PEDRO DE AGUADO - RECOPILACIÓN HISTORIAL VOLUMEN I

LIBRO NONO

En el libro nono se trata de cómo Pedro de Orsúa, natural de un pueblo que se dice Orsúa, dos leguas de Pamplona de Navarra, fue otra vez proveído por los oidores del Reino para que fuese o pacificar los indios Muzos; y de cómo fue, y le que hizo, y de cómo después que le fue mandado por los mismos oidores que fuese a pacificar la gente de las sierras de Santa Marta, indios muy belicosos: y de las cosas que allí le acaecieron hasta ir a pacificar y desbaratar a los negros que se habían rebelado y alzado en el Nombre de Dios, donde los desbarató y prendió al rey de ellos, llamado Bayamo.

Capítulo primero

De cómo el general Pedro de Orsúa, después de la poblazón de Pamplona, fue proveído para que volviese a pacificar a Muzo, y después de haber juntado los soldados que pudo, entró por tierra de Saboyá, y la pacificó.

Pocos días después de poblada la ciudad de Pamplona entraron en el Nuevo Reino los licenciados Góngora y Galarza, que asentaron la Audiencia en el Nuevo Reino, lo cual expiró y feneció de todo punto la jurisdicción del gobernador Miguel Díaz; y digo de todo punto, porque aunque poco tiempo antes la Audiencia de Santo Domingo había enviado al licenciado Curita por juez de residencia contra Miguel Díaz, no había sido obedecido ni había usado de su jurisdicción enteramente, y así se había quedado y se estaba todavía Miguel Díaz con su título y cargo de gobernador, y así vino a fenecer de todo punto con la llegada de los oidores ya dichos y a mudar Pedro de Orsúa propósito, porque luégo que tuvieron asiento las cosas de la fundación y poblazón de Pamplona, se determinó de si Miguel Díaz, su tío de él, daba licencia y comisión ir en descubrimiento de la jornada y tierra del Dorado, noticia en aquel tiempo, y aun en este nuestro, muy famosa entre españoles, y como pareció con la causa dicha la jurisdicción de Miguel Díaz que ya le había dado licencia para que pudiese hacer esta jornada del Dorado, perdió, como he dicho, Pedro de Orsúa la esperanza de hacerla; pero como él era capitán afable y bien afortunado y que mediante su industria había adquirido buena loa en todo el Reino, túvola también entre estos dos oidores que nuevamente entraban a gobernar la tierra, los cuales a personas que de parte de Pedro de Orsúa les hablaron para que le diesen licencia o le confirmasen la que tenían, les dieron buena esperanza de que pareciendo el general ante ellos harían todo lo que conviniesen y ellos pudiesen hacer.
De esta buena esperanza que los oidores habían dado, tuvo noticia por la posta Pedro de Orsúa, por mano de su propio tío y de otros amigos que le avisaron sobre ello, encargándole que luégo se viniese de Pamplona, donde estaba, a la ciudad de Santafé, que había sesenta leguas, a verse con los oidores y ofrecerse a su servicio.
Luégo que el general Orsúa tuvo este aviso se partió por la posta y se vino a Santafé, a tiempo que los oidores andaban en demanda de una persona astuta y afable para encargarle la pacificación de la provincia de los muzos, que estaba no sólo rebelde, pero con la victoria que poco antes habían habido del capitán Valdés, al cual después de haberle muerto algunos españoles y entre ellos al famoso Machin Donate, le habían hecho retirarse y aun salir huyendo de su tierra, saliendo en cuadrillas armados fuera de los límites y términos de sus territorios a hacer daños muy severos y crueles en los pueblos de indios moscas que alrededor de sí tenían, y aun a saltear los caminos reales de los españoles, según largo se ha tratado en la primera parte de esta Historia, en el libro trece o doce o décimo; pues como ya los oidores tenían muy particular noticia del general Pedro de Orsúa, y llegó a tiempo que ellos andaban metidos en este negocio, rogáronle que aceptase el cargo de la pacificación y poblazón de Muzo, prometiéndole que luégo que aquella tierra estuviese pacificada y asentada, darían orden cómo fuesen a descubrir el Dorado. Orsúa lo aceptó, y tomó a su cargo; y recibiendo de ellos la conduta y comisión que era necesaria, luégo juntó en los pueblos de Santafé, Tunja y Vélez ciento y veinte y cinco hombres de a pie y de a caballo, con los cuales comenzó su jornada por la parte de los muzos que cae más cercana a Vélez, donde está un pedazo de tierra poblada de gente mosca muy belicosa e indómita, llamado Rincón de Sabaya, cuyos naturales asímismo se habían rebelado y alzado y estaban de guerra contra sus propios encomenderos y vecinos de Vélez, a los cuales y a su ciudad tenían puesta en muy grande aprieto y riesgo de despoblarla, porque no sólo les habían quitado la obediencia y servidumbre, pero muchas veces, en cuadrillas de quinientos en quinientos indios, les venían a correr las tierras y estancias de maíz y ganados que junto al pueblo tenían.
En esta provincia de Sabaya, en el valle de Tununguase, allegó Pedro de Orsúa con su compañía, de donde encomenzó a correr la tierra con sus soldados por unas y otras partes, más con desino de traer a su amistad y de paz los indios que con ánimo de dañarles y castigarles con la severidad que merecían por los daños y muertes de españoles que habían hecho, y así, aunque mediante la diligencia que él y sus corredores pusieron, prendiendo algunos caciques y principales de aquella tierra, que no sólo habían sido culpados y que actualmente se habían hallado en las muertes de algunos españoles, pero con desvergüenza de bárbaros se jactaban de ello, y traían consigo, para su recreación y pasatiempo, los rostros de los españoles que habían muerto, desollados y curados de tal suerte que no se les caían ni perdía pelo de la barba ni de las cejas ni pestañas, con que representaban en sus borracheras la ferocidad de los españoles, nunca quiso matar ni justiciar ningunos indios más de a sólo uno que pareció ser de ánimo sedicioso, pesado, segado1, y que con su presencia no temían quietud ni guardarían entera amistad los indios con los españoles; pero con todo, esta beninidad que es cosa porque a los indios se le suele dar muy poco, fue tan buena su fortuna que los pacificó y trajo a su amistad y los hizo que se redujesen al servicio de sus encomenderos; y esto no fue tan descansadamente como alguno les pareciera, porque para venir a estos términos con los indios y atraerlos a esta concordia, fue menester andar los soldados muchos días y muchas noches subiendo sierras, atravesando arcabucos, pasando ríos con las armas y comidas a cuestas, donde se pasaron muy grandes trabajos y necesidades, y en algunos acometimientos que con los indios tuvieron, donde por no osar gastar las municiones tan largamente como era menester, los hubieran de ofender los indios muchas veces; porque como en este tiempo aun no se habían descubierto minas de plomo en la tierra del Reino, y el plomo que se traía de España, por ser metal tan pesado y de poco valor, era poco, fue necesario que los oidores mandasen sacar los tinteros de plomo que a este tiempo había en el Reino, de poder de quien estuviesen para que se derritiesen y fundiesen e hiciesen de ellos pelotas para los arcabuces que en esta jornada se metían, que también eran bien pocos, pero muy provechosos por ser arma a quien mucho temían los indios.
