OCAÑA CASTIZA*

EN TORNO A UN CENTENARIO
Por Lucio Pabón Núñez


 
El ilustre don José Eusebio Caro nació en Ocaña el 5 de marzo de 1817, y allí fue bautizado tres días después por el presbítero don Luis Alvarez Guedes, Cura Rector provisional de la ciudad. Ocaña es una clásica villa colonial, de musgosos entejados, de calles retorcidas, de legendarias ermitas, de amplias casas con patios aromados por el jardín tradicional, y huertos colmados por las ricas apetitosas pomas de la comarca. Fue fundada en la segunda mitad del siglo XVI por un bravo Capitán de Andalucía: Francisco Fernández de Contreras, quien resolvió en su tiempo un gravísimo problema con que luchaba la Corona española afanosamente. Se trataba de la inicua explotación que encomenderos sin conciencia hacían de los indios, obligándolos a trabajar como remeros en jornadas mortales a lo largo del río Magdalena.
 

Fernández de Contreras halló que la navegación entre la desembocadura del río y un sitio que hoy conocemos con el nombre de Gamarra; era fácil que de allí para adelante ya se complicaba demasiado, y por consiguiente la labor de los indios se hacía dura en extremo, y como consecuencia de todo se recargaba el precio de los géneros transportados; decidió fundar un puerto sobre el río, y como sus riberas eran terriblemente amenazadoras por las plagas y los indios no reducidos, fundó también, a la distancia de una jornada larga del puerto, a Ocaña, en el dulce valle de unos indios apacibles, que se llamaban hacaritamas.

El comercio entre Cartagena y el interior del país, especialmente Santa Fe de Bogotá, vino a desarrollarse en su mayor parte por la vía Puerto de Ocaña, Ocaña, Nueva Pamplona y Tunja. Así Ocaña, que en un principio recibió varios nombres como los de Nueva Madrid y Santa Ana de Hacarí, llegó a ser el centro de una pujante colonización. No solamente a los lados del camino real que llevaba hasta Pamplona fueron abriéndose "tambos" para posadas, y con ellos campos de cultivos y de crías, sino que los ocañeros se lanzaron sobre las márgenes fecundas y peligrosas del Magdalena, y también sobre las del Catatumbo, y crearon allí admirables emporios de varonil y fecundo esfuerzo, plantaciones de caña, de cacao, maíz, etc., y criaderos de ganado en grande. Hasta hubo florecientes industrias como la del acero, pues según cuenta el Alférez don José Nicolás de la Rosa en su Floresta de Santa Marta, en Ocaña se fabricaban, en la época de la Colonia, "cuchillos, navajas v tijeras de tan buen temple, como las de Puerta Cerrada de la villa v Corte de Madrid, por ser aquellas aguas proporcionadas para esta fábrica".

Las industrias caseras, como las de dulces y frutas, y algunas otras, dieron también esplendor a la naciente ciudad. Lástima que las guerras y otras calamidades hayan acabado con la colonización ocañera sobre el Catatumbo, regiones en las que aún se encuentran restos de los cacaotales primitivos, y con muchos otros renglones de exportación. Es curioso que hoy estemos con nuestros medios resolviendo los problemas tan sabiamente resueltos por el ilustre Fundador de Ocaña.

Ya veis que el ferrocarril del Magdalena irá precisamente hasta el lugar escogido por Fernández de Contreras para puerto redentor, y que estemos empeñados en realizar el aprovechamiento agrícola-pecuario de las riberas magdalenenses, a semejanza de lo que hicieron los intrépidos ocañeros allá por los siglos XVI y XVII. Todavía hoy Ocaña se distingue por algunos núcleos de gente vinculada a la explotación ganadera de haciendas aledañas al río Magdalena. Este tradicional oficio ha acentuado en Ocaña el hecho de las castas dirigentes, tal vez con más vigor que en otras partes, y ha conservado por ende una hiriente separación de grados sociales. En Ocaña aún hay gentes a lo hidalgo y a lo pechero. Varias veces se han presentado asomos de algo que hoy, en términos de moderna sociología, podemos llamar lucha de clases.

 

La genial visión del fundador de Ocaña se vinculó especialmente al clima de la región que, en concepto del Padre don Antonio Julián, en La Perla de la América, es "del temperamento gratísimo de primavera", y al cual se refiere así el ya citado Alférez de la Rosa: "Es toda la tierra muy amena, fértil y abundante, y goza de un temperamento templado, porque está formada en los extremos de la tierra fría y cálida. Los serenos son espesos, pero sanos, y así se conserva en ella mucho la salud". Bolívar amaba especialmente las suavidades del clima ocañero, y ya recordaréis que José Eusebio Caro, en los cuartetos dedicados a su ciudad, dice:

¡Ocaña!, ¡Ocaña!, dulce, hermoso clima,
¡tierra encantada de placer, de amor!

