Nana
en el tiempoLas
hojas vuelven mi oído hacia los árboles
porque me voy deslizando
bajo el ala de un sueño
hasta los días de la infancia en mi pueblo,
donde
vivir era casi como soñar contigo.
Te
voy a contar algo de mi infancia, por ejemplo,
de cómo yo vivía
comprendiendo el tiempo.
Entonces tenía un calendario distinto:
Junio
se llamaba viento
y por el cielo retoñaban las cometas
como estrellas
silvestres;
Mayo
era las orquídeas porque Madre se volvía más tierna
cuando
tomaba una flor entre sus pétalos;
Julio
era el sol,
la luz que se dormía en el tacto;
en agosto venían
las grandes lluvias
y se desbordaba el río
que inundaba las semanas
de septiembre;
de noviembre casi no me acuerdo
porque la niebla era tan
espesa
que no dejaba ver los días:
alguien me dijo que era el mes
de los muertos;
Diciembre
llegaba con una gran estrella
donde nacía un niño:
en mi pueblo
era llamado el mes de los niños;
allí terminaba el año
y
comenzaba enero con una extraña alegría:
a mí me gustaba
cómo sonreían las gentes por enero
-en un enero se murió
una vaca que se llamaba Luna-;
Febrero
era el mes de las siembras
porque Padre por ese tiempo olía a trigo
como
si anticipara las espigas;
de abril y marzo sólo recuerdo los crepúsculos
y
yo decía que eran los pájaros del año;
mas en octubre
íbamos a mirar los cafetales
porque tenían besos como las muchachas
grandes
y porque hasta el agua frutecía
al pasar entre los huertos.
Entonces
era hermoso el año
porque el tiempo no existía.
Y
ahora,
que me dices tristemente tu tristeza,
te regalo mi infancia
como
antes te regalé un diciembre
para que vayas, soñando entre tus
manos,
repitiendo:
"no hay meses:
hay trigo, hay frutas, hay lluvia,
hay
río, orquídeas, alegría...
es una mentira el tiempo".
Y
te quedes dormida.
Poema
imposible
Deja
por última vez que mi tacto te sepa
porque quiero aprenderme tu cara
de memoria,
porque quiero iniciar un poema diciendo:
"En Segovia, una
noche de torres, mi alma no pudo,
no le fue posible...".
Déjame,
sí, déjame.
Déjame aunque sea fatigar tus huellas
por
esta almohada con aroma de rostro
porque quiero hacer un pájaro con
tu piel
para despertar mi corazón muerto.
Yo
te amé de frente, por entero
y me miraba largamente en tus manos
buscando
dar olvido a mi antigua sed de orilla.
Por
ahí para esta tristeza con cara de rosa
como si el color llevara mi
dolor descalzo.
A
veces me viene tu silencio de campanas
que debajo de tu piel silban siempre,
siempre...
Te
acercaste a mi vida como un vegetal solo
alargando tus ojos hasta la plenitud
del árbol.
Mi vida era sencilla, humilde,
tiernamente arcilla para
un tacto.
Ahora
no soy sino un manantial ciego
que huye de la sombra en tu mirada.
Es cierto
que todo me fue inútil, doloroso;
fue una lástima que tú
no me quisieras:
ha sido el mayor qué lástima del mundo.
Pero
ven, acércate y muérete un poco en mis palabras.
A pesar de todo
eres mi amor, mi tú, mi nunca.
Y
ya no puedo con este hueco sin destino
que me pesa por dentro como Dios en
la yerba.
Porque tampoco puedo con este sabor de ti en los labios.
Sí:
en Segovia murió la savia de repente.
Y yo no pude,
no me fue posible.
Madre
en mis cosas
Madre,
yo aquí con mis cosas:
con este cuerpo usado que deseo cambiarme,
con
el polvo pegado en el vestido, en los zapatos,
con esta cal que me mantiene
el peso,
con esta ceniza que me hace mover las manos,
mover las sienes,
que me alarga hasta un metro con setenta
y que de pronto se amasa con sueños
para que me sienta
barro.
Madre,
tu hijo cuenta
once años más desde el día de tu nunca;
tiene
rayado el tacto, ríos tácitos en los ojos
y ha movido los pies
por las horas
como buscando ser más hueso.
Te
contaré, Madre,
me he dejado crecer las barbas
y todavía me
llamo Eduardo;
Padre sigue sembrando árboles,
Guillermo es arquitecto
y se ha casado,
Helena hace lo que tú hacías
y yo viviendo,
consumando el olvido.
Madre,
una noche de música
me escribiste el cuerpo con toda tu ternura
y
alimentaste mi tristeza con una mirada que yo no entendía
pero que fue
tan clara, que sabía tanto...
He
cruzado estos años llenos de savia y agua
y he consumido los ojos esperándote;
porque
yo recuerdo que por el sol de los venados
enhebrabas tus manos con un hilo
muy fino
y cosías mi primer traje apoyada en tu vientre,
tu vientre
que Gemela y yo habitábamos.
