Mi
amigo Mutis
Diario
La Opinión, de Cúcuta|Compilación de Fernando Jaramillo,
director de Memorabilia GGM Cali, 24 de septiembre de 2013 | 29 de septembre de
2013|
En
Bogotá Gabo se la pasaba en la oficina de Mutis que era en el mismo edificio
en donde funcionaban las instalaciones de El Espectador en la Avenida Jiménez.
Allí caían de improviso muchas veces sin mencionar ninguna vinculación
entre Gabo y el periódico. De repente, meses más tarde le ofrecieron
un puesto en la nómina del conocido diario con un sueldo increíble
para Gabo: 900 pesos mensuales.
Texto
del discurso que leyó García Márquez en Bogotá el
25 de agosto de 1993, con motivo de la celebración del cumpleaños
70 de Mutis. Cena de gala en el Palacio de Nariño, sede de la Presidencia
de Colombia.
Alvaro
Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el uno
del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios mutuos.
Sin embargo, hace 10 años justos y en este mismo sitio, él violó
aquel pacto de salubridad social, sólo porque no le gustó el peluquero
que le recomendé. He esperado desde entonces una ocasión para comerme
el plato frío de la venganza, y creo que no habrá otra más
propicia que ésta.
Álvaro
contó entonces cómo nos había presentado Gonzalo Mallarino
en la Cartagena idílica de 1949. Ese encuentro parecía ser en verdad
el primero, hasta una tarde de hace tres o cuatro años, cuando le oí
decir algo casual sobre Félix Mendelssohn. Fue una revelación que
me transportó de golpe a mis años de universitario en la desierta
salita de música de la Biblioteca Nacional de Bogotá, donde nos
refugiábamos los que no teníamos los cinco centavos para estudiar
en el café. Entre los escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno de
nariz heráldica y cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos minúsculos
como los de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro de la tarde, y pedía
que tocaran el concierto de violín de Mendelssohn. Tuvieron que pasar 40
años, hasta aquella tarde en su casa de México, para reconocer de
pronto la voz estentórea, los pies de Niño Dios, las temblorosas
manos incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello.
CARAJO,
LE DIJE DERROTADO.
DE
MODO QUE ERAS TÚ.
Lo
único que lamenté fue no poder cobrarle los resentimientos atrasados,
porque ya habíamos digerido tanta música juntos, que no teníamos
caminos de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy a pesar del abismo insondable
que se abre en el centro de su vasta cultura, y que ha de separarnos para siempre:
su insensibilidad para el bolero.
Álvaro
había sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e innumerables.
A los 18 años, siendo locutor de la Radio Nacional, un marido celoso lo
esperó armado en la esquina, porque creía haber detectado mensajes
cifrados a su esposa en las presentaciones que él improvisaba en sus programas.
En otra ocasión, durante un acto solemne en este mismo palacio presidencial,
confundió y trastocó los nombres de los dos Lleras mayores. Más
tarde, ya como especialista de relaciones públicas, se equivocó
de película en una reunión de beneficencia, y en vez de un documental
de niños huérfanos les proyectó a las buenas señoras
de la sociedad una comedia pornográfica de monjas y soldados, enmascarada
bajo un título inocente: El cultivo del naranjo. Fue también jefe
de relaciones públicas de una empresa aérea que se acabó
cuando se le cayó el último avión. El tiempo de Álvaro
se le iba en identificar los cadáveres, para darles la noticia a las familias
de las víctimas antes que a los periódicos. Los parientes desprevenidos
abrían la puerta creyendo que era la felicidad, y con sólo reconocer
la cara caían fulminados con un grito de dolor.
En
otro empleo más grato había tenido que sacar de un hotel de Barranquilla
el cadáver exquisito del hombre más rico del mundo. Lo bajó
en posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado
de emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó
quién iba dentro, le dijo: El señor obispo. En un restaurante
de México, donde hablaba a gritos, un vecino de mesa trató de agredirlo,
creyendo que en realidad era Walter Winchell, el personaje de Los Intocables que
Álvaro doblaba para la televisión. Durante sus 23 años de
vendedor de películas enlatadas para América Latina, le dio 17 veces
la vuelta al mundo sin cambiar el modo de ser.
