NARRACIONES Y LEYENDAS
EL CERRO DE LOS CRISTALES
MESA RICA
¡Alerta, alerta, que la muerte está en la puerta!
   
 

En un lugar, equidistante de los limites de Ocaña, Ábrego y La Playa de Belén, se encuentra la meseta que lleva el sugestivo nombre de "Cerro de los Cristales". No es gratuito: dispersas, por todo el cerro, encuentra el visitante las curiosas piedras de talco, que brillan entre los guijarros de posibles múcuras indígenas.

Escarbando un poco, se extraen formaciones cúbicas y figuras caprichosas que semejan palacetes y castillos, algunas veces transparentes como el agua.

Se requieren condiciones de alpinista para llegar hasta la cima, pero vale la pena aventurarse por aquellos caminos difíciles, que ofrecen, sin embargo, paisajes majestuosos.

Durante el fin de la Semana Santa del año de 1983, tuvimos la oportunidad de subir por aquellas escarpadas montañas con un grupo de amigos, entre quienes recordamos a Jesús Emiro Claro Velásquez, Alberto Claro Rizo, Beto Claro Lozano, Ramón García Celis, Octaviano Tarazona, Alvaro Claro Ovallos, Roberto Cantillo, Alirio Tarazona, Julio Claro Lozano, Ángel Tarazona y don Félix Pérez con sus hijos Cristo y Raúl.

Es difícil olvidar aquel espectáculo maravilloso de luz y fantasía. En la distancia, al otro lado del río Algodonal, descansan los llanos de Abrego. A mano derecha, serpentea la cordillera sobre los limites de Ocaña. El sol de la mañana se neutraliza con la brisa fresca que pasea por la meseta; pero el del medio día se viene con todos sus fulgores y obliga al visitante a buscar refugio en las chozas de paja, levantadas por guaqueros, leñadores y cazadores en estratégicos miradores del lugar.

Durante el invierno los aguaceros son pavorosos y las descargas eléctricas causan verdadera angustia. Sin embargo, durante la mayor parte del año se disfruta de buen tiempo en la región.

En el cielo azul: galembos y golondrinas planean sin afán, en contraste con el vuelo raudo de las torcazas. Al atardecer, las aves se reúnen en pequeñas elevaciones de terreno que, generalmente, son los denominados salobres de donde toman las piedrecitas que les sirven para digerir sus alimentos, según he oído.

Abajo, en el pequeño valle, se observan osos hormigueros, ardillas, mariposas y pájaros de exóticos colores. Da pena pensar que un día se extinguirán por causa de las balas ociosas de cazadores en aprendizaje, que disparan para ver caer al animal.

Todo es excitante, hasta el panorama devastador que han logrado los exploradores con sus excavaciones y los consiguientes arrumes de tierra.

De las entrañas del cerro, que se sepa con certeza, no se ha extraído nada de valor. Circulan algunas hachuelas talladas en piedra.

Las piedras de talco y las formaciones en cuarzo son el mayor atractivo para los turistas y el único trofeo que pueden mostrar los excursionistas.

De los fabulosos tesoros, presumiblemente vendidos en las joyerías de Bucaramanga, nada se sabe.

 
 Información tomada de la obra, "La Playa de Belén", de Guido Pérez Arévalo.  
Objetos encontrados en el
Cerro de los Cristales
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MESA RICA
   
 

"Frontero a La Palma (hoy Hacarí) y Aspasica, mirando para el Oriente, se levanta sobre cuanto lo rodea una gran mole terminada en plano a 2.986 metros, cortada verticalmente a su espalda por el profundo cauce del Tarra; es la Mesarrica, que mide tres leguas de largo y una y medio de ancho, sustentada por estratos poderosos de arenisca, desierta hoy pero en otro tiempo mansión de indios reunidos en un pueblo agricultor que la opresión de los blancos destruyó, dispersando sus moradores, a quienes fatigaron con incursiones en busca de una soñada mina de oro.

Los matorrales han invadido el espacio antiguamente ocupado por sementeras y un grueso chorro de agua que se precipita majestuoso desde lo alto, parece reunir en su ruido las airadas voces de los indios desposeídos; tal es el ímpetu de su caída batiendo los árboles y las rocas, perdiendo en las breñas su caudal que antes utilizaba el indígena laborioso. No les dejaron los invasores ni aquel refugio: Persiguiéndolos de asiento en asiento, los han compelido a buscar asilo en las distantes soledades que riega la quebrada Orú, entre dos serranías llenas de asperezas, reducidos al número de veinte familias, quitándoles hasta su nombre nacional, pues les dan el apodo de patajamenos.

Los míseros indios solían venir a las estancias de los blancos a ofrecer su trabajo en cambio de herramientas y habiendo llegado una vez a la casa de los llamados FIórez, vecinos de Aguablanca, los recibieron de paz, les hicieron creer que les darían herramientas y viuditas -mujeres- y los convidaron a comer en la cocina. Confiados los indios, creyéndose bajo el seguro de la hospitalidad, sagrada para ellos, dejaron las armas y fueron a sentarse alrededor del fogón. Inmediatamente les cayeron sus pérfidos convidadores y a machetazos los ahuyentaron sangrientos y despavoridos. Un indio quedó postrado y juzgándolo muerto lo arrojaron por la barranca de la quebrada como a vil animal. A la mañana siguiente dos de los agresores entraron a la cocina y hallaron al indio acurrucado en el hogar, calentándose las heridas. "No mata, hermano", exclamó el infeliz arrodillándose... y lo hicieron pedazos. Un hombre viejo y de severo aspecto me refirió en La Palma esta infame tragedia como recientemente sucedida y le temblaban los labios al referirla".

