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| Luis
Adolfo Velásquez, hijo de Domingo Velásquez, hermano de Mari, Joaquín,
Celina, Jesús, y Edinael; esposo de Ana Diva Durán, sin descendencia. Hombre
humilde, sencillo y respetuoso, dice mi mamá, muy tratable y familiar,
dice mi Papá; capaz de sonreír, y siempre atento a la mayor solemnidad
en las fiestas que imploran la bendición de quien saluda nuestra presencia
en la tierra de estoraques, desde el altar del Carmelo, ubicado en la otrora "Cueva
de las brujas" en la parte baja del llamado "Patio de las brujas",
tan visitado por nosotros en el día, como temido al caer de la tarde, durante
toda la noche. La
presencia de la venerada imagen destruyó el temible mito que solamente
Don Evaristo Galván, y quienes coincidían en su gusto, eran capaces
de superar, después de "más diun bolegancho". Recuerdo
que Tata (un Gallardo sin gallardía), quien acostumbró dormir sus
mil y una borracheras, en cualquier parte, hasta cuando el Padre Eduardo Toscano,
tuvo que recluirlo y sostenerlo, en el asilo de ancianos de Ocaña, por
haberle dañado una pierna con su jeep, perdió el favor de estas
indeseables amigas suyas, quienes después de arañarlo, le dejaron
en los cuernos del diablo, que a la medianoche le arrastró por las calles
que nosotros manteníamos a puro zuncho. Pero,
les estoy contando es de Güicho Velásquez, un gordito muy simpático
de baja estatura, taxista muchos años, y finalmente, conductor de la primera
volqueta que tuviera el municipio de la Playa de Belén. Güicho
siempre tenía que confesarse; en cambio hoy, nadie tiene que confesarse;
el cuento de la Confesión y de su necesidad en orden a nuestra salvación,
ha terminado como el cuento de Tata en los cuernos del diablo. Güicho
siempre tenía que confesarse; qué grato recuerdo guardo en mi corazón.
Güicho no caminaba, corría, y con mayor apremio, lo hacía,
cuando visitaba "el nido de mis padres" para que le escuchara en confesión. En
todas mis repentinas y fugaces idas al pueblo, quien primero me saludaba era "Güicho";
no sé como lograba enterarse de mi llegada; pero él, tenía
que aprovecharla para confesarse; porque era de Misa y comunión frecuente. Sus pecados no los voy a contar por dos importantísimas razones: Primero, porque como Ministro de la Reconciliación entre los Hombres y el Amor que es nuestro Dios, me obliga el deber del sigilo sacramental; y segundo, porque es una gran Obra de Misericordia sepultar, junto con el cuerpo fallecido, todo recuerdo negativo; para que brille, con el esplendor de la Luz divina, la memoria del ejemplo de su vida. | |||||