Ya
son 25 años de aquel viernes, el último de agosto. Venía
de Fundación, Magdalena, con destino Aguachica. Allí pensaba tomar
taxi para subir a Ocaña. El bus paró en Pailitas, como siempre.
Unos al baño, otros a tomar gaseosa, otros a estirar piernas, también
como siempre. Era de noche, no más de las siete. No quise bajarme. Iba
en la última fila rogando el reinicio del viaje y soportando el ruido escandaloso
del motor. El conductor lo dejó prendido, era la costumbre. De repente
lo veo al comienzo del pasillo diciendo algo. No lo escuchaba, el motor no dejaba.
Avanzó hacia el centro del pasillo y volvió a hablar. Como que exclamaba
mi apellido pero no le entendía bien. Me levanté de la silla y avancé
hacia el. "¿Uriel
Arévalo?", preguntó. "Si", respondí intrigado.
El conductor reaccionó en tono molesto. Me reclamó por no responder
antes; me había llamado varias veces. Luego me dio la noticia como si nada.
Desesperado bajé de un brinco en busca del teléfono monedero. Sabía
de uno cerca. La voz de mi hermano fue suficiente para entender la gravedad del
asunto sin que me diera detalles. Quedé aturdido al pie del teléfono
como queriendo llamar otra vez para confirmar. Sin el menor gesto de consideración
el conductor gritó desde la puerta del bus: "¡Diga qué
va a hacer porque ya nos vamos!". Le dije que seguiría hasta Bucaramanga.
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Mis
padres, Hermelinda y Arnulfo, con su nieto Álvaro José. 1985.
Fue
un viaje con una nube de imágenes atravesando mi cabeza todo el tiempo;
iban y venían: caído en el piso ensangrentado, rumbo al hospital
en cualquier carro, mi madre a su lado descorazonada, mis hermanos desesperados,
la gente preguntando, la ambulancia saliendo para Bucaramanga, caído en
el piso ensangrentado
Oré para verlo vivo, lloré en silencio.
Intenté hablar con el pasajero de al lado. No le importó. El bus
llegó al parque Centenario arriba de la media noche. Llamé de nuevo.
Temí lo peor: era tarde y había marcado un par de veces. Ocupado.
Ocupado. A la tercera vez el tono cambia y el teléfono es descolgado rápidamente.
"Lo llevaron para el González Valencia", indicó mi hermano,
sin esperar a que terminara de preguntarle. Llegué al Hospital con la maleta
de viaje aún en la mano. Me limitaba mucho para moverme con rapidez. No
encontré una cara familiar, nadie me dio razón. "No alcanzó
a llegar", dije con amargura para mis adentros. Volví a llamar y supe
que seguía vivo en la Clínica Bucaramanga. Me alivié un poco
y recordé la oración que hiciera durante el viaje. Llegué
rápido a la Clínica sin preparar la mente y el espíritu para
reaccionar. Nunca había pasado por una experiencia semejante. Abracé
a mi madre pero no pude hablarle; no superé el nudo tieso instalado en
mi garganta. No muy lejos estaba mi padre y con él un médico y una
enfermera. Llevo la escena conmigo con una claridad a prueba del tiempo: Mi padre
agobiado por el sufrimiento trata de sentarse instintivamente, el médico
lo toma por el hombro para calmarlo y lo llama por su nombre, varias veces. El
no reacciona, solo se queja con la angustia que provocan los dolores terribles.
Días después, el lunes por la madrugada, se fue para siempre.
Lo
anterior a manera de preámbulo para decir, con serenidad, que hago parte
de una familia colombiana, como tantas, que trae consigo secuelas de la violencia.
Con el tiempo el dolor se atenúa pero el hecho va tallado en un lugar sagrado
de la memoria. Fue tremendamente duro al comienzo; la rabia invadió el
espíritu y el espacio para pensar en otras cosas se redujo dramáticamente.
Mi madre, en medio de su estoicismo, padeció mucho la tragedia hasta el
último de sus días. Siempre fue difícil darle una voz de
consuelo cuando la llamaba en cada aniversario. Ella no podía evitar que
su voz se quebrara. Siempre fue así, año tras año, por casi
25 años. Muchos colombianos han pasado por experiencias de violencia tan
dramáticas que la de uno parece habitual, rutinaria, repetida a lo largo
y ancho de un país que luce acostumbrado a la sangre. Desde hace mucho
tiempo opté por desarmar el espíritu y abandoné ser portador
de odio. Entiendo que Colombia es un país desigual, injusto y con muchos
problemas por resolver. De allí la guerra, el relámpago de la tormenta,
la fiebre de la infección. Se volvió frase de cajón aquella
que dice que el silencio de los fusiles no acaba el conflicto. Puede ser. Quién
sabe. Nuestra sociedad tendrá que encontrar, finalmente, una solución
justa. Y no será justa si el dolor de las víctimas no se repara,
sin excepción. Yo estaría muy aliviado con tan solo escuchar la
palabra perdón. Nada más. Me siento preparado en cuerpo y alma.
Arauca,
Agosto 27 de 2013