió de color, llegándole, ahora sí, el "negro" a su piel.

Algo debe tener el menjurje organizado por la unión de tres clases de yerbas. Ello lo aprendí de un Coronel del ejército, quien, al notar que a mi esposa Maruja le habían picado varias avispas, agarró una hierba de las largas, otra de las gruesas y otra de las delgadas, para hacer, mediante machacamiento, una especie de emulsión enteramente verde y aplicarla luego en las partes aguijoneadas. Eso mismo hice yo, al terminar de fabricarla. La coloqué en el pómulo derecho, en la frente y en la nuca del niño y así tratar de suprimirle la hinchazón que ya estaba formándose; de igual manera en el lugar de mi brazo izquierdo en donde el animal había dejado la ponzoña. Tanto el muchacho como yo, sentimos un invitado alivio.

No obstante, la gravedad estaba en la fractura del "Negro"; y sobre ella debían recaer las atenciones. De manera que al salir de la zona rural en que nos encontrábamos, la mirada estaba puesta en el Hospital de Ábrego, al que llegamos mediante la indicación del hijo, pues el "Negro", por sus grandes sufrimientos no podía pronunciar sino las palabras que hacían parte de su constitución:
-"¡Yo en mi vida no sé lo que es una aspirina y mucho menos lo que es una inyección. De manera que si me van a poner de eso, no me dejo; así se me pudra el brazo!", dijo. A lo cual le aconsejé, mientras miraba a la doctora que estaba colocando una ampolleta en la habitación contigua.
-"¡Oiga "Negro", si usted no se deja tratar, téngalo por seguro que la fractura le va a provocar por lo menos cinco años de padecimientos. Y si lo hace, al cabo de tres o cuatro meses ya estará dispuesto a trabajar. Además, mire, que quien le va a colocar un analgésico es aquella doctora, tan joven y tan linda que parece un ángel!", se la señalé.

-"¿Pero será con jeringa?, preguntó.
-"¡No sé, eso depende!", le respondí. Y el hijo, con cara de boxeador, hinchado por los picotazos de las avispas, le expresó mexicanamente:
-"¡Ay papá, la jeringa no duele nada, la que duele es la aguja y la chambonada de quien la aplica!. ¿No ve que a mí ya me pusieron la de fiebre amarrilla?". Y esta fue la última charla que sostuvo con nosotros, pues, debido a que alguien había traído el Carné del Seguro, empezaron a tomarle los datos para enseguida internarlo en el quirófano, lugar en donde le atendieron con la prisa que exigía su dolor. Cuando salió, venía entablillado en la sección fracturada y con la desilusión de tener que ausentarse a Ocaña para que allí, en una operación más completa, le pudieran unir los huesos separados por el golpe. Al salir del Hospital de Ábrego y en dirección al de Ocaña, me comentó:
-"¡Compa, perdí la virginidad; pero menos mal que fue con aquella doctora tan suave. ¡Uy! ¡Viera qué manos; usted tenía razón. No sólo una, ya me dejo poner todas las inyecciones que vengan!.

Víctor Manuel Yaruro, el "Negro", cumplió su convalecencia. Aunque después de dos años todavía posee la sensación de unos huesos en vía de recuperación. Ahora el trabajo puede desarrollarlo a plenitud. Fue una lástima y una gran pena su accidente; pues personas de esa calidad valen lo que pesan en felicidades. Sus atenciones se reciben, como las de todos los abreguenses, dobles, así sucedan irregularidades.

Me hizo conocer, a pesar de todo, la casa que fue de Honorato(1) y su finca, extraordinaria y bella, no por lo extensa sino por los paisajes y cultivos que hoy adornan sus contornos. ¿Pero, por qué las identificaba, si él no alcanza a tener cincuenta; o sea que cuando nació, el tío ya había muerto desde hacía aproximadamente nueve años?. Sencillamente el "Negro" fue informado por personas de Ábrego que pasan actualmente de los ochenta, conocedoras del tío, quien al morir en 1946, las dejó en plena juventud.