Ya he nombrado las iglesias de Ocaña, que en verdad son excesivas en su número, que es de diez, a más de una ermita cercana, en la montaña de Torcoroma.

Ya he nombrado las iglesias de Ocaña, que en verdad son excesivas en su número, que es de diez, a más de una ermita cercana, en la montaña de Torcoroma. De estos sitios dedicados al culto del Señor dijo Marco A. Carvajalino, sentido poeta ocañero, que son

templos graves,
por donde pasan en nocturna hilera
sombras de monjes de prosapia ibera
cantando salmos por las viejas naves...

El poeta recuerda en los versos citados que en la Ocaña colonial hubo dos florecientes conventos: uno de la seráfica Orden de San Francisco, y otro de la augusta Orden agustiniana. Entre los templos ocañeros sobresalen el dedicado a Nuestra Señora de las Gracias de Torcoroma, imagen aparecida en 1711, en el corazón de un árbol, a unos pobres y santos labriegos; el de Jesús Cautivo, otra imagen milagrosamente aparecida en el siglo pasado; y el de Santa Rita, vinculado a una de las más bien conservadas leyendas de la comarca: la de don Antón García de Bonilla, que por haber incumplido una promesa a la Santa de Casia, tiene que cabalgar diariamente, desde ultratumba hasta la Capilla ocañera, en brioso corcel negro, cuyos cascos fantásticos condecoran de centellas el pecho de la noche.

Las calles de Ocaña son típicamente españolas o mejor andaluzas, emparentadas unas con el propio barrio sevillano de Santacruz. Para describirlas no hay mejor emoción ni más fulgurante frase que las de uno de los grandes escritores ocañeros de nuestra época, prematuramente fallecido, Luis Eduardo Páez Courvel:

"Calles de mi tierra, trazadas por la geometría de la emboscada, prestas a la asechanza, recogidas en el silencio, abrazadas a los caminos, en perpetua vigilia; calles de mi tierra, tatuadas en su piel centenaria, fino guadamacil adobado al fuego de las pendencias, con historias fabulosas, iluminadas por la tragedia; por aquel rincón amable, discretamente cordobés, fulgió el revuelo de las espadas por los embelecos de doña Beatriz, la más bella rapaza de los contornos; por aquella calleja aciaga y melancólica, pasó el torbellino de 'Los Colorados', con don Jácome el Caudillo, sobre caballos desbocados, fragmento vivo de un friso legendario, y por allá lejos, en los huertos de geranios, donde se anuncian los campos con fecundos olores de establo, pasan ráfagas de lamentos, que se desgarran en el silencio, mientras los buhos doctorales trazan parábolas litúrgicas sobre las copas de los barbatuscos..."

Varias personalidades dignas de las más cálidas consagraciones ha producido Ocaña en las diversas etapas de su historia: colonizadores, mártires de la Patria, guerreros, evangelizadores, poetas, prosistas, políticos, etc. Para mí los tres más grandes ocaneros son, desde luego, el fundador don Francisco Fernández de Contreras, guerrero y estadista; en seguida, el legendario y realísimo don Antón García de Bonilla, que donó parte de su cuantiosa fortuna para fundar un colegio de Padres jesuítas en Ocaña, colegio que existió, aunque por breve tiempo, debido a que las autoridades metropolitanas no lo dejaron seguir funcionando mientras no se cumplían plenamente los ritos del caso; don Antón García de Bonilla, cuyo cuerpo, con el hábito franciscano, fue sepultado en la iglesia en que pasados los siglos habría de reunirse la famosa Convención de Ocaña de 1828; don Antón García de Bonilla, cuya efigie caballeresca debe presidir las sesiones del Cabildo ocañero, como ejemplo de riqueza creadora y de preocupación cívica. Y luego, José Eusebio Caro, el poeta de Colombia, según el sentir de Rafael María Carrasquilla.

Bolívar, que le profesó notable cariño a la villa de Hacarí, le dio el título de Ocaña independiente. Pero creo que en este terruño el mejor blasón es el que se desprende del informe rendido por el Pacificador Morillo al Ministro de Guerra de España, el 31 de mayo de 1816:

"El pueblo de Ocaña, con la corta población de su gobierno, está colocado en un terreno muy elevado y casi aislado de todo el virreinato por lo áspero de las montañas que lo rodean, lo impracticable de sus caminos y lo despoblado del país. A pesar de esto, es uno de los puntos donde más ha penetrado la manía de la independencia, sin duda por haber permanecido allí Bolívar cuando huyó a Caracas, y después con su reunión de bandidos salió a Cartagena". (V. El Teniente General don Pablo Morillo, por Antonio Rodríguez Villa).