Te
contaré algo terrible: soy poeta
y padezco la ternura de las cosas.
Es
muy duro ser poeta, Madre,
y, sin embargo, entre ricas palabras,
se descubren
las cosas al nombrarlas.
También
recuerdo
el viaje que contabas cuando me tenías dentro,
el dedal
que comprendía los colores y el remiendo
y que de pronto cantaba en
tu dedo
toda la ropa blanca que después planchabas.
Madre,
¿te acuerdas de mis enfermedades?
Pues todavía sigo enfermo.
Hoy
es primero de septiembre y son las doce del día,
estoy en un café
de Madrid y acabo de llegar de un viaje.
Madre,
no estoy en la patria,
estoy en un país lejano que tú no conociste
pero
del que siempre hablabas, y decías, España,
como quien le da
nombre a la luz,
como quien parte de una hermosa ausencia.
Como
te puedes dar cuenta
todavía sigo enfermo.
Madre, te contaré
que tengo amigos,
son buenos y me los hubieras aconsejado si vivieras.
Hernando
es pequeño y mi mejor amigo
porque todas las mañanas entreabre
sueños
con su rostro puro como las estaciones;
Alberto
se parece a la yerba
y porque ama su infancia estudia medicina;
Rafael es
humilde como para llevarlo por un cuento;
Mario y Pepe son poetas: el uno nació
en Nicaragua
y el otro en Jerez de la Frontera
y ambos están llenos
de universo
como si estuvieran secos por construir tantos ríos;
Gutiérrez
recorta huellas para tener pasos de futuro;
Pérez Chanis es arquitecto
y
por todas partes va cantando como si quisiera edificar el aire;
Toral tiene
mil vidas para repartir a sus amigos;
Diego es profundo y camina por la tierra
con la cabeza
levantada
buscando un mar en cada estrella;
Pedro Antonio
va por el mundo sin saber la dirección de sus
pies
y su andar está
lleno de auroras;
Agulla usa gafas y se alarga en el tiempo
como buscando
un sitio para su gran cuerpo;
Paco Urioste es un boliviano sencillo, buen médico
y
abarca con sus manos de ascendencia inca
las primeras muertes de los hombres;
a
Geirr Tveitt se le acaba de morir el padre
entre un gran silencio nórdico;
Soler
es Curro y andaluz pero muy triste,
triste como si viera claridad en las cosas;
Enrique
está de nuevo en Cúcuta
y quiere ser político y más
hombre;
Labordeta es poeta, redondo y baturro
y una noche decidió
cambiar su Zaragoza por el mundo;
también Colmeiro, quien vive apresuradamente
su estatura;
y Luis Eduardo que tiene el alma llena de banderas
y Darío
que es pintor y Guillermo que también pinta
y Antonio que es sordo,
pero que oye
la música que sale del trigo de Castilla
y que de tarde
vende vino en la taberna.
Madre,
estos son mis amigos,
pero no están todos,
faltan los demás
y sus muertes.
Madre,
se me olvidaba Juanita,
la chica vasca, que me arregla el piso.
Juanita
que se despierta en la voz
para contarle a los ojos que ha soñado
que
dentro de poco se va a casar.
Es como una oveja con flores en la lana.
Madre,
todavía no me despido.
Me hace falta contarte algo a ti que me quieres
tanto:
resulta que mis labios se ataron a un nombre
y que todos mis abuelos
apresuraron el paso por mi sangre
para que yo amara, resumiéndolos,
en
un total de corazón y sueños.
Sí,
Madre, ahora no soy más que ternura.
Y como no la conoces voy a decirte
cómo es:
tiene un corazón tan grande
que a veces no le cabe
en el pecho y lo reparte por las flores
y a mí me toca recoger pájaros
claros que han picoteado su
corazón.
En
sus ojos caben todas las distancias
y van pintando de celeste al tiempo,
su
aliento es el refugio de mi voz cansada
y mi oído guarda todos sus suspiros.
Madre,
ella alcanza casi tu estatura
y tiene un nombre donde el mar se desborda
y
una cabellera rubia que no hace mucho
dividía en trenzas.
Es
blanda cuando yo la acerco a mis brazos
para que sienta mi amor bajo su pecho.
Yo
me ilumino con su voz
y mi sombra está pegada a sus dedos.
Como ves,
Madre, sigo todavía enfermo.
La
justicia
Yo
padecía la luz, tenía la frente
igual que una mañana recién
hecha;
luego vino la sombra y me sembró
sin darme cuenta la señal
amarga:
las palabras serían desde entonces
una visión del
mundo derribado
en sueños; uno tiene que cantar
porque un nuevo Caín
es ser poeta.
Me vendí como esclavo para que
mi dueño manejara
mis acciones;
resulta que el amor me hizo más solo
y mi amo no podía
con sus culpas.
