"Un
nome de mulher purifica a pagina onde se escreve como una so planta de aloes perfuma
una floresta inteira". ANTERO DE QUENTAL Salí
del Capitolio Nacional y me detuve en las escalinatas en actitud de orientarme
hacia qué dirección debía encaminarme. El día estaba
espléndido. Enrumbar en esos momentos para la casa era verdaderamente absurdo.
Un sábado así, con un sol tan radiante, un cielo tan azul, tanto
bullicio en las calles, tantas muchachas bellas que iban y venían... ¡No,
por Dios! Era necesario hacer algo distinto; para eso era sábado, contaba
con medio día de vacaciones y para eso además, tenía allí
en el bolsillo el importe de la quincena que acababan de pagarme en el ministerio
donde trabajaba. Absorto
estaba en estas cavilaciones cuando de pronto tomé la determinación
que menos esperaba. Me dirigí a mi casa. Sí; almorzaría,
haría la siesta, escucharía luego música o leería
quizás, y ya al anochecer daría un paseo por la carrera séptima
-el sitio más concurrido de Bogotá- para curiosear vitrinas o complacerme
en la contemplación de las jóvenes hermosas, ricas en donaire, que
solía encontrar en estas caminatas. Era exactamente lo mismo que venía
haciendo todos los fines de semana. Al doblar la esquina, un hombre que al parecer
se encontraba en acecho, se me acercó cerrándome el paso: -
Doctor, mi doctor, lo estaba esperando. Entre tanta gente que ha pasado es usted
la única persona que me ha infundido confianza... -
A sus órdenes, señor; en qué puedo serle útil.
-
Por favor, présteme o regáleme diez pesos para enviar un telegrama.
Me puse a ver vender unos lapiceros en el grupo que hay en esa esquina y no supe
a qué horas me sacaron la cartera con quinientos pesos que había
dejado para el regreso. Necesito telegrafiarle a mi mujer que me mande plata.
Yo no soy de aquí y no sé cómo voy a hacer ahora... (Un avivato
con la misma historia para los transeúntes. Pensé. Pero no. Sus
ojos se posaban en mí angustiosamente. En las aletas de su nariz se notaba
una ligera convulsión, característica que yo varias veces había
observado también en mi padre cuando el viejo se hallaba en dificultades.
Y eso me conmovió). -
No voy a darle diez pesos, le dije. Voy a facilitarle quinientos que es la cantidad
que usted dice había reservado para el regreso. -Y sin meditarlo extraje
de mi cartera cinco billetes de a cien pesos, nuevecitos, acartonados, recién
salidos del Banco de la República. Hice ademán de ponerlos en sus
manos pero él no los tomó en seguida.
- Doctor, no esperaba tanto. Pero le acepto. A quién debo girarle y...
agradecer... -
Hombre, sí; tome una tarjeta mía y reciba estos billetes. Cuando
pueda me los devuelve. Es decir, su equivalente. Recibió
el dinero y la tarjeta y me estrechó convulsivamente la mano en señal
de gratitud. -
Adiós y buen viaje. -
Adiós, mi doctor. No tendré cómo pagarle el favor que me
ha hecho!
Seguí con rumbo a mi casa. Aunque era mi propósito no recordar el
asunto, el episodio con aquel señor me mariposeaba en la cabeza. Aprobaba
mi actitud unas veces y otras me reprochaba mi ingenuidad. Ese tipo podría
no ser honrado o tal vez sí; allá él... Pero esta historia
sí no me atreveré a contársela a mis amigos. Me tomarían
el pelo. En fin; supondré que fue a mí a quien le sustrajeron la
cartera.
Me metí en un establecimiento en busca de una gaseosa helada. Era un poco
tarde y el organismo reclamaba algún calmante. Mientras recorría
con la mirada las diversas marcas de las bebidas dispuestas en el armario, oí
que alguien gritaba desde la sala inmediata: iHola,
mi doctor Madrigal. Deje eso allá y camine que aquí tenemos algo
muy bueno para usted. Venga; le presentaré unos amigos.
¡Malhaya! -pensé,
mientras trataba de sonreírle-. Me metí en la boca del lobo. Cómo
me le zafo ahora. Efectivamente,
quien me llamaba era Antonio Luis García, un compañero de oficina,
viejo rayano en los sesenta años y tomador inveterado, quien siempre aseguraba
que no dejaría el trago porque ya le había gastado mucho dinero
al negocio. Llegó hasta mí, me agarró de un brazo y me llevó
hasta donde se encontraban sus amigotes. Vean,
les dijo. Les traigo algo que vale tanto como oro en polvo. Algo que es... ¿Qué
se toma, doctor Madrigal? Bébase un aguarrás de estos. Y
sin contar con mi aprobación, levantó la botella que tenía
en la mesa, alzó un vaso y me sirvió un trago. La sacudida producida
por un intempestivo estornudo le hizo verter la porción servida. Sus
contertulios que se habían puesto de pie al verme entrar, me observaban
con mirada estúpida. Eran dos. Uno de ellos, un militar de poca graduación. Perdón,
dijo Antonio Luis, -frenando sus intenciones de hacerme tomar el trago-. No
los he relacionado. Les
estreché la mano. Al cambiar el saludo con el militar, le dije: -
Su nombre me suena y su cara me es familiar, sargento. -
Sí ala -Me contestó, tratando de sacar el pecho y de nivelar los
hombros para asombrarme con un porte marcial que le resultaba pintorescamente
ridículo-. Yo te conozco porque fuites el rector del colegio donde
cursé los tres primeros años de bachillerato. -
Efectivamente. Ya lo recuerdo. Usted (y recalqué la palabra), usted estudió
en un pequeño colegio departamental que dirigí hace algunos años
en la provincia. Por cierto que no fue de mis alumnos más sobresalientes. Me
incomodó francamente y quise mantenerlo a distancia. El carácter
de maestro es sagrado y confiere cierta autoridad que no se pierde ante ningún
discípulo por ninguna circunstancia en la vida. Me chocó por tanto
su petulancia y no volví a determinarlo para castigar su vanidad. -
Pero doctor Madrigal, tómese algo por favor. Niña, traiga una cerveza
y cárguela a mi vale -gruñe Antonio Luis-. -
De veras, sí, una cerveza -asentí, pensando que al tomar a pico
de botella no tendría que beber del mismo licor y en los vasos sobre los
cuales mi amigo disparaba a intervalos sus potentes estornudos y sus frecuentes
accesos de tos.
- Sí mi querido doctor -continuó Antonio Luis-. Es lo mejor que
podemos hacer el sábado, apretarnos unos cristales y no ir a la casa en
todo el día. ¿A qué? ¿A contemplarle la máscara
a la mujer? ¿A oirla gruñir? Se necesita ser un bloque de acero
para soportarla tres horas continuas. Imaginen que hace cinco días llegué
feliz a mostrarle mi diploma como miembro de la Academia de Historia y sin molestarse
en mirarlo, me dijo: 'escuchá; el de la cuenta del carbón vino hoy
a cobrar. Y hoy también posiblemente nos van a cortar el agua y la luz
porque hace meses que no se paga. ¿No les parece que sería genial
reunirías a todas y meterlas en una hoguera o convidarlas a un paseo al
salto de Tequendama? Gracias a Dios fue inventado este lenitivo (Y se alzó
otro trago). El alcohol lo preserva a uno contra pestes y calamidades. Calamidades
como la mujer de uno, la falta de plata, el día lluvioso... ¿Otra
cerveza, doctor? (Y recitó): Yo
creía que era soltera, Lola, la de mis desvelos; pero anoche a
la zarzuela fue con un par de gemelos. ¿Por
qué no te casas? Pregúntame Sara. ¿Por qué no
te casas teniendo ya edad? Y dígole: Sara, yo sí me casara,
si no fuera tan cara, la cara mitad. Me
divertían enormemente las ocurrencias de Antonio Luis y él lo sabía.
