Alfredo
Pérez Arévalo encuentra viejos escritos de Luis Tablanca en "Ecos", de Jericó (Antioquia) y "El Gráfico", de Bogotá. | |||||
Bogotá, 11 de julio de 2006 GUIDO: Ojeando
unos periódicos, editados hace muchos años, encontré estos
escritos, que me parecen muy interesantes, por tratarse de Enrique Pardo Farelo,
más conocido como Luis Tablanca, hijo ilustre de El Carmen (N.S.): -
EL GUAPO (Cuento): "El Gráfico", No. 616, del 30 de septiembre
de 1922. Bogotá. | |||||
EL
GUAPO Habían
corrido algunos años después que sonó el último disparo
de la guerra civil en Colombia. El último disparo de la última guerra,
pues por muy loco que sea un pueblo su hora le llega de entrar en cordura, y al
nuestro le llegó. Y había quedado por ahí, en una penumbra
propicia para su vulgar personalidad, un militar que si no se distinguió
por sus talentos de estratega, si hizo cruz y raya como hombre poco sensible a
los sufrimientos ajenos y fue en cambio muy aficionado a la hacienda por otros
acumulada. Había
quedado regularmente acomodado y como la paz es el reinado de Cristo, que es tanto
como decir el reinado del perdón y el olvido de las ofensas, el hombre
de mi cuento vivía muy sabrosamente de lo que allegó en sus rapiñas,
y allá él a solas en la batalla con su conciencia. La gente se contentaba
con reparar y murmurar un poco y nada más. Era un hombre corpulento, de mala facha y genio avinagrado, que de los días en que anduvo en armas conservó después un tono para tratar a sus semejantes como si a todos los tuviera con la soga al cuello y con la vida pendiente de su despótica voluntad. ¡Qué gritos y qué palabrotas los que salían de su bocaza a la menor contrariedad! ¡Y qué acción la de sus manos acostumbradas al terrible chafarote! Parecía
que aún lo empuñaba y que había de blandirlo sobre las carnes
de los que habían osado ofender su irritable epidermis de amo y señor. - En su casa, porque tenía una casa y no una guarida, su mujer y sus cachorros temblaban y enmudecían a la menos dura de sus miradas, y cuando bromeaba con ellos, cosa que sucedía aunque pareciera increíble, a lo mejor sentía disgusto, se levantaba ardiendo de ira y lanzando un par de exclamaciones, que no parecía sino que iba a devorarlos a dentelladas. Y era hombre de negocios, compraba y vendía, pero ni de su parte ni de la de su diente ocurría nunca el regateo. Su palabra era una sola, si la aceptaban había de ser en el momento, si no la aceptaban no había más que hablar. Cuando fijaba un plazo lo contaba minuto a minuto y al cumplirse, si era él el que había de recibir, recibía, pues no había nacido quien se atreviera a quedarle mal y a sufrir las consecuencias. Tuvo
un criado que había conservado desde los días de sus campañas,
un perro fiel que mordía cuando se le ordenaba y que recibía patadas
con vil resignación, sin mostrar siquiera los colmillos. Pero no se extrañe,
que ciertas voluntades dominadoras encuentran en tierra de hombres libres, esclavos
espontáneos y sumisos, incapaces de rebeldías. Este criado, esta
mano derecha del monstruo, este servidor paciente, se arrastró a sus pies
como si no tuviera en la vida más placer que oír regaños
y aguantar bofetadas. Contra su propia voluntad este infeliz se murió un
día, sintiendo, más que otra cosa, el dolor de saber que era irreemplazable,
que una vez que le echaran encima las terribles paletadas de tierra, su puesto
quedaría vacante para siempre. Y
así sucedió. Los nuevos criados que mi hombre se buscó pasaron
tan de ligero que ninguno pudo cobrar un día completo. Viejos unos, mozos
otros, a media edad los demás, todos se escurrían de la casa de
aquel patrón insoportable apenas le oían la primera voz de mando,
siempre condimentada con ajos y otras cosas picantes y acompañadas de unos
movimientos de las manos que iban, como la flecha al blanco, a las mejillas del
servidor. ¡Ya
no hay quien quiera trabajar! -exclamaba rojo de ira nuestro hombre-. Estos haraganes
son más blanditos que un merengue y prefieren aguantar necesidades y no
someterse a esfuerzo ninguno. Se contratan y al cabo de un rato se van sin decir
hasta luego. Y
entre tantos como buscó, al fin creyó encontrar el sirviente que
necesitaba en un indiecito joven, ancho de espaldas y de rostro, con los ojuelos
ligeramente oblicuos y la melena lacia, recortada sobre la frente como la crin
de un potro retinto. Era manso y no demostraba pereza, y tenía una gran
condición para el amo que le había tocado en suerte; era como sordo
para los gritos con que le ordenaba las cosas, pues obedecía sin inmutarse
ni temblar, con faz impasible. Sólo
que un día -y aquí este cuento termina- los gritos expresaron esta
amenaza: -¡Si me haces calentar, te pego! Si
le hubiera dicho te mato, el indiecito habría quedado tranquilo, desempeñando
sus oficios. Pero al oír "te pego", se volvió con una
sonrisa fría y una lividez de rostro y unos labios color de ceniza que
era como si ya hubiera sentido el rebenque sobre sus espaldas. -¿Te
pego, me dice usté? -Y,se le acercaba con lentitud-. Sólo una persona
me puede pegar en la vida, y es una mujercita asina, que no me da ni al pecho,
la que me echó al mundo... y eso por derecho que tiene, no por juerza...
