Alfredo Pérez Arévalo encuentra viejos escritos de Luis Tablanca en
"Ecos", de Jericó (Antioquia) y "El Gráfico", de Bogotá.

Bogotá, 11 de julio de 2006

GUIDO:

Ojeando unos periódicos, editados hace muchos años, encontré estos escritos, que me parecen muy interesantes, por tratarse de Enrique Pardo Farelo, más conocido como Luis Tablanca, hijo ilustre de El Carmen (N.S.):

- EL GUAPO (Cuento): "El Gráfico", No. 616, del 30 de septiembre de 1922. Bogotá.
- EL INOCENTE (Cuento): "El Gráfico", de agosto de 1924. Bogotá.
- EL MENSAJE ADIVINADO (Poema): "El Gráfico", del 7 de marzo de 1914.
- CUATRO MUJERES (Cuento): "El Gráfico", del 16 de septiembre de 1911. Bogotá
- LA CASA DIFUNTA (Poema): "Ecos", No. 12, Jericó (Antioquia), del 6 de septiembre de 1913.
- ADIOS (Cuento): "Ecos", No. 11, Jericó (Antioquia), del 30 de agosto de 1913.

Considero que son desconocidos en la Provincia de Ocaña y pueden constituirse en un aporte literario para la Academia de Historia, que tan dignamente dirige nuestro admirado amigo Doctor Luis Eduardo Páez García, ya que no aparecen publicados en las obras de la Biblioteca de Autores Ocañeros. Un abrazo, Alfredo

EL GUAPO
Luis Tablanca

Habían corrido algunos años después que sonó el último disparo de la guerra civil en Colombia. El último disparo de la última guerra, pues por muy loco que sea un pueblo su hora le llega de entrar en cordura, y al nuestro le llegó. Y había quedado por ahí, en una penumbra propicia para su vulgar personalidad, un militar que si no se distinguió por sus talentos de estratega, si hizo cruz y raya como hombre poco sensible a los sufrimientos ajenos y fue en cambio muy aficionado a la hacienda por otros acumulada.

Había quedado regularmente acomodado y como la paz es el reinado de Cristo, que es tanto como decir el reinado del perdón y el olvido de las ofensas, el hombre de mi cuento vivía muy sabrosamente de lo que allegó en sus rapiñas, y allá él a solas en la batalla con su conciencia. La gente se contentaba con reparar y murmurar un poco y nada más.

Era un hombre corpulento, de mala facha y genio avinagrado, que de los días en que anduvo en armas conservó después un tono para tratar a sus semejantes como si a todos los tuviera con la soga al cuello y con la vida pendiente de su despótica voluntad. ¡Qué gritos y qué palabrotas los que salían de su bocaza a la menor contrariedad! ¡Y qué acción la de sus manos acostumbradas al terrible chafarote!

Parecía que aún lo empuñaba y que había de blandirlo sobre las carnes de los que habían osado ofender su irritable epidermis de amo y señor.

- En su casa, porque tenía una casa y no una guarida, su mujer y sus cachorros temblaban y enmudecían a la menos dura de sus miradas, y cuando bromeaba con ellos, cosa que sucedía aunque pareciera increíble, a lo mejor sentía disgusto, se levantaba ardiendo de ira y lanzando un par de exclamaciones, que no parecía sino que iba a devorarlos a dentelladas.

Y era hombre de negocios, compraba y vendía, pero ni de su parte ni de la de su diente ocurría nunca el regateo. Su palabra era una sola, si la aceptaban había de ser en el momento, si no la aceptaban no había más que hablar. Cuando fijaba un plazo lo contaba minuto a minuto y al cumplirse, si era él el que había de recibir, recibía, pues no había nacido quien se atreviera a quedarle mal y a sufrir las consecuencias.

Tuvo un criado que había conservado desde los días de sus campañas, un perro fiel que mordía cuando se le ordenaba y que recibía patadas con vil resignación, sin mostrar siquiera los colmillos. Pero no se extrañe, que ciertas voluntades dominadoras encuentran en tierra de hombres libres, esclavos espontáneos y sumisos, incapaces de rebeldías. Este criado, esta mano derecha del monstruo, este servidor paciente, se arrastró a sus pies como si no tuviera en la vida más placer que oír regaños y aguantar bofetadas. Contra su propia voluntad este infeliz se murió un día, sintiendo, más que otra cosa, el dolor de saber que era irreemplazable, que una vez que le echaran encima las terribles paletadas de tierra, su puesto quedaría vacante para siempre.

Y así sucedió. Los nuevos criados que mi hombre se buscó pasaron tan de ligero que ninguno pudo cobrar un día completo. Viejos unos, mozos otros, a media edad los demás, todos se escurrían de la casa de aquel patrón insoportable apenas le oían la primera voz de mando, siempre condimentada con ajos y otras cosas picantes y acompañadas de unos movimientos de las manos que iban, como la flecha al blanco, a las mejillas del servidor.