Por eso era tan fecundo en chascarrillos, coplas y retruécanos cuando se
hallaba conmigo y estaba a medio palo. No
obstante me pareció una estupidez dejar transcurrir las horas de aquel
sábado espléndido, metido en ese cuarto mal iluminado, hediondo
a cera de pisos vieja y viciado con humo de cigarrillos y tufos de alcohol. Por
lo demás no valía la pena. Antonio Luis con otras tres copas se
pondría insoportable. El sargento se había encastillado en el más
prudente silencio; y el otro, que prácticamente era un tonel de aguardiente
que se sostenía en el asiento no sé por qué magia de equilibrio,
fijaba sus ojos en mí en forma indeterminada. Yo no sabía, en efecto,
si era a mí a quien miraba o a algo que estuviera a cien leguas detrás
de mí. A pesar de lo maltratado de su ropa parecía que fuera persona
de dinero o de algún prestigio debido al respeto con que lo trataba Antonio
Luis y al esmero con que lo atendía la copera cuando, por señas,
ordenaba que le renovara la provisión de aguardiente. Pretextando,
pues, que los dejaba por algunos minutos para salir a hacer una llamada telefónica
avisando a mi casa que no iría a almorzar, me lancé a la calle.
Sentía mis piernas como de trapo, descoyuntadas, en mi afán por
alcanzar la esquina; y a cada paso creía oír la voz aguardentosa
de Antonio Luis que me gritaba: "Doctor Madrigal, no se nos vuele... No
sé cuántos meses transcurrieron. Quizás cinco o seis. Eran
las diez de la mañana de un miércoles, lo recuerdo bien, víspera
de Corpus. Había poco qué hacer en la oficina. Las empleadas aparentaban
trabajar como siempre, pero en realidad maqueteaban más de la cuenta. Ignoro
el por qué. Pero en vísperas de fiestas invade a las oficinas públicas
una apacible pereza, algo así como un anticipo de las horas de vacaciones.
Los oficinistas más serios abandonan el estudio de los expedientes y se
dedican a escribir cartas privadas o a revisar los programas de la hípica;
las mecanógrafas a comadrear por teléfono o a negociar mercancías
que alguna inesperada vendedora se presenta a ofrecer. Yo
me dedicaba en esos momentos a corregir las pruebas de imprenta de una recopilación
de disposiciones del ministerio cuando entró la recepcionista y me dijo:
-
Lo buscan, doctor Madrigal. ¿Los hago seguir? O digo que no está.
-
¿Quiénes son? -
Un señor y una señorita. No me dijeron los nombres. -
Bueno,... dígales que sigan. Segundos
después entraba un caballero con una preciosa joven de unos 18 o 20 años.
El rostro del hombre irradió alegría al verme en el escritorio.
Yo me puse de pie para recibirlos. -¡Doctor,
mi doctor Madrigal! iCuánto me alegra verlo! -Y me dio un abrazo apretadísimo
que yo correspondí con toda cordialidad pero sin adivinar siquiera de quién
se trataba. Mire, le presento mi hija. Rosita, aquí tienes al doctor Madrigal
a quien tanto has deseado conocer. La
joven haciendo un gracioso mohín me extendió la mano que yo estreché
entre las dos mías con embeleso. Su belleza y donaire se habían
cautivado a primera vista. -
Pero siéntense por favor. Conque Rosita ¿eh? Pero de estas rosas
tan hermosas no se dan en esta ciudad. -
Es ocañera auténtica -dijo el caballero mirando a su hija con orgullosa
complacencia. -
Ocañera... -intervine yo-. Dicen que Ocaña es la tierra de las mujeres
bellas. Pero ésta tiene que ser la reina de todas ellas. ¿No es
así, Rosita? -
Qué va. Las hay más lindas que yo. ¿No ha ido nunca? Vaya
para que conozca. -
Soy un solterón de treinta años cumplidos. Si visito a Ocaña
de pronto me expongo a que me lean la epístola de San Pablo y es realmente
miedoso eso del matrimonio. Bueno, ¿pero cuándo vinieron? (Hice
la pregunta tratando de averiguar quiénes eran y para qué me buscaban
aquellos agradables visitantes. Llegamos ayer, doctor. Repuestos ya del viaje,
no quisimos que se pasara el día de hoy sin venir a visitarlo. Ella también
estuvo conmigo en el viaje pasado. ¿Recuerda?... ¿Recuerda? -insistió
al notar mi perplejidad. Unos picaros me robaron entonces la cartera y usted gentilmente
me prestó quinientos pesos que eran precisamente los que necesitaba para
abandonar a Bogotá. -
Efectivamente. Claro que lo recuerdo. -
Sí doctor, usted me hizo ese día un incalculable favor y también.
un honor al otorgarme su confianza fiándose únicamente de mi palabra.
-
¿Pero pudieron alcanzarle quinientos pesos para los gastos de regreso de
dos personas? -
Claro que hasta Ocaña, no. Pero yo tengo una hija en Tunja; la mayor, que
está casada. Mi yerno me facilitó lo que faltaba. Rosita no vino
a saber de esto sino hasta cuando estuvimos en casa. Bueno, hija: díle
al doctor a qué hemos venido. -
Con gusto... Pues primero, a devolverle el dinero que generosamente le facilitó
a papá, doctor Madrigal. Y luego a decirle que como mañana es día
de fiesta, queremos pasar un rato con usted y brindarle alguna atención.
¿Le parecerá bien un paseo a Girardot o a las salinas, por ejemplo?
Tengo unos deseos inmensos de conocer la catedral de sal... Si no estropeamos
su programa, por supuesto... -
Perfecto, princesa. Se hará como lo deseas. Gustosamente los acompañaré
a la ciudad del Zipa. Dices que te llama la atención la catedral de sal...
(Me ruboricé un poco al pensar que me había excedido en el tratamiento
al tutearla). Ella dejaba entrever una picaresca sonrisa mientras hojeaba distraídamente
una revista que tomó del escritorio. El padre, observando el almanaque
que había en la pared, dijo: -
El lunes tendremos que estar ya en la casa. Para ese día cité a
los peones para la molienda. -
Mira, papá, qué gracioso. Te vienes dizque a descansar pero tu pensamiento
sigue allá, en los quehaceres de la finca. Charlamos unos minutos más.
Acordamos que nos veríamos al día siguiente a las diez de la mañana
en el hotel Catamarca. Al despedirse, el caballero, contra las protestas mías,
me obligó a recibirle un billete de quinientos pesos. Ella me dejó
sobre el escritorio una cajita que contenía media docena de corbatas y
unos pañuelos, todo perfumado con un aroma muy agradable que me era desconocido.
