¡FUEGOOOO FUEGOOO!

DANIEL QUINTERO TRUJILLO


 
En una población ubicada en las estribaciones de la cordillera oriental, allá por los años cincuenta, comenzó la construcción del alcantarillado, pues hasta entonces por sus calles corrían ríos de agua contaminada, dando origen a muchos problemas de salud.

Era un pueblo recostado sobre la montaña, se hacía muy difícil realizar excavaciones por las inmensas piedras del lugar por donde debería pasar la tubería de arcilla, para conducir el alcantarillado público.

Los habitantes tenían muchas enfermedades entre ellas las periodontales, caries producidas por consumo de jugo de caña y panela fermentada, que ocasionaba daños y dolor, recurrían al único dentista del pueblo: Don Pablo Eloy, un señor delgado y muy serio, sin título de doctor, que ejercía su autoridad indicándole al paciente que si se movía de la silla, lo amarraba con la soga que colgaba de la pared del consultorio y que él consideraba indispensable para poder trabajar.

El gabinete dental, estaba dotado de una silla, un torno de pedal a la usanza de la época, una escupidera o jofaina de limpieza manual, con un estante de madera, donde se encontraba un vaso de vidrio que dejaba observar los casquetes de oro – retirados de las muelas de los muertos – y los instrumentos, parecidos a las herramientas de un mecánico.

Para llegar allí había que trepar por una empinada calle empedrada cercana a la esquina donde estaban los trabajadores, encargados de perforar la piedra para meter un taco de dinamita que explotaría la roca. Ocurrió que en ese instante un niño de escasos 9 años, cumplía una cita odontológica, a la que acudía asustado y llorando porque sabía que el único remedio para su dolor era sacar la muela. Después de estar sentado en la silla don Pablo Eloy le aplica una inyección de un pequeño frasco alargado que tenía tapones en los extremos y contenía xilocaina que actuaba como anestesia.

Los trabajos del alcantarillado continuaban y cuando todo estaba listo para la explosión. El dentista tomó las tenazas para la extracción. ¡El forcejeo se hizo intenso y difícil! Aumentaban las lágrimas de ese inocente infante; al final se exhibió como trofeo, una muela hueca y ensangrentada, que coincidía con los gritos de alerta en la calle: ¡Fuegoooo, fuegooo! – Escuchándose al final el ruido de la explosión de la dinamita indicando que la piedra estaba demolida, cuyas esquirlas averiaron las paredes de las casas vecinas, entre ellas el gabinete del dentista.

En el momento que el muchacho regresa a su casa, don Pablo Eloy, para calmar el dolor de tan brutal cirugía… Le obsequia el frasco desocupado de la anestesia, diciéndole: ¡toma, te sirve como un pito! o puedes jugar, empujando los tapones con un palo de colombina y verás que se produce un ruido semejante al tiro de pistola. Sin embargo, lo único que logró ese viejo dentista en toda la generación de niños fue un tremendo miedo al sacamuelas, asociado al recuerdo del tormentoso estallido de la dinamita.

Danielquintero47@gmail.com

Bogotá, febrero 20 de 2014