Claro que también hubo, como es lógico suponerlo en una ciudad de tan rancia estirpe, decididos partidarios del Rey. Una de las tradiciones mejor arraigadas en Ocaña es la relativa a "Los Colorados", mitológicos combatientes que, después del paso de Bolívar por la ciudad en 1813, sembraron el terror por toda la comarca ocañera castigando a los partidarios de la Independencia, y que durante mucho tiempo, aun después de la batalla de Boyacá, ocasionaron serios trastornos a la República. Una de las más diabólicas medidas implantadas por "Los Colorados" fue la "Fiesta de las Carreras": los patriotas eran atados a las colas de los caballos de los tremendos guerrilleros: los jinetes que actuaban en estos casos eran las mismas esposas de "Los Colorados"; excitados los corceles, se aventaban por las calles de los pueblos escogidos para escarmiento, y la fiesta terminaba entre el ruido de los cohetes y el grito de los verdugos, cuando los miembros dispersos de las víctimas habían quedado señalando el camino del horror y de la gloria.

Vale la pena anotar que a diferencia de casi todas las viejas ciudades, Ocaña ha tenido acuciosos cronistas, que han recogido la grande y la menuda historia desde la fundación hasta nuestros días: son ellos el médico y letrado Alejo Amaya, que agavilló cuando aún no estaban en boga Maurois ni Zweig, en un estilo de vivaz biografía, los acaeceres de la ciudad hasta la época de la Independencia; el humanista Justiniano J. Páez, que continuó la obra de Amaya hasta contar lo acaecido en Ocaña en relación con la se-paración del Istmo de Panamá; y muchos otros, como Luis Sánchez Rizo, el Padre Manuel Benjamín Pacheco y Luis Eduardo Páez Courvel, que han depurado, clarificado y completado la obra de sus antecesores. Tenemos, pues, que Ocaña es una ciudad de héroes y fantasmas, de historia y de leyenda.

Para terminar esta presentación de lo que pudiéramos llamar el escenario, debo hablaros de uno de los más afamados distintivos de mi comarca. Hasta en la Geografía Universal de Reclus se habla de la extraordinaria belleza de las mujeres ocañeras. Es verdad que en cualquier sitio la belleza resplandece en los rostros femeninos, o para decirlo más prosaicamente: "En todas partes se cuecen habas"; pero también lo es que hay lugares de la tierra en que la belleza de la mujer no es un caso especial, sino un denominador común. Tal es Ocaña, en donde hasta en los campos se consiguen tipos perfectos de mujer. Quizás esto tenga que ver con los primitivos pobladores de la villa. El fundador era de un pueblecito situado al norte de la moruna Córdoba, de Pedroche. Paseándome varias veces por las calles cordobesas -¡dorado recuerdo de Góngora y Argote y de Romero de Torres!- tuve la visión de Ocaña. También en Córdoba todas las mujeres son bellas. Y entonces pensé que fueron cordobesas las primeras mujeres que con Fernández de Contreras y sus hombres llegaron al valle de Hacarí. Y así la ciudad de la maravillosa mezquita vino a reproducirse en un embrujado recodo de los Andes.

No está fuera de propósito esto que vengo diciendo, como vais a verlo. Un buen día llegó a Ocaña, procedente de Valledupar, don Manuel José Arias v, como suele acontecer al soltero que a la ciudad llega, muy pronto andaba perdido por los embelesos de doña Juana de la Cruz Rodríguez Terán, aristocrática y deslumbrante quince-añera, con quien contrajo matrimonio al poco tiempo. Por allá hacia 1788 llagó a Ocaña un joven cartagenero, hidalgo e ilustrado, el doctor don Miguel Ibáñez y Vidal, quien recientemente graduado en la Universidad Tomística de Bogotá, había sido agraciado con el nombramiento de Oficial Real y Juez de Puertos de Ocaña, y además con los títulos de Subdelegado particular de la Renta de Aguardientes y Comisionado para la reducción de los indios motilones. Y, fiel a la tradición, el apuesto jurista culminó sus fiebres de amor casándose con doña Manuela Agustina de Arias y Rodríguez, hija de la anterior pareja.

Fruto del hogar Ibáñez-Arias fue doña María Nicolasa, en cuyos ojos quedó definitivamente preso el que muchas veces anduvo errante y prisionero por el mundo, don Antonio José Caro.

 


*Tomado de "Norte de Santander 13 de junio 1953 - 13 de junio de 1955". Guido Pérez Arévalo, 28 de marzo de 2011.