El interés por descubrir evidencias de la vida de Honorato(1) no sólo está dado por los valores materiales que adquirió, más que todo se fundamenta en sus cualidades familiares, ornadas de bondad; pues, siendo únicamente un hermano medio, se comportó con los del segundo matrimonio como si fuera el padre que perdieron desde temprana edad, especialmente con la tía María(1) y mi papá Gilberto(1), quienes en 1907, tiempo en que murió el abuelo, tenían 14 y 8 años respectivamente. La protección debió ser grande y eficaz; acrecentada incluso en el año 1914 al morir la abuela, Telésfora Pérez, del segundo enlace, personalidad conocida en el ambiente de la modistería provincial según lo recuerdan algunos de sus nietos. El tío Honorato(1) es el único descendiente que permanece soltero a sus 32 años y ello es una situación que funcionará como amparo en los últimos hermanos. Por eso ellos, ancianos y con un sentimiento a flor de labio lo recordaban pronunciando gratitudes en su nombre. Pudiera decirse que en las páginas del recuerdo de mi padre Gilberto(1), la expresión Honorato(1) era más visible que la de su mismo padre, Ángel Ricardo, de quien sólo conservaba imágenes muy débiles en su mente.

La protección familiar, cuando hubo desamparos, fue una constante producida en todas las generaciones desprendidas del viejo Ángel Ricardo Barriga. Mientras hubo formas de "dar la mano", ellas se dieron con desintereses arreglados por la misma consanguinidad. El pionero en la solidaridad fue Honorato(1). También se produjo en el tío Sixto(1), en mi padre, en María de Jesús(2), en Elena(2), Alberto(2) y su hermano Carlos Emiro(2), en Rosa María(2), todos de apellido Barriga; y siguen más parientes cuyos nombres quedarán explícitos posteriormente, al tratar sobre ellos en este ensayo. La solidaridad ha sido un ofrecimiento surgido de las fibras, no sólo de la sangre, es mejor, del sentimiento. En el estudio de los hermanos y demás familiares que vendrán, se tratará de comentar esa cualidad; como también su ausencia, bien por situaciones adversas de la economía o bien por separaciones suscitadas en inmensos periodos; y éstas la pueden disculpar.

El testimonio sobre la protección brindada por el tío Honorato(1) a sus hermanos menores, además del recuerdo de diferentes bondades, lo expone Pedro León(2), "Pedrito" Solano Barriga, de 82 años, e hijo de la tía María(1), quien conoció por primera vez a su pariente en el año 37 cuando apenas tenía 12 abriles, época en que lo veía, unas veces en Ocaña, otras en Ábrego, cultivando cebolla y otras plantas o realizando sus transacciones comerciales, especialmente las del ganado vacuno con las que daba mejor rendimiento al levante de sus propiedades. Sobre éstas, además de las de Ábrego, también por tradición se conocen algunas ventas de carne y parcelas ubicadas en Ocaña; así mismo la apreciada en un libro de la Notaría Primera: Un hermoso campo situado en la vía a ábrego, cuya compra realizara el tío Honorato(1) en el año 1924 a Marcelo Vergel. "¡Si no hubiera sido por él", dice Pedrito(2), "nuestros papás hubieran aguantado hambre!".

Por ser el hijo mayor de los dos matrimonios, recibió, bien por poder otorgado directamente o por influencia de las costumbres, el don de mando que fue practicado bajo el dictamen de su corazón. Sólo en él recayeron los deberes, pues frecuentaba el segundo hogar con más perseverancia, destrozado ya por las dos más importantes ausencias, la del abuelo Ángel Ricardo, y la de la abuela, Telésfora Pérez León, a la edad de 45 años, a quien, aunque no era su madre, (su verdadera madre se llamó Liboria León), debió haberle tenido una respetable consideración. La verdad se fundamenta en que su nombre era mayormente pronunciado que el de sus hermanos. De Ricaurte(1), lamentablemente muy poco se sabe. De Verardo(1), algo más. De Eugenio(1), se rumora que se perdió por regiones insospechables al comienzo de su juventud. De Sixto(1), se conoce el primer matrimonio en 1910. De José del Carmen(1) se distingue que para el año 1909 ya estaba casado. En toda esta panorámica de "nuevos hogares", a los cuales había que responder con dedicación, trabajo y adecuada economía, del tío Honorato(1), que para el año de la muerte de su padre (1907) todavía no se había desposado, se deduce la responsabilidad con sus dos hermanos menores, María(1) y Gilberto(1), quienes habían quedado desprotegidos. Por eso, en su ancianidad, lo recordaban con frases salidas desde el fondo más grato de sus almas. Es la nobleza de la lógica ante situaciones de bondad.