Finalmente, como el trabajo lo vence todo, mediante lo mucho que el general, como he dicho, y sus soldados hicieron y trabajaron en este rincón de Vélez y tierra de Sabaya, desde el valle de Tumungua, donde siempre tuvieron su alojamiento, dejaron tan pacificada la gente de esta comarca que por muchos días después nunca intentaron ni movieron ninguna novedad ni alteración en la tierra, hasta que después, aprovechándose de las ocasiones que el tiempo les ofreció, se tornaron a rebelar y a poner en aflición a Vélez, según en el lugar referido se escribió largo.
Capítulo segundo
Cómo el general Orsúa se metió por la poblazón de Muzo y se alojó en ella, a pesar de los moradores, e de una prolija guazabara que le dieron en el valle de Pauna.
Conclusa la guerra de Sabaya y pacificado aquel rincón, levantó sus tiendas Orsúa con sus españoles y metiose la tierra adentro de Muzo, en el cual camino tuvo muchas guazabaras con los indios muzos que le salían al camino mucha cantidad y muy peltrechados con mucha flechería con yerba y de las otras armas con que ellos acostumbran a pelear.
Acompañaban estos bárbaros sus acometimientos con mucha tabaola de voces y gritería, en que ponen muy gran eficacia, y meneos y visajes que con los cuerpos hacen, y así, aunque en número eran muchos, con estas cosas hacían ostentación y muestra de muchos más, y como jamás saben pelear ni acometer callando, ponen con las voces doblado temor en los corazones de los que no los conocen, que les parecen que todas aquellas voces y alharacas y acometimientos, todo es ánimo, mediante el cual se suele hacer la guerra y haber victoria.
La guerra que en esta entrada le hicieron a Pedro de Orsúa fue tan prolija y continua que le hirieron muchos soldados, algunos de los cuales murieron rabiando, con el dolor y tormento de la yerba con que estaban untadas las flechas. Ya que el general se vio bien metido con su gente en la poblazón de Muzo, escogiendo sitio acomodado y cual convenía para bien defenderse de los enemigos, se alojó, por no andar de una parte a otra con tanto volumen de carruaje y gente como llevaba, sino de allí hacer sus correrlas de una parte a otra más a su placer y con menos trabajo de los soldados. Los indios, viendo que los españoles habían hecho asiento y que de allí salían a correr la tierra y damnificarles, convocando a todos los de aquella comarca, que eran en muy gran cantidad, y juntos y congregados, determinan de venir con las armas en las manos acometer al alojamiento de los españoles, a matarlos o echarlos de allí; pero aunque lo intentaron no salieron con ello, porque ya que se vieron cerca del sitio donde los españoles estaban alojados, parecioles que eran mucha gente y que estaban todos armados y que tenían caballos y arcabuces y perros con que les podrían hacer mucho daño, y así se repararon a vista de los españoles y se estuvieron allí todo aquel día a manera de gente que estaba puesta en cerro. Retiráronse a la noche sin hacer daño ni recibirlo, y otro día de mañana volvieron con la propia orden y aun con los propios desinios sobre el alojamiento de los españoles; y aunque eran incitados a la pelea no osaban bajar ni ponerse en lugares donde con los caballos ni con los arcabuces les pudiesen hacer mal ni daño.
Esta manera de cerco duró algunos días, que de ordinario se venían a poner atrevidamente sobre el alojamiento de los españoles, hasta que el general determinó de echarles una emboscada con qué hacerles algún daño y amedrentarlos de suerte que con la audacia que solían no se les pusiesen delante. Tomó Pedro Orsúa consigo a García de Arce, que después mataron con él en el Marañón, y a Villanueva, buenos arcabuceros, y púsose en un lugar que le pareció acomodado para sujetar y dañar a los indios, y por otra parte envió treinta soldados que asímismo se emboscasen para dar en los indios cuando venido el día se acercasen al alojamiento; pero los indios vivían tan recatadamente que descubrieron las celadas que les estaban puestas, y sin recibir casi daño ninguno se abstuvieron de entrar en ellas.
Salió a ellos Pedro de Orsúa con sus compañeros, y acercándoseles y disparando los arcabuces contra los escuadrones de los indios que contra sí tenían, hirió y mató los que pudo, porque se averiguó que jamás dispararon los tres arcabuces que no hiciesen daño a los indios; los treinta soldados nunca pudieron hacer ninguna presa, aunque salieron a los indios y los siguieron, antes menospreciándolos los indios se volvieron contra ellos y los hacían detener y aun retirar, y así decía que de los tres españoles que estaban con los arcabuces aparte, tenían más temor que de los otros juntos, porque con aquel relámpago de fuego y trueno quedaban sin ver con qué ni con qué los mataban los indios y les hacían mucho daño, con que estaban tan lastimados como espantados. Recogiéronse los españoles y el: capitán Orsúa al alojamiento, y venida la noche los indios se volvieron a sus poblazones y no tornaron por muchos días después a dar vista a la ranchería, por lo cual determinó él general de enviar algunos españoles al valle de Pauna, así a buscar comida como a procurar la paz con los indios; e ya que los españoles, que eran treinta, habían salido del alojamiento, tuvieron aviso de un indio, que se lo dio, que si tan pocos españoles como allí había iban a Pauna, que serían muertos todos, porque todos los indios de aquella comarca, que eran en muy gran número, estaban juntos en aquel valle para dar en los españoles que se dividiesen y apartasen.