El mismo perfume que ella usaba. Cuando quedé solo, me acerqué a
la ventana y me puse a contemplar el bello cielo lejano y azul. Una sensación
grata y desconocida ensanchaba mi pecho. Me parecía tener el alma así,
tan grande y tan diáfana, como el radiante horizonte que se abría
a mi vista. Me sentía en esos momentos intensamente feliz. ¿Quién
había estimulado en mí esa alegría de vivir?... Volví
al escritorio. En el ambiente flotaba todavía ese delicado perfume con
que ella lo había saturado. Sobre los papeles de rutina estaba aún
el billete que ellos me habían dejado. Lo recogí casi con ternura,
con la seguridad de que nunca habría de gastarlo. Sí; lo conservaría
como a esos tiquetes que nos quedan de viajes por países extraños
y se guardan para recuerdo de paisajes y momentos agradables. -o-
Fui puntual al día siguiente a la cita en el hotel Catamarca. No me apena
decirlo. Pero gasté tanto tiempo frente al espejo esa mañana, como
una quinceañera que se dispone a asistir a su baile blanco. Ensayé
el nudo con cuatro o cinco corbatas distintas. Abotoné, desabotoné
y volví a abotonar el saco, en fin... que le oí decir a mi hermano
menor: "mamá, qué le pasará a Rafael. ¿Va a concursar
en algún certamen de apostura varonil? Cuando
llegué al hotel encontré a Rosita y a su padre en la sala de recepción.
Ya me esperaban. Me recibieron con demostraciones de la más viva complacencia. -
Pensé que a lo mejor no nos cumpliría. Pero veo que es usted muy
formal -dijo ella con discreta coouetería-. -
Pero... ¿por qué esos malos pensamientos? -
Hum, ustedes los hombres, solteros o casados, se dan sus escapaditas las vísperas
de los días de fiesta. Usted no debe de ser la excepción. Y al día
siguiente hay que verlos, con una figura pintoresca, embatados, arrastrando chancletas,
poniendo una cara de tortura que pide compasión y hasta con una bolsa de
hielo en la cabeza, que mueve a risa. Entonces los risueños proyectos para
el día feriado se convierten en pociones calmantes y pastillitas para amansar
los nervios. Son unos niños grandes. -
¿Usted no sabe cuál es el remedio efectivo para el guayabo? Intervino
el padre. -
Diga a ver. Puede serme útil. -
Pues no tomar el día anterior. -
Papá, por favor -dijo ella. Te he escuchado ese chiste por lo menos cien
veces. Pero vamos que se nos hace tarde. -
Claro que sí -le contestó-. Voy a llamar al chofer. Conversen mientras
tanto ustedes. Nos quedamos solos. Rosita estaba muy linda y elegante. Cómo
la describiera. Pero no. No puedo reproducir su aspecto con palabras. Eso con
el pensamiento apenas puedo lograrlo yo que la vi y que la sigo viendo, conservándola
en mi memoria y en mi corazón. ¿Qué pretendí decirle?
quise manifestarle que mi vida apacible se había vuelto inquieta desde
que la había conocido... que ya no podría prescindir de ella...
-
iRosita! -
Diga. -
Es que... Bueno... No sé cómo explicarme... -
Creo entender, señor colegial. ¿Derramó la tinta sobre el
cuaderno, no hizo la tarea? -
No, no es eso -dije un poco confundido-. Olvidé el nombre de tu papá.
- iAh, qué niño éste! ¿Era eso lo que iba a preguntar?
Mi papá se llama... Adivine el nombre. Es el mismo, pero sin el distintivo,
de un personaje legendario de la independencia helvética, por allá
de comienzos del siglo XIV, hábil arquero que atravesó con una flecha
una manzana colocada en la cabeza de su hijo. -
iGuillermo Tell! -exclamé con vehemencia como si estuviera en un concurso
oral. Ella soltó la carcajada. Pero reprimiéndose en seguida, agregó:
-
Guillermo, efectivamente. Guillermo Navarro. En Ocaña hay Jácomes.
Pachecos, Lemus, Quinteros, Fajardos, Molinas y otros apellidos de realce. Nosotros
somos Navarros y figuramos también en las Noticias Históricas. Y
a propósito, hablando de Ocaña, estamos necesitando obreros para
nuestra finca. ¿No le llama la atención dejar su máquina
de escribir, su citófono y sus bonitas mecanógrafas a cambio de
un vestido de dril rompe-alambre, un sombrero de lata, un par de cotizas y un
machete tres canales? -
Si fuera para ganarte a ti reina mía, aunque me tocara labrar la tierra
durante siete años consecutivos, como lo hizo Labán para merecer
a Raquel. -
Cuando Labán no había pelusa de caña, me imagino; ni culebras,
ni zancudos, ni garrapatas. iVirgen! Ya quisiera ver a este elegante rolito de
capataz siquiera allá en "El Trébol" Pero ipor Dios! -dijo
signando una cruz menudita sobre sus labios-, Qué cosas tan frívolas
estoy hablando yo ahora. Dígame, doctor Madrigal: ¿es muy bonita
la catedral de sal? -
o - ¡Y
sí que estaba linda aquel día la catedral de sal! Pero haré
antes un corto paréntesis. Hace muchos años, no sé cuántos,
los nativos de Zipaquirá empezaron una excavación al pie de la cordillera
con el fin de extraer sal, elemento que es muy abundante allí. La excavación
se fue prolongando de tal suerte que con el transcurso del tiempo se convirtió
en amplios y profundos túneles que hoy día tienen varios kilómetros
de penetración. Las galerías forman unas bóvedas inmensas
que bien podrían servir de albergue abrigado y seguro a una ciudad pequeña.
Son de una grandiosidad indescriptible. Se puede hacer el recorrido subterráneo
en automóvil. La carretera va ascendiendo insensiblemente en continuo zigzag.
De trecho en trecho aparece una bombilla eléctrica que proyecta raros reflejos
sobre las estalactitas de blanca sal que cuelgan de los grises paredones. A intervalos
una flecha de gas neón, indica la ruta a seguir. Son tantos los pasadizos
que se cruzan en la vía, que sin la ayuda de estas flechas no sería
fácil llegar al interior del túnel principal o sea al sitio donde
monseñor Samoré, nuncio apostólico, impresionado por la majestad
del lugar y recordando quizás los gloriosos episodios de Las Catacumbas,
ordenó la erección de un altar y consagró el sitio dándole
el carácter de iglesia: DE
ESTAS BOVEDAS SE HARA UNA IGLESIA Y EN ESTE SITIO SE ERIGIRA UN ALTAR EN HONOR
DE NTRA. SRA. DEL ROSARIO, PATRONA DE LOS MINEROS. El
lugar fue bendecido por el Excmo. y Rev. Monseñor Antonio Samoré,
Nuncio Apostólico de S.S. el Papa Pío XII. 7 de octubre de 1950.
Ano Santo. (Reza la inscripción que aparece en una lápida). Las
paredes han sido talladas primorosamente. Las diversas vetas del mineral que pasan
del blanco al gris y del gris al negro producen un contraste de extraordinaria
belleza. El altar es sobrio. Todo hace pensar allí en los orígenes
del cristianismo. Potentes amplificadores difunden los días de fiesta música
religiosa en grabaciones, cuyas melodías se propagan de bóveda a
bóveda dilatadas por el eco en aquellas misteriosas oquedades. iQué
grande es Dios! -exclamó don Guillermo maravillado-. Estamos en el seno
de la tierra, tenemos encima la inmensa mole de la montaña y sin embargo
el alma se siente más cerca del cielo. Rosita
caminaba a mi lado observando con éxtasis detalle a detalle. Y como el
sitio a trechos no estaba bien iluminado, se apoyaba en mi brazo para no resbalar. -
No tendré cómo describir todo esto en la casa cuando regrese, me
dijo. Nos
arrodillamos los tres frente al altar. Cada cual rezó en secreto sus plegarias.
