LEONELDA
LA BRUJA LEGENDARIA
Por
GUIDO PÉREZ ARÉVALO "Leonelda
no pasaba de 26 años, y su cuerpo era esbelto y su porte gentil, pese a
su evidente condición campesina. En el bello rostro de color aceituno y
de trazos casi perfectos, brillábanle con fuego misterioso unos grandes
ojos negros...". Nació,
creció y seguramente deambula todavía en las afueras de Burgama,
hoy González, un pequeño municipio colgado en las goteras de Ocaña,
pero agregado a la geografía del Departamento del Cesar. Leonelda
compartió su adolescencia con María Antonia Mandona, María
Pérez, María de Mora y María del Carmen, en un rancho escondido
en mágico paraje de la cordillera. Allí, entre entre ruidos exóticos
y aquelarres espantosos, las cuatro Marías y Leonelda, prepararon menjurjes
maravillosos para devolver el amor perdido, quitar y poner el mal de ojo, y comprometer
la voluntad de los despistados. Su fama creció como la espuma
y se fue con el viento por aquellas regiones ariscas hasta cuando la Iglesia puso
el grito en el cielo y las autoridades se vieron obligadas a cazarlas como a conejos
entre los breñales de los indios búrburas. Las pruebas
de su superchería aparecieron generosas en todos los rincones de su rancho,
en forma de huesos y huevos de sapo, hierbas maléficas y toda suerte de
talismanes. Del monte bajaron aturdidas y magulladas por los bolillos
furiosos de los gendarmes. En las polvorientas calles del pueblo, en lugar de
conmiseración, recibieron ultrajes de los escandalizados feligreses y maldiciones
de las viejas beatas, apostadas en todas las ventanas. Finalmente,
"con cepo, grillos, cadenas en los muslos y en las manos y soga en el pescuezo
pararon en la cárcel de la aldea". La
sentencia no se demoró porque el temor de los terribles maleficios pudo
más que la disposición que obligaba al Alcalde de Burgama a consultar
su decisión con las autoridades virreinales de Santa Fe. Esa misma noche,
la del 5 de septiembre de 1763, María Mandona, en su condición de
hechicera mayor, fue colgada de un árbol para purgar sus pecados y los
de sus compañeras de andanzas. Muerta
la Mandona, sus discípulas, movidas por el afán de la venganza,
reanudaron las prácticas diabólicas y se convirtieron en el terror
de la región. Doce
años habían corrido desde aquellos acontecimientos cuando Leonelda
Hernández fue capturada para purgar una condena del Tribunal del Santo
Oficio. Se le acusaba de persistir en la hechicería y de haber dado muerte
a su marido Juan de la Trinidad. Gozaba
de fama de guerrera y alardeaba de poderes sobrenaturales, con los cuales tenía
en vilo la vida de los lugareños, que no eran pocos, pues su magia había
trascendido las fronteras de los búrburas. Los
hombres de la Santa Inquisición armaron el aparato del suplicio en El Alto
del Hatillo, conocido ahora como Cerro de la Horca. Al despuntar el día,
el verdugo rodeó con la soga el hermoso cuello de la bruja y se dispuso
a correr el nudo mortal. ¡Aquí
de los búrburas! gritó ella, con el último aliento.
Y éstos, que la habían seguido sigilosamente, aparecieron como
por ensalmo. El jefe ocupó el espacio macabro reservado para el precioso
cuerpo de la bruja legendaria y los demás captores fueron pasados a cuchillo. Doscientos
años más tarde, Leonelda regresó al paisaje comarcano. Su
cuerpo aceituno, reencarnado en una preciosa dama de la sociedad ocañera,
cumple su rito anual durante las fiestas de enero, bajo la mirada procelosa de
Don Antón García de Bonilla. Ahí va, en el Desfile
de los Genitores, el ingenioso espectáculo del folclor de la Provincia
de Ocaña, seguida por esclavos, romeros y amazonas, entre vítores
y alegre algarabía, mientras crece el poder de sus encantos. Ciro
A. Osorio, autor del artículo que hace posible este ejercicio singular,
la había preservado como símbolo de belleza hasta cuando los concejales,
en una sesión de pesadilla, decidieron quebrar el ensueño y subieron
al pedestal de la risa a una figura rechoncha y mulata que no corresponde a la
evocación de la Leonelda sensual y tentadora. ¡Aquí
de los búrburas! repetimos ahora los hijos de la Provincia, en una invocación
que pretende desatar el conjuro de los párrafos y los incisos de un Acuerdo
del Concejo Municipal.
Debo aclarar que el autor original de la leyenda terrígena fue don Eustoquio
Quintero Rueda. También escribió sobre Leonelda, Gregorio Hernández
de Alba, notable arqueólogo bogotano. Tomado
del libro "Barriletes" de Guido Pérez Arévalo (Se
refiere a la escultura levantada en el Parque de San Agustín, de Ocaña).
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