UNA BRUJA OCAÑERA
Por Orlando Clavijo Torrado

 

 

La noticia del periódico recientemente decía: "En el municipio de Santa Bárbara, en Antioquia, una mujer fue brutalmente asesinada porque muchas personas aseguraban que era una "bruja".

"La mujer, identificada como María Berenice Martínez Hernández, de 47 años, fue golpeada en la cabeza al parecer con un elemento contundente y posteriormente incinerada. Las autoridades hallaron el cadáver en la vereda la Loma de los Santos, dos días después del asesinato. Muchas personas asocian este hecho con un asunto de satanismo o brujería".

Una noticia semejante asombra en esta época pues se pensaba que las brujas eran cosa del pasado.

Yo nunca he creído en brujas, pero en espantos sí pese a que la ciencia me demuestre que no existen. Se trata de los miedos ancestrales que uno no puede quitarse de encima. Heredé iguales opiniones y temores en ese aspecto de mi padre. El era pragmático, y para todo tenía una explicación. Sólo dos sucesos en su vida fueron misteriosos, uno relacionado con la salvación de un peligro de muerte a cargo de las ánimas benditas, y otro, siendo un infante, que relataré a continuación.

De la segunda suegra de su padre -éste había enviudado y se había vuelto a casar-, doña Dominga, ocañera por cierto, comentaban que era bruja. Y bruja de volar por los aires de noche con aleteos macabros, graznar y posarse en los tejados. Aclaremos, sin embargo, que las brujas de ese tiempo apenas tenían poder para convertirse en enormes piscos o en gallinazos -chulos, los llamamos por aquí-, y les atribuían que robaban los niños recién nacidos de sus cunas pero no hay nada documentado ni estadística alguna; todo lo que hacían era molestar a las congéneres que les caían mal o de las que tenían celos o envidia, mas nunca una bruja criolla llegó a los encantamientos de las brujas de Holanda o Dinamarca. Nuestras brujas no pasaban de ser repelentes, "sangripesadas", al dedicarse a echarles manotadas de sal a las ollas que hervían en el fogón, apagar el fuego, y soltar risotadas que producían escalofrío. De seguro se trataba de señoras ociosas, desocupadas, sin oficio en el hogar y sin control de nadie (en aquel tiempo el papá o el esposo se permitían azotar a las mujeres, y por ello de la que se comportaba de manera alocada decían que le faltaba fuete). Porque, ¿a quién se le ocurre salir a joder todas las noches a otras casas sin ton ni son?

Bueno, volviendo al cuento, cierta vez apareció en el extremo del jardín en la casa del campo un ave gris, alta, horrorosa, mezcla de avestruz, pisco y chulo. El pajarraco se quedó mirando sañudamente a mi padre -recordemos que era un niño- y al empezar a acercársele éste no tuvo más remedio que tomar un guijarro y lanzárselo, pero ¡con qué precisión! ¡en el medio de la testuz! El extraño animal dio un chillido y alzó vuelo hasta perderse en el confín del potrero.

Al día siguiente apareció temprano doña Dominga buscando que su hija le regalara un terrón de sal (signo evidente de ser bruja). Mi padre la vio y quedó sorprendido: en medio de la frente lucía un inmenso chichón amoratado. Se acordó él del pedradonón que le había asestado al avechucho: la coincidencia no podía ser más perfecta.

Mi tío Lino, de 85 años, que vive en Bucaramanga, repite todavía el rumor de que su abuela era bruja.

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3 de septiembre de 2012.