Yo pronunciaba mecánicamente mis oraciones; pero en realidad soñaba
con el día en que ella y yo volviéramos a arrodillarnos juntos pero
ya delante de un sacerdote para recibir la bendición que habría
de unir nuestras vidas para siempre. Y si...(cosa no descartable) Rosa tuviese
ya un novio. Me estremecí al pensarlo. Qué catástrofe iba
a resultar el derrumbe de mi dulce pero fugaz quimera. Tras
breves minutos nos levantamos los dos del reclinatorio. La juventud reza poco.
Don Guillermo prefirió continuar sus plegarias. Quizás encomendaría
en esos momentos a su hija que estaba ahí cerca, a sus demás seres
queridos ausentes, a su hogar todo, sus labranzas, sus ganados. -
Rosita -le dije-, ¿quieres que te muestre el sitio donde está la
sal más pura? Camina, no está lejos. Tu papá sacó
una camándula y por lo visto se demora algo más.
En realidad la apartaba un poco para poder estar a solas con ella. -
Bella aquella estalagmita; ¿verdad? ¿Quiere usted arrancarla y bajármela?
Es un muñequito perfecto. Qué mejor souvenir.
Le entregué la figurita y la guardó en su cartera. -
iRosita! -Mi corazón aceleró el ritmo- Soy tu prisionero. ¿Estás
libres y quieres aceptar mi cariño? -
Cómo son de ladinos ustedes los hombres -Replicó con acento de suave
reproche-. Me traía a ver auténtica sal muy blanca... -
No, francamente... fue un pretexto. Quería decirte que mi vida te
pertenece... que deseo... -
Cállese, chiquillo arrebatado (e hizo ademán de cerrarme la boca).
No es el momento apropiado para hablar de estos temas. ¿No ve que estamos
en una iglesia?
Una niñita morena y descalza se nos acercó con un pequeño
y rústico muestrario de articulitos recordativos de las salinas. "A
ver, mi doptor,... usté, mi señora,... qué me compran: crucesitas
de marmaja, medallas, medallitas, novenas. Lleven un recuerdo de la catedral de
sal. Rosita
escogió una pequeña cruz provista de peana y me la entregó:
guárdela para su escritorio, me dijo. Es un recuerdo de este santuario
y también mío. Hágala bendecir en primera oportunidad. -
Rosa, por favor. Tu papá nos busca allá con la mirada y no tardará
en juntarse a nosotros. Y tú... -
Y yo no he respondido a su pregunta. ¿Verdad? Pues bien, Rafael: es usted
un joven apuesto, culto, con un futuro asegurado y poseedor de unos modales sencillos
y cordiales que me cautivan. Y algo más; ya demostró que tiene un
temperamento generoso y sensible, pronto a prodigarse en favor de quienes necesitan
ayuda, sin calcular ganancias. Y eso lo hace excepcional. Su calor humano. Creo
que reúne las cualidades que siempre soñé encontrar en el
hombre que me gustara para esposo. No tengo compromisos. El terreno está
libre, virgen, Cultívelo. Chist, papá se acerca. Minutos
después nos hallábamos en la puerta de salida. Allí nos esperaba
el chofer, ya que para observar mejor el lugar, habíamos preferido recorrer
a pie la excavación. Junto a la entrada hay una bonita y confortable
hostería. Nos instalamos bajo un quitasol en la terraza y don Guillermo
ordenó traer copas y coñac como un anticipo del almuerzo. Desde
aquel sitio que es propiamente un mirador, dominábamos el valle con su
cautivadora esplendidez. En primer término la ciudad de Zipaquirá
con las chimeneas humeantes de sus hornos de sal abrazados a los flancos de la
montaña. Más lejos, la sabana con sus casitas rojas y los punticos
blancos o negros de los ganados que pastaban. El viento nos traía a ratos
de soslayo finísimas gotas de lluvia que nos acariciaban la cara sin molestarnos
pues constituían algo así como un gracioso contraste en un día
tan radiante, de suave temperatura y ambiente primaveral. Había poca afluencia
de visitantes. Nos hallábamos casi solos. -
Es hermoso todo esto -apuntó don Guillermo-. Debe de criarse muy bien el
ganado en estas dehesas. -
Indudablemente, le respondí. La región es rica.
- Es linda, afirmó Rosita. Pero yo quizás no me amañaría
mucho tiempo por aquí. Tengo apenas tres días de haber llegado,
ya creo haberlo visto todo y estoy loca por volver a mi terruño encantado. -
¡Rosa-!... le dije en tono de reproche. -
No, doctor Madrigal. Usted tal vez no me comprende. Yo me refiero al arraigo del
paisaje y añoro aquellos sitios que conocí desde niña, en
donde he vivido tan apacible, tan agradablemente. Todo esto es precioso. He tenido
la fortuna de hallarlo, de conocerlo a usted; pero estoy tan poco acostumbrada
a salir, que cuando me ausento de la casa, la nostalgia me abruma. Bueno ¿pero
cuándo va a vernos por allá? (dijo animándose de pronto y
borrando el aire de tristeza que por unos segundos había nublado su cara).
-
Claro que sí, tendrá que ir -Manifestó don Guillermo-. -
Cómo no. Será muy interesante conocer esos lugares que ustedes aman
tan entrañablemente. Quizás el mes entrante. Ya voy a tener vacaciones. -
Sí, sí, vaya -insistió Rosita-. Una hora de avión
hasta Ocaña; porque le cuento, nosotros no habitamos en la ciudad. Vivimos
en la finca, a unos veinte minutos de automóvil, a orillas del Algodonal.
¿No ha oído hablar del Algodonal? Es el mismo río Catatumbo
que a su paso por la región ocañera recibe ese nombre: Algodonal.
Allí es tranquilo, sin remansos procelosos, sin caimanes, sin motilones
acechando en las orillas. -
Es muy bello mi río! (exclamó con entusiasmo). Cada mañana
me sumerjo en sus ondas; me causa una sensual delectación bracear en esas
aguas límpidas que siempre están a una temperatura que parecen una
caricia. -
Debes de ser en esos momentos la ondina del río Algodonal -le dije. -
Sí, la ondina, la ninfa. Pero para completar el cuadro haría falta
el príncipe apostado en los matorrales, aguardando el momento propicio
para sorprender a la amada... -
¿Como en las películas? -pregunté-. -
No. Como en los cuentos de hadas. -
Rosita: ¿qué estudios has hecho? -
¿Para qué? ¿Un puesto señor gerente? No crea que lo
acepte. No dejaré por nada en el mundo mi finca de "El Trébol"
-Contestó sonriendo-. -
Ella estudió bachillerato en el colegio de la Presentación de Ocaña.
Bachillerato, si no estoy equivocado. ¿No Rosa? -Intervino el padre.
-
Sí papá. Pero déjame que le describa a Rafael mi finca linda.
- Prosigue, Rosita, prosigue. -Le
dije interesado. -
Mira (Por primera vez me tuteaba): es una casa de teja, grande, enclaustrada,
rodeada de todos los árboles frutales que puedas imaginarte; naranjos,
limoneros, yambos que producen maravillosas inflorescencias dispuestas en cimas
y dan un fruto como una manzanita de sabor dulce y olor de rosa (o sea la modesta
y familiar pomarrosa),duraznos, mangos, chirimoyos, ciruelos, en fin... no la
cambiaría por "El Paraíso" de Efraín y María.