Liberto vago, sí, manumitido
de mí; la sombra
soy de lo real;
pero tampoco puedo darme cuenta
de qué es lo que
transcurre en mi contorno.
Lo malo es sentir que pasa el sueño
a
través de los ojos y del pecho
y no poder decir lo que sucede.
Sí:
por esta palabra que yo escribo
seré después juzgado, ajusticiado;
no
me defenderán contra la muerte
mi labor de contar, de decir cosas,
el
ir muriendo en cada letra, de
ver cenizas donde está la vida.
La
sombra como un dado a las espaldas
A Hernando Valencia Goelkel
Me
busco el cuerpo porque pesa mucho,
llevar siempre la sombra tras del paso
y
no poder decir si soy un hueco
donde pasan los sueños, uno a uno,
ensoñando
o el vaso en que los bebo.
Quiero mirar mis ojos y mis manos
y el corazón
para medir distancias
y horas, pero sólo veo mi sombra
que es mi
tiempo perdido que me mira,
implacable, desde su oscuro sitio.
Me hundo.
Ahora soy mi sombra. Soy
aquello que la luz no purifica:
la capa siempre
echada bajo el juego
de un dado que da vueltas y camina,
que camina y da
vueltas. Tiro suertes
y no hallo la ventaja de estar vivo.
A
veces para ver tiendo los brazos
Cuando
para buscar tiendo los brazos,
imaginando que separo días,
escucho
la distancia como el trino
de un ave: es que devuelvo la mirada.
Por saber
que la luz es sólo sombra
que no nos pertenece aunque queramos,
nos
sentimos muy lejos, muy distantes,
más allá que los huesos de
un abuelo.
Uno pregunta y se pregunta: ¿Quién,
qué
me ha obligado a abandonar la infancia?
Dejemos que la sombra nos depare
turno
de tierra y tiempo de cenizas.
El
vertigo
Para
Alfonso Costafreda
Todo
se va cayendo, todo es piedra,
molino que cambia aire por harina
como el
hombre es igual a lo que anhela.
Todo se va cayendo, todo es plomo
que cae
ceniciento por la piel.
Y todo va cayendo al miedo. Alguien
usa la voz como
perfume: cae
sobre su sombra y la destruye, cae
envuelto de pasión
sobre sus pasos:
los borra, los sepulta, los camina.
Todo se va cayendo,
todo es sueño:
la luz para encenderla tiene un nombre,
otro para
apagarla. Todo es sueño.
Alguien se fue quitando días, poco
a
poco, hasta quedar sin años, para
meterse en tierra y embozarse en ella.
A
Jorge Gaitán Durán
Cómo
pesa la luz en este otoño.
Todo lo borra, todo lo consume;
su mano
es solamente hierro, yunta;
nos dice: aquí está el bien, aquí
está el mal,
y no nos deja optar. Vas por caminos
acaso demasiado
claros: la
luz de otoño es honda, ciega, pesa
en las hojas lo que
un día en un muerto.
Remontando palabras has buscado
la presencia
del hombre, la insistencia
en lo triste: medidas de tu asombro.
Me parece
que no has hallado nada
y que las cosas te reclaman. Vuelves.
La luz se
te ha dormido entre los huesos
y el viento acaudillando eriales vino
a morir
entre tu sombra. Por cuantos
países fuiste te nació un recuerdo:
¡cuántos
días gastaste para ver
el destino frustrado! Y te has caído
sobre
tus pasos, solo. Tú regresas.
Devolverás los sueños inservibles
y
de nuevo el calor, las viejas muertes
de los abuelos, las tumbas resecas,
el
aliento de los contrabandistas
con bocas llenas de vainas y de oro
y el
oculto lector de tus poemas,
no te comprenderán; para ellos, luz;
tienes
la sombra muy oscura, amigo.
¿No imaginas el sol como un gran río
a
fuego lento y que se nutre con
la ceniza de sus despojos, Jorge.
El
designio
A
Ernesto Mejía Sánchez
En
las páginas solas de algún libro
alguien (seguramente yo) ha
dejado
escrita, para luego destruirla,
una palabra: Muerte. Con amor
la
fue escribiendo, con amor la deja
como para olvidarla en esa forma,
pero
vuelve después sobre las letras.
Como un adolescente que lee un libro
a
escondidas, detrás de la familia,
se descubre culpable hasta los huesos:
la
misma mano que dejó los signos
se endurece de pronto en la escritura
y
el mundo, entonces, ya, de nada sirve.
Elegía
a mi padre
A mis hermanos
Una
vez tendido le dio por morirse como
antes le había dado por vivir,
por
talar los eucaliptos y hacer la casa
y se echó a morir porque sabía
que
de esa no pasaba.
Acaso, cuando los bueyes se cansaron
de arar, ¿no
se había puesto alguna vez
en la nuca y en los hombros la coyunda?
Y
la tarea quedó cumplida mucho antes
que la sombra, ya que las estrellas.
