| Dice
la crónica que Alfínger, urgido de refuerzos y temeroso de perder
el oro recaudado a su paso, decidió despachar, desde Tamalameque para Coro,
al capitán Íñigo de Vascuña, "el día
de reyes de 1532, acompañado de veinticuatro hombres y llevando treinta
mil pesos que era todo el oro que hasta la fecha se había recogido".
Vascuña
y sus hombres se extraviaron durante el regreso, porque en lugar de tomar el mismo
rumbo utilizado para llegar hasta Tamalameque pretendieron ganar tiempo siguiendo
la serranía hacia el sur. Entraron en las depresiones de los valles de
Ocaña y terminaron perdidos en pantanos y montañas despobladas,
donde padecieron terribles sufrimientos. Sin
provisiones, debilitados por las dificultades del camino y las soledades de la
selva, Íñigo y sus compañeros decidieron aliviarse de la
carga dejando el oro enterrado, según se dice, al pie de una hermosa ceiba.
Las conjeturas
de algunos historiadores ubican el tesoro en algún paraje del actual corregimiento
de Las Mercedes, perteneciente al municipio de Sardinata, próximo a los
limites de La Vega de San Antonio. Uno
de los sobrevivientes, Francisco Martín, confió su suerte a un madero
que le sirvió de improvisada balsa y se dejó llevar por el río
hasta los ranchos de unos indios que lo incorporaron a su tribu. El cacique y
señor de aquella región "lo mandó a recoger y tener
en su casa por cosa de grandeza, sin hacer ningún mal ni consentir que
se le hiciese por ninguno de sus súbditos." El español
tuvo por mujer a la hija del cacique y fue curandero de los indios, pues "aprendió
mohanerías o hechicerías, o por ventura pactos con el demonio".
Curaba todas las enfermedades, "chupando a los enfermos" la parte
que les dolía, según dice fray Pedro Simón en sus Noticias
historiales. Siguió todas las costumbres, ritos y ceremonias de los indios,
y llegó a tener dos o tres hijos con su mujer, por quienes después
suspiraba. Casi tres años vivió con ellos desde que Íñigo
Vascuña se perdió con el oro hasta su nuevo encuentro con la civilización.
Alfínger,
que ignoraba lo ocurrido, cansado del silencio de sus expedicionarios, decidió
regresar a Coro. Salió de las selvas del Magdalena el 5 de octubre de 1532
y llegó a la aldea de los chinácotas en el último trimestre
de 1532 o en el primero de 1533. Una
estela de crueldades, señalada por la mayoría de los cronistas,
hacía fama en la población india. Según Aguado, el criado
de Alfínger, encargado de la cadena que aprisionaba por el cuello a los
naturales que llevaban la munición, alimentos y otros enseres, para no
perder tiempo abriendo la cadena, cuando éstos caían vencidos por
la fatiga o las enfermedades, les cortaba la cabeza.
Alfínger
pasó por varias aldeas y llegó a Chinácota "que es
nombre propio de la tierra", un valle de abundantes árboles muy
poblado. Allí se alojó con su gente, pero tuvo la fatal idea de
apartarse de su campamento, acompañado de Esteban Martín, su capitán
o caudillo, y a pocos metros se encontró con los indios, que seguían
sus pasos. En la refriega murieron algunos naturales pero el conquistador recibió
heridas que más tarde causaron su muerte. Los compañeros de viaje
acudieron en su auxilio, pero ya era tarde para salvarlo. Oviedo, citado en Cronicón
Solariego (Obra de Enrique Otero D'Costa), dice que Esteban Martín alcanzó
a ver al Gobernador rodeado por los indios y a uno de ellos golpeando su caballo
con una macana. Estaba herido, "con una flecha por debajo de la garganta,
la cual se estaba sacando con ambas manos y no podía desasírsela
"
Incorporado
a la expedición, Francisco Martín contó los padecimientos
de sus compañeros. Acosados por el hambre, consumieron al principio palmitos
amargos; más tarde, cuando "las naturales fuerzas casi del todo
les iban faltando, comenzaron a matar algunos indios e indias de las que consigo
llevaban para comer de ellos..." Un indio, sacrificado para saciar el
hambre, fue repartido por pedazos; según Aguado "quitaron el miembro
genital, como cosa más inmunda, y echáronlo a mal, lo cual, como
viese éste Francisco Martín arremetió a él y alzándolo
del suelo, sin esperar a ponerlo en el fuego se lo comió así crudo,
como se había quitado del cuerpo". Los integrantes de la expedición,
empezaron a mirarse con desconfianza ante la inminencia del turno fatal y se fue,
cada uno por su lado, hasta que la selva cobró de manera irremediable sus
cuerpos maltrechos.
Con
Vascuña murieron Juan Florín, Juan Montañés de Mañero,
Martín Alonso, Pedro de Utrera, Juan Ramón Cordero y su hijo. Justo
Fausto, Francisco de San Martín, Cristóbal Martín, Gaspar
de Ojeda, Un Francisco, criado de Vacuña, el capitán Portillo, que
iba como alguacil y Juan Vizcaíno, entre otros. Seguramente,
del paso de los mencionados expedicionarios por el territorio municipal surgió
la dudosa hipótesis de nuestra ascendencia aria. Alfínger era tudesco,
pero la mayoría de sus hombres pertenecía a la raza española:
casi todos eran extremeños y andaluces. Vascuña
era vasco y sus compañeros de infortunio, como puede verse por sus nombres
y apellidos, eran españoles. La obra de Miguel Marciales, Geografía
Histórica y Económica del Norte de Santander, trae una estadística
sobre la población de la provincia de Ocaña, con la siguiente composición:
40% de extremeños y andaluces; 40% de castellanos y 20% de gallegos y leoneses.
ALONSO
PÉREZ DE TOLOSA Hermano
del licenciado Juan Pérez de Tolosa, Gobernador de Coro. Salió con
cien hombres en busca de las provincia de las Sierras Nevadas. Después
de largas y penosas travesías arribó al valle de Cúcuta,
siguió por el río Zulia y "entró en la sierras motilonas
en la serranías de los indios carates, que son los que están a espaldas
de la dudad de Ocaña, a la banda del norte. La fragosidad de las tierras,
despobladas y miserables, obligaron a Pérez de Tolosa a regresar a Cúcuta. Se
supone que partió de Cúcuta y tomó la ruta de Sardinata,
Hacarí y Teorama, para retroceder acosado por la soledad y las dificultades
de la selva. Pérez
de Tolosa, oriundo de Segovia, llegó a la región de Ocaña
en 1547 y regresó a Tocuyo por la vía de Maracaibo en 1550. Textos
tomados de la obras La Playa de Belén y Chinácota, encuentros con
la historia, de Guido Pérez Arévalo | |