Por las tardecitas los perfumes de los arbustos de jazmín o de las flores
de maguey se mezclan con las dulces emanaciones de panela que llegan del trapiche.
Tenemos luz eléctrica y oímos radio o vemos televisión. ¿No
te parece agradable esa alternación de la música de la ciudad con
el mugir del ganado o el croar de las ranas en el pantano? Para mí es sencillamente
encantador. Durante el día, cuando me dan la oportunidad las ocupaciones,
porque yo también trabajo (dijo haciendo un gracioso mohín de niña
consentida), doy un paseo a caballo o leo en la hamaca bajo los fragantes árboles,
versos tan lindos como estos: En
el corazón tenía la espina de una pasión; logré
arrancármela un día, ya no siento el corazón.
Mi cantar vuelve a plañir: ¡aguda espina adorada quién
te volviera a sentir en el corazón clavada! En
otras ocasiones me distraigo en cosas tan simples como ésta: contemplando
cómo se desprenden de las ramas de los altos barbatuscos unos gusanillos
suspendidos en hilos de seda. Yo los llamo los micro-paracaidistas. Bajan balanceándose
con cierta majestad que contrasta con su infinita pequeñez. ¿Qué
vendrán a buscar en la tierra, la muerte quizás? Todos marchamos
hacia el mismo fin; los gusanitos... las personas... Oye: una vez acostada en
mi hamaca, bajo los árboles, sorprendí a través de un claro
del follaje, a una estrellita en el cielo distante. Eran como las once de la mañana
y el firmamento estaba intensa, intensamente despejado. Las estrellas se ven de
día. ¿No me lo crees, doctor Madrigal? Don
Guillermo, llevándose el índice a la sien derecha, trazó
en el aire unos circulitos, dándome a entender que a Rosita se le habían
subido las cepitas de coñac a la cabeza. -
Bien, Rosita; has hablado de cosas muy bellas y también de ocupaciones.
¿Trabajas mucho? -
Es el alma de la hacienda -intervino don Guillermo. La organización con
que allá contamos es obra de ella. Y Cómo la quiere toda la servidumbre.
Por todos se interesa. Para todos tiene una sonrisa, una voz de estímulo,
una frase amable. Con frecuencia les hace regalos a las esposas de los peones
o a los hijitos de ellos, ya con motivo de cumpleaños o de la primera comunión. -
Es muy buena mi gente, agregó ella con ternura. Te aseguro papá
que ni a ti ni a mamá le tienen tanta confianza como a mí. La otra
noche, doctor Madrigal, me agasajaron con una serenata cantada por ellos mismos.
No sé quién regó la noticia de que yo estaría de cumpleaños
el día siguiente. Me levanté y los hice seguir a la sala principal.
No sabían qué hacer con los tabacotes que venían fumando.
Trabajo me costó convencerlos de que los disfrutaran pero utilizando de
vez en cuando los ceniceros. Les di aguardiente que es lo que a ellos les gusta,
cantaron algunas canciones más y como a las dos de la mañana se
retiraron muy contentos y formales. Pero almorcemos. ¿No les abrió
el apetito el coñac? ¡Ay, Virgen de Torcoroma! -exclamó alarmada-.
¿No habré yo cometido un desacato tomando trago? Esta mañana
comulgué. -
iAy, hija! -Advirtió don Guillermo- Tres dedalitos que cabrían cada
uno en el hueco de una muela... Tranquilízate. La Biblia aconseja el buen
vino para alegrar el corazón. Y en las bodas de Caná, quiénes
suministraron el licor para que la fiesta no decayera... El mandado lo Hicieron
entre la Santísima Virgen que pidió el milagro y su Sagrado Hijo
que lo realizó. Lo que hemos tomado nosotros es vino también. Unos
graditos más fuerte, pero es vino. Día
inolvidable transcurrido en la apacible y acogedora Zipaquirá. iRosa, mi
dulce Rosa!... Cuántas miradas, cuántas sonrisas en las que creí
descubrir tu correspondencia a mi cariño; cuántas cosas bellas expresadas
por ti con graciosa ingenuidad... Todo eso quisiera verterlo aquí en estas
páginas en las que deseo aprisionar la alegría fugaz de aquellas
horas. Sin embargo al tratar de coordinar mis recuerdos, al pretender revivir
esos encantadores episodios, una frase tuya que tus labios frescos e inocentes
dejaron escapar como un presentimiento, es la primera en asomarse a mi memoria:
"¡....la muerte! Todos marchamos hacia el mismo fin; los gusanitos...
las personas..." Pero vuelvo a mi relato. Visitamos después del almuerzo
los hornos de sal. Habíamos dejado el automóvil estacionado en el
parque principal y hacíamos el recorrido de a pie. Yo observaba con orgullosa
satisfacción el grato asombro que en los transeúntes producía
la rara belleza de Rosita y en mi interior me regocijaba de que la gente me envidiara
creyéndome el feliz esposo de aquella mujer perfecta. Un
talentoso escritor nortesantandereano afirmaba en un ensayo que las mujeres ocañeras
se asemejan muchísimo físicamente a las cordobesas de España;
y que las cordobesas a su vez tienen bastante parecido a las sarracenas. Yo trataba
de descubrir las relaciones que estas dos razas tenían con Rosita y veía
en ella, con aplauso, los ojos de dulce pereza de la musulmana y el donaire de
la creyente española. Aquella tarde recibí como un buen augurio
la exclamación de una anciana pordiosera a quien Rosa dio unas monedas:
"¡Qué linda eres, niña. Que Dios te conserve siempre
tan bonita y tan feliz como te veo hoy". Hay
cosas misteriosas en la vida que no tienen nunca explicación. Entre seguir
por una calle o continuar por otra, puede haber un error o un acierto imposible
de prevenir. En ésta, quizás nos esté acechando la fatalidad;
en aquella, tal vez hallemos al vendedor de lotería que transforma nuestro
destino de la noche a la mañana; al viejo amigo a quien deseábamos
ver; a la mujer que ha de poner dulzura en nuestra vida... O a lo mejor no encontremos
nada. Este absurdo recelo me ha puesto indeciso en muchas ocasiones antes de escoger
una ruta. Pero aquel día en Zipaquirá, no estaba yo para temores
ni vacilaciones. -
¿Regresamos a la capital? -Insinuó don Guillermo-. -
Sí y creo que es tiempo -Le contesté-.
Cogimos el automóvil y le pedí al chofer que no nos condujera por
la salida acostumbrada sino por la calle donde se encuentra el almacén
"El Chibcha". Quería que Rosita y su padre visitaran dicho establece
miento que ofrece a los turistas articulitos autóctonos muy interesantes
y variados. El vehículo se detuvo en el sitio indicado y al ruido que hicimos
al salir y cerrar las portezuelas, un hombre que estaba sentado en el andén
de en frente en actitud muy abatida, se puso en pie y como un loco empezó
a gritar: ¡Doctor,
doctor Madrigal, sálveme! Sáqueme de este callejón. Por poco
no lo reconozco. Era Antonio Luis García con todos los pelos y señales
de estar padeciendo un pavoroso guayabo de aquellos que, según los entendidos,
le hacen ver al paciente elefanticos volando sobre las flores. -
Pero ¡por Dios! en qué facha lo encuentro -exclamé-. Qué
diablos vino hacer usted por aquí. - No sé qué pasó
-me contestó- Ayer estaba tomando trago con los amigos en Bogotá.