De resto, el que me ponga la mano, se muere!... El valiente exmilitar retrocedió unos pasos y tendiendo la mano hacia la puerta, le ordenó con voz temblorosa:
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EL
GRÁFICO, BOGOTA, AGOSTO DE 1924 | |||||
EL
INOCENTE Luis Tablanca | |||||
Julio
López tiene varios hijos, pero ninguno de ellos le causa las precauciones
que Antonio, niño de nueve años, blanquito, rubio, y siempre con
el aire acongojado del que guarda un recóndito sufrimiento. El reverendo
padre Jiménez, de la Compañía de Jesús, le habló
un día de Antoñito en la siguiente forma: -En ese niño tiene usted un tesoro, querido señor López; ya ve usted que tengo bajo mi cuidado permanente un mundo de chicuelos, y entre todos ellos esta criatura se distingue por la atención que presta a todo lo que se le dice, por su genio suave y por un sentimiento tan profundo de la pureza y el amor de Dios, que yo le llamo mi pequeño Luis de Gonzaga. ¡No sabe usted lo mucho que su lindo Antoñito promete!
Pero no parece
sino que el niño tiene una inexplicable tristeza y Julio López prefería,
con tal de verlo alegre, que fuera muchacho fuerte y travieso, como cualquiera
de sus otros hijos. Con
el fin de procurarle distracciones lo lleva consigo siempre que puede y cuando
van juntos hacen un extraordinario contraste, pues el padre es de una jovialidad
inagotable, dicharachero, amigo de bromas, y el hijo va siempre con la carita
transparentando penas, calladito, meditabundo. Julio López entra una tarde a una cigarrería y se entretiene conversando con unos amigos, mientras que Antoñito se está silencioso a su lado, el cuello doblado sobre su pecho, la mirada fija en un solo punto. De
pronto entra en la cigarrería una muchacha de las que sirven en casas ricas,
fresca, pomposa, incitante, con cada carrillo como una rosa, con más luz
en los ojos que unos diamantes. Julio
López, chocarrero, dice al punto a sus amigos ese chiste siempre repetido
y siempre gracioso: -Una
muchacha de éstas es la que el médico me ha recetado para mis males. Los
amigos ríen. Antoñito mira a su padre de soslayo y se hace en el
interior esta candorosa pregunta: -¿Y qué enfermedad tendrá mi papá, y por qué le habrán recetado esa clase de remedios? Antoñito se pone más pensativo y triste que nunca. Dos o tres días después la da fiebre y su mamá lo lleva a la cama, lo desnuda, le pone su roponcito de dormir y lo acuesta. -¿Qué tienes, pimpollito mío? -le dice- ¿Te duele la cabeza? ¿Has comido alguna cosa indigesta? ¿Qué sientes? El niño dice que nada le duele y se está quieto, hecho un ovillito bajo las sábanas, pero sus ojos relucen llenos de una profunda inquietud. El padre Jiménez viene a verlo y aconseja moviendo la cabeza: -Es bueno que lo ve un médico. -¡Un médico no! -grita el niño. -¿Por qué no, mi bien? El médico viene y es un viejo de calva de marfil y blanca barba de patriarca, que le hace sacar la lengua, le da golpecitos en la caja del pecho, le pone el termómetro y después de acariciarle la barbilla con el aire amoroso de un abuelo, le dice: -No es nada. Con lo que voy a recetarte, en un dos por tres vas a ponerte bueno y podrás correr y saltar. Pide papel y se sienta sobre una mesa. Un San Luis Gonzaga, imagen de la pureza, albea a la cabeza del lecho, con su roquete de encaje, su palma virginal, su crucifijo y su calavera. Antoñito alza hacia el santo sus angustiados ojos y le dirige una tierna plegaria, moviendo imperceptiblemente los labios: | |||||
-San Luis bendito -le suplica- yo prefiero morirme antes de tomar esos horribles remedios que receta el doctor. ¿San Luis bendito, sálveme! El doctor ha terminado de formular, se levanta y se va. La madre se acerca al lecho y dice al enfermito: -Vas a tener que tomar un purgante... -¿Nada más? -Y unas cucharadas... -¿Nada más? -¡Nada más, encanto mío! | |||||
Antoñito lanza un suspiro, se arrodilla en la cama, y dirigiéndose a San Luis le dice con todo fervor: -Dios te lo pague, San Luis bendito. Se me ha quitado un peso de encima. Casi me siento alentado... La madre no comprende aquellos extremos, lo obliga a acostarse y lo arropa. -¡Mi niño amable! -suspira. Y él le explica inocentemente: Fue, que según le oí decir a mi papá, él también está malito y lo que le ha recetado el doctor son muchachas buenas mozas, y ¡qué hubiera hecho yo si a mí me receta lo mismo! Luis Tablanca | |||||
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EL
GRÁFICO, 7 DE MARZO DE 1914 | |||||
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AL GRÁFICO, 16 DE
SEPTIEMBRE DE 1911 | ECOS,
JERICÓ, SEPTIEMBRE 6 DE 1913. No. 12 | ||||
LA
CASA DIFUNTA En
la mitad del pueblecito ameno Una
mañana triste salí a lejanas tierras Cuando
se abate de la fronda el nido | |||||
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