Tenía
que terminar también su asunto
a cabalidad y como fuera.
En
su mano derecha la firmeza
como empuñando un arma
o dirigiendo el
surco o trazando
el círculo de su vida, cerrado,
arbitrario, pero
tan propiamente suyo
como el bastón de tosco palo,
como el sombrero
o los zapatos
o la ropa que llevaba, que ya era suya,
hecha por él,
como sus actos.
Su
mayor riqueza consistía en ver los potros
galopar libres bajo en ancho
cielo
o enlazar alguno con certero silbo,
marcarle el anca y darle nombre,
un
nombre fácil: Cascofino, Dulcesueño, El Palomo,
enjalmar la mula,
hablar de las heladas.
La
tierra vino a él mas no en su ayuda.
Y decía palabras, preguntaba
por
amigos que allí no se encontraban
y de sus brazos que iban y venían
como
alentando el fuego del herrero
de su propia existencia, le caía
fuerza,
sudor como yunques, dominio;
desde sus abrazos le caían los días
que
vivió, uno a uno, a borbotones.
Pero
murió porque le vino en gana,
porque tenía que hacer del otro
lado
junto con su mujer, la que le tuvo
los días listos para su trabajo,
dulzura
en la mañana, el pan servido
al alcance del corazón, la ventana
abierta
cuando volvía hecho trigo de los campos.
Yo
no te cuento pero debo contarte:
te llevamos a una casa con amigos
del alma,
te acompañamos, ya lo sabes,
y al otro día tuviste tres entierros
como
te correspondía: en la mañana
te llamabas más Pablo aún,
respondías
más a tu nombre: eras silencio.
Por
el aire te pusimos en las manos
de otros recuerdos, y tu tierra era entonces
tan
cercana. Río arriba, entre los climas,
te nos hiciste piedra en el pecho,
te
nos ibas hundiendo pecho adentro
porque tú estabas en él y te
nos ibas.
Entraste a Pamplona como si lo hubieras hecho
a caballo: tomamos
el potro de las bridas
y descabalgaste igual que siempre, entre cipreses.
Como
estabas muy alto tus hermanas
no podían verte y una de ellas trajo una
banqueta
sobre la que subieron y te llamaron Pablo Antonio,
te nombraron
paulinamente Pablo entre las lágrimas.
Pero
estabas de espaldas como un río.
En la cuesta tu cuerpo se hizo plomo:
poco
después el peso fue liviano
como si hubieras tú metido el hombro
y
te llevaras a enterrar tú mismo.
Te
colocamos con cuidado, con flores, con ternura.
Yo creo que tenías entre
tus manos
una cuerda y un trompo y una espiga
y un rumor de mucho cielo
en tus oídos.
Sabes
muy bien lo que te cuento
pero te lo digo. Estaban
con el sombrero en la
mano
a pesar de la llovizna
todos los que te querían:
el que te
vendía la carne,
el que te compraba el trigo
y el hombre de azadón
que respetabas.
¿Hallaste
allí la paz? es mi pregunta.
Mas yo no debo preguntarte nada.
Tú
no querías la paz sino la dura
tierra para sembrar, el aire para
vencer
con árboles, cosas difíciles.
Viejo
campesino. Padre mío,
en palabra y en acto igual que el hierro:
tan
de una vez, tan para siempre:
viejo de a caballo, viejo macho.
Pablo
eras no más y Pablo somos.
Padre, qué poco Antonio te llamabas.
Silva
A
Camilo de Brigard Silva
Como
irse a la habitación más oscura de la casa
y allí desterrarse
y ser orgullo hasta la humildad;
como las noches en placer extranjero, sin
idiomas,
buscando con ojos voraces la mujer más sencilla,
entonces
la más cruel porque se haya visto deseada;
como hundirse hasta la conciencia
y encontrar que las culpas
son más densas que el alma y obligarse a
la resignación;
igual que preguntar por un amigo
y saber que desapareció
desde la infancia:
así fue Silva rechazado peor que los insectos.
Lo
imagino con la rabia como un hacha entre los dientes
queriendo abrirse paso
entre la vida, de tan densa,
tratando de inculcar en la sociedad que acompañaba
el
obrar noblemente y el buen gusto; pero ellos, hijos
de las masturbaciones y
de la vanagloria,
sólo sabían de las sílabas a golpes
de dedo
e ignoraban la armonía y el mundo de las palabras.
Su
juventud fue el conocimiento de la poesía
o el hallazgo de la soledad.
La risa de Verlaine
también fue mueca en Silva, y por su rostro,
tenso
como el salto de un tigre, cruzó la sonrisa
cuando la piel se le fue
llenando de palomas.
Porque triste es querer aquello que es mortal; más
le vale
al hombre aceptar su fracaso desde los abuelos
o esperar con el
calor sofocante y brutal y sin
el menor soplo de aire, y sentir que un ave
inmensa
pugna desde el centro de la tierra por salir,
y que la carne se
agrieta como Cúcuta después
de los temblores y ver que todo es
claridad o sombra
y que todo se traspasa como las manos al fuego.