Por la noche salimos en un carro, creo, no sé para dónde; y hoy
me desperté aquí, tirado en la calle como un cerdo. No tengo con
qué tomarme siquiera una cerveza, ni con qué pagar el pasaje de
regreso. Ni sé cómo se llama este cochino pueblo. Aquel
hombre estaba hecho un guiñapo. Temblaba de pies a cabeza y tenía
la vista extraviada. Me movía a compasión y a la vez me causaba
interiormente cierto regocijo, al verlo así tan cómico, duramente
castigado por su traviesa pero inofensiva intemperancia. ¡Manes de los Alcohólicos
Anónimos! Lo
llevé a una tienda vecina a fin de rehabilitarlo con unos tra-gos de brandy
mezclados con soda. Por poco desmenuza el vaso entre las manos al tratar de llevarlo
a los labios a causa el nerviosismo que lo alentaba. -
¿Quién es? -me preguntó don Guillermo- -
Un compañero de oficina, muy valioso intelectualmente y de buen linaje.
Es el prototipo del genuino cachaco bogotano, de los que ya quedan pocos; pero
alcohólico consumado que no podrá dar marcha atrás. ¿Lo
llevamos?
- Hay sitio. Lo embarcaremos adelante con el chofer. Y allí pensaba yo
qué consecuencias nos traería el haber optado por la calle de "El
Chibcha". Tendríamos la incomodidad del borrachito pero a la vez sacaba
a un amigo de un apuro. Había sido mejor así. Minutos más
tarde tuve que empezar a arrepentirme de mi buena acción. El condenado
viejo estaba casi en situación de delirium tremens. ¡Ábrase,
por favor que nos matamos! ¡Por Dios, se nos vino ese camión encima!... Exclamaciones
como estas lanzaba a cada momento, ya ante el temor de rodar a una zanja ya ante
la idea de ser desbaratado por alguna de las máquinas que venían
en dirección contraria. En una ocasión el chofer detuvo el vehículo
y nos advirtió muy respetuosamente que consideraba altamente peligroso
seguir conduciendo con aquel loco al lado. -
Tenga paciencia por un rato -aconsejé don Guillermo. En la primera cantina
que encontremos le suministramos una botella de aguardiente a este pobre viejo
y eso cambiará la situación. Antonio
Luis al parecer no advertía nuestra charla. Angustiado por el nerviosismo
miraba con ojos desorbitados a un lado y otro de la carretera y cuando divisaba
a jinetes o a peatones, se agachaba para no ser descubierto por ellos. A nosotros
empezó a parecemos divertida la situación. Desde nuestro puesto
observábamos sus grotescas actitudes y las miradas fulminantes que a ratos
le lanzaba el chofer, quien de buena gana lo hubiera desembarcado en la carretera
sin miramiento alguno al no ir nosotros allí. El tiempo que hasta un poco
antes había estado espléndido de pronto se tornó hosco. Lo
que no es raro en la sabana de Bogotá. Un rayo zigzagueó en la cercana
cordillera y gruesas gotas de lluvia seguidas luego de granizo comenzaron a golpear
los cristales del automóvil. Instintivamente guardamos silencio. La
tormenta arreció de manera sorprendente. Rachas huracanadas barrían
con furia el pavimento provocando la formación de cortinas de agua pulverizada
que eran empujadas majestuosamente, impidiendo toda visibilidad. Las descargas
eléctricas se sucedían en forma atropellada y con impresionante
estruendo. La ruta se tornó demasiado lisa y de consiguiente peligrosa. -
¿Paramos, señor? -Preguntó el chofer.
- Siga, hombre, siga aunque sea despacio -Contestó don Guillermo. Usted
es un tigre para el timón. Pero cuídese del loco que lleva al lado. Todos
continuamos en silencio, quizás un poco abatidos a causa de las circunstancias.
Rosita estaba pálida y había cerrado los ojos en actitud de dormitar.
Pero los bruscos patinazos del automóvil la sobresaltaban y en su cara
se reflejaba indecible angustia. -
Rosa: ¿Te sientes mal? -
No podría explicar qué tengo -contestó-. Y trató de
estirarse como con fatiga de ir sentada. -
El cambio de clima, la altura, los rayos, los truenos. Hay muchos factores -insinuó
don Guillermo-. Ya estamos acercándonos a Bogotá. En el hotel estará
tranquila. Tomé
una de sus manos y traté de abrigarla porque estaba fría. Rosa no
rechazó mi actitud y permitió que yo oprimiera y acariciara esa
mano adorada. Era el único pero elocuente lenguaje que en esos momentos
podíamos emplear para expresarnos nuestro encendido amor. -o- ¿Cómo
transcurrieron las cosas? En el aturdimiento producido por la tragedia no lo pude
precisar. Todo fue tan violento y sorpresivo. De los informes incompletos y confusos
que obtuve después, deduzco que una pesada volqueta conducida en contravía
a loca velocidad por un obrero borracho se estrelló contra nuestro carruaje
causando destrozos irreparables y fatales. Y
ahora me encontraba allí, en el cuarto número 512 de la clínica
de Santa Isabel de Hungría, sentado en una butaca, sumido en indefinibles
cavilaciones, con la mirada perdida en el vacío. La inyección de
un sedante me hacía inmune a los dolores que en esos momentos pudiera producir
me una herida que los médicos acababan de coserme. En el cuarto vecino,
don Guillermo, mi noble amigo, con una pierna fracturada, dormía cobijado
por el manto eficaz de los calmantes. Junto a mí, en una cama inmaculadamente
blanca, olorosa a antisépticos fuertes, estaba Rosita, pálida, inerte,
sumergida todavía en el profundo sueño causado por la anestesia.
Una
enfermera llegó con un frasco de suero. Las agujas resultaron obstruidas
y tuvo que pinchar varias veces el brazo delicado de la paciente para que las
gotas del medicamento empezaran, a deslizarse cautelosas por el tubo de plástico
a cumplir su salvadora misión, iPobre Rosita mía! ¡Qué
lástima! Horas antes la había visto hermosa, festiva, fresca como
una flor recién abierta a las caricias del sol de la mañana. Y ahora
la tenía ahí como una muñeca destrozada, en la antesala de
la muerte. Sus ojos estaban apagados bajo las sedosas pestañas, sus mejillas
mostraban el color de la cera, la nariz se le había perfilado y los labios
se le notaban ligeramente contraídos. Como aturdido me incliné hacia
ella y le acomodé en posición conveniente un brazo que le descolgaba
en el borde de la cama. -
¿Por qué no se acuesta? -Me dijo la enfermera sin mirarme, mientras
examinaba un termómetro. Usted también está herido pero es
sumamente terco. De una terquedad que le envidio pero que aquí no me sirve
de nada. Váyase a su cuarto. -
Perdone, señorita. No tengo valor para hacerlo. Quiero estar junto a ella...,
hallarme presente cuando se despierte, para volver a ver sus ojos abiertos, para
escuchar de nuevo su voz... Más bien hágame un favor; ¿quiere?
Marque este número de teléfono y comuníquese con mi mamá.
Cuéntele lo que me pasa y ruéguele que, si puede, venga a acompañarme.
