ESTORAQUES COMO ARBOLES DE PIEDRA
Por Marco Tulio Rodríguez

(Tomado de su obra: "Los municipios olvidados" *)
El documento hace parte de las crónicas publicadas por el autor en "El Espectador",
en una campaña sobre municipios olvidados de Colombia, desarrollada en 1959. (Ver final de página)
Investigación: Guido Pérez Arévalo


En ningún otro sitio del país habíamos visto, como en este municipio nortesantandereano de La Playa, el paisaje que ofrecen los estoraques. No lo habíamos encontrado a lo largo de las 16 investigaciones anteriores de la campaña municipios olvidados, a través de las cuales hemos tenido al alcance los paisajes del mar, de la selva, del llano, de las montañas, de los ríos, de la sabana, de la tierra desértica de la Guajira, de islas, golfos, bahías y cabos de nuestros dos océanos.

El paisaje de los estoraques es único. Rodean el pintoresco pueblecito olvidado que escogimos en el Norte de Santander. Lo estrechan. Lo encajonan. Su iglesia blanca, sus casitas limpias, sus empedradas calles donde el tiempo pasa silencioso, lento, sin afán ninguno; se acomodan en una superficie alargada y profunda. Metida en el lecho de un antiguo río.

Los estoraques se levantan de lado y lado. Son formaciones geológicas que han tomado con el transcurso de los siglos las más caprichosas formas, los más sorprendentes colores.

Se llega al pueblecito por entre ellos. Recibimos la impresión de estar penetrando a las ruinas de una antigua ciudad de la Edad Media. Nos parecía oír el ruido de corazas guerreras o de trompetas feudales. Presentimos la salida intempestiva de cortejos reales, emergiendo de los castillos naturales que nos circundaban.

Los estoraques tienen que ser resultado de la erosión. Lo son sin duda. Pero no de una erosión reciente. De una erosión de milenios. El tiempo, el aire y el agua han tenido que trabajar mucho para formarlos. Conocemos las zonas erosionadas de los dos Santanderes, las de los alrededores de San Gil, las de Bucaramanga. También las del sur del Huila, las de Tunjuelito en las cercanías de Bogotá. Ninguna de todas estas tiene las características de los estoraques. Son únicos. Son especiales. Allí, a dos horas de Ocaña, permanecen ignorados. Su belleza natural está virgen. Rústica. Nadie se ha atrevido a profanarla. Cubren una extensión de unos cinco kilómetros en el municipio de nuestra investigación. Los habitantes del lugar los vienen mirando y admirando desde las generaciones primitivas. Pero no los tocan. No por temor, sino por respeto y aprecio. Hay altísimas columnas delgadas que parecen penetrar en las nubes. Da la impresión de que están a punto de derrumbarse, de que van a caer sobre la Playa. La Playa es el municipio de nuestra historia en esta oportunidad. Pero no se derrumban. Los playeros saben muy bien que son columnas monolíticas, fuertes. Jamás han constituido una amenaza. Por eso en su pequeño mundo, en La Playa, se los tiene como murallas defensivas. Como vestigios de la vieja fortaleza de un gran país de maravillas.

La variedad de sus formas es asombrosa. No son únicamente los castillos naturales y las altísimas columnas majestuosas. Hay también figuras de catedrales. Con multitud de torres, arcos jónicos y dóricos, ventanas torneadas y grabados que parecen haber sido dibujados o esculpidos por los más famosos artistas.

Y figuras de estatuas. Y mapas. Y bustos. Mujeres con niños en los brazos. Las ruinas de Pompeya. Las catacumbas romanas. Enormes animales mitológicos. Arboles corpulentos. Todo, en ese material particular que ni es tierra, ni es piedra, ni es roca, sino una mezcla de todo esto. O una evolución y mezcla. En fin, el producto de una transformación de la materia lograda por la acción de fuerzas naturales externas.

Estoraques, según la Academia de la Lengua, son unos árboles frondosos, propios de las selvas americanas. Puede ser que las maravillas que ha dejado la erosión en La Playa tengan alguna similitud con esos árboles y los viejos pobladores de estos territorios hayan resuelto llamarlas así por tal motivo. Sin embargo, todo indica que es simplemente un nombre caprichoso que no tiene esta relación.

