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Con
la crónica anterior -Las Yoyas- mi primo Federico Canosa Torrado no ha
parado de reír, según escribe a mi correo electrónico. Esos
estímulos los recibo con reconocimiento y alegría, pues los escritores
necesitamos de lectores que nos sigan, como los cantantes necesitan de los aplausos.
Por su parte, el cordial amigo Luis Arturo Melo Díaz calificó de
excelente el pasaje y me envía unos recuerdos de su natal Lourdes, un pueblecito
de nuestro departamento, más allá del hoy derrumbado Gramalote,
para que componga algo semejante a Las Yoyas. Con mis agradecimientos al doctor
Luis Arturo, aquí va lo que sucedía allí en tiempos no muy
lejanos. Dado
que las costumbres eran iguales -como aquella que también presencié
en mi pueblo y que refiere en una obra el colega historiador y amigo José
de la Cruz Vergel Jaimes, de algunas señoras en Ábrego de sentarse
en los andenes a las tres de la tarde, con sus hijos reclinados en su regazo,
a los que con gran maestría les sacaban los piojos y mataban con los pulgares,
dejando el reguero de estos y de liendres en el suelo para poder contarlos-, estas,
de los zapateros y sastres, no serían la excepción. No olvidemos
a los peluqueros de los que siempre admiré la destreza de hacerles a la
perfección la tonsura a los sacerdotes empleando como molde una moneda
de cincuenta centavos. (La tonsura, para los que no la conocieron, distintivo
que debían llevar los presbíteros, desde el Papa hasta el diácono,
consistía en un corte circular en el centro de la cabeza con exposición
del cuero cabelludo, como una diminuta plaza de toros. Supongo que el Concilio
Vaticano II eliminó esa regla). Carlos
Julio Corredor tenía un método muy particular de tomar las medidas
de zapatos y botines. El cliente ponía sus pies sobre una cartulina; el
zapatero dibujaba la silueta, y quedaba listo el encargo. Por allí desfilaban
los estudiantes del colegio Nuestra Señora del Rosario y el resto del municipio.
Pero, además, el taller de Carlos Julio era una tertulia en donde corrían
los chismes a discreción y se rajaba a gusto. Tenía
su par, Eudoro Montagut, el sastre. La gente adinerada le mandaba confeccionar
su flux completo, de pantalón y saco -a los campesinos les gustaba que
el saco les quedara bastante arriba de la cintura, como se ve en las danzas folclóricas-,
del material más lujoso del momento, dril Naval, color blanco porque era
elegante. Eudoro tomaba pacientemente las medidas, por aquí el largo del
pantalón, por acá el talle, por abajo el ancho de la bota, hasta
llegar a la entrepierna en donde el artista le hacía al caballero la pregunta
del millón: don fulano, ¿usted de qué lado las carga? Entonces
el cliente debía revelar su secreto a este confesor: del lado izquierdo
o del derecho. Así, Eudoro sabía que a ese lado debía gastarle
más tela para que el bojote le quedara holgado al usuario. ¡Qué
tiempos aquellos! ¡De verdaderos artesanos! ¡Y de verdaderos machos!
Quizá hoy Eudoro no pudiera satisfacer a la clientela porque en lugar de
averiguar únicamente el lado más cómodo del sujeto para que
las cargara -porque estaba seguro que las cargaba-, tendría que preguntar
"usted, de qué lado es?" Ocurre
que con esto del unisex, los travestis, los transexuales
.no se sabe.
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