Aunque está avanzada la noche... ¡Oh, Dios mío! si Rosita
llegare a morirse, que haré yo entonces... (Y apreté mi frente con
las manos tratando al tiempo de reprimir los sollozos). -
Cálmese. Sea fuerte. Tenga paciencia. ¿No oye? - ¿Qué? -
Esa sirena que aúlla abajo en la calle. Son enfermos graves, moribundos
y los traen en ambulancias. A cada rato llegan acompañados de las lágrimas
y de la angustia de sus familiares. Y sin embargo a muchos de ellos, si no es
a todos, los devolvemos días o semanas más tarde buenos y sanos,
al seno de sus familias. Tómese esta droga para que alivie sus nervios
y voy en seguida al conmutador a llamar a su mamá. Obedecí
sin dilación. Las palabras de la empleada me habían despertado una
remota pero bella esperanza; y en correspondencia por su bondadosa actitud no
quise contrariarla. Sumisamente puse la pastillita en mi boca y la pasé
con unos sorbos de agua. Me levanté y me puse a mirar a través de
los cristales de la ventana hacia la calle que estaba desierta. Una lluvia persistente
caía sobre el pavimento rebotando en chispas juguetonas a la luz de los
bombillos del alumbrado público. En mi cabeza experimentaba la sensación
de algo así como el ruido que hace un río cuando se despeña
de gran altura. Me acerqué de nuevo a Rosita y palpé su temperatura.
Estaba demasiado fría. La enfermera había salido. Me senté
a esperarla y cerré los ojos agobiado por una intempestiva modorra pero
con los oídos atentos a cualquier sonido por leve que fuera. Un gemido
de la enferma hubiera sido suficiente para hacerme levantar como un resorte. Transcurrió
una hora sin que surgiera novedad alguna. Pero luego, Rosa se enderezó
de pronto con agilidad y se sentó en el borde de la cama. Estaba pálida
pero arrobadoramente bella. Los cabellos le descendían en graciosos bucles
hasta los hombros; vestía una ligera túnica de seda azul que la
cubría hasta los pies. Descalza y con los ojos adormilados caminó
hacia mí extendiendo los brazos como sonámbula. ¿Rafael!
-exclamó-. Déjame apoyarme en ti y huyamos antes de que vengan ellos.
La abracé y la besé en la frente. Después, cogidos de las
manos, huimos precipitadamente por un pasadizo que era precisamente una excavación
alumbrada a trechos por bombillos eléctricos. Sí; reconocía
perfectamente el sitio. Eran los túneles de la mina de sal. Caminamos y
caminamos sin rumbo determinado sintiéndonos perseguidos. Sin
saber cómo, desembocamos en una espaciosa galería y el espectáculo
que se presentó a nuestra vista nos dejó casi petrificados. Se celebraba
al fondo un aquelarre y el centro de aquella reunión era nada menos que
el mismísimo satanás, quien se hallaba sentado en un trono. Dos
enormes perros negros de ojos de fuego y lenguas muy rojas, que jadeaban, le hacían
guardia a lado y lado. Un centenar de hombres y mujeres se encontraba en expectativa
en reverente semicírculo, a varios metros del sitial. Las mujeres muy pintarrajeadas
vestían trajes inmodestos y exhibían en su cara las huellas de abusos
y vigilias en prolongadas bacanales. En el grupo se mezclaban algunos íncubos
y súcubos. La bóveda estaba iluminada por humeantes antorchas, como
las del fuego olímpico, alimentadas por resinas. En el centro del espacioso
y desocupado semicírculo crepitaba un brasero. Satanás
hizo sonar un gong con el tridente y a continuación habló: "os
he congregado a vosotras, almas sacrílegas que cumplís mis mandatos
y no os atemorizáis por los anatemas de los curas; a vosotras, parejas
de lujuriosos enamorados, de adúlteros y homosexuales, que fingiendo venir
a rezar aprovecháis el ambiente sosegado y la penumbra de estos socavones
para profanar con vuestros besos y relaciones impúdicas este lugar que
alguien dedicó a la llamada Patrona de los Mineros. Os aplaudo porque adivináis
y cumplís mis designios. No vaciléis. Dejad a Esa en la cueva que
la mojigatería le consagró, dejadla en la bóveda maldita
en donde yo no puedo entrar. Ja, ja, ja. 'De estas bóvedas se hará
una iglesia y en este sitio se erigirá un altar'...Ja, ja, ja... Mas no
contaban con vosotros, adeptos míos. Os he congregado para brindaros una
orgía y deciros que vuestros son los dominios infernales". ¡Salve,
Satanás, príncipe de las tinieblas! -Vociferó aquella congregación
de renegados, gesticulando y emitiendo terribles alaridos. Satanás
lanzó entonces un puñado de polvos al brasero del que surgió
una columna de vapor de color indefinible y de ella emergió una bellísima
joven que saltó elegantemente al espacio despejado del semicírculo,
seguida por un grupo de demonios vestidos de rojo y provistos de tridentes que
remataban en cabezas de víboras. Venía ataviada a la usanza de la
corte de María Estuardo. La reconocí. Yo había visto años
antes a esa joven en un espectáculo nocturno en Caracas. A una señal
de Satanás, el ballet empezó al compás de pífanos,
panderetas, timbales, maullidos, rechinar de cadenas y gemir de condenados. Y
mientras la bailarina danzaba fue desprendiéndose graciosamente de su vestido;
primero, las mangas postizas, después la pechera, luego la falda, y así
hasta quedar casi desnuda, cubierta únicamente por un diminuto bikini cuya
pieza superior estaba constituida por dos hermosísimas rosas colocadas
sobre los senos. Hizo en seguida el coqueto ademán de desatar las cintas
que sujetaban aquellas dos rosas y yo sentí correr por mi sangre un intenso
y extremado sentimiento de lujuria que estremeció todo mi cuerpo. Rosa
que permanecía abrazada a mí, helada del susto, me llamó
la atención con un movimiento convulsivo, hacia el amo de la fiesta. Satanás
había clavado su mirada fulminante en nosotros y haciendo restallar un
látigo, gritó: Parad.
Hay aquí dos intrusos a quienes se debe castigar. ¡pero!!Satiriasis!
Cumplid vuestra obligación. -Dos demonios deformes se levantaron prestamente
y se dirigieron hacia nosotros precedidos de cuatro repulsivas serpientes. La
gritería de la concurrencia fue atronadora: cazadlos! ¡Traedlos para
la torturad... Yo
huí con Rosa casi desmayada en brazos. Y mi marcha era muy torpe porque
el terror paralizaba mis piernas. A cada curva del túnel yo volvía
mis ojos angustiados hacia nuestros perseguidores quienes continuaban en seguimiento
nuestro, con paso mecanizado como el de los robots, sin prisa, tal cual si se
recrearan prolongando aquella persecución. Milagrosamente traspasamos la
reja que nos separaba de la iglesia y nos pusimos a salvo. Demonios y serpientes
se evaporaron en una crepitante humareda de apestoso azufre. Deposité a
Rosita en un reclinatorio y ella me miró con agradecida dulzura: -
Eres valiente, amor mío. Bésame, bésame con ardor. -Y me
brindó sus labios-. Inflamado
pasionalmente me incliné hacia ella y en ese preciso instante me detuvo
el estruendo de una violenta explosión, como la de una bomba bélica
de extraordinarios efectos destructivos, cuyo eco se transformó en una
voz potente, misteriosa y profunda que estremeció aquellos socavones: "DESATA
LAS SANDALIAS DE TUS PIES PORQUE ESTE LUGAR ES SANTO... SANTO...TO...TO...0...0...o...o." Me
levanté asustado y con los ojos desmesuradamente abiertos. Pero todo seguía
igual en aquel cuarto 512, exceptuando a mi madre que ya estaba allí con
mi hermano Agustín junto al lecho de Rosita. Me miré compasa va
y me dijo: -
Estabas dormido, hijo, y te ha despertado la violencia del trueno. El rayo debió
de caer muy cerca. Ha llovido toda la noche. A ver te miro esa herida. No había
querido despertarte.- Me examinó con ansiedad de madre, detenidamente,
y concentró luego su atención en Rosa. -
¡Qué bella es! -exclamó con ternura, acariciándole
suavemente las mejillas-. ¡Corazón de Jesús! es terrible pensar
siquiera en que pueda morirseo ¿Y esto.cómo fue por Dios? -
Se estrellaron simplemente -Comentó la enfermera con displicencia-. Es
lo común y corriente en los fines de semana y en los días de fiesta.
