EL MÉDICO PASEADOR
Por Orlando Clavijo Torrado

 

 

La rutina aburre, desespera y enferma. Pero, en algunos casos, salir de ella también puede originar un rumbo inesperado y abrupto.

El siguiente ejemplo lo confirma.

En una población de las nuestras había un médico respetado y querido por todos debido a su ejercicio benéfico y acertado. Tenía su consultorio frente a la plaza principal, y su domicilio a unas cuadras de allí. A las seis de la tarde, tan pronto acababa de examinar a sus pacientes y recetarlos, retornaba a su hogar y no volvía a salir hasta el otro día a las siete de la mañana. Incluso los domingos y festivos permanecía enclaustrado. Su mujer no estaba contenta con que cultivara tal reclusión y lo peleaba diciéndole que hiciera como los demás hombres que luego del trabajo al menos iban a sentarse en las bancas del parque o se citaban con amigos o se distraían de cualquier forma en otro sitio distinto de la casa.

De tanto cantaletearlo, el galeno decidió empezar a dar tímidamente unos pasos fuera: un día caminaba una cuadra, al otro día dos, y poco a poco se fue alejando hasta llegar a un extremo del pueblo. En aquel extremo vivía una dama en edad primaveral, agraciada, viuda y sin hijos. A ella le llamó la atención que el circunspecto médico anduviera por allí solo y lo invitó a entrar y tomarse un café. Él no se atrevía a aceptar pues en modo alguno había visitado a mujeres que no estuvieran acompañadas de sus maridos o de sus padres. Además de su ética profesional imperaban en su conciencia la fidelidad y el respeto por su propia esposa y jamás hubiera provocado que pensaran algo en contra de sus tan sagrados principios.

Lo cierto es que la joven señora le insistió tanto que por pura caballerosidad accedió a entrar. Ella, con suma atención, le brindó pastelillos preparados por sus manos y exquisito café, charlaron cordialmente y al despedirse le dijo que le agradaría recibirlo otra vez. El tipo no regresó temprano a su casa como siempre sino una hora después. Su consorte, al verlo llegar satisfecho, se puso también satisfecha; se estaba cumpliendo lo que anhelaba para él: que dejara de ser retraído y monótono.

Digámoslo de una vez que nuestro hombre siguió frecuentando a la viudita. ¿Viudita? ¡Una exuberante diosa! Cada vez que la veía, se repetía para sus adentros: “Dios me perdone, pero esto es demasiada tentación; ¡ni qué comparación con mi mujer, ya madura, simple y desaliñada!” Y la relación entre los dos se fue consolidando, y a él se le pasaban las horas platicando felizmente con su amiga. Por su parte, la esposa no cesaba de felicitarse por haber logrado sacarlo del encierro y de ahí el cambio favorable que se le notaba.

El final de la historia es que el señor conoció a través de la hermosa muchacha otro estilo de vida, un mundo más interesante y agradable, y se quedó a vivir definitivamente con ella.

La otra fémina aprendió tarde y amargamente aquella moraleja colombiana: no saques al hombre de la casa porque se perratea.

Mayo, 2014