El autor de este relato, don Manuel Ancízar, pasó por Mesa Rica en 1850. Antes y después de esta fecha la imaginación ha hecho lo suyo.

En La Mesa, según la leyenda, durante los días santos, se ve a tres indios viejos y corpulentos fumando apetitosas bombas. Con un poco de suerte, la visión puede alcanzar la ciudad encantada de los karates, con los paisajes exóticos y la actividad rumorosa de un pueblo pujante y rico. La imaginación llega hasta los bohíos y se mueve entre el deseo y la fantasía sobre tesoros fabulosos. La escena se presenta durante varias horas y desaparece súbitamente en el horizonte.

Otras leyendas se refieren a encarnizadas guerras indias puestas en los mismos escenarios para deleite de los amigos de la ficción. Cerro Negro, vereda ubicada entre Aspasica y La Vega de San Antonio, es como la frontera de esa meta alucinante. Pero se necesita una especie de pasaporte de los grupos insurgentes que dominan la región para franquear el tortuoso camino que conduce hasta la meseta.

De manera que la dificultad consiste en superar a Cerro Negro. Personas de reconocida seriedad han logrado, a pesar de todo, llegar hasta La Mesa. Y sostienen que aún existe la piedra que contiene las huellas de un pie de niño y un casco de bovino; pero se han mostrado preocupadas por los intentos de visitantes sin escrúpulos que han pretendido romper la roca para llevarse la astilla con las huellas.

En épocas recientes, menos duras, los estudiantes instalaron sus campamentos sobre la meseta, frente a las profundas cavernas, decoradas con estalactitas y estalagmitas rutilantes, y volvieron a sus colegios con muestras preciosas del extraordinario fenómeno natural.

En la década del cincuenta, mi padre, don Luis Jesús Pérez Amaya, en su condición de alcalde municipal de Hacarí, debió improvisar una comisión oficial para efectuar el reconocimiento de unos cadáveres encontrados accidentalmente por campesinos que buscaban una cabras extraviadas.

Evidentemente, en el desfiladero estaban los restos humanos. Pero no se trataba de cadáveres de personas muertas recientemente; eran indios momificados y acomodados en urnas de piedra.

En aquella ocasión el alcalde escribió al diario El Espectador, en donde publicaron lo ocurrido, pero el asunto se olvidó rápidamente y nadie volvió a mencionar la tumba india. Dice don Luis Jesús que los cadáveres y las urnas fueron dejados en el estado en que se encontraron y nunca volvió a tener noticias sobre ellos.

Don Pedro María Fuentes, en la monografía del municipio de Hacarí, cuenta que existe un camino subterráneo que cruza La Mesa desde un extremo a otro, "teniendo como punto de partida la fracción de Locutama y terminando atrás de la peña del Corregimiento de El Cincho, donde hay una cueva con esqueletos que se cree son de indios". Y agrega que "la cueva denominada Catacumbas, está formada por una serie de pasadizos, enlazados entre sí y que encadenan siete salones debidamente separados y tallados en las profundidades del terreno".

El señor Fuentes acude más adelante a la obra de don Justiniano J. Páez, "Noticias Históricas de la Ciudad y Provincia de Ocaña", para recordar que en una caverna de éstas pasó sus últimos días Fray Juan León Vila, fundador de La Palma. Por este acontecimiento el lugar fue bautizado con el nombre de "La Cueva del Ermitaño".

Agrega el señor Fuentes que el cadáver del sacerdote, a petición suya, fue dejado en la caverna; y sobre sus restos se tejieron leyendas, como aquella que señala que "del esquelético pecho del ermitaño nació un helecho eternamente fresco y verde, cuyas ramas para la gente del campo, tenían propiedades y virtudes milagrosas".

No obstante la mano del hombre, todavía pueden verse aves exóticas y toda clase de animales silvestres. La vegetación es exuberante, sobre todo alrededor de los tres hoyos que coronan la meseta, según dicen los exploradores. De estos accidentes topográficos han surgido leyendas sobre profundidades infinitas y fabulosos tesoros guardados en el fondo. Probablemente se trata de cráteres de volcanes inactivos.

(De la obra "La Playa de Belén", de Guido Pérez Arevalo.

 

Alerta... Alerta...

La Playa de Belén comparte mitos, leyendas e historias con los pueblos de la provincia de Ocaña. La luz corredora, la llorona, el descabezado, la patasola y muchas otras leyendas componen el repertorio de las noches de luna.

Son innumerables las historias de brujas, que aparecen como grandes aves negras y hacen daños en los hogares; en otros casos, se manifiestan como espíritus burlones. "Mañana venís por sal", gritaban los asustados parroquianos para correrlas.

Seguramente, el día más temido por los niños era el de las ánimas del purgatorio. Al punto de la media noche, el sepulturero del pueblo, don Daniel Armesto, golpeaba con los nudos de sus dedos en las ventanas de cada hogar y a continuación exclamaba con voz de ultratumba: "Alerta, alerta, alerta, que la muerte está en la puerta. Un Padre Nuestro y un Ave María, por las benditas ánimas del purgatorio". Los niños temblaban, aferrados al regazo de sus padres, mientras éstos oraban con respeto. "Gloria al Padre, gloria al hijo y gloria al Espíritu Santo", contestaba el sepulturero y seguía su recorrido.

También la tradición oral se enriquece con relatos sobre entierros de oro y joyas que hacían algunos avaros de la región. La extracción estaba sometida a ciertas demandas del espíritu, que generalmente eran imposibles de cumplir.