Lo
que más aprecié desde siempre es su generosidad de maestro de escuela,
con una vocación feroz que nunca pudo ejercer por el maldito vicio del
billar. Ningún escritor que yo conozca se ocupa tanto como él de
los otros, y en especial de los más jóvenes. Los instiga a la poesía
contra la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los hipnotiza
con su labia florida y los echa a rodar por el mundo, convencidos de que es posible
ser poeta sin morir en el intento.
Nadie
se ha beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté alguna
vez que fue Álvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo
y me dijo: Ahí tiene, para que aprenda. Nunca se imaginó
en la que se había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí
no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto
para no contar el que estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese sistema
salvador ha sido Álvaro Mutis desde que escribí Cien Años
de Soledad. Casi todas las noches fue a mi casa durante 18 meses para que le contara
los capítulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones aunque no
fuera el mismo cuento. El los escuchaba con tanto entusiasmo que seguía
repitiéndolos por todas partes, corregidos y aumentados por él.
Sus amigos me los contaban después tal como Álvaro se los contaba,
y muchas veces me apropié de sus aportes. Terminado el primer borrador
se lo mandé a su casa. Al día siguiente me llamó indignado:
Usted
me ha hecho quedar como un perro con mis amigos, me gritó. Esta
vaina no tiene nada que ver con lo que me había contado.
Desde
entonces ha sido el primer lector de mis originales. Sus juicios son tan crudos,
pero también tan razonados, que por lo menos tres cuentos míos murieron
en el cajón de la basura porque él tenía razón contra
ellos. Yo mismo no podría decir qué tanto hay de él en casi
todos mis libros, pero hay mucho.
Me
preguntan a menudo cómo es que esta amistad ha podido prosperar en estos
tiempos tan ruines. La respuesta es simple: Álvaro y yo nos vemos muy poco,
y sólo para ser amigos. Aunque hemos vivido en México más
de 30 años, y casi vecinos, es allí donde menos nos vemos. Cuando
quiero verlo, o él quiere verme, nos llamamos antes por teléfono
para estar seguros de que queremos vernos. Sólo una vez violé esta
regla de amistad elemental, y Álvaro me dio entonces una prueba máxima
de la clase de amigo que es capaz de ser.
Fue
así: ahogado de tequila, con un amigo muy querido, toqué a las cuatro
de la madrugada en el apartamento donde Álvaro sobrellevaba su triste vida
de soltero y a la orden. Sin explicación alguna, ante su mirada todavía
embobecida por el sueño, descolgamos un precioso óleo de Botero,
de un metro y veinte por un metro; nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos
con él lo que nos dio la gana. Álvaro no me ha dicho nunca una palabra
sobre el asalto, ni movió un dedo para saber del cuadro, y yo he tenido
que esperar hasta esta noche de sus primeros 70 años para expresarle mi
remordimiento.
Otro
buen sustento de esta amistad es que la mayoría de las veces en que hemos
estado juntos, ha sido viajando. Esto nos ha permitido ocuparnos de otros y de
otras cosas la mayor parte del tiempo, y sólo ocuparnos el uno del otro
cuando en realidad valía la pena. Para mí, las horas interminables
de carreteras europeas han sido la universidad de artes y letras donde nunca estuve.
De Barcelona a Aix-en-Provence aprendí más de 300 kilómetros
sobre los cátaros y los papas de Aviñón. Así en Alejandría
como en Florencia, en Nápoles como en Beirut, en Egipto como en París.
Sin
embargo, la enseñanza más enigmática de aquellos viajes frenéticos
fue a través de la campiña belga, enrarecida por la bruma de octubre
y el olor de caca humana de los barbechos recién abandonados. Álvaro
había manejado durante más de tres horas, aunque nadie lo crea,
en absoluto silencio. De pronto dijo: País de grandes ciclistas y
cazadores. Nunca nos explicó qué quiso decir, pero nos confesó
que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos
de descuido suelta frases como aquella, aun en las visitas más propias
y hasta en los palacios presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras
escribe, porque se vuelve loco y se sacude y patalea por las ansias de corregirle
los libros.
Con
todo, los mejores recuerdos de esa escuela errante no han sido las clases, sino
los recreos. En París, esperando que las señoras acabaran de comprar,
Álvaro se sentó en las gradas de una cafetería de moda, torció
la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco y extendió su trémula
mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la típica acidez francesa:
Es un descaro pedir limosna con semejante suéter de cachemir.
Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos recogió 40.