Diose de esto noticia al general Pedro de Orsúa, el cual no echándolo, como algunos capitanes de Indias suelen, por novela de indios, hizo detener la gente y apercibir sesenta soldados de los mejores que en su compañía tenía, y tomando él la vanguardia salió a prima noche del alojamiento con desino de dar al cuarto del alba o al punto que amaneciese, en la ranchería donde los indios estaban juntos, porque para ello tenía guías que le guiaban; y aunque el general se dio toda la priesa que pudo a caminar, por ser el camino algo largo, no pudo llegar a la hora que pretendía a donde los indios estaban, antes amaneciéndole en parte peligrosa y que estaba ya a vista de los enemigos, de los cuales fue descubierto y visto luégo que amaneció, se detuvo en aquella parte donde la luz y el resplandor del día le tomó, y allí se sentó a descansar y aun almorzar con sus soldados, porque veía y conocía el general que ninguna cosa se podía ganar con los indios si no era dando de repente sobre ellos y tomándolos descuidados, en donde con la turbación de la repentina entrada de los españoles en sus rancherías o alojamientos, suelen alborotarse y turbarse de tal manera que ni aciertan a tomar armas en la mano ni hacer otra cosa, que les convenga, pero si por alguna vía son avisados antes que asaltados o huyendo o acometiendo, procuran hacer su hecho seguramente; y como según he dicho, de estas cosas ya tenía Orsúa experiencia, pareciole que pasada la oscuridad de la noche y venida la claridad del día, con que los indios le habían ya visto, le era ya pasada y perdida la ocasión del acometer a un tan gran número de gente de guerra como delante tenía, los cuales ya habían tomado las armas en las manos y se venían derechos a los españoles, los cuales no espantándose nada de su tumulto y gran turba ni de la grita ni alaridos que venían dando, diciéndose los unos a los otros que tomasen los pasos por do los españoles habían de tornar a salir y en ellos pusiesen gran guardia de indios que pudiesen defender y resistir el paso y tomar a manos a los que saliesen huyendo o por caso escapasen de las manos de los que iban a hacer el acometimiento.
Estuviéronse quedos todos, mandándoles el general con rigor que no se apartase uno de otro un solo paso, sino que hechos un cuerpo se estuviesen todos juntos, viendo cuánto importaba para conservarse entre tanta multitud de indios, el estar juntos o divididos, según la buena disciplina les muestra.
Acercáronse los indios a los españoles muy torpe y bárbaramente, pareciéndoles que ya los tenían rendidos y sujetos a su voluntad. Los soldados y su capitán los recibieron tan briosamente que con el propio ímpetu que arremetieron se retiraron, porque con sus espadas y rodelas hirieron en ellos tan apriesa que en los primeros golpes quedaron en el suelo muchos indios muertos, y arredrados los bárbaros aunque poco trecho de los españoles, pusiéronse en sus escuadrones alrededor de ellos y comenzáronlos a cercar, con disinio de con un prolijo cerco dar allí fin de ellos. Pero como algunos arcabuceros que Orsúa llevaba consigo comenzaron a disparar sus arcabuces y hacer algún daño en los indios, ellos se comenzaron a apartar más de lo que estaban y a dar algún más espacio y lugar a los españoles para que sin ser muy oprimidos ni molestados de los indios, se pudiesen ir saliendo de entre ellos y retirándose hacia su alojamiento, y para este efecto les era forzoso atravesar por lo hondo y centro de un valle o caldera que oposito2 así tenían, de mucho peligro por su mala y peligrosa bajada y peor subida, y por los muchos enemigos que les seguían con el brío que habían cobrado de la muerte de tres o cuatro españoles que habían en este tiempo muerto de crueles heridas que les dieron.
Orsúa, aunque vela el gran peligro y riesgo en que estaba él y todos sus soldados, y el que había de pasar para ir y volver a su alojamiento, no mostrando ninguna turbación ni otro género de flaqueza, antes acrecentando con su valor el ánimo a sus soldados, mandó a Villanueva que tomase la vanguardia y comenzase o bajar con la gente a lo hondo de la caldera o valle; y porque si los españoles bajaban todos juntos los indios les podían hacer mucho daño y aun matarlos a todos con galgas o piedras grandes que echaran a rodar, y con otras armas arrojadizas, el propio general con ocho compañeros se quedó en lo alto y cumbre de la bajada, estorbando y resistiendo a los indios que no llegasen aquel lugar hacer el daño que querían y podían hacer, hasta que toda la gente estuvo ya en todo lo bajo y fuera del peligro y riesgo del daño que con las galgas les podían hacer, que fue muy gran remedio y prudente aviso para que los indios no saliesen con la victoria que pretendían.
Los ocho soldados que con Orsúa habían quedado le rogaron que se bajase antes que ellos, porque fuese seguro de recibir algún daño, donde redundase general pérdida a todos. Excusose Orsúa de recibir esta seguridad, pero al fin, por las importunaciones de los soldados y por lo que tocaba al bien común, lo hubo de hacer, y así bajó seguramente y se puso en lo bajo con otros arcabuceros para ojear con arcabuces los indios que bajasen en seguimiento de los ocho soldados que en lo alto habían quedado; y puestos en esta orden y concierto, comenzaron a descender los ocho soldados y los indios a seguirlos, y ciertamente que les hicieran gran daño y los mataran si Orsúa y los demás que con él estaban en lo bajo con arcabuces no hicieran algunos buenos tiros en los indios que los seguían, entre los cuales fue uno singular: que como los soldados que bajaban por la cuesta abajo bajasen apresuradamente, uno de ellos cayó, y no fue tan liberal en levantarse como en caer, por lo cual los indios que lo venían siguiendo, con presteza acudieron para tomarlo a manos y llevárselo vivo. El general, viendo este peligro desde lo bajo donde estaba, asestó su arcabuz contra el indio que más cercano estaba ya del español, y fue tan cierto con su tiro que le dio con la pelota y lo derribó, por donde el soldado tuvo lugar de levantarse y seguir a sus compañeros, y los demás indios se detuvieron como helados y espantados de ver caer muerto a su hermano, y no siguieron con el ímpetu que solían a los españoles que bajaban.
Luégo que el general tuvo en lo bajo toda su gente junta y fuera de aquel peligro, aunque tenía mucho indio alrededor de sí, mostrando tenerlos en poco, se sentó a comer y a descansar con sus soldados en una fuente que halló en aquel lugar, de lo cual admirados los indios de ver el menosprecio y poco caso que de ellos se hacía, se pararon a mirarlos sin osar tirarles flechas ni otra arma ninguna, antes muchos de ellos se sentaron en el suelo según lo habían hecho los soldados. Ya que los españoles habían descansado tomaron la otra subida, en la cual había un paso de peña tajada muy peligroso, por el cual habían forzosamente de pasar para salir a lo alto, y en él había muy evidente y notorio peligro, por lo cual le fue necesario a Orsúa encargar la vanguardia a buenos soldados, para que con buena orden y con mafia más que con fuerza, pasasen aquel peligroso paso, en el cual los indios tenían puestos toda su esperanza, y les parecía que si allí no mataban los españoles que en ninguna parte tendrían victoria de ellos. Subieron los soldados a quien fue encargada la vanguardia, y en todo guardaron la orden que el general les dio, con la cual salieron a lo alto sin recibir daño ninguno, y fue que al tiempo que se acercaron a la peña, los arcabuceros se pusieron en parte donde con sus arcabuces señoreaban lo alto de ella, de donde los indios les podían ofender, y contra aquel lugar tiraban sus pelotas, de suerte que ninguno se ponía allí para ofender a los que pretendían subir, que no fuese ofendido, y así eran ojeados; y los demás soldados, subiendo con la presteza y ánimo que el riesgo y trabajo en que estaban lo requería aquel peligroso paso, subieron a lo alto, de donde todo punto echaron los indios y tuvieron lugar de subir seguramente toda la más gente.