¡Ya no hay quien quiera trabajar! -exclamaba rojo de ira nuestro hombre-. Estos haraganes son más blanditos que un merengue y prefieren aguantar necesidades y no someterse a esfuerzo ninguno. Se contratan y al cabo de un rato se van sin decir hasta luego.

Y entre tantos como buscó, al fin creyó encontrar el sirviente que necesitaba en un indiecito joven, ancho de espaldas y de rostro, con los ojuelos ligeramente oblicuos y la melena lacia, recortada sobre la frente como la crin de un potro retinto. Era manso y no demostraba pereza, y tenía una gran condición para el amo que le había tocado en suerte; era como sordo para los gritos con que le ordenaba las cosas, pues obedecía sin inmutarse ni temblar, con faz impasible.

Sólo que un día -y aquí este cuento termina- los gritos expresaron esta amenaza:

-¡Si me haces calentar, te pego!

Si le hubiera dicho te mato, el indiecito habría quedado tranquilo, desempeñando sus oficios. Pero al oír "te pego", se volvió con una sonrisa fría y una lividez de rostro y unos labios color de ceniza que era como si ya hubiera sentido el rebenque sobre sus espaldas.

-¿Te pego, me dice usté? -Y,se le acercaba con lentitud-. Sólo una persona me puede pegar en la vida, y es una mujercita asina, que no me da ni al pecho, la que me echó al mundo... y eso por derecho que tiene, no por juerza... De resto, el que me ponga la mano, se muere!...

El valiente exmilitar retrocedió unos pasos y tendiendo la mano hacia la puerta, le ordenó con voz temblorosa:

-No lo quiero a usted más en mi casa, ¡lárguese!

El indiecito salió lentamente, sin quitarle los ojos y con una sonrisa que era una provocación. Pero una vez en la calle, en vez de irse, se quedó toda la tarde de pie frente a la puerta, el codo en la cintura, la cabeza en acecho, la mano empeñada en torcer dos o tres cerdas que le apuntaban en el bigote. Y mientras permaneció ahí, que fueron horas bien largas, el hombrón permaneció adentro, silencioso como un muerto.

Había encontrado, como dicen vulgarmente la horma de su zapato. Luis Tablanca

 

EL GRÁFICO, BOGOTA, AGOSTO DE 1924
EL INOCENTE
Luis Tablanca

Julio López tiene varios hijos, pero ninguno de ellos le causa las precauciones que Antonio, niño de nueve años, blanquito, rubio, y siempre con el aire acongojado del que guarda un recóndito sufrimiento.

El reverendo padre Jiménez, de la Compañía de Jesús, le habló un día de Antoñito en la siguiente forma:

-En ese niño tiene usted un tesoro, querido señor López; ya ve usted que tengo bajo mi cuidado permanente un mundo de chicuelos, y entre todos ellos esta criatura se distingue por la atención que presta a todo lo que se le dice, por su genio suave y por un sentimiento tan profundo de la pureza y el amor de Dios, que yo le llamo mi pequeño Luis de Gonzaga. ¡No sabe usted lo mucho que su lindo Antoñito promete!

Pero no parece sino que el niño tiene una inexplicable tristeza y Julio López prefería, con tal de verlo alegre, que fuera muchacho fuerte y travieso, como cualquiera de sus otros hijos.

Con el fin de procurarle distracciones lo lleva consigo siempre que puede y cuando van juntos hacen un extraordinario contraste, pues el padre es de una jovialidad inagotable, dicharachero, amigo de bromas, y el hijo va siempre con la carita transparentando penas, calladito, meditabundo.

Julio López entra una tarde a una cigarrería y se entretiene conversando con unos amigos, mientras que Antoñito se está silencioso a su lado, el cuello doblado sobre su pecho, la mirada fija en un solo punto.

De pronto entra en la cigarrería una muchacha de las que sirven en casas ricas, fresca, pomposa, incitante, con cada carrillo como una rosa, con más luz en los ojos que unos diamantes.

Julio López, chocarrero, dice al punto a sus amigos ese chiste siempre repetido y siempre gracioso:

-Una muchacha de éstas es la que el médico me ha recetado para mis males.

Los amigos ríen. Antoñito mira a su padre de soslayo y se hace en el interior esta candorosa pregunta:

-¿Y qué enfermedad tendrá mi papá, y por qué le habrán recetado esa clase de remedios?

Antoñito se pone más pensativo y triste que nunca. Dos o tres días después la da fiebre y su mamá lo lleva a la cama, lo desnuda, le pone su roponcito de dormir y lo acuesta.

-¿Qué tienes, pimpollito mío? -le dice- ¿Te duele la cabeza? ¿Has comido alguna cosa indigesta? ¿Qué sientes?

El niño dice que nada le duele y se está quieto, hecho un ovillito bajo las sábanas, pero sus ojos relucen llenos de una profunda inquietud.

