ALVARO CLARO CLARO

 

Al otro lado
Por: Álvaro Claro Claro

En medio de la penumbra, dispersos por el aposento se distinguían los rostros consternados de los familiares mas cercanos; también estaban los mejores amigos: Pedro, Marta, Alonso y Lucia. Con ellos compartí parte de los hermosos años estudiantiles.

Vecinos y desconocidos entraban y salían del recinto silenciosamente. Muchos sollozaban y hablaban en voz baja. Un profundo olor a cera derretida impregnaba el ambiente.

Una extraña sensación de liviandad y libertad rodeaban mi cuerpo, podía desplazarme sin esfuerzo en cualquier dirección; podía realizar movimientos que desafiaban la Ley de gravedad sin dificultad.

 

Desde lo más alto de la habitación podía observar completamente lo que en ella ocurría. Rodeado por varios ramos de rosas y azucenas cuyos aromas y frescura inundaban el lugar, e iluminado por las luces mortecinas que brotaban de cuatro gastadas veladoras, se hallaba un ataúd por el que transitaban lentamente, uno a uno, los visitantes.

Descendí lo más cerca de mi amigo Pedro, quien apoyado en el borde del cajón miraba acongojado al interior del mismo.

Apenas a un metro del ataúd pude apreciar perfectamente la persona que estaban velando. El miedo me dio una puñalada por la espalda.

Retrocedí espantado.

¡No puede ser! ¡Esto es imposible! -Pensaba‚ dentro de mí asombrado.

Nuevamente me acerqué al féretro, para asegurarme de estar realmente equivocado pero un sentimiento de terror me sacudió otra vez; efectivamente el cuerpo que estaba dentro del ataúd era el mío.

¡Mamá! ¡Pedro! ¡Tío! ¡Martha!, -Gritaba desesperado, pero nadie me escuchaba los gritos que se ahogaban en mi garganta; intentaba infructuosamente sacudir por los hombros a mi amigo Pedro para que se percatara de mi presencia, pero toda era inútil.

Todos los presentes estaban absortos en su tristeza y ninguno percibía mi presencia ni mis angustiosos llamados. Traté‚ de relajarme para intentar comprender lo que estaba sucediendo pero me era imposible aceptar que ese cuerpo que reposaba en el ataúd era el mío.

¡No podía estar muerto porque me daba cuenta exacta de todo lo que ocurría a mi alrededor!

Martha se acomodó al lado de Alonso, viejos amigos de parrandas y cómplices de amores platónicos en los años mozos; entonaban al son de una guitarra aquellas canciones que más me gustaban mientras cerraban el ataúd y lo arreglaban para llevarlo al cementerio.

¡Nooo, no lo cierren, estoy acá; esperen, no me abandonen...! Gritaba desesperado pero nadie se inmutaba ante mis súplicas.

La procesión avanzaba lentamente con el féretro suspendido en los hombros de mis amigos por entre las largas calles empedradas del poblado. Jamás había sentido tanta nostalgia y soledad; la lobreguez de las calles se hacía más espesa al avanzar el cortejo.

En el recorrido se observaban caras conocidas que asomaban furtivamente por la ventanas ofrendando un postrer saludo.

EL sepulturero tenía preparada la fosa. El cura con mucha prisa, acosado por el calor, rezó las últimas oraciones y dio la señal para que depositaran el ataúd en la fosa. Llantos desconsolados y lamentos se oían mientras la caja descendía lentamente.

No podía comunicarme con ellos y eso me causaba terror; el mayor terror de mi vida... o de mi muerte.

¡Me iban a enterrar vivo!

Imperturbable el sepulturero arrojaba, un a una, paladas de tierra en la fosa hasta llenarla totalmente. Todavía resonaban en mi cabeza los golpes del martillo al clavar la madera verde del ataúd.

¡No lo podía creer! En ese momento me estaban enterrado y yo estaba seguro de no estar muerto.

Todo a mi alrededor empezó a obscurecer lentamente hasta quedar en unas tinieblas totales. De pronto sentí que me sacudían fuertemente, una y otra vez. De un salto, como disparado por un resorte, transfigurado y sudoroso quedé sentado en la cama, con los ojos desorbitados, fijos en el techo.

¡Va la madre si vuelvo a tomar de ese aguardiente barato que compramos en las rumbas de la universidad!

El guayabo siempre me empieza con esa horribles pesadillas que me provocan un susto del hijueputas. -pensaba mientras mi mano temblorosa sostenía un vaso en el que reverberaban fulgurantes las burbujas de un ALka-Seltzer.