Puestos todos los españoles en lo alto y cumbre de la loma, comenzaron a caminar por ella adelante la vía de su alojamiento, y los indios a ir tras de ellos siguiéndoles, y como vían que con los arcabuces los ojeaban y no podían llegar a hacer el daño que querían y pretendían, comenzaron a dar voces y a decir que cesase el tirar de los arcabuces, que ellos querían hablar con el capitán. Hicieron los soldados alto por ver qué querían los indios o pretendían, los cuales enviaron un indio con seis piñas al general, diciendo que le enviaban aquel presente, que comiese por las muestras que había dado de capitán valiente, y que con tan pocos soldados se había escapado y defendido de sus manos; y con esto se volvieron los indios a sus rancherías, y el general y los demás españoles prosiguieron su camino y se volvieron a su alojamiento.
Quedó de esta vez el general Orsúa muy maravillado y admirado de la baaudancia3 y ostinación con que los indios habían peleado con él y lo habían seguido: según las cosas hicieron, decía que más le parecían demonios que hombres.
Capítulo tercero
Cómo el general Pedro de Orsúa evitó cierta traición que los indios muzos le ordenaron, y cómo pobló la ciudad de Tudela de Navarra.
Pasadas estas cosas, el general y sus españoles se estuvieron algunos días sin hacer salida, por no usar de la severidad que era menester con los indios para castigarlos y domarlos y traerlos a su amistad; porque como los indios es gente que pocas veces viene a lo bueno sin haber primero pasado por lo malo de la guerra, jamás por requerimientos ni amonestaciones ni otras exhortaciones que les había hecho, habían querido venir a la amistad de los españoles; y viendo los indios que los soldados no se dividían ni les daban ocasión que les pudiesen hacer algún daño, acordaron ellos urdir una cautela y traición, para con ella hacer el mal que pudiesen a los nuestros, y verdaderamente lo hicieran y muy mucho con lo tenían ordenado, si Dios todopoderoso no permitiera que su traición fuera descubierta y en ella misma castigada su maldad, lo cual pasó de esta manera:
Juntáronse todos los indios de aquella comarca, que eran muchos en número, con desinio de hacer su hecho muy a su salvo, y enviaron seis indios a los españoles y a su general a decirle que ellos estaban ya cansados de tolerar los daños de la guerra, y que deseaban vivir en ocio y en quietud y servirles amigablemente; que los recibiese en su amistad, y que por principio y señal de paz ellos todos de conformidad les querían hacer una sementera muy grande, de que los españoles tuviesen el maíz que hubiesen menester para su sustento, sin que les fuese necesario írselo a tomar ellos, y que para que los indios acudiesen a cavar y sembrar les señalasen el sitio y lugar donde querían que la labranza se hiciese, porque el sexto día acudirían todos a la labor. El general, ignorando el doblez y malicia de estos bárbaros, recibió mucha alegría la gente e mensajeros que con esta embajada le venían y aceptó la paz y amistad que le ofrecieron; y para más atraer a sí el ánimo de estos y de los demás indios, dio a los mensajeros bonetes colorados y camisas y otros rescates con que los contentó mucho, y tomándolos a enviar les dijo que para el día que habían señalado acudiesen a cierta parte que les señaló, donde había un poco de arcabuco o montaña, y que en lo raso que por allá cerca había, que era tierra cultivada, harían la sementera. Los indios se fueron, y el general quedó muy confiado de que el trato era sinceramente hecho, y que no habría otra cosa más de lo que allí se había concertado, y así pensaba meterse descuidadamente entre los indios a asegurarlos y por esta vía hacerles perder el ánimo, si alguno tenían.
Estando en esta esperanza y con esta confianza sucedió, permitiéndolo Dios, así porque el daño que a los españoles les estaba aparejado no hubiese efecto, que se soltó de poder de los indios muzos que eran en este conciliábulo, una india mosca que tenían cautiva, y se vino derecha a donde los españoles estaban alojados, y descubrió el concierto y trato que los indios entre sí tenían ordenado y hecho para matarlos a todos. El cual era emboscarse la mayor parte de ellos entre el arcabuco que estaba junto a la labranza que se había de hacer, y los demás hacer ostentación y muestra de que querían cumplir lo que habían prometido, y en entrando los españoles entre ellos, que no podían dejar de entrar descuidadamente, cogerlos en medio y matarlos a todos, como en efecto lo hicieran. De todo esto fueron frustrados los indios, de manera que su intento no hubo efecto.
En este tiempo parecióle a Pedro de Orsúa que para que los soldados se animasen a mejor sufrir y tolerar los trabajos de la guerra, con la esperanza de permanecer en aquella tierra, que sería cosa acertada y aun muy necesaria, poblar; y queriéndolo efectuar, juntó todos los soldados que consigo tenía; díjoles lo que pretendía hacer; a todos les pareció bien y cosa muy acertada, y para que la poblazón tuviese más fuerza y vigor ellos mismos se lo pidieron y requirieron. Orsúa lo efectuó, y en el caso hizo ciertas ceremonias que acostumbran hacer los pobladores de nuevas colonias en estas partes de Indias, según que en diversos lugares de esta Historia lo tengo referido, que son, subirse el capitán sobre un caballo, armado de todas las armas que tiene, y allí, delante de todos los soldados y gente que consigo lleva, dice en alta voz que él quiere en aquel sitio o lugar poblar un pueblo o ciudad en nombre del rey de Castilla, cuyo súbdito y vasallo es. Si hay presente alguno que pretenda repunárselo y contradecirselo, que salga allí a defendérselo y estorbárselo por su persona y armas, y a combatirse con él sobre ello. Hecho y dicho esto, y visto que no hay contradicción alguna se apea de su caballo y allí dice que funda y asienta y hace principio de un pueblo o ciudad en nombre del rey, y se aposesiona en él como cosa perteneciente a la corona real de Castilla, y en señal de posesión echa mano a su espada y por aquel campo tira tajos y reveses, cortando árboles y lo que por delante topa, y luégo, en medio de este sitio y plaza del pueblo, ha de ser hincado un madero grueso por rollo o picota, donde dice y manda que sean ejecutadas las justicias que los ministros del rey mandaren hacer contra los delincuentes y malhechores. Luégo nombra dos alcaldes y ocho regidores y un procurador de ciudad, y un mayordomo, y un alguacil, en quien quedó todo el gobierno de la república, y éstos son mudados cada un año, por el día de Añonuevo, primero de enero.