La señorita sufrió bastante pero está en manos de médicos
muy buenos. Como no quede prisionera en una silla de ruedas... Hay lesiones muy
delicadas. Enardecido
de furia pensé gritarle: icállese! que nadie le está pidiendo
su estúpida opinión. Pero mi madre moderó mi exaltación
con un ademán y me reprochó en tono amable: - ¡Ay, Rafael...
Rafael! Tú me estás ocasionando más canas de las que en realidad
debo tener. Ni siquiera me avisaste que ibas a salir de la ciudad. Si te hubieras
matado... -Y se enjugó las lágrimas-. Yo
no respondí. Me encontraba casi extraño a la realidad repasando
interiormente los confusos acontecimientos. En lucha contra el sueño volví
a la ventana. Desde allí podía ver la ciudad, pues el edificio de
la clínica se encuentra en las estribaciones de la cordillera. En varias
ocasiones había yo pasado tarde de la noche por la carretera que la bordea
y me había detenido a contemplar el cautivador espectáculo que presenta
al fondo el paisaje nocturno de la capital, con su miríada de luces multicolores
que titilan en la distancia, causando en el alma una ansiedad dulce e indefinible
como cuando se contempla el parpadeo de los luceros en las calladas noches de
verano. Cuántas
cosas, pensé, estarán sucediéndose ahora, al filo de la medianoche,
en el insondable secreto de esta urbe aparentemente dormida. Me parece ver al
fraile que en su celda repasa con ojos soñolientos salmos de esperanza
en los ajados breviarios; a la madre desvelada que lucha con angustia a la cabecera
del hijo enfermo, a la espera de la aurora que es el consuelo de los que sufren;
allá más lejos, en el cabaret suntuoso, a las parejas enlazadas
que giran con la embriaguez del licor y de la música ardiendo en la sensualidad
que abrasa con los contactos de la danza; mientras en la calleja oscura, la descarnada
mujerzuela se desliza como un reptil en busca del postor infame que ha de pagarle
un precio por su carne inmunda, pasto seguro de gusanos. En cuántas de
esas habitaciones desdibujadas por un tenue manto de llovizna se desarrollan en
estos momentos escenas de sensualidad y de pecado... Traiciones conyugales...
robos... asesinatos... En cuántas otras quizás se ora, se trabaja,
se sufre o sencillamente se duerme. ¡Señor! y pensar que has dicho
que la muerte habrá de sorprendernos entrando por la ventana como un ladrón.
Pasaban lentamente las horas y yo contra mi voluntad rumiaba las crueles palabras
de la enfermera: "como no quede prisionera en una silla de ruedas... Hay
lesiones delicadas", Y si esas lesiones fueran cerebrales, ¿qué
clase de futuro le aguardaba a Rosita? ¿Una vida meramente vegetativa?
El ruido de voces y portazos en un vehículo me llamé de nuevo la
atención hacia la calle. Varias personas se ocupaban en meter un ataúd
en una camioneta y un sobresalto más me agitó el corazón:
nuestro chofer y mi amigo Antonio Luis ¿qué suerte habrían
corrido? Allí en el cuarto, el peso de la vigilia se había hecho
sentir en los párpados de mi madre, en Agustín y en la enfermera
misma. Dormitaban. Un grito inesperado de Rosa nos hizo acudir en su
ayuda con presteza: ¡Agua! ¡A...gu...a...! -exclamó jadeante-
Ya, hija; ya te traemos el agua -susurró mi madre sollozando- Rosita
hizo ademán de sentarse pero logramos contenerla. Con ojos extraviados
que quizás no veían a nadie empezó a mirar de un lado a otro,
mientras palpaba instintivamente los bordes de la cama como si tratara de encontrar
algo de qué aferrarse. La respiración se le tornó más
agitada. Una gota de sangre se asomó tímidamente a una de las ventanillas
de su nariz y se deslizó luego hasta detenerse en la comisura de los labios.
El sudor le humedecía los cabellos y la frente. Aterrado observé
que entornaba los ojos. -
¡Rosa, Rosita mía, no te mueras; no te vayas! -Grité como
un loco sacudiéndola para impedir que cayera en los brazos de la muerte.
Pero ella no podía oírme. Tenía la cabeza descoyuntada como
la de un pajarillo que choca en vuelo contra el muro y queda exánime sobre
el pavimento.- -
En realidad, esta niña se nos está muriendo -Exclamó alarmada
mi madre-. ¡Un médico! ¿Pero es que no hay un médico
en esta clínica? La
enfermera muy nerviosa habló algo por el teléfono interno escuchó
la respuesta y tiró el aparato con indignación. ¡Malhaya sean!
No hay un médico disponible. Todos están en cirugía. Voy
por una inyección. Miré
desconsolado un cuadro de Santa Teresita que había en la pared. Pero la
bella monjita, con su inalterable dulzura, parecía ser indiferente a mi
profunda angustia. Rosa
se quejaba penosamente y haciendo un instintivo esfuerzo en su lucha con la muerte
trató de sentarse. Mi madre, Agustín y yo la ayudamos a incorporarse
y colocamos una almohada a su espalda para hacer más cómoda su posición. -
Qué tienes, hija. Qué sientes, qué te duele -Preguntaba afanosamente
mi madre-. ¡Dios mío, qué le damos! Ella,
sin responder y expresando en el semblante dolor y cansancio recorrió varias
veces con la vista lo que estaba a su al rededor, detuvo de pronto su mirada en
mí, una mirada profunda con la que quiso decirme algo, y dejó caer
su cabeza desgonzada hacia adelante. ¡Había muerto! ¡Señor!
recibidla en tu seno. -Musitó alguno de los presentes-Sollozando ayudé
a mi madre y a mi hermano a tenderla sobre la cama. Junté sus pálidas
manos sobre su pecho y puse en ellas un crucifijo que arranqué de una cadena
que yo llevaba. Piadosamente cerré sus bellos ojos ya sin expresión,
la besé en la frente, y sintiéndome vencido hasta lo infinito, me
retiré a un rincón del cuarto a llorar como un niño mi desventura. -o- No
sé cuánto tiempo duré así. Cuando mi madre se presenté
a instarme a que le recibiera unos sorbos de café, un día opaco,
abrumado de tristeza se asomaba a la ventana. Abismado en mi pena oía indiferente
a las monjas que en la capilla recitaban los salmos del amanecer; mientras a lo
lejos, las campanas de una iglesia doblaban acongojadamente por aquellos que ya
emprendieron el viaje hacia el Imperio del Gran Silencio, de donde ninguno regresa
ni de nadie se recibe respuesta; en donde no hay dimensiones ni de tiempo ni distancia
sino una incógnita misteriosa, divina pero humanamente indescifrable que
impotentes y confusos solemos llamar ETERNIDAD.
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