Hasta
la misma poesía a Silva le fue adversa.
A veces uno piensa que su sepulcro
eran sus huesos,
arbitrariamente erguidos como ley en su estatura.
Pero
a Silva el cuerpo le quedaba estrecho
como un muerto con ataúd pequeño,
como
esos muertos que van creciendo en los velorios
y hacen crepitar la madera.
La
gana de no vivir, el desconsuelo, el paso
de la dificultad a un nuevo abatimiento,
el
desvivirse y creer, la enfermedad del siglo,
el doctor y sus dogmas como látigos,
la
inconformidad
y también el no creer.
Como flecha que crece en el
árbol hasta estar madura
para el arco, como árboles que por tanto
contemplarse
desbordarán el río: la muerte que nació contigo,
y
la vida, ese otro nombre de la muerte, te llenaron
hasta inundarte, hasta saber
que en ti no había sino naufragio:
que tu olfato combatía con
el gusto,
tu ojo contra los objetos,
las manos contra sí mismas y
enemigas del tacto,
el silencio contra tu oído,
tus sueños
contra la memoria,
que tu pie derecho no era aliado de tu pie izquierdo,
que
cada músculo era un desafío contra tus huesos,
que el olvido
no llegaba,
y que el futuro, la perpetua contienda, estaba lleno
de vencimientos,
y el asco...
Ahora
conoces los cambios de la naturaleza.
Pero, ¿cuántas veces renaciste
en las flores silvestres?
¿Qué casco de potro la sal de tu sangre
endureció?
¿Relinchó acaso cuando supo que coceaba a un
muerto?
Ahora,
dentro de la tierra, ¿trabajas en algún metal
que estallará
como conjuro para los días
de la solemne restitución de los vivos?
Humillado
por la misma poesía que no supo defenderte
tu presencia está
en las palabras que se fugan,
en la noche que llega sin saber detenerse.
No
se llore la muerte porque la muerte es una compañía,
ni la vida,
sino las que de nosotros nacerán,
Y a los hombres que vinieren y a nosotros,
Dios nos guarde,
ahora, y en la hora, de nuestro nacimiento, amén.
Meditación
con ruinas
Las
columnas segadas como el trigo,
escasas como la derrota, solas,
menguadas
por la furia de lo que
ya no es, sin los dioses que inventaron
la ruina
del odio,
muertos por sí mismos y en sus deseos.
Eficaz
la sombra les deparó el cansancio.
Declarado fue el castigo, inapelable:
si
de pies, oprobiosas
y en el yacer también vilipendiadas.
Pero
están. Y no se sabe cómo.
Cuando las firmes cabezas mantenían
la
fragua de las nubes donde se leía el destino,
el orgullo de su desnudez
era comparable
al vigilante dominio de las victorias.
Si
el viento entonces se poblaba de águilas,
ahora todo es huida hacia
lo hondo,
la retirada de Aníbal hasta el tiempo pretérito,
donde
las almas son como sus elefantes blancos.
No
se sabe si lloran por sus miserables vidas.
Cuando se las ve desde otro continente,
la
misma fortaleza de sus recuerdos
pega en los ojos. Y cuando uno llega
y
subiendo por cualquier calle romana
las descubre una noche con el artificio
del hombre,
entonces uno reflexiona y piensa en la luz,
aquella que en un
tiempo fue cumplida:
y que ahora paga su condena:
"La luz camina ciega:
su
verdadero reino está en las sombras".
Cuando
en una ciudad abolida
uno se inclina hasta los labios de la amada
tendidos
y entreabiertos
como la vibración de un arco.
Cuando
se sabe que la ciudad pereció,
que las columnas surgen igual que jueces
falsos,
se conoce que la libertad de estar de pies
por ellas mismas era
limitada.
Hace
tanto silencio que las columnas no son.
En ese silencio a gritos como el del
hombre,
como el de los amantes entregados que no logran
más que soledad
uno con otro.
Y
las columnas se yerguen para verse
con el tajo del tiempo entre los pastos
altos.
Ovidio con su flauta rota. Y el silencio.
An
Der Gewesenheit
"Así
era". "Aquí fue". "Allí estaba".
"Si
caminamos a la izquierda..."
"...más allá..."
Y la noche en Berlín estaba alerta
en sus ojos. De su largo pelo rubio,
puro,
caía nuevo el pasado.
Nada había sino el tremendo muñón
de
las ruinas. Pero ahí,
a través del presente bajaban a su boca
viejas
palabras. "En aquella ventana que no existe
la luz daba como si fuese
a un lago".
El
Spree comienza lento, casi sin moverse
arroja a sus orillas una ciudad;
un
hombre llegó, lanzó el arpón
y a su lado, junto al montón
de pescado
vino el comercio. Después se hizo el puente
y tuvo el
río sombra distinta a la del bosque.