Hace luégo traza del pueblo de la manera y orden que ha de ser edificado, y conforme a la traza que se hace señalan a todos los vecinos por su orden solares, dando el primero a la iglesia y luégo al capitán y luégo a las otras personas principales, de suerte que conforme a la traza que se hace queda el pueblo fundado; y así se van edificando en él por sus cuadras, que son unos cuarteles cuadrados divididos en cuatro partes iguales, y por cada frente del cuartel queda una calle, y las cuatro partes del cuartel son cuatro solares, y éstos se dan a cuatro personas o a dos, como quieren, y así se van dilatando y extendiendo la poblazón del pueblo o comarca de la plaza, que también es cuadrada, y es una cuadra de cuatro solares con sus calles, que de ella salen, que son ocho calles, dos por cada esquina, por donde muy acomodadamente se gobierna y anda y manda todo el pueblo.
De esta manera el general Pedro de Orsúa, en el propio sitio donde estaba alojado, pobló, y con estas propias ceremonias la ciudad que llamó Tudela de Navarra, cuya fundación fue muy regocijada y solemnizada por todos los españoles que estaban presentes, según es costumbre.
Capítulo cuarto
Cómo el general salió con algunos españoles de la tierra de los muzos a dar cuenta de lo que había hecho a la Real Audiencia, y cómo los oidores le mandaron que volviese a entrar acabar de pacificar la tierra de los muzos.
Poblada ya la ciudad de Tudela de Navarra y dada orden en las cosas que a él pareció que eran necesarias para su perpetuidad, acordó el general Pedro de Orsúa salir de la tierra a dar cuenta a los oidores que lo habían enviado, de lo que había hecho; y dejando en el pueblo la orden que les pareció ser necesaria para que los indios, que todavía se estaban de guerra, no ofendiesen ni damnificasen a los españoles y soldados que en el pueblo quedaban, tomó consigo treinta compañeros, y con ellos se vino la vía de Santafé, donde al presente estaban los oidores, los cuales, habida relación de todo lo que en Muzo había pasado y pasaba, tornaron a rogar a Pedro de Orsúa que se volviese a su pueblo que había poblado, aprobando y dando por bueno todo lo que en él había hecho, pareciéndoles que si el propio que lo pobló no asistía en él y procurando sustentarlo, que no sería perpetuo, por la gran soberbia y obstinación con que los indios se defendían y procuraban ofender a los españoles; y asímismo le rogaron y encargaron que, pues tenía copia de gente consigo para volver a entrar en los muzos sin peligro, que fuese bojando los términos y confines de los muzos y moscas, y visitando por esta vía la tierra para mejor ver y entender lo que en ella había, prometiéndole de nuevo que en premio y gratificación de lo que en esta jornada había trabajado y adelante trabajase, que luégo que tuviese la tierra pacífica y quieta, le darían la comisión y facultad que le habían prometido de la jornada del Dorado.
El general, con esta confianza, y por complacer a los que le eran superiores y le podían hacer bien y mal, hubo de volver a entrar en los muzos con los soldados que había sacado y con otros que de nuevo se le juntaron, rehaciéndose de nuevas municiones de pólvora y plomo y otras cosas necesarias para la guerra; y así volvió a principiar su jornada, que de nuevo le era encargada, por aquella parte por donde los indios llamados panches confinan con estos muzos, y desde aquí fue bajando, casi en círculo redondo de medio arco, la tierra de los muzos por desta banda de Santafé y Tunja, por donde le sucedieron algunas guazabaras y peleas con los indios muzos, que siguiendo la natural inclinación de sus belicosos ánimos, le salían en mucha cantidad al camino a estorbarle el pasaje, y le iban de ordinario siguiendo y dando caza y alcance en la retaguardia, donde ni le aprovechaba a Pedro de Orsúa emboscadas ni otros embustes y celadas que los hacía, en que mataban muchos de los que en su seguimiento venían, porque cada día se juntaban más indios y los iban siguiendo con mayor obstinación. Y entre otros saltos que en los bárbaros hicieron, fue uno el que diré, que en parte fue gracioso embuste de parte de los españoles y avisado de parte de los indios, sino que al fin pagaron.
Iban un día en seguimiento de los españoles muy gran número de indios, ofendiéndolos y dándoles caza y grita, la cual ellos hacían sin recibir mucho daño, porque la aspereza y agrura de la tierra les era muy apta y acomodada para conseguir su pretensión, y acaso, aunque temprano, llegaron a un pedazo de tierra llana, la cual les pareció a Pedro de Orsúa aparejada para hacer salto en los indios, y así, aunque contra voluntad de algunos soldados, se alojó allí aquel día. Los indios estuvieron desviados a la mira, porque aquel lugar no les parecía acomodado para su provecho, donde Pedro de Orsúa, antes que amaneciese, emboscó toda la más de la gente de pie y de a caballo que consigo traía en distintos lugares, y para que los indios que acudiesen al alojamiento, como suelen, a ver si se les había olvidado algo, tuviesen en qué se ocupar y entretener, de suerte que se llegasen y juntasen muchos, hizo, por consejo de Farfán, soldado de su compañía, cortar las piernas a dos puercos de los que consigo llevaban y dejarlos allí, en el propio alojamiento, entre los ranchos; y luégo que fue de día, el carruaje comenzó a marchar con solos quince soldados que hiciesen muestra y cuerpo de guardia a los indios que llevaban el bagaje.
Los muzos, que ya a esta hora estaban puestos por los altos espiando cuando los españoles se apartasen del alojamiento, para bajar a buscar los ranchos y a quemarlos, echaron dé ver en la gente que iba marchando y vieron que de los del día antes habían visto faltaba un caballo blanco, y en reconociendo esto sospecharon la celada que les quedaba puesta y comenzáronse a dar voces los unos a los otros y a decir en su lengua: teneos, no bajéis, que esos bellacos quedan ahí escondidos para matarnos, porque ayer iba con esta gente un caballo blanco, y ahora no va aquí. Con estas voces no hubo indio que osase bajar, y así se estuvieron gran rato del día, hasta que vieron que no había ninguna bullición ni murmullo de gente, ni la podían descubrir, porque estaban los españoles emboscados en lo hondo de un arroyo montuoso o arcabucoso que cerca de la ranchería estaba, donde no podían ser vistos de los indios si no fuese entrando en el propio arroyo; y con esta confusión, y como vían andar los puercos jarretados por el alojamiento, tomábales muy gran codicia de bajar, y por otra parte, como he dicho, el temor refrenaba su deseo y apetito, hasta que, finalmente, enviaron dos indios de poca estimación que se acercasen al alojamiento y reconociesen y viesen si había gente escondida, y enviaron estos dos indios de quien hacían poco caso porque si los españoles los matasen no ganasen en ello ninguna honra.
