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más de dos leguas, casi al norte (de Aspasica), queda La Palma, rudimento
de pueblo con 18 ranchos y una iglesia miserabilísima, de cuyo pequeño
altosano habían tomado posesión los cerdos, poniéndolo como
deja considerarse. El cura es un anciano inválido y achacoso que ni puede
ya servir la parroquia, ni ésta le da medios para tomar ayudante. Cerca
de 1.400 feligreses le están confiados, viviendo a largas distancias en
país montañoso, y de hecho privados de los consejos y auxilios morales
que solo un párroco activo podría suministrarles. Quisiera el cura
retirarse del puesto, pero la suma pobreza se lo impide, y la horrible miseria
le amenaza en sus postreros días, pues carece del peculio radicado que
llaman congrua sustentación. Nada más justo que proveer a la subsistencia
de estos inválidos merecedores del descanso, puesto que nuestro gobierno
persiste en darles el puesto de funcionarios públicos; el sacerdote que
haya pasado los sesenta años sirviendo curatos remotos y sea notoriamente
pobre, debía contar con su pensión de retiro, tanto por utilidad
de los feligreses como por recompensa del párroco fiel, envejecido entre
las privaciones de un desierto por introducir en él la civilización.
El termómetro
centígrado marca en La Palma 24° de temperatura media, indicando que
ya se desciende a la región de las selvas: la vegetación es bella
y frondosa, la altura del pueblo sobre el nivel del mar 973 metros y el inmediato
río Borra sigue acelerado al N. E. para confundirse cinco leguas más
abajo con el Tarra, entrando en tierras calientes, despobladas y montuosas. Frontero
a La Palma y Aspasica, mirando para el oriente, levanta sobre cuanto lo rodea
una gran mole terminada en terminada en plano a 2.986 metros, cortada verticalmente
a su espalda por el profundo cauce del Tarra; es la Mesarrica, que mide tres leguas
de largo y una y media de ancho, sustentada por estratos poderosos de arenisca,
desierta hoy, pero en otro tiempo mansión de indios reunidos en un pueblo
agricultor que la opresión de los blancos destruyó, dispersando
sus moradores, a quienes fatigaron con incursiones en busca de una soñada
mina de oro. Los matorrales han invadido el espacio antiguamente ocupado por sementeras,
y un grueso chorro de agua que se precipita majestuoso de lo alto parece reunir
en su ruido las airadas voces de los indios desposeídos; tal es el ímpetu
de su caída batiendo los árboles y las rocas, perdido en las breñas
su caudal que antes utilizaba el indígena laborioso. No les dejaron los
invasores ni aquel refugio: persiguiéronlos de asiento en asiento y los
han compelido a buscar asilo en las distantes soledades que riega la quebrada
Orú, entre dos serranías llenas de asperezas, reducidosal número
de veinte familias, y quitándoles hasta su nombre nacional, pues les dan
el apodo de patajamenos. Los míseros indios solían venir a las estancias
de los blancos a ofrecer su trabajo en cambio de herramientas, y habiendo llegado
una vez a la casa de los llamados Flórez, vecinos de Aguablanca, los recibieron
de paz, les hicieron creer que les darían herramientas y viuditas (mujeres)
y los convidaron a comer en la cocina. Confiados los indios, creyéndose
bajo el seguro de la hospitalidad, sagrada para ellos, dejaron las armas y fueron
a sentarse alrededor del fogón. Inmediatamente les cayeron encima sus pérfidos
convidadores y a machetazos los ahuyentaron sangrientos y despavoridos. Un indio
quedó postrado, y juzgándolo muerto lo arrojaron por la barranca
de la quebrada como a vil animal. A la mañana siguiente dos de los agresores
entraron en la cocina y hallaron al indio acurrucado en el hogar calentándose
las heridas. "No mata, hermano", exclamó el infeliz arrodillándose...
y lo hicieron pedazos. Un
hombre viejo y de severo aspecto me refirió en La Palma esta infame tragedia
como recientemente sucedida, y le temblaban los labios al referirla. -¿No
son nuestros prójimos, señor? -me preguntaba-. ¿Por qué
tratarlos así? Ellos se han vengado arrasando las estancias, y ya no salen
a nuestras tierras sino como enemigos, a robar y matar. -Y ustedes les harán
guerra como a forajidos -le repliqué-, cuando no son sino agraviados, despojados
de su patrimonio, asesinados a traición. Lo que se debe sentir es que sean
tan pocos y no tengan un jefe que supiera reinstalarlos en las tierras de sus
mayores, barriendo cuanto hallara por delante, sin piedad ni perdón para
nadie. Diez leguas
al norte de La Palma, y en las grandes vegas ribereñas del Tarra, se hallan
los restos de un vecindario llamado Presidente, compuesto de indios motilones
reducidos, a quienes afligió en años pasados la epidemia de la viruela,
de que murió la mayor parte quedando en el lugar una sola familia. El río,
que desde su origen ha llevado la dirección S. N., al llegar a este punto
quiebra de pronto para el occidente y se pierde, cayendo derecho al Catatumbo,
cerca del boquerón donde rompe a cercén un ramal de la cordillera
y sigue impetuoso al norte; rara inflexión que contraría la ley
general del curso de los ríos y tiene su causa en la configuración
semicircular del ramal de "Los Arrepentidos", el cual cierra el paso
a todos los ríos centrales de Ocaña y únicamente cedió
al empuje del Catatumbo. La resistencia debió ser fuerte y prolongada,
y antes de ser vencida es probable que las aguas represadas hubiesen inundado
el centro de la provincia, de donde procede la constitución física
de aquella sección margosa, revolcada y atormentada de una manera sorprendente,
habiendo quedado sin formas regulares todos los estribos y valles que dependen
de los dos ramales occidental y oriental, dentro de los cuales está comprendida
la mencionada comarca. Tan extraordinaria es la inflexión del Tarra, que
antes de haberse determinado su hoya se creyó que continuaba corriendo
al norte y al encontrar en esta linea un río caudaloso tributario del Catatumbo,
junto a la frontera venezolana, lo llamaron Tarra, siendo en realidad el Tibú,
originado al respaldo del ramal de "Los Arrepentidos". En estos parajes
faltan ya recursos para seguir explorando el interior del país; no hay
habitantes, no hay una senda siquiera, las bestias feroces o las flechas envenenadas
del motilón pueden hallarse a cada paso, presentando un combate harto peligroso
para el desprevenido explorador o la muerte súbita y segura enviada por
una mano invisible. Regresamos
a Ocafia dejando a mano derecha la aldea de San Calixto, cerca de La Palma, y
después de un breve descanso emprendimos viaje hacía los pueblos
situados a la izquierda del Catatumbo. A
las inmediaciones de la capital quedan Bue-navista, Pueblonuevo y Río de
Oro, centros de distritos parroquiales, que reúnen 2.342 habitantes, y
nada ofrecen para descripción particular. | |