En
el pasado hay un futuro muerto;
de ahí que para esto haya otro nombre:
el
sueño. Y se comienza por volver la vista,
como si comiendo el pan
siguiéramos
el curso de la harina.
"Aquí
esto era distinto". Y yo sabía
por el calor de su mano que aquello
había sido
distinto. "No lo conocí". Y yo sabía
que
ella misma era más que sus palabras.
El asfalto ahuecado. El triste
silencio
de sus palabras, sólo comparable al tambor
de las estrellas
en la noche.
En
el Ostberlin hay una casa
sin cara en la Eberwälderstrasse.
La metralla
deshizo sus facciones,
pero amorosamente sobre la
tragedia, los materos
florecen
con flores migratorias que las manos
de cuidadosas mujeres cultivan.
Es
acaso no más que la remota
esperanza, el rumor de los colores
o el
candor entregado de antiguos amantes guerreros
poseyéndose bajo las
bombas.
"Es
el tiempo", dijo, y su voz era como
una fotografía vieja, como
la
sombra de ella misma en la infancia.
"Si lanzas una piedra hubiese dado
exactamente
en la ventana..."
Allí pasó una vez otoño de largo.
Pero
el tiempo en Berlín cae igual
que una piedra sin esperanza
en la
soledad. En sus manos la caricia
era como leño para un náufrago
y
el amor que por su piel corría
cayó conmigo al lecho desatando
las
perdidas visiones, los recuerdos que no tuvo,
el pavor buscando compañía.
La
vida cotidiana
Hoy
comienzo el día de ayer
con palabras y con deseos;
ya los zapatos
tienen polvo
de mañana: sin excepción
los actos se me vuelven
huellas.
Vemos
al ciervo y hasta a veces
llega a beber en nuestras manos,
pero la sed se
le hace vieja
como un abuelo entre los labios.
Somos
del hoy, mas lo que hacemos
pertenece al pasado, somos
la fuente que se
queda: el agua,
quiero decir la vida, pasa.
A
mi oído llegan las voces
que mañana diré, mañana:
la suerte mía de callar
con la palabra de otro día.
Si
se lanzara el sueño al aire
como unos brazos, si una red
-del ayer
a lo que seremos-
nos circundara. Pero todo,
todo lo que hago es ya pasado.
Ahora
yo que soy recuerdo
que miro adentro y huelo a solo,
y muy vagamente distingo
al
abuelo que está en mi rostro.
Tú
Cae
tu palabra en la soledad como ramo de olivo
en la paz. Yo no sabía
que
tu voz llegara con estrellas.
Eres mi grito de combate
contra la muerte.
Ahora
un árbol crece donde el olvido
cierra los ojos.
Tú.
Meditación
de otoño
Se
podría comenzar a describir un potro hablando del fuego
del corazón
del hombre. Esto vale la primavera.
Pero es otoño y en otoño
el
pecho humano se ahonda y se debate
como los árboles ante el invierno,
como
los ríos en los deshielos.
Mejor recordar la luz que se entregaba en
Ostia.
¡Pero nó! Es necesario recolectar las horas
para leer
el tiempo en el libro de otoño.
Como
ladrón vino el otoño
hasta el verano y le robó:
en
vez de flores trajo viento,
otoño todo lo robó.
Ahora
se han perdido los caminos
del bosque. El cazador furtivo
se parece mucho
a la muerte avara
y han pasado días desde que el hacha
enmohece en
el hombro del vagabundo leñador.
En verdad, esta época es extraña,
y mejor
pensar en el rubio león que por el cielo
comenzó a
descender en la playa de Ostia.
Pero nó. Aquellas eran sombras extranjeras
y
el primer tajo del otoño ciego.
Y
no es la luz la que se marcha,
tampoco fuego quien se va:
es sólo
tiempo el que se queda
con sus ojos de más allá.
El
primer tajo de otoño dió en los frutos
y el vino, primariamente
alegre, embriagó las estaciones
hasta que los ríos no pudieron
contener la locura de sus
riberas.
Fue
entonces cuando el murmullo de insatisfacción
de los muertos mal juzgados
(los deseos valen como los actos)
se estremecieron en las raíces de
todo, hasta
que al caballo de Otoño, hizo la entrada, coronado de hojas.
El
mar en Ostia se dejaba acariciar su melena
y las horas gratísimas transcurrían,
rapidísimas,
como las mismas olas.
Del
árbol de otoño cayó
el invierno igual que una hoja:
la
nieve fue la postrer hoja
que el viejo otoño robó.
El
fuego en el otoño tiene los ojos claros
y sus largas barbas rojas en
verano,
ahora imperceptibles por la luz, abrasan con más fuerza.
De
ahí que el potro no pueda compararse en el otoño
con el fuego
del corazón del hombre.