Los dos indios se acercaron al lugar donde los españoles habían estado alojados, y como no vieran ninguna gente más de aquellos dos puercos jarretados, aunque lo habían mirado y buscado muy bien, comenzaron a dar voces y a llamar muy apriesa la gente que a la mira estaba, y a decirles que bajasen sin temor ni recelo a gozar de la presa que entre las manos tenían. Los indios y gente que a la mira estaba, oídas estas palabras y certificación que se les daba, comenzáronse arrojar por aquellas sierras abajo y acercarse con gran vehemencia y presteza a la ranchería. El general se estuvo quedo con los demás españoles que estaban puestos en el salto, y luégo que vieron que había bajado gran cantidad de indios a lo llano y que estaban puestos en lugar donde podían ser ofendidos, salieron a ellos los españoles de la una emboscada y comenzaron a herirlos y hacerlos huir hacía donde los demás soldados estaban emboscados, donde eran recibidos con la propia furia que los demás soldados habían arremetido; y allí fueron muchos indios muertos y descalabrados, de suerte que trajeron bien a su costa los acometimientos que el día antes habían hecho en los españoles y en su retaguardia, sin que ninguno de los soldados recibiesen notable daño ni muriese en esta arremetida, donde los indios quedaron tan castigados y escarmentados con la burla que se les hizo, que después por todo el camino que de allí al pueblo de Tudela había, nunca más acometieron ni siguieron a los españoles.
Llegado Orsúa al pueblo, se ocupó algunos días en pacificar la tierra y en hacer por su persona algunas salidas a unas y a otras partes, así de noche como de día, pretendiendo por una vía o por otra, por rigor atraer a sí a la amistad de los españoles aquellos belicosos indios, donde mediante su industria y trabajos algunos indios de los que estaban más cercanos al pueblo vinieron a dar la paz y a recibir, más con violencia que con amor, el amistad de los españoles que por extremo ellos aborrecían y deseaban ver fuera de su tierra y muy apartado de sus polazones.
Capítulo quinto
Cómo el general Orsúa se tornó a salir de Muzo y con su salida se despobló el pueblo o ciudad de Tudela. Escríbese cómo después fue poblada esta tierra y hoy permanece el pueblo que en ella se pobló.
Era grande el anhelar que Pedro Orsúa tenía por emprender y hacer la jornada del Dorado, y así no tenía ningún reposo consigo ni podía sosegar ni entrar por la tierra de Muzo, y así procuró darse toda la priesa que pudo a pacificar los rebeldes, por volverse a salir con título de que ya había hecho lo que le había sido encargado y mandado por los oidores, para que ellos no tuviesen ocasión de negarle la jornada que le habían prometido; pero por mucho que trabajó y anduvo y trasnochó, como poco ha dije, jamás pudo pacificar sino los menos, y esos de paz no firme ni estable, sino como suelen decir muy de sobre peine; y como tenía tan fijos sus desinios en salir a principiar la otra jornada que tan caro le vino a costar, dejó la tierra en el estado que dicho, y encargando el gobierno de ella y del pueblo a los alcaldes ordinarios, se salió a Santa Fe con muchos amigos que allí tenía, muy buenos soldados, no embargante que todos los vecinos de aquel pueblo y personas en quien los indios estaban encomendados reclamaban, contradiciéndole la salida, pues con ella estaba claro que el pueblo se había de despoblar y no se había de sustentar, y aunque para impedirle esta jornada los vecinos hicieron todo lo que si fue, así por vía de amistad y ruegos como por autos y requerimientos, poniéndole por delante lo que tocaba al servicio del rey y sustento de aquel pueblo, todo fue de ningún efecto, porque haciéndose el general sordo a todo, se hubo de salir y desamparar los que con tanto trabajo de sus personas habían echo y trabajado, y aunque esto está ya escrito en el lugar que he referido, no dejaré de decir aquí, aunque me detenga un poco, el suceso de esta ciudad de Tudela de Navarra, y aun el que hoy tiene la provincia, en breves palabras.
Luégo que el general se salió y los indios sintieron su ausencia y salida, comenzáronse a rebelar de todo punto, como antes lo estaban, y aun venían con gran desvergüenza en cuadrillas y manadas a ponerse sobre el pueblo, y a dar gritas y aun hacer algunos acometimientos a los españoles, los cuales, por haber quedado pocos en número y mal pertrechados de pólvora y plomo y de las otras cosas necesarias al sustento de la guerra, no osaban ni podían salir a resistir ni echar de sí a los enemigos, y lo que peor era, no eran parte para ir a buscar maíz por las poblazones comarcanas al pueblo, y así vinieron a padecer necesidad de pan, porque todavía les había quedado ganado de puercos y vacas para algunos días.
Los soldados y vecinos, viéndose opresos y molestados con tan peligrosa carga y multitud de enemigos como cada día sobre sí tenían, que claramente les era manifiesto y notorio que si con alguna imprudente obstinación pretendiesen sustentarse en aquel pueblo por conservar la memoria de la fundación, que se ofrecían y ponían en las manos de sus enemigos, en peligro de perecer allí entre los indios neciamente, donde fuera más perpetua la temeridad de su locura que la fama de lo que en ello hiciesen entre los españoles, si por sustentar el pueblo los matasen los indios, acordaron de común consentimiento salirse todos de noche, con lo que pudiesen sacar, porque de día pudiera ser que los indios lo estorbaran la salida, y aun les hicieran harto daño; lo cual pusieron en efecto con todo cuidado, saliéndose de noche del pueblo con mucho silencio y quietud, de suerte que hasta que fue de día, que los indios los vieron, no fueron sentidos; pero entonces se juntaron y los fueron siguiendo como a gente que ya iba de huida, donde Diego García de Paredes, natural de Plasencia, que fue maestre de campo del rey contra el amotinado Aguirre y le cortó la cabeza, hizo un hecho tan animoso como generoso.
