EL
CERRO DE LA HORCA Eustoquio Quintero Rueda
Nunca
habían contado los moradores de Ocaña, en ochenta años que
lleva esta de existencia con un rato tan alegre y placentero como el que experimentaron
el 24 de junio de 1666 con la llegada del obispo doctor Melchor Liñan de
Cisneros. Ese día no se oían en todo el lugar sino gritos de ¡San
Juan! San Juan Bautista ¡Viva Nueva Madrid! En Medio de aquella algazara
de los vivas y la música, se advertía el relincho de los caballos
que traían del diestro los esclavos, de los campos cercanos, a las casas
de sus amos.
Un
momento después salía el Alférez Don Luis Téllez Blanco
en un famoso castaño, y su señora Isabel de Bonilla, hija del ricachón
de esta ciudad don Antón García de Bonilla y de doña Maria
de Simancas, en un inquieto rucio, donde lucia los aldabones y pasamanos de plata
de un lujoso sillón de paño azul y flecos colorados que estrenaban
ese día. Pasaron en la plaza, y a poco rato llegaron en muy buenos corceles
y casi con los mismos atavíos el capitán Jerónimo de Lara
y su señora dona Ana de Castrellón, Jácome Morinelli, el
capitán Francisco Quintero, Rodrigo de Santander, Francisco de León
Carreño y el capitán Luis del Rincón.
Estos
caballeros se acercaron a donde estaba el alcalde ordinario, el capitán
Nicolás de Urbina y su señora Josefa Téllez de Lucero, a
quienes respetuosamente saludaron. Esperaba la orden del alcalde para seguir la
comitiva cuando ocurrió la noticia de que ya el Obispo se aproximaba a
la ciudad . Dispusieron salir entonces de a pie, y a la carretera trajeron el
palio de la iglesia, y se dirigieron con el cura y el vicario ala Punta del Llano
para improvisar allí un altar y esperarlo. Estaban en esto cuando apareció
en medio de la comunidad de Agustinos descalzos de Rió de Oro, aquel venerable
varón que por sus virtudes y merecimientos llegó a ser Arzobispo
de Lima.
La Procesión
se dirigió a la iglesia y de allí a la casa del cura y vicario Don
Juan Quintero Príncipe, desde la puerta de la casa dio el obispo su bendición
a aquel cortejo de caballeros y señoras, los cuales desfilaron llenos de
placer y de júbilo a sus hogares.
Esa
misma tarde llegaron los curas doctrinarios de Buturama, hoy Aguachica, los de
Bujariayma y Boquini, pueblos extinguidos hoy y florecientes en su época.
De
la misma manera acudieron ese día los curas doctrinarios de Aspasica y
los Uramas con mas de doscientos indios de los Oropomas y Patatoques. Las tribus
de los Oromitas y Simitariguas fueron traídas por sus encomenderos el capitán
Luis Rincón y Don Juan de Trujillo. Excusándose solamente el cura
de Burgama, hoy La Loma, y Brotare por estar reuniendo a los Búrburas que
se habían revelado contra estos pueblos porque habían quemado en
la plaza de la Loma a Maria del Carmen Mandón y detenido a Leonelda Hernández;
ambas indias eran de su tribu y se les había seguido la causa en el santo
tribunal por brujas.
No
pudiendo ajusticiar ni mantener en la cárcel a la famosa Leonelda, la remitieron
con un proceso inquisitorial para que fuera ajusticiada en Ocaña. No dejo
de causar alguna sorpresa la noticia que trajo un poeta esa tarde, de que el pueblo
Burgama estaba sitiado por los Búrburas. Si embargo, esa noche, después
sermón, la población entera se entrego con el mayor orden y respeto
a toda clase de recreaciones.El alcalde Ordinario
de Burgama remitió a Leonelda Hernández con una escolta de indios
tomando las precauciones necesarias a fin de que no fueran a apoderarse de ella
en el camino los indios de su tribu. Su
edad, según el proceso que tenemos ala vista, era de veintiséis
años, de regular estatura, ojos negros, vivos y quemadores, color moreno
claro, cabello negro como el azabache, su talle gentil y su donaire encantador
colmaban las miradas penetrantes de aquella simpática mujer que tenía
fama de guerrera, cruel y sanguinaria. Al
llegar a las Agua Claras tuvieron conocimiento de que los Búrburas habían
pasado para Ocaña, y temiendo alguna celada se desviaron del camino atravesando
cerros y cañadas vinieron a parar al Alto del Hatillo, frente a Ocaña.
Durante el camino habían convencido secretamente en algún plan siniestro,
a juzgar por sus conversaciones inequívocas y el paso maliciosos por aquella
vereda extraviada. Lo cierto fue que cuando llegaron a aquel punto, desde donde
se divisa la ciudad, ya tenían dos indios que se habían adelantado,
dos palos muy altos clavados en el suelo, con un atravesaño amarrado en
sus extremidades.
La
india, aunque comprendió el fin que se le preparaba, miro con desprecio
aquel aparato y todos los planes que formaban. En vano esperaron de ella alguna
suplica. El que capitaneaba esta gente se acerco y la dijo: Voy a desatarte las
ligaduras, por que vas a ser ahorcada aquí mismo.
¿Cuál
es el delito que he cometido para que se me castigue así?
Porque
tu eres la bruja mas sagaz de tu pueblo, y de acuerdo con la otra que quemamos
ayer, según ella confesó en el tormento, pensabais convertir nuestro
pueblo en una laguna, hacer de nuestro cura un caimán y a nosotros convertirnos
en sapos; y es esto tanto mas cierto cuando que cada vez que vienes a la cabeza
de tus gentes, dejas muchas plagas en nuestro pueblo.
¿Por
qué no me llevan a la ciudad para que me castiguen allí? Porque
esta tarde ha llegado el obispo y puede concederte la vida; vé como esta
la plaza de alumbrada y las gentes entregadas al regocijo.
Inmediatamente
soltó éste el laso con que estaba amarrada Leonelda, y mientras
la sujetaron dos indios, hizo la gazada para ahorcarla. Leonelda vio al lado de
sus enemigos unas sombras que venían arrastrándose por el suelo.
Todo lo comprendió, y un rayo de luz brillo en su mente, cambiando el terror
de que se hallaba poseída por súbita alegría. Cuándo
oyó el grito ¡Aquí los Búrburas!, ya tenía un
arma en sus manos y agarró por el cuello a uno de sus verdugos. El asalto
fue rápido y la venganza atroz. Los Búrburas, que habían
seguido desde las Aguas Claras las huellas de los traían a la prisionera,
cayeron sobre ellos en los momentos en que iban a consumar su crimen, y con lanzas
y machetes destrozaron la guardia y colgaron de la horca al capataz.
Leonelda
regreso con su gente por aquella misma vereda: quemaron algunas casas del pueblo
de Burga y se internaron en las montañas de Saldama.
Al
amanecer del veinticinco vieron desde la ciudad un grupo y un aparato de palos
en el cerro. Se dirigieron a aquel lugar y encontraron en él nueve cadáveres
tendidos en el llanito, uno más colgando de una horca y un rollo de papeles
ensangrentado.
La
venida del Obispo y aquel drama sangriento, fueron recordados por muchos años.
Hoy solo nos queda el testimonio de aquel hecho con el nombre que se conserva
del "Cerro de la Horca". Eustoquio
Quintero Rueda Ocaña, Mayo de 1895 |