Dejemos a la primavera con su bella mentira.
Y
sin embargo era hermoso vivir en la playa de Ostia.
La
vida en vano
Siempre
fue igual el amor a caminar despacio bajo la lluvia,
a saber el deseo, donde
se dura, presa en otro cuerpo,
a volver los ojos al hombro y ver el horizonte.
Pero
la libertad concluye cuando deja de entregarse.
Y si el amor ya no acompaña,
¿a dónde ir?
Mas
el amor varía como las estaciones.
Algo suena en el río amenazando
sombra:
se contaba en la infancia que las piedras
estallan cuando vienen
las crecientes
y siniestras criaturas se liberan
que van corriente abajo
destruyendo.
De nada tienen piedad hasta que vuelven
a meterse en las rocas.
Así el amor.
Sucede,
en los amantes, que siempre hay uno que ama más,
y él dirige,
activa, muere y muere, se ahonda o sube,
mientras el otro en la serena sombra
se desliza
donde el día puede dormirse y estremecerse en sueños.
Pero
la amada entonces recibe del amante
el amor, como una corona en la frente.
Siempre
fue el amor como el comienzo de otoño,
el profundo labrarse del hombre
como piedra en el agua,
como cuchilla en la piedra, el ir preparando día
tras
día, sin saberlo, el hallazgo de un sueño:
entonces yo
puse
cuerdas al sueño y sonó como un arpa.
El
amante siente que algo sucede entre su pecho
porque la amada lo ama más.
Y poco a poco
lo supera: él, definitivamente perdido.
Donde
parece que no cuenta el tiempo, en las prisiones,
se ven salir después
de la condena
jóvenes rostros que al sentir la libertad se vuelven viejos.
Así
el amor. Como en Alemania de post-guerra,
cuando después el trabajo
se reúne la familia
en el antiguo símbolo de la mesa, y todos
van llegando
con la edad: el joven y su esposa con la
llama azul de sus
ojos y con el hermoso hijo de la mano;
el abuelo, magro y severo, todavía
como el sabor de la cerveza,
y la madre, más severa aún: entonces,
al juntarse en los manteles,
todos envejecen, mientras
por la frente del
niño cruzan las arrugas del
bisabuelo del retrato. Porque en ese instante
piensan
que no existe el futuro sino las sillas vacías en la mesa.
Así
el amor.
Siempre
fue el amor igual a poblar una doncella,
a verla convertida en siembra porque
todos
los días busca nuevo nombre, y así, llena de nombres
hasta
la concepción.
Allí
cayó el amor, se dice, y uno lleva
los huesos ardiendo, al rojo vivo.
Todo
se siente en la oscuridad: el arco tenso,
ceniza el corazón, por suelo
el pecho,
el otoño con su máscara de frutos, el cielo de mañana,
el
apetito de volver aunque no sea sino los ojos.
Allí
cayó el amor, se dice, y se dice
que Tereo comió la carne de
sus hijos
y respiró hueco, su cuerpo hueco a la merced del viento,
mientras
la golondrina y el ruiseñor iban cantando.
Siempre fue el amor igual
a salir todas las noches
a buscar una estrella entre el ancho cielo.
Y no
encontrarla en un mal signo, porque todo
está marcado como las cifras
en la piel de las bestias.
Y
se continúa buscando y esperando. Digo a propósito
que en el
Barrio Chino de Salamanca, rodeado de conventos,
llevaba Luisa, ya octogenaria,
flores de papel
en la cabeza.
Viene
luego la asignación de los días vacuos,
de los días mercenarios
que se quisieran alquilar,
casi sin fecha,
tal vez para llenarlo como un
cántaro.
entonces viene la pregunta: ¿A dónde ir?
Estado
de perfección
I
Como
volver de un viaje.
Como cerrar los ojos y llegar de nuevo a casa
después
de mucho tiempo, y saber que cada paso
se asienta sobre huellas recorridas;
igual
que tender los brazos como ciego
para sentir desde las yemas de los dedos
la
proximidad de la infancia,
y tener la certeza de que terciando hacia la izquierda
nos
hallaremos en el jardín con el aljibe en medio
y descubrir que todo
sigue igual,
fiel, como elefante que recuerda;
y no desconectarse cuando
algo ha cambiado
o ya no existe:
así la fui yo reconociendo.
Sí,
igual que regresar a nuestra casa de provincia.
Venía de esperar, de
lejanía.
Algo en viaje se me había perdido:
la pobre vida
audaz y la aventura,
mas llegué y reconocí la voz, el timbre
exacto,
aquella certidumbre de habitar el pecho de un ángel.
Después
apareció la noche y Roma fue surgiendo como una
hoja.
Cuando el Foro
apareció, vi los huesos rotos
de su grandeza como escritura
de jueces
menospreciados. Más allá
el Templo dió un salto en las
columnas
para caer más noblemente.
En verdad había regresado
hasta mi casa
pero estaba en una ciudad maravillosamente reconocida.