Entre los demás soldados y gente que de Muzo salían y a 1 un pobre hombre que sacaba unas vaquillas para su vivienda, que no tenía otro posible, y en algún tiempo eran de algún valor. Este hombre, viejo, viendo que los indios le venían dando caza y que por conservar su ganado iba a peligro de ser muerto, y que de los demás soldados era poco socorrido, encomendose en este Diego García de Paredes, rogándole que por amor de Dios no lo desamparase. Diego García tomó con tanto coraje y tan determinadamente la defensa de este pobre hombre, que determinó quedarse con los amigos que le quisieron acompañar en la retaguardia de todos, donde los indios iban haciendo algún daño; y temiéndose Diego García que el caballo no fuese instrumento y causa de hacer alguna cosa indigna de su valor y nombre, porque confiado en su ligereza no volviese las espaldas a los enemigos, le cortó allí las piernas y le dejó dejarretado en el camino, y él se fue poco a poco a pie con sus armas a cuestas, deteniendo con singular valor suyo y de sus compañeros la furia de los bárbaros que los venían siguiendo con mucho brío, y así salieron peleando de continuo de toda la tierra de los muzos, lo cual fue causa de grandes daños que después estos indios muzos hicieron en sus comarcanos y aun pusieron en condición toda la demás gente del Reino de alzarse, por lo cual después, por el año de sesenta, fue proveído el capitán Luis Lanchero para la pacificación de esta tierra. Entró en ella con gente española y con mucha munición de arcabucería y perros, hizo muy grandes castigos en la tierra, pobló cerca en de Pedro de Orsúa había poblado a Tudela de Navarra, otro pueblo que llamó la ciudad de la Trenidad de los Muzos, que hoy día permanece, aunque con continua guerra que siempre los indios hacen a los españoles y harán mientras duraren, donde se han descubierto, cerca de lo propia ciudad, muy ricas minas de piedras verdes, que llaman esmeraldas, de gran estimación y valor, porque se han sacado de estas minas muy muchas piedras esmeraldas que han valido muy gran suma de dineros. Hanse descubierto asímismo ricas minas de oro fino, y esperan labrarlas con otras de plata que andan rastreando; y demás de esto se ha poblado en esta provincia de los muzos otro pueblo que llaman la villa de La Palma, por la parte que los muzos confinan con los indios panches.
La causa de ser tan prolija y turadera la guerra de estos indios, dejado aparte sus bríos y obstinación con que pelean, que es mucho, porque en el Reino no se hallado nación que en esto llegue a ellos, lo más principal es la yerba fina de que usan, con la cual hacen toda la guerra, porque todos los lugares y caminos y comidas y árboles frutales y lugares de cualquier suerte que sean donde españoles puedan llegar e presuman que llegarán, todo lo ocupan con puyas untadas con esta yerba, con las cuales se pican o lastiman de suerte que hagan sangre, es dificultosa su sanidad y cura, que todos los más mueren rabiando y despedazándose y haciendo visajes y personajes con los ojos y con la boca y con todo el cuerpo, y les da unos recios temblores y parasismos con que espantan y atemorizan a los que los ven, y si algún herido de esta yerba escapa, es mediante la gran carnicería que en el luego incontinente que es herido se hace, cortándole toda la carne que la yerba va atocando, hasta que no le quede cosa tocada, y así un solo indio y una sola vieja suelen hacer guerra a muchos españoles con solo ocuparles los caminos y pasos con puyas; y con esta ayuda de yerba que los indios tienen, permanecen en sus rebeliones o las mueven cada vez que quieren y les parecen, y si esto no tuvieran muchos años ha que estuvieran ya pacíficos y aun muy humildes.
Mas según de pocos años a esta parte ha dado esta tierra muestra de rica de esmeraldas y oro y plata, se puede con muy gran razón decir por ella que las cosas muy preciadas no se han ni alcanzan sino con mucho trabajo y gasto, porque demás de lo que en pacificarla han trabajado los españoles y lo mucho que en mi pacificación se han gastado en dineros, en diversas veces que en ella han entrado, es cosa cierta que han muerto los indios más de doscientos españoles, parte de los cuales ha tomado a manos, y vivos, con crueldad de bárbaros, los han despedazado y sepultado en sus vientres, porque es gente toda ella que comen la carne de los enemigos que matan en la guerra o por otra vía.
Capítulo sexto
En el cual se escribe cómo el general Orsúa fue proveído por los oidores que fuese a pacificar la tierra de Santa Marta y lo que sobre el hacer esta jornada le sucedió.
Al tiempo que el general Pedro de Orsúa se salió de Muzo, había venido los oidores de cómo2 los indios de las sierras de Santa Marta tenían puesta en gran trabajo a la ciudad de Santa Marta, poblada en las riberas de la mar del Norte, y de muy antiguo origen en las Indias; y como estaba a su cargo el gobierno de aquella ciudad, determinaron de enviar quién la remediase y socorriese, pacificase y poblase aquellas sierras, muy pobladas de muchos y belicosos naturales; y por haber a esta sazón salido Pedro de Orsúa de Muzo y ser capitán afable y bien quisto, habláronle sobre ello, rogándole que aceptase la jornada y pacificación de aquellas sierras y gentes de Santa Marta, y que le darían todo el auxilio y favor necesario para ello.
A Orsúa se le hizo muy pesada esta jornada por tener, como tenía, sus desinios puestos en el Dorado, pero húbola de aceptar por la obligación que tenía de servir al rey y de agradar y contentar a los que se lo mandaban y rogaban, los cuales le dieron todos los poderes y provisiones necesarios y le favorecieron en todo lo demás que fue menester. El general Orsúa quisiera bajar copia de soldados del Reino para hacer su jornada, por ser gente ya cursada y experimentada en aquella milicia, pero no los halló, o los soldados no lo quisieron seguir, porque tenían ya noticia de la maldad de aquella tierra y de los moradores de ella, a quien otras muchas armadas de españoles nunca habían podido domar ni humillar, antes siempre se habían retirado por fuerza y con pérdida de muchos españoles, y así se están hoy por poblar.
A Orsúa le fue necesario bajarse a Santa Marta con unos pocos amigos, que más por su contemplación que por otro ningún interés le quisieron seguir, con los cuales llegó a la ciudad de Santa Marta, donde halló que la gobernaba y administraba la justicia el capitán Luis de Manjarrés, y el general se dio la priesa que pudo a juntar gente, aunque poca, porque acudían muy pocos soldados a Santa Marta; y andando en el fervor de su jornada, los indios de las faldas de las sierras más cercanos a Santa Marta, tuvieron noticia de lo que Pedro de Orsúa estaba haciendo en Santa Marta, y de cómo pretendía entrar presto la tierra adentro, y por reservarse de algún daño que en lo futuro se les podía hacer y acreditarse con el general, le vinieron de paz, ofreciéndosele en su amistad y a seguirle y ayudarle en todo que les hubiese menester. Holgose mucho Orsúa con la amistad y paz de estos indios, y aceptando sus ofrecimientos los tomó a enviar a sus casas, porque los soldados que en Santa Marta se habían juntado eran muchos para lo poco que aquel pueblo mísero y falto de todo género de mantenimientos podía sustentar, determinó enviarlos delante para que en ciertos pueblos de indios amigos se entretuviesen y comiesen; y haciendo caudillo de los que enviaba, que eran cincuenta hombres, a Hernando Álvarez de Acevedo, que después fue vecino de Tamalameque, ciudad poblada en las riberas del Río Grande de la Magdalena, enviolos a Guajaca, pueblo de indios amigos, que estaba en el camino que para subir a la sierra habían de seguir, en el cual lugar se había de juntar toda la demás gente que en la jornada había de entrar, y les mandó que sin hacer daño a los indios de Guajaca ni a los demás comarcanos, se ocupasen en ver aquella parte de la sierra que a ellos estuviese más cercana, y aderezasen los pasos que hubiese malos y peligrosos para los caballos; y así se fueron estos españoles con Hernando Álvarez, su caudillo, a Guajaca.