El nombre de La Playa parece más acorde con la topografía del lugar aunque en el municipio de La Playa no hay playa. Y no la hay porque no pasa por el poblado ningún río de importancia y el mar está muy lejos. En La Playa, quien lo creyera, se padece de sed.

El problema del agua es uno de los más graves. Se cree que se dio este nombre al municipio por el terreno arenoso donde se levanta la zona urbana. En las calles de La Playa, en su plaza, en su superficie reseca, se palpan los restos de un antiguo cauce fluvial.

Y volvamos tan solo durante unos segundos sobre los estoraques para mencionar sus colores. Las catedrales, los castillos y demás figuras tienen variadísimos matices, desde el rosado vivo hasta los tenues grises, pasando por el amarillo, el negro, el blanco, el habano, el verde y todos los que puedan existir.

CEBOLLAS ENTRE LOS ESTORAQUES

Salimos de los "estoraques", de que se hablara en el curso de esta investigación, en el municipio nortesantandereano de La Playa. Después de haber contemplado sus torres, descendido a sus socavones, pasado por entre los salones de los castillos naturales y las naves de los templos gigantescos. Después de habernos alejado de sus murallas bélicas, fortalezas del pasado; entramos a enteramos de la otra característica esencial de La Playa, la actividad de sus habitantes que es también muy particular y típica: el cultivo de la cebolla.

La Playa es el reino de la cebolla. Desde los niños hasta los ancianos se dedican a cultivarla. Por entre los "estoraques" crecen los "prados" de cebolla. Las verdes hojas redondeadas en forma tubular cubren la tierra que ha dejado aprovechable la erosión. Son extensiones ilímites de ese verde peculiar de la cebolla las que crecen a la intemperie. Porque la cebolla necesita de sol y de aire. En la sombra se muere. Esta es la causa para que en La Playa las sombras sean escasas. Hay que dejar que el sol caiga como ducha bienhechora sobre los cutivos.

Pero la cebolla también necesita de agua y he aquí el problema central de los playeros. En La Playa se carece de agua. Una esforzada lucha cotidiana libran para traer desde lejanos lugares, con múltiples dificultades, hilitos líquidos que distribuyen por entre los cebollales y mantienen detenidos en zanjas de pocos centímetros de profundidad, hasta que llega la hora del "ramillón".

Así refrescan la cebolla las niñas campesinas de La Playa, Santander del Norte, otro rincón de próspera agricultura, perdido entre los estoraques. (Fotografía y pie de foto, publicados en El Espectador, para ilustrar el documento del periodista Marco Tulio Rodríguez.). Expresión de gratitud para Alfredo Pérez Arévalo, quien investigó la existencia de la obra del periodista en la Biblioteca Nacional de Bogotá. Aparecen: Marlene Pérez Armesto (Nena) y Alcira Claro Carrascal.

El "ramillón" es el regadío.

Regar el agua para refrescar los cebollares es un arte que solo lo saben los campesinos, aprendido de generación en generación, y perfeccionado con
el diario repetir.

Sí, el "ramillón" es un arte. No todos pueden hacerlo
con tanta maestría. *

Los extraños lo ensayamos y terminamos empapados aparte de que causamos grandes perjuicios a la cebolla. Y es además, el "ramillón" un espectáculo. Playeros y playeras se curvan sobre sus surcos maniobrando con una totuma amarrada en el extremo de un palo largo. La totuma saca el agua de las zanjas que cruzan el cultivo, y mediante un rítmico movimiento de manos del campesino, cae extendida sobre el "prado" como un amplio pañuelo de cristal. Varias veces al día se ejecuta el "ramillón". Durante el proceso de cultivo el agua debe caer suavemente sobre la cebolla. Ya cuando está lista para cosechar entonces el "ramillón" es fuerte. Cae sobre las hojas tubulares como un puño. Derriba el ramaje. Allí se deja luego hasta que el sol lo tueste. Después con los dedos, se remueve la tierra granulada del surco y sale en ellos la cebolla, el tallo bulboso de la cebolla cabezona. Es esta clase la única que se cultiva. Hermosa. Se produce como en muy pocos lugares del país y es la mejor de la provincia de Ocaña. Tiene fama departamental y nacional. Parece como si la tierra se hubiera especializado en producirla.
Luego de visitar varios cebollales aledaños a la población, volvimos a La Playa con olor de cebolla por todas partes. Lo respirábamos en el ambiente. Lo sentíamos en la lengua después de haber saboreado varias cabezas. Nos corría por la piel. Y era agradable.