En
Roma, en casa de Francesco Rosi, hipnotizó a Fellini, a Mónica Vitti,
a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la flor y nata del cine y de las letras italianas,
y los mantuvo en vilo durante horas, contándoles sus historias truculentas
del Quindío en un italiano inventado por él, y sin una sola palabra
de italiano. En un bar de Barcelona recitó un poema con la voz y el desaliento
de Pablo Neruda, y alguien que había escuchado a Neruda en persona le pidió
un autógrafo creyendo que era él. Un verso suyo me había
inquietado desde que lo leí: Ahora que sé que nunca conoceré
Estambul.
Un
verso extraño en un monárquico insalvable, que nunca había
dicho Estambul sino Bizancio, como no decía Leningrado sino San Petersburgo
mucho antes de que la historia le diera la razón. No sé por qué
tuve el presagio de que debíamos exorcizar aquel verso conociendo Estambul.
De modo que lo convencí de que nos fuéramos en un barco lento, como
debe ser cuando uno desafía al destino. Sin embargo, no tuve un instante
de sosiego durante los tres días que estuvimos allí, asustado por
el poder premonitorio de la poesía. Sólo hoy, cuando Álvaro
es un anciano de 70 años y yo un niño de 66, me atrevo a decir que
no lo hice por derrotar un verso, sino por contrariar a la muerte.
De
todos modos, la única vez en que de veras me he creído a punto de
morir, también estaba con Álvaro. Rodábamos a través
de la Provenza luminosa, cuando un conductor demente se nos vino encima en sentido
contrario. No me quedó otro recurso que dar un golpe de volante a la derecha
sin tiempo para mirar a dónde íbamos a caer. Por un instante sentí
la sensación fenomenal de que el volante no me obedecía en el vacío.
Carmen y Mercedes, siempre en el asiento posterior, permanecieron sin aliento
hasta que el automóvil se acostó como un niño en la cuneta
de un viñedo primaveral. Lo único que recuerdo de aquel instante
es la cara de Álvaro en el asiento de al lado, que me miraba un segundo
antes de morir con un gesto de conmiseración que parecía decir:
¡PERO
QUÉ ESTÁ HACIENDO ESTE PENDEJO!
Estos
exabruptos de Álvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos
a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvió
a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a verse distinta
de cómo se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta
y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de la sabana.
En Nueva York le pedí una noche que se quedara cuidando a mi hijo de 14
meses mientras íbamos al cine. Ella nos advirtió con toda seriedad
que tuviéramos cuidado, porque en Manizales había hecho el mismo
favor con un niño que no paraba de llorar, y tuvo que callarlo con un dulce
de moras envenenadas. A pesar de eso se lo encomendamos otro día en los
almacenes Macys, y cuando regresamos la encontramos sola. Mientras los servicios
de seguridad buscaban al niño, ella trató de consolarnos con la
misma serenidad tenebrosa de su hijo:
No
se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía
siete años, y ahora vean lo bien que le va.
Por
supuesto que le iba bien, si era una versión culta y magnificada de ella,
y conocido en medio planeta, no tanto por su poesía como por ser el hombre
más simpático del mundo. Por dondequiera que pasaba iba dejando
el rastro inolvidable de sus exageraciones frenéticas, de sus comilonas
suicidas, de sus exabruptos geniales. Sólo quienes lo conocemos y lo queremos
más sabemos que no son más que aspavientos para asustar a sus fantasmas.
Nadie puede imaginarse cuál es el altísimo precio que paga Álvaro
Mutis por la desgracia de ser tan simpático. Lo he visto tendido en un
sofá, en la penumbra de su estudio, con un guayabo de conciencia que no
le envidiaría ninguno de sus felices auditores de la noche anterior. Por
fortuna, esa soledad incurable es la otra madre a la que debe su inmensa sabiduría,
su descomunal capacidad de lectura, su curiosidad infinita, y la hermosura quimérica
y la desolación interminable de su poesía.
Lo
he visto escondido del mundo en las sinfonías paquidérmicas de Bruckner
como si fueran divertimentos de Scarlatti. Lo he visto en un rincón apartado
de un jardín de Cuernavaca, durante unas largas vacaciones, fugitivo de
la realidad por el bosque encantado de las obras completas de Balzac. Cada cierto
tiempo, como quien va a ver una película de vaqueros, relee de una tirada
En busca del tiempo perdido. Pues una buena condición para que lea un libro
es que no tenga menos de 1.200 páginas. En la cárcel de México,
adonde estuvo por un delito del que disfrutamos muchos escritores y artistas,
y que sólo él pagó, permaneció los 16 meses que él
considera los más felices de su vida.