II
En
Pompeya hay dos lugares: uno,
el que dominan los dioses, y otro
que está
lleno de silencio.
En Pompeya, por las calles muertas, va un silencio
donde
se escucha pasar la creciente de algún río
también desaparecido.
El
deseo de mi hambre como brazos que se apresuran,
la moribunda primavera bajo
el ancho sol
que parecía una columna: en lo alto, la mañana;
la
palabra pugnando por salir, como espiga que se curva
y la saliva, semejante
a la roca, impidiéndole el paso.
En el amor algo había que se
quejaba.
Los labios al unirse eran distintos:
detrás de ellos, una
muralla. El viento
después de sus cabellos iba hasta las ruinas
donde
Juno defendió los lechos.
En nuestro amor algo había que se quejaba
y
era la soledad de estar muy juntos.
En Pompeya, en el sitio del silencio
hay
escrita una lenta abeja: a su lado un mirto la alimenta.
Antes alguien levantó
la mano invocando los sueños
y era que sabía el poder de los
amantes
que los puede matar lo más efímero,
a semejanza de
esa abeja que en la sombra cae piedra adentro.
Cómo en amor se junta
la muerte con las estaciones.
La
estación perenne
Tu
cuerpo desnudo brilla bajo los relámpagos
como antes bajo mis manos.
Todas
las estaciones están en tu cuerpo.
La primavera comienza su esplendor
en tu abrazo
y concluye en tu boca entreabierta, exultante.
Todos los ríos
del mundo están en tu cuerpo,
confluyen en ti en el momento
en que
el animal más bello del bosque
-el ciervo, por ejemplo-
bebe de ti
y se contempla.
Tu piel es el límite del fuego
donde se refugia el
ardor del verano.
Rojas llamas te inundan.
Se mezclan los elementos y tu
cuerpo se curva,
hay más aire en tu boca y mi cuerpo sediento
busca
en ti salida, la libertad, los deseos.
Se anudan en ti los olivos del mundo
y
ardes como una lámpara.
Somos un cuerpo solo luchando contra la muerte.
El
otoño se riega en tu cuerpo como vino rojo en la mesa.
Tus muslos descansan
en el borde del mundo.
Vuela
una paloma de tu pecho a mis manos.
Después miramos los dos, de alegría
cansados,
como a chimenea en invierno, el fuego pasado
y tu piel que brilla
bajo los relámpagos.
La
muerte
Cada
hombre lleva dentro una muerte madura.
A veces pequeña y se la puede
pintar
de verde.
En
otros tiene el mismo
tamaño del cuerpo y cruje en cada paso como si
andara
en muletas.
Pero
hay alguien a quien le huele la muerte
a distancia, como la miel
de los
trapiches en el tiempo de molienda:
le llena los actos, los sentidos, el amor,
la gloria,
el odio o la impotencia.
La
muerte es la casa donde vive
y se la ve de lejos, se divisa del camino,
se
la escucha con rumor de manto en la sonrisa
o de mortaja en la palabra exultante.
Lo
único que se tiene es el pasado.
A
veces años, otras veces ratos, acaso minutos.
Un instante puede ser
todo el pasado.
Y
está delante del hombre. A él tiende los brazos,
hacia él
se precipita. Lo que se busca,
en realidad, no es el futuro sino el encuentro.
Y
el hallazgo no es más que devolverse
a lo soñado, igual que la
palabra
se busca para hallarla en los objetos
o el recuerdo en las guardas
de un libro
abierto como la vida.
El
acto y la palabra que lo nombra
Por
testimonio el tiempo dejó un hombre
fuerte, cabal, capaz en su materia
de
actos. Subió con él, le dio sentido
al movimiento de su vida
y de
sus manos, y miró desde sí mismo
el contorno de sus propios
trabajos
perdidos.
Acudió
a los días solo.
Por testigo nada más que el firme paso
dado
al azar, con voluntad de no
recuperarlo; elaboró su condición
de
frente altiva y no dejó
que lo tentara el ángel, a pesar
de
que una vez pensó, serenamente
en darle a la existencia el nombre puro
del
orgullo.
La
luz se le entregó
Entonces adquirió la certidumbre
de que
la libertad es la medida
de la limitación del hombre:
así
toda
moneda que se lanza al aire
es libre sólo cuando está en el aire.
La
luz miró la luz y quedó ciega.
Reflexionó sobre su propio
saco
de piel; el tiempo y otra vez el tiempo.
Los
turbios ojos del puente, erigidos
en honor del camino, y los caminos
siempre
viejos enemigos del agua.
De
la manera como el árbol es
la medida del tiempo y de los vientos
en
la selva, la vida llena el sueño
de hermosos menesteres, los terribles
y
decisivos pasos que no tienen
regreso. Sí, fue entonces, sí,
entonces
cuando volvió los ojos y se vió
testimonio del tiempo
y su destino.