Como nunca antes, nos regocijamos con él. Continuamente se está produciendo cebolla en La Playa. Por lo general la tierra da dos cosechas al año, pero no tienen época determinada. Siempre hay "prados" y siempre cargamentos para sacar a Ocaña. Los municipios olvidados, como es de esperarlo, no llevan estadísticas de producción. Estos modernos sistemas de investigación tan necesarios para planear sobre el porvenir, en las regiones ignoradas de la patria no se conocen. Por eso el cálculo aproximado de la producción de cebolla en La Playa está sujeto a las más grandes variaciones. La afirmación más generalizada sostiene que anualmente salen de La Playa no menos de 40,000 cargas de cebolla de diez arrobas cada una. Se van en camiones para verderse en Ocaña y de ahí reexportarse a todo el país, principalmente a los departamentos de la Costa Atlántica.

Oscila mucho el precio de la carga de cebolla. A veces entre ochenta y doscientos cincuenta pesos. Los playeros se quejan de que en Ocaña se maneja el mercado con perjuicio de los cultivadores. "Son los comerciantes de Ocaña los que ganan. A los que nos 'untamos' las manos para cultivar la cebolla nos queda muy poco".


Esta protesta fue repetida muchas veces durante nuestros días en La Playa. Se nos dijo también que el cultivador está desamparado. Todo lo que logra con la cebolla es por esfuerzo propio. A "pura uña". Las maquinarias agrícolas son en aquel rincón de la patria completamente desconocidas. No hay crédito agrario funcional. No hay crédito para los campesinos. La batalla contra las plagas que afectan la cebolla en ocasiones, se hace siempre sin recursos. Con los antiguos remedios que los playeros aprendieron de los abuelos. No siempre resultan eficaces y causan, en no pocas oportunidades, la pérdida de cosechas enteras. Hay otro combate difícil para el cultivador de cebolla es con la tierra. Es indispensable porque la tierra está cansada de tanto producir cebolla. El abono se hace actualmente con hojas secas que consiguen los cultivadores a grandes distancias. No está organizado en una forma técnica. No podría estarlo. Porque La Playa vive todavía una época muy primitiva de la agricultura y nunca ha recibido orientación ni apoyo.

VOZ DE LOS ESTORAQUES, VOZ DE LA CEBOLLA

Cuando en una noche alegre, esta sí "una noche playera" aunque no haya playa en La Playa, noche romántica tal vez; nos alejamos del poblado para volver a Ocaña, de donde al día siguiente regresaríamos a nuestro punto de partida, Bogotá; nos parecía que los estoraques y la cebolla hablaban. Creíamos escuchar la voz mineral de aquellos y la voz vegetal de esta que nos encargaba de llevar un mensaje a Colombia.

Era el mensaje que los playeros nos habían confiado a lo largo de la investigación, en las horas de esa agradable permanencia en La Playa. Un llamamiento a la nación para que vuelva sus ojos a ese municipio olvidado.

Los estoraques deben ser conocidos por todos los colombianos. El turismo tiene allí una fuente valiosa que no debe permanecer por más tiempo inexplotada. No hay que decir más sobre ellos. Ya los hemos presentado al país, poseídos todavía de la emoción que nos produjo su contemplación.


Fragmentos de la obra, "Tinta Indeleble Guillermo Cano Vida y obra"

* Rodríguez, Marco Tulio. Los municipios olvidados. Talleres de Intergráficas Ltda, Bogotá 1982.
* Foto: Cortesía del doctor Luis Mariano Claro