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abajo del CIELO Nuestra familia, Barriga. Desde 1853 hasta 2008 | ||
ALFREDO
BARRIGA IBÁÑEZ | ||
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El tiempo en que fuimos a conocer el pueblito de Aspasica correspondía al verano. Eso sucedió en el mes de agosto, el de los vientos y las cometas, estímulos de la felicidad que para la carretera no existieron sino en la forma de una polvareda. Si hubiéramos viajado en esta época, el espectáculo habría sido lluvioso, especial para amasar la tierra del camino en un barro que elevaría el precio de doscientos a cuatrocientos mil pesos y con derecho a los cuentos de un chofer que tiene a la infidelidad como el acto más sublime de la vida. Estamos en diciembre del 2005; y el invierno ha ocasionado desastres, precisamente en las zonas más empobrecidas de Colombia. Todos los ríos se han desbordado; y las gentes de sus riberas se han visto en la necesidad de desplazarse a otras zonas, esta vez, no por las balas de la violencia y sí por las arremetidas de las aguas. En la hidrografía nacional, los ríos Magdalena, San Jorge y Sinú, que son los más furiosos, persiguen las urbes por los tratos inhumanos que el hombre está dando al medio ambiente. Llegan, por consiguiente, las inundaciones. El Norte de Santander no ha escapado a las enemistades del tiempo. Cúcuta, Ocaña y todos los municipios ligados a la carretera que une a estas dos ciudades, poseen las mismas desventajas de la desgracia social, pero con características diferentes. Embestidas que sólo están ocurriendo en los lugares de Puerto Santander, en nuestro Departamento, y no en las zonas que hacen parte de las Provincias de Ocaña y Cúcuta, pues allí los ríos, aunque también indisciplinados, no alcanzan a subir a la altura en donde están sus poblados. Sin embargo, el golpe del invierno es duro, estresante, de igual manera terrible; y todo por ser el área del Catatumbo una de las más lluviosas de Colombia. Entonces los aguaceros no escampan; y cuando lo hacen, dejan como recuerdo una lluvia pertinaz, fastidiosa; siendo ella, sin lugar a dudas, junto a las llantas de los camiones, la más culpable del deterioro de las carreteras sin pavimento. Viajar
de Cúcuta a Ocaña es aventurero en estos tiempos. Los derrumbes
se suceden unos a otros; y aunque hay maquinaria, la espera se hace peligrosa
e interminable. De cuatro se puede pasar a diez o doce horas para llegar a casa
en medio de una "piedra" que no la quita ni el preparativo del carnaval
que para principios de año juegan los ocañeros. En todo caso y en
pleno fragor de una tempestad en Cúcuta, se me ocurre llamar al taxista
que hace varios meses nos transportó a Aspasica; ello con el fin de preguntarle
sobre la posibilidad, con el invierno, de un nuevo viaje a esa misma región.
En esta ocasión, sólo para tomar fotografías. La respuesta
es natural, por concordar con las situaciones de la vía: El
carro llegó hasta el patio de la casa y fue colocado exactamente debajo
del follaje de una vid repleta de uvas tiernas, lo que impulsó a que el
taxista optara por las ciruelas que pendían ya maduras de una rama situada
al alcance de su mano
y de su inmortal confianza. Es natural, pues en la
provincia de Ocaña, cuando la cocota está en el árbol, se
considera como silvestre y dispuesta a su libre aprovechamiento; cuestión
diferente al hallarla en un canasto y sobre una carreta, lo que estimula a dirigir
la mano, pero al bolsillo. La pregunta se hizo formal e indispensable, emitida
con voz sobresaliente debido al alejamiento de las personas de la casa: -"¡Buenas!",
expresamos intercaladamente, "¿Hay alguien aquí?". Y fue
una joven como de diez y ocho años quien, al mandar callar primeramente
al perro, nos contestó desde la cocina: Su
cuerpo, encogido por el paso de los años, todavía conservaba los
rasgos de haber sido una mujer muy bella. Y si existían arrugas en la geografía
de sus manos, las montañas de sus venas también se elevaban en ramales
para escoger la dirección de sus dedos, como así las tenían
la tía María(1) y mi padre Gilberto(1) en una demostración
de haberlas utilizado en el cumplimiento de responsabilidades. La cabeza de mi
padre se llenó de nieve en los últimos tiempos; en cambio la de
la tía María(1) dejó mezclar entre sus rizados aquellas canas
que al combinar con sus cabellos negros permitían aminorar sus viejos calendarios.
La ancianita de La Playa de Belén, en esa cualidad también se parecía
a la de la tía. Sus ojos así mismo eran verdes, aunque posiblemente,
no como los de la juventud desvanecida. Los de ahora estaban opacados por el amarillo
de una esclerótica que representaba el cansancio de los años transcurridos.