El padre Jiménez viene a verlo y aconseja moviendo la cabeza:

-Es bueno que lo ve un médico.

-¡Un médico no! -grita el niño.

-¿Por qué no, mi bien?

El médico viene y es un viejo de calva de marfil y blanca barba de patriarca, que le hace sacar la lengua, le da golpecitos en la caja del pecho, le pone el termómetro y después de acariciarle la barbilla con el aire amoroso de un abuelo, le dice:

-No es nada. Con lo que voy a recetarte, en un dos por tres vas a ponerte bueno y podrás correr y saltar.

Pide papel y se sienta sobre una mesa. Un San Luis Gonzaga, imagen de la pureza, albea a la cabeza del lecho, con su roquete de encaje, su palma virginal, su crucifijo y su calavera. Antoñito alza hacia el santo sus angustiados ojos y le dirige una tierna plegaria, moviendo imperceptiblemente los labios:

-San Luis bendito -le suplica- yo prefiero morirme antes de tomar esos horribles remedios que receta el doctor. ¿San Luis bendito, sálveme!

El doctor ha terminado de formular, se levanta y se va. La madre se acerca al lecho y dice al enfermito:

-Vas a tener que tomar un purgante...

-¿Nada más?

-Y unas cucharadas...

-¿Nada más?

-¡Nada más, encanto mío!

Antoñito lanza un suspiro, se arrodilla en la cama, y dirigiéndose a San Luis le dice con todo fervor:

-Dios te lo pague, San Luis bendito. Se me ha quitado un peso de encima. Casi me siento alentado...

La madre no comprende aquellos extremos, lo obliga a acostarse y lo arropa.

-¡Mi niño amable! -suspira.

Y él le explica inocentemente:

Fue, que según le oí decir a mi papá, él también está malito y lo que le ha recetado el doctor son muchachas buenas mozas, y ¡qué hubiera hecho yo si a mí me receta lo mismo! Luis Tablanca


EL GRÁFICO, 7 DE MARZO DE 1914

AL GRÁFICO, 16 DE SEPTIEMBRE DE 1911
ECOS, JERICÓ, SEPTIEMBRE 6 DE 1913. No. 12

LA CASA DIFUNTA
Luis Tablanca

En la mitad del pueblecito ameno
mi casita ruinosa, triste y vieja
abrumada de años,
lacerada de penas
era entre casas mozas
como la pobre abuela
que bajo el sol alegre del verano
brindar supo al viajero fatigado
con blando lecho y regalada cena...
Después brillantes galas
hicieron a su lado casas nuevas,
apretujada y pintoresca en torno
se alzó más tarde diminuta aldea;
y olvidando a mi casa campesina
su honor de primogénita
su vejez abrumaron a ironías
por sus rancias ventanas disparejas
por sus suelos desnudos
de apisonada tierra,
por sus vigas enormes mal labradas
por el buen carpintero de las selvas
que las hizo redondas
y perfumadas bajo las cortezas
por toda su decrépita figura...
¡Oh amada, en el recuerdo! casa vieja
que alegrabas lo triste de tus años
con un patio florido de resedas
y el amor de mi madre,
que fue tu corazón y tu poeta.

Una mañana triste salí a lejanas tierras
con el tesoro intacto de ilusiones
que es la gala triunfal de adolescencia.
Una mañana triste
de la guerra civil, larga y funesta
y al doblar un recodo del camino
y despedir con lágrimas sinceras
el adiós de pañuelos agitados
por el amor, en una de sus puertas,
lloré también por la casita mía,
mirada entonces por la vez postrera,
donde no más gocé como soñara
la sombra centenaria de sus tejas,
donde no más me acarició el silencio
de su paz florecida de resedas,
ni pude ya en las noches
que han de venir serenas,
entre el corro amoroso de los míos
contar de mis andanzas cuando vuelva
pues al airado temporal de Octubre
se hundió en la muerte, crujidora y trémula.

Cuando se abate de la fronda el nido
igual llora en la selva la torcaz amorosa
cuya prole volando se dispersa
como la pobre madrecita mía
viendo en ruina y dolor su casa muerta:
"¿Oh, hijitos, he llorado...
Este montón de tierra
urna fue de recuerdo, y hoy sepulta
muchas lágrimas mías, muchas penas".
Cuando pasen los días y regrese,
una fábrica nueva
encontraré en el sitio donde al paso
de angustiosa vejez la casa vieja
se desplomó una noche, cuando el soplo
del huracán bajó desde la sierra.
No faltará ninguno de los míos
y haremos corro alegre por mi vuelta,
mas ninguno querrá decir palabra
de la casita muerta,
aunque tras de la charla estemos todos
con secreto pesar pensando en ella,
que fue a nuestra niñez alborozada
como una pobre abuela
que nos prestó su abrigo
toda encorvada, moribunda y trémula.