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Por Guido Pérez Arévalo
Chinácota no fue fundada por Ambrosio Alfinger En 1532 o 33, cuando apareció Alfínger en su entorno, Chinácota era una parcialidad de la familia chibcha. Procedente de Tamalameque, el tudesco comandaba la primera expedición blanca que acampó cerca de la aldea india, en los meses de noviembre o diciembre de 1532, o en el primer trimestre de 1533 los cronistas de indias no se pusieron de acuerdo en la fecha. Y pereció en aquel lugar, por una imprudencia fatal. Una estela de crueldades, señaladas por la mayoría de los cronistas, hacía fama en la población india. El lugar pasó a la posteridad con el nombre de "El Callejón de Cuellar" o el "Valle de Micer Ambrosio". Su arribo a los dominios de Chinácota marcó un hito en la historia de la región. Diversas circunstancias lo han convertido en una figura importante. Su muerte, en primer lugar, se constituyó en un suceso extraordinario, pues era el Gobernador de Coro (Venezuela). El lugar donde fue alcanzado por una flecha de los aborígenes ha sido, durante muchos años, un punto de referencia para visitantes y escritores de todos los tiempos. Hace algunos años, los concejales de Chinácota, en un acto de intercambio de distinciones, recibieron un óleo de Alfinger de sus homólogos de la ciudad de Maracaibo (Venezuela), que adorna el salón de sesiones de esta respetable corporación. Nada
se sabe del nacimiento de Alfínger. No se conocen detalles de su infancia.
En mil quinientos veintiocho estaba en Santo Domingo desempeñando el puesto
de factor o apoderado de los Welsers de Augsburgo. Era comerciante o mercader. Sin mayores elementos para formar un juicio serio, se han otorgado al señor Alfínger los títulos de conquistador y de fundador de Chinácota. Es cierto que Alfínger vino; pero no vio, ni venció. Francisco Martín, antropofagia y adversidades Alfínger envió adelante un grupo de expedicionarios con el oro recaudado en la travesía. Comandados por Íñigo de Vascuña, se extraviaron durante el regreso, porque pretendieron ganar tiempo siguiendo la serranía hacia el sureste, y terminaron sus días en las depresiones de los valles de Ocaña. Acosados por el hambre, consumieron al principio palmitos amargos; más tarde, cuando las naturales fuerzas casi del todo les iban faltando, comenzaron a matar algunos indios e indias de las que consigo llevaban para comer de ellos.... Obligados por las dificultades de la selva y por la falta de provisiones, enterraron el oro al pie de una ceiba. Los integrantes de la expedición se miraban con desconfianza ante la inminencia del turno fatal y se fue, cada uno por su lado, hasta que la selva cobró de manera irremediable sus cuerpos maltrechos. Francisco Martín confió su suerte a un madero que le sirvió de improvisada balsa y se dejó llevar por el río hasta los ranchos de unos indios que lo incorporaron a su tribu. El cacique y señor de aquella región lo mandó a recoger y tener en su casa por cosa de grandeza, sin hacer ningún mal ni consentir que se le hiciese por ninguno de sus súbditos. El español tuvo por mujer a la hija del cacique y fue curandero de los indios, pues aprendió mohanerías o hechicerías, o por ventura pactos con el demonio. Curaba todas las enfermedades, chupando a los enfermos la parte que les dolía, según dice fray Pedro Simón en sus Noticias historiales. Siguió todas las costumbres, ritos y ceremonias de los indios, y llegó a tener dos o tres hijos con su mujer, por quienes después suspiraba. Casi tres años vivió con ellos desde que Iñigo Vascuña se perdió con el oro hasta su nuevo encuentro con la civilización. Incorporado a la expedición, Francisco Martín, único sobreviviente de la tragedia sufrida por el grupo de Vascuña (Gascuña, Bascuña o Iñigo de Arévalo), contó los padecimientos de sus compañeros. Alfínger, ignorando lo ocurrido y cansado del silencio de sus expedicionarios, decidió regresar a Coro. Salió de las selvas del Magdalena el 5 de octubre de 1532 y llegó a tierras de los chinácotas, como ya se ha dicho, en los meses de noviembre o diciembre de 1532, o en el primer trimestre de 1533. Ver: Ancestro blanco Del libro, Chinácota. Encuentros con la historia, Cúcuta, diciembre 2011, de Guido Pérez Arévalo | |||||||