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mis primeros años de infancia, recuerdo a Lola, amiga entrañable
de mamá. Cuando
me inicié en el hobby de la fotografía, el retrato humano ha sido
una de mis debilidades, por las dificultades que representa. No obstante, de las
personas que siempre desee poner frente al lente de mi cámara fue a Lola
Ramírez. Un rostro marcado por las huellas profundas de las batallas contra
el mundo, contra la pobreza, contra las privaciones y contra el olvido, que reflejaba
la resignación y la esperanza de días mejores. Lola,
con sus rasgos físicos, me transportaba a escenarios del legendario Oeste,
como integrando un consejo de ancianos de los Siux, reunidos alrededor de una
fogata para declarar la guerra a los blancos y contener la invasión de
sus territorios.
Fueron
varios los intentos que hice con el propósito de tomarle algunas fotografías;
siempre se negó y el argumento fue el mismo: "Álvaro, dejate
de vainas, a mi no me gustan las fotos, buscate la gente joven pa' que salgan
bien bonitas, yo no sirvo pa' eso". EL
6 de enero, de este año, decidí caminar hasta la Puerta del Sol,
con Luz Marina, en busca de unas verduras; en la última cuadra, a la salida
del pueblo, en la ventana de madera de su casa, nos encontramos a Lola tomando
el sol de la mañana que se filtraba por los barrotes. La saludamos y la
conversación se dio espontáneamente: nos contaba con detalle cada
una de las dolencias más recientes y su gran preocupación por el
deterioro de sus cansados ojos. "Ya no veo nada, Luz Marina, solo brujones
de lejos". Como
de costumbre, llevaba mi cámara colgada en el hombro. La tentación
de usarla en ese momento era muy grande pues las condiciones eran únicas:
el encuadre, la luz, la pinta... Tenía la anhelada fotografía al
frente, pero la resistencia manifestada en otras ocasiones me frenaba. Mientras
pasaban los minutos de una charla bien amena, me acomodé lo mejor que pude
y, con complicidad de la escasa visión de Lola, hice el primer "disparo"
a través de los barrotes de la ventana. |