Siempre
pensé que la lentitud de su creación era causada por sus oficios
tiránicos. Pensé además que estaba agravada por el desastre
de su caligrafía, que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso mismo,
y cuyos trazos de vampiro harían aullar de pavor a los mastines en la niebla
de Transilvania. El me dijo cuando se lo dije, hace muchos años, que tan
pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al día con sus libros.
Que haya sido así, y que haya saltado sin paracaídas de sus aviones
eternos a la tierra firme de una gloria abundante y merecida, es uno de los grandes
milagros de nuestras letras: ocho libros en seis años.
Basta
leer una sola página de cualquiera de ellos para entenderlo todo: la obra
completa de Álvaro Mutis, su vida misma, son las de un vidente que sabe
a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el paraíso perdido. Es
decir: Maqroll no es sólo él, como con tanta facilidad se dice.
Maqroll somos todos.
Quedémonos
con esta azarosa conclusión, quienes hemos venido esta noche a cumplir
con Álvaro estos 70 años de todos. Por primera vez sin falsos pudores,
sin mentadas de madre por miedo de llorar, y sólo para decirle con todo
el corazón, cuánto lo admiramos, carajo, y cuánto lo queremos.
Recuerdo
El
26 de junio de 1961, Mutis recibe en México a la familia García
Barcha que acaba de llegar en tren en un viaje por tierra desde Nueva York donde
Gabo había renunciado a la dirección de la oficina Prensa Latina.
De allí Mutis los llevó a instalarse en un apartamento de la calle
Mérida.
Mutis
llevó a Gabo a la Universidad de Veracruz en el estado de Xalapa, para
que le publicaran Los funerales de la mamá grande. Con el anticipo de 1.000
pesos pagó el arriendo y dio la cuota inicial de una nevera.
Un
dia Mutis le llevó unos libros y le dijo: «Lea esto, pendejo, para
que no joda». Había llegado con Pedro Páramo y El llano en
llamas obras de Juan Rulfo. Leyó Pedro Páramo esa misma noche. Cuando
llegó Mutis al día siguiente, Gabo ya iba como en la tercera parte
de El llano en llamas, le dijo: «esto es un escritor, ¡esto es un
clásico!, esto es una cosa extraordinaria»
Mutis
fue asiduo visitante, junto a otros amigos, de la casa de García Márquez
en la época en que este escribía Cien años de soledad. «Amigos
que le brindaron su apoyo a lo largo de un año entero y se convirtieron
así en testigos privilegiados de la construcción de uno de los pilares
de la literatura universal», al decir de Gerald Martin en su biografía
de García Márquez.
El
general en su laberinto partió de una idea que tenía Mutis hacía
muchos años de la cual tenía un fragmento con el título de
El último rostro. Gabo hizo que Mutis reconociera que nunca iba a terminar
ese proyecto y acometió la escritura de la novela histórica.
Mutis
trabajaba en LANSA la aerolínea que competía con Avianca en esos
días. Se llevó a Gonzalo Mallarino a la costa de paseo y un día
fueron a buscar a Gabo a El Universal y luego se fueron a tomar un trago en la
terraza de su hotel en el Barrio Bocagrande. Gabo que había recibido el
recado de reunirse con ellos llegó en medio de un tremendo aguacero tropical
y saludó a la manera costeña: «Aja, ¿qué es
la vaina?». Ese saludo sería el mismo entre los dos amigos hasta
el domingo 22 de spetiembre en que falleció Mutis. Los nuevos amigos estuvieron
hablando horas en la terraza del hotel, de «la vaina», de la vida,
la muerte, el amor, la poesía, la literatura, la política.
Cuando
Mutis trabajaba para la ESSO, este llamó un día a Gabo, y tras decirle
que se estaba «oxidando en la provincia» le mandó un pasaje
para que viajara a Bogotá. Después de pensarlo detenidamente y calcular
que tal vez esa fuera la manera de poderse casar con Mercedes, García Márquez
compró vestido, camisa, corbata, zapatos y utilizó el pasaje para
ir a ver que le deparaba el destino en Bogotá.
Por
esas cosas de la vida, Gabo, quien se encontraba fuera de México, no pudo
asistir esta semana al funeral de Álvaro Mutis. Merceds llegó sola
a las honras fúnebres.