EL MISAL DORADO
Por Orlando Clavijo Torrado

 

 

Yo era un niño. Tendría 7 años. Aquella mañana había sacado una silla al andén, me subí y me apliqué a pegar sobre la pared una propaganda sobre no sé qué asunto. Seguramente el pegante era almidón de yuca, como se acostumbraba. Hasta mi “lugar de trabajo” llegó el sacristán, José Antonio, “Toñito”, como lo llamaba todo el mundo. Toñito vivía en la casa cural; además de atender el orden de la iglesia, servir de acólito y recolectar la limosna, se encargaba de cuidar la mula que pastaba en el solar de la casa cural, en la que el padre Rodríguez –después monseñor y vicario general de la diócesis de Ocaña- visitaba las veredas en peregrinaciones con la imagen de la Virgen y acudía a confesar a los enfermos. Toñito estaba en casi 18 años porque al poco tiempo lo llevaron para el cuartel.

- ¿Te querés ganar unas buenas pesetas para que comprés todas las galletas y confites que te provoquen? –me tentó el sacristán. Solamente tenés que acompañarme por acá cerca, agregó.

La propuesta halagó mi paladar, mi estomaguito y mi imaginación, saboreando anticipadamente tantas golosinas, de modo que bajé de la silla, recogí los materiales y marché de la mano con mi amigo. Llegamos a la esquina conocida como de doña Herminia; el corredor de la casa se levantaba sobre largos pilares de madera semejantes a zancos sobre un hondo hueco, que hacía de solar. Allí crecían unos arbustos de enormes hojas; creo que eran de platanillo, ortiga y bijao o biao. Formaban un tupido bosquecillo. Una cerca de alambre separaba este solar de la calle pública.

Toñito se detuvo en el lugar, fijó la vista en el bosquecillo y exclamó con gran alegría: “¡Estamos de buenas! ¡Mirá lo que hay allá! ¡Un libro como de oro! ¡Es de los dos! ¡Andá, recogélo, me lo das a mí, y cuando lo venda partimos la plata!”. Me señaló desde el punto de la calle un libro grande, de pasta dorada, semioculto bajo una de aquellas inmensas hojas. Luego me dijo que él, por ser más grande, no podía cruzar entre las cuerdas de la cerca, lo que yo sí podía hacer por mi pequeña y menuda estatura. Pese a mi total inocencia, un rayito de sospecha pasó por mi mente, pues todo el episodio no me parecía normal. Pero como no estaba en capacidad de hacer grandes discernimientos, me agaché, atravesé fácilmente la cerca sin arañarme, caminé pocos pasos y recogí el libro que había sido cubierto con un poco de tierra por encima. Se lo entregué a mi patrón y éste me recompensó con un puñado de monedas –después quedó en claro que correspondían a las limosnas de la gente en la misa, esto es, que yo me comí en golosinas las ofrendas de los fieles-. No demoré mucho en llegar a la tienda de don Leonardo Plata en donde había la mayor variedad de dulces para uno embutirse y empalagarse, como ambrositos, chiclets, frunas, masmelos, mentas, arrancamuelas, colombinas, galletas, etc., etc., y me bebí apurado dos kolas Calle de una sola vez.

Hoy en día tengo la sensación de que mi voracidad delató al ladrón. A mi padre le llamó la atención el ver que mis bolsillos se reventaban de caramelos, y mastique y coma y coma. Me preguntó que donde había sacado plata para comprarlos y yo, siempre tan transparente desde chiquito, le revelé el nombre del generoso y le conté el asunto del libro lleno de tierrita por encima. Por esos días el padre Rodríguez, muy amigo de mi padre, se hallaba muy preocupado y le confió el motivo: el misal grande, el de pastas doradas, fino y costoso, había desaparecido.

Como final de la historia ocurrió que mi padre me llevó de testigo a la casa cural, yo referí todo empezando por la pegada del papel en la pared, Toñito reconoció su culpa y devolvió el libro, y una junta municipal constituida por el cura, el alcalde y mi papá, decidió que para no meterlo preso lo entregaran a la comisión de reclutamiento en busca de que Toñito se regenerara. Sin embargo, el sacerdote no se quedó con las ganas de propinarle unos fuetazos. Toñito fue, con los años, un gran sargento de la Policía Nacional.

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9 de octubre de 2013.