"Frontero
a La Palma (hoy Hacarí) y Aspasica, mirando para el Oriente, se levanta
sobre cuanto lo rodea una gran mole terminada en plano a 2.986 metros, cortada
verticalmente a su espalda por el profundo cauce del Tarra; es la Mesarrica, que
mide tres leguas de largo y una y medio de ancho, sustentada por estratos poderosos
de arenisca, desierta hoy pero en otro tiempo mansión de indios reunidos
en un pueblo agricultor que la opresión de los blancos destruyó,
dispersando sus moradores, a quienes fatigaron con incursiones en busca de una
soñada mina de oro. Los
matorrales han invadido el espacio antiguamente ocupado por sementeras y un grueso
chorro de agua que se precipita majestuoso desde lo alto, parece reunir en su
ruido las airadas voces de los indios desposeídos; tal es el ímpetu
de su caída batiendo los árboles y las rocas, perdiendo en las breñas
su caudal que antes utilizaba el indígena laborioso. No les dejaron los
invasores ni aquel refugio: Persiguiéndolos de asiento en asiento, los
han compelido a buscar asilo en las distantes soledades que riega la quebrada
Orú, entre dos serranías llenas de asperezas, reducidos al número
de veinte familias, quitándoles hasta su nombre nacional, pues les dan
el apodo de patajamenos. Los
míseros indios solían venir a las estancias de los blancos a ofrecer
su trabajo en cambio de herramientas y habiendo llegado una vez a la casa de los
llamados FIórez, vecinos de Aguablanca, los recibieron de paz, les hicieron
creer que les darían herramientas y viuditas -mujeres- y los convidaron
a comer en la cocina. Confiados los indios, creyéndose bajo el seguro de
la hospitalidad, sagrada para ellos, dejaron las armas y fueron a sentarse alrededor
del fogón. Inmediatamente les cayeron sus pérfidos convidadores
y a machetazos los ahuyentaron sangrientos y despavoridos. Un indio quedó
postrado y juzgándolo muerto lo arrojaron por la barranca de la quebrada
como a vil animal. A la mañana siguiente dos de los agresores entraron
a la cocina y hallaron al indio acurrucado en el hogar, calentándose las
heridas. "No mata, hermano", exclamó el infeliz arrodillándose...
y lo hicieron pedazos. Un hombre viejo y de severo aspecto me refirió en
La Palma esta infame tragedia como recientemente sucedida y le temblaban los labios
al referirla". El
autor de este relato, don Manuel Ancízar, pasó por Mesa Rica en
1850. Antes y después de esta fecha la imaginación ha hecho lo suyo.
En La Mesa, según
la leyenda, durante los días santos, se ve a tres indios viejos y corpulentos
fumando apetitosas bombas. Con un poco de suerte, la visión puede alcanzar
la ciudad encantada de los karates, con los paisajes exóticos y la actividad
rumorosa de un pueblo pujante y rico. La imaginación llega hasta los bohíos
y se mueve entre el deseo y la fantasía sobre tesoros fabulosos. La escena
se presenta durante varias horas y desaparece súbitamente en el horizonte.
Otras leyendas se
refieren a encarnizadas guerras indias puestas en los mismos escenarios para deleite
de los amigos de la ficción. Cerro Negro, vereda ubicada entre Aspasica
y La Vega de San Antonio, es como la frontera de esa meta alucinante. Pero se
necesita una especie de pasaporte de los grupos insurgentes que dominan la región
para franquear el tortuoso camino que conduce hasta la meseta. De
manera que la dificultad consiste en superar a Cerro Negro. Personas de reconocida
seriedad han logrado, a pesar de todo, llegar hasta La Mesa. Y sostienen que aún
existe la piedra que contiene las huellas de un pie de niño y un casco
de bovino; pero se han mostrado preocupadas por los intentos de visitantes sin
escrúpulos que han pretendido romper la roca para llevarse la astilla con
las huellas. En
épocas recientes, menos duras, los estudiantes instalaron sus campamentos
sobre la meseta, frente a las profundas cavernas, decoradas con estalactitas y
estalagmitas rutilantes, y volvieron a sus colegios con muestras preciosas del
extraordinario fenómeno natural. En
la década del cincuenta, mi padre, don Luis Jesús Pérez Amaya,
en su condición de alcalde municipal de Hacarí, debió improvisar
una comisión oficial para efectuar el reconocimiento de unos cadáveres
encontrados accidentalmente por campesinos que buscaban una cabras extraviadas.
Evidentemente, en
el desfiladero estaban los restos humanos. Pero no se trataba de cadáveres
de personas muertas recientemente; eran indios momificados y acomodados en urnas
de piedra. En
aquella ocasión el alcalde escribió al diario El Espectador, en
donde publicaron lo ocurrido, pero el asunto se olvidó rápidamente
y nadie volvió a mencionar la tumba india. Dice don Luis Jesús que
los cadáveres y las urnas fueron dejados en el estado en que se encontraron
y nunca volvió a tener noticias sobre ellos. Don
Pedro María Fuentes, en la monografía del municipio de Hacarí,
cuenta que existe un camino subterráneo que cruza La Mesa desde un extremo
a otro, "teniendo como punto de partida la fracción de Locutama y
terminando atrás de la peña del Corregimiento de El Cincho, donde
hay una cueva con esqueletos que se cree son de indios". Y agrega que "la
cueva denominada Catacumbas, está formada por una serie de pasadizos, enlazados
entre sí y que encadenan siete salones debidamente separados y tallados
en las profundidades del terreno". El
señor Fuentes acude más adelante a la obra de don Justiniano J.
Páez, "Noticias Históricas de la Ciudad y Provincia de Ocaña",
para recordar que en una caverna de éstas pasó sus últimos
días Fray Juan León Vila, fundador de La Palma. Por este acontecimiento
el lugar fue bautizado con el nombre de "La Cueva del Ermitaño".
Agrega el señor
Fuentes que el cadáver del sacerdote, a petición suya, fue dejado
en la caverna; y sobre sus restos se tejieron leyendas, como aquella que señala
que "del esquelético pecho del ermitaño nació un helecho
eternamente fresco y verde, cuyas ramas para la gente del campo, tenían
propiedades y virtudes milagrosas". No
obstante la mano del hombre, todavía pueden verse aves exóticas
y toda clase de animales silvestres. La vegetación es exuberante, sobre
todo alrededor de los tres hoyos que coronan la meseta, según dicen los
exploradores. De estos accidentes topográficos han surgido leyendas sobre
profundidades infinitas y fabulosos tesoros guardados en el fondo. Probablemente
se trata de cráteres de volcanes inactivos. (De la obra "La
Playa de Belén", de Guido Pérez Arevalo. |