Así los tenían nuestros viejos, como así mismo la forma de
sus orejas, de su quijada, de su nariz, de sus mejillas, fabricadas por noches
y días con caminos que indicaban una senectud que gozó del beso
de sus hijos. La ancianita tenía que ser nuestra; sus características
lo demostraban. Sólo faltaba conocer el timbre de su voz, el que, si llegara
a parecerse al de la tía, nos obligaría a mostrarle los ritmos de
nuestro corazón. Y así fue, porque, al preguntarle por su nombre,
contestó con el sonido dulce y tembloroso que poseía la única
hermana de mi padre: Mi
hermano Aliro(2) supo en su juventud que nuestro padre Gilberto(1) tuvo un hermano
llamado José del Carmen(1). Yo lo vine a saber mucho después. Y
lo vine a confirmar al leer la Partida de Matrimonio que encontramos arriba, en
Aspasica, lugar que acabábamos de visitar. Documento que contenía
los nombres de los hijos del segundo matrimonio de Ángel Ricardo Barriga
con Telésfora Pérez; concebidos antes de la unión legal.
De manera que, para identificar el grado de familiaridad de la ancianita con el
apellido nuestro, le preguntamos, mirándola directamente a sus ojos de
cansancio: -"¡José del Carmen Barriga Pérez!". La
pronunciación de ese nombre atrajo en el alma un sentimiento, configurado
unas veces por actitudes de alegría; y otras, por las de tristeza. Las
primeras se relacionaban con el hecho de haber descubierto una sobrina de nuestro
padre, una familiar verdadera, generadora de nuestro propio encantamiento; y las
segundas, por haberla visto llena de tantos años, tan frágil, tan
delicada, tan demacrada por los azotes del tiempo y de la soledad, tan despojada
de las bondades de la civilización, porque, si estaba siendo bien cuidada
por parte de su hijo y sus nietos, el vivir aislada en una montaña era
una situación que conllevaba a la carencia de soluciones inherentes a su
vida, sobrepasada de calendarios. Cuando nos expresó su nombre y el de
su padre, a los sentimientos de alegría y de tristeza se sucedieron los
deseos de abrazarla, de besarla, de mimarla; y fui yo quien inició esa
forma del cariño. Y la atraje a mi pecho; y la besé en la frente;
y en la mejilla; y en su mano diestra, para luego observarla en sus ojos de miel
que un día fueron de hierbabuena. Eso mismo hizo Aliro(2), mi hermano,
al ceder a su emoción; y fue él quien recibió la pregunta
de la sorpresa, emitida en un timbre de sonoridades quebradizas pero dulces, idéntico
al de la tía María(1). -"¿Por
qué me besan?". -"¿Cómo
se siente de salud?". -"¿Usted
conoció a su tío Honorato?", le dije. - "¡Dálida y Alejo!, Mamá", enseñó, y dirigiéndose a nosotros, complementó, "Por cierto viven cercanos al cementerio. A Dálida la distinguen como "Lala". En
las averiguaciones para el presente ensayo, pronunciando "Lala" por
todas las casas de uno de los barrios del costado norte del Cementerio, la logré
encontrar, y junto a su hermano, Alejo(3). Con ellos hubo posteriormente una rica
charla y una frondosa toma de fotografías. Cuando le comenté a éste
que su abuelo, José del Carmen(1) Barriga, hablaba y caminaba muy despacio
y con las manos atrás, súbitamente manifestó: -"¡Ay no joña, así soy yo!. ¡Con razón que a mí todo el mundo me alcanza!". Fue
Aliro(2), en ese diálogo del recuerdo, quien lanzó a la ancianita
de La Playa de Belén la última pregunta: Y nos despedimos. Eran las cinco de la tarde. El beso en la mejilla fue más dulce que sorpresivo, pues llevaba la esperanza de un volver. El taxista se bajó del árbol y cayó sobre las pepas de cocota que él mismo había regado. Entramos a La Playa y salimos luego a Ocaña. Media hora de comentarios y alegrías por haber logrado otra función, la del conocimiento de una familiar inundada de años. Ahora seguía, ya para el otro día, la búsqueda de "Lala"; lo que al suceder, me condujo a admiraciones y regocijos que irían a sucederse en la ciudad de Cúcuta, lugar de mi residencia y en el que también vivía una hermana de María de Jesús(2), llamada Ramona Ecilda(2), así mismo anciana, protegida por sus hijos, nietos y bisnietos, cuyos comentarios y lágrimas enturbiaron la disciplina de mi corazón. Ya
pasaron tres años después de la anterior entrevista. Tiempo que
al cubrir la vida de esa hermosa viejita, la fue aquietando, la fue enflaqueciendo
y debilitando en un final que no alcanzó, por dos meses, a conocer el esplendor
de sus 97 abriles. Murió en el primer tercio del año pasado, 2007;
y la nostalgia inunda nuestras almas por ser una divinidad que al besarle sus
mejillas, nos permitió sentir la piel y la dulzura de adorables ancestros.
Paz en su tumba de La Playa de Belén, sagrada por querer arroparse con
sus nubes, arriba en la colina. Haber muerto en ese pueblo tan lindo, fue el peldaño
más sublime para ascender directamente al cielo. | ||