Todavía
me acuerdo de la camiseta. Tenía un color raro, no se si azul intenso,
y llevaba un estampado chillón que lucía muy apropiado para un carnaval,
no para jugar fútbol. Cuando alguien lanzó la idea, creo que fue
Mariano, todos nos miramos y dijimos: ¿Será? Picados por el afán
de impresionar terminamos acogiendo la propuesta de una camiseta innovadora con
la ansiedad que despierta todo aquello que no se ha hecho antes. Un
grupo fue al almacén de doña Ligia a escoger la tela. Tras una esmerada
explicación que solo pretendía que la idea sonara normal, doña
Ligia pasó de un gesto inicial de sorpresa a uno de sonrisa cómplice.
Como pudo bajó de los estantes un amplio menú de telas, todas extravagantes.
No tardamos mucho para escogerla. Esa era la misión. Si nos demorábamos
tendríamos que explicarle al primer curioso que asomara la cabeza por allí.
Diva nos tomó las medidas y empezó a confeccionarlas con
discreción. Esa fue la sagaz instrucción. Pese a ello, muy pronto
rodó la bola de que el equipo de fútbol del Colegio había
mandado a confeccionar unas camisetas muy raras. Pueblo pequeño, al fin
y al cabo. La
curiosidad de los espectadores se notaba ese domingo. Llegamos a la cancha sin
mostrarla. Nos cambiamos a la hora de la señal. Unos detrás de los
carros y otros en las partes bajas de los barrancos de la quebrada La Vaca. A
la hora de la hora salimos y formamos un grupo para captar las primeras impresiones.
Todos nos miraron con ojos grandes como queriendo enfocar muy bien. Se
sorprendieron. Unos alabaron la innovación pues rompía el molde
de la camiseta tradicional unicolor que a lo sumo tenía el cuello y el
número de color distinto. Las peladas (me disculpan, pero si digo "chicas"
o "mujeres" el relato no suena autentico) se acercaron emocionadas a
tocar la camiseta para descubrir el tipo de tela y para felicitarnos. Confieso
que ese fue el mejor momento. Los conservadores a ultranza, los gendarmes de la
tradición pura, no dejaron de echar vainazos. "¿De esas camisetas
hay para hombres?", dijo alguien con una risita socarrona clásica. Ahora
que lo pienso, el asunto de la camiseta vino a ser una especie de reacción
tardía frente a ese gran movimiento mundial de los jóvenes de los
años sesenta que proclamaron una ruptura con la tradición y el puritanismo
férreo de sus ascendientes. Los hombres se dejaron crecer el pelo y las
mujeres acortaron la falda. Se bailó Rock and Roll con un frenético
movimiento de caderas que hacía sonrojar a los cuarentones más liberales.
La píldora entró en furor, el Che empezó a mitificarse y
los purpurados se santiguaban. En fin, pasaron muchas cosas que en últimas
moldearon un mundo diferente. Y
digo tardía porque lo del estampado chillón fue por allá
en 1975, si mal no estoy, cuando ya se asomaban nuevas tendencias en el mundo.
Pero a decir verdad hubo otras reacciones que no fueron tan tardías. Un
par de años atrás varios alumnos del Colegio se dejaron crecer las
mechas hasta los hombros y la falda del uniforme de gala de las alumnas, si bien
no era una minifalda, tampoco tapaba la rodilla. Las
mechas no prosperaron. Más se demoró el Ministro de Educación
Nacional en eructar la prohibición del pelo largo en los colegios, que
el profesor Raúl Quintero en armarse con unas tijeras romas. Le cayó
primero a Pacho Pérez dizque porque tenía la melena más larga.
Luego le cayó a otros, el suscrito incluido. El escarnio no pudo ser más
aleccionador, pues, la trasquilada se hizo en el salón de clase frente
a todos los compañeros. Al final todo terminó en una risa colectiva
y sin rencores. Eran los días del acatamiento. Eran los tiempos del respeto
extremo. A
propósito de Pacho, y regresando al tema inicial, él era el jugador
estrella del equipo del Colegio: ¡El imbatible, el todopoderoso Unión
Bachiller! Puede que les suene rimbombante, pero así lo sentíamos.
El equipo era el instrumento para hacernos notar, el medio para ser grandes, fuertes
y triunfadores. Con disciplina draconiana madrugábamos a entrenar casi
a diario para ganar fortaleza física. Éramos muy pollos, el mayor
no pasaba de dieciocho y el menor rondaba los quince. De
manera pues que teníamos juventud, energía, disciplina y por sobre
todo camaradería. Parecíamos hermanitos. Se ganaron muchos partidos
aprovechando la debilidad física de los contrarios. Terminaban el primer
tiempo con la lengua afuera y en el segundo tiempo se les daba la estocada, si
es que ya no venían estocados del primero. Así le pasaba a Montecitos,
equipo que tenía varios jugadores corpulentos, pero sin físico.
Muchas veces me tocó un cara a cara con el grueso y grandote Hugo. Daba
angustia enfrentarlo cuando iniciaba un partido pero a medida que avanzaba el
tiempo se podía capotear más fácilmente. En
mis rodillas tengo sendas cicatrices a raíz de las caídas en esa
cancha tan abrasiva como un cepillo de alambre. Uno sentía que caía
sobre una lija gigante cuando era trabado de atrás. Me temo que a la mayoría
de jugadores les pasó lo mismo. Aprovecho para invitarlos a que miren sus
piernas y se acuerden. Ese hilo de sangre que corría rodilla abajo parecía
el emblema de un pacto sagrado, algo así como una comunión entre
el jugador y la cancha que le daba licencia para enfrentarla con 'berraquera'.
No era raro ver un partido con varias piernas chorreadas de sangre. Incluso, recuerdo
jugadores que se sentían bien luciéndolas después del partido.
Y si tenían una cerveza en la mano, mejor. Hace
poco hablé con Pacho. Luego de un eufórico saludo que incluyó
un cariñoso madrazo (si, hay madrazos cariñosos cuando se dicen
con cariño) más las consabidas preguntas por la familia, el trabajo
y la situación ("¿Cómo está la vaina por allá?"),
él me transportóde repente a 1975. No recuerdo por qué, pero
así fue. Quizá por la necesidad que tenemos todos de recordar viejos
momentos gratos con los mismos protagonistas. Y ese año fue precisamente
muy grato: El Unión Bachiller, el imbatible, el todo poderoso, dio la vuelta
olímpica en la cancha de Los Estoraques, nuestro Maracaná, luego
de conquistar el campeonato municipal de fútbol. Nada menos. Lo
cierto es que ese momento fantástico lo tenía un poco borroso. Ya
saben, eso fue hace treinta años, cuando mandaba López, sonaba Fruko
y sus Tesos y el Padre Vergel no pelaba domingo con su 'Progreso Campesino'. Pero
Pacho, con ese amor eterno que le tiene al fútbol, me sacó de la
laguna y me llené de orgullo otra vez. ¡A celebrar se dijo! |