El general Orsúa se quedó en Santa Marta con el capitán Manjarrés y con Lidueña, su hermano, para juntar la más gente que pudiesen e irse hacer su jornada en el tiempo que tenían ya señalado; el cual llegado, Orsúa persuadió a Manjarrés que con los soldados que allí tenía juntos, aunque pocos, fuesen en seguimiento de Hernando Álvarez y diesen principio a su jornada. El capitán Manjarrés estaba muy fuera de hacer lo que Orsúa pretendía, y no sólo no tenía voluntad de seguirle, pero de dañarle y estorbarle la jornada para que no saliese con ella, y así se excusó de no salir con Pedro de Orsúa, diciendo que estaba falto de algunas cosas necesarias a la guerra, las cuales él quería proveer antes de salir de Santa Marta y llevarlas por delante; que se fuesen Orsúa y su hermano Lidueña y que él los seguiría y alcanzaría en el camino.
Con esto y otras palabras urbanas de que Manjarrés era muy copioso, que el general Orsúa le oyó decir, no conociendo ni entendiendo sus fingidos y doblados tratos, se partió con entera confianza de Santa Marta con hasta treinta hombres, y entre ellos Lidueña, hermano de Manjarrés, y caminando por tierra de paz sin hacer daño ni recibirlo, llegó a la poblazón de Origua, donde se determinó de esperar al capitán Manjarrés; y porque la gente y soldados que con el capitán Hernando Alvarez había enviado y estaba en Guajaca esperándolo no intentase alguna novedad con su tardanza, acordó darles aviso de su ida, y para esto despachó al capitán Lidueña con diez soldados que fuese a Guajaca y tomase en sí la gente y gobierno de ella y les diese aviso de lo que pasaba y de su ida y cuán propincua estaba su llegada aquel lugar.
Lidueña fue a Guajaca, y hizo con todos los españoles todo lo que le fue mandado, y Pedro de Orsúa se quedó en Origua esperando a Manjarrés, el cual con fingidas y cautelosas cartas que cada día le escribía, haciéndole cierta su partida, le entretuvo más tiempo de dos meses, dándole a entender que un día o otro sería con él en Origua, todo según fue muy público entre los españoles, a fin de que, entreteniéndose Pedro de Orsúa con sus soldados mucho tiempo entre aquellos pueblos, que eran de naturales velicosísimos y de ánimo indómitos y soberbios, les diese ocasión a que tomando las armas viniesen sobre él y le desbaratasen, para después intentar él hacer esta jornada, o a lo menos con esto se oscureciese la gloria que en la fama del general Orsúa se había divulgado, de que por su buena fortuna y de mucho ardiz y disciplina de guerra, saldría con la guerra de aquellas sierras y las poblaría y domaría los naturales de ella, lo cual tenían muchos pronosticado a Orsúa, pero su pronóstico fue al revés, porque estando Pedro de Orsúa en esta espera de Manjarrés con hasta veinte hombres, fuele necesario que los españoles se dividiesen a buscar comida a pueblos de paz que estaban entre Santa Marta y Origua, cuyos naturales, viendo esta ocasión de ver desmandados los soldados por su tierra, juntáronse y tomando las armas en la mano, dieron en ellos y mataron los más. Algunos de los cuales, que eran sueltos y ligeros peones, poniéndose en huida, escaparon de las manos y crueldad de los bárbaros, y aportando a Santa Marta dieron aviso a Manjarrés de lo que les había sucedido.
Manjarrés, que ninguna cosa le debió de pesar de este mal suceso, pareciendo que ya Orsúa no podría salir con su intento y que estaría descuidado de esto, por haber acaecido apartado de donde él estaba alojado, determinó darle aviso, porque revolviendo los indios las armas contra él no lo hallasen descuidado y así lo matasen. Escribió una carta dando en ella noticia de lo que pasaba e habían hecho los indios con los que salieron a buscar comida, y avisándolo que al momento se retirase si no quería ser muerto con los que le acompañaban. El mensajero camino toda lo noche y fue antes de amanecer a donde Pedro de Orsúa estaba, y diole la carta y aviso que llevaba.
Los indios de la tierra, como mataron en sus pueblos los españoles que habían ido por comida, luégo se determinaron de ir a dar sobre el general Orsúa y los que con él habían quedado, y juntándose todos amanecieron sobre el alojamiento de los españoles al tiempo que Pedro de Orsúa estaba leyendo la carta y avisos de Manjarrés, bien descuidado del cerco que los indios le tenían puesto; pero como las velas le diesen aviso de la mucha gente que sobre ellos venían, y el general dejase la carta que estaba leyendo, con la presteza que se requería tomó las armas, y lo mismo hicieron los demás soldados, que eran doce; y saliendo a los enemigos, grande número de indios contra doce españoles, que eran más de seis mil indios, comenzaron a pelear con ellos con valor de españoles, a los cuales ayudó mucho seis arcabuces que tenían y munición de pólvora con que hacían gran daño en los indios, porque casi no perdían ni erraban tiro, que todos los empleaban en los enemigos y mataban muchos de ellos, con que los ojeaban y hacían que no llegasen a tomar a manos a los españoles, pero de fuera era innumerable la flechería que sobre ellos echaban, aunque con ella no les hicieran daño ninguno, y así pelearon todo el día hasta que la noche los apartó y dividió, sin que recibiesen ningún daño los nuestros.
Los indios, temiendo que los españoles, con el amparo y oscuridad de la noche, no se les fuesen dentre manos, pusieron muy escogidas guardas en los pasos y caminos por donde entendían que los españoles habían de salir, de suerte que por aquellas partes era imposible salir ninguno sin ser sentido y muerto de los indios. El general viendo y entendiendo esto, propuso a los soldados la aflicción en que estaban y díjoles si alguno sabía de algún escondido camino por donde aquella noche pudiesen salir, porque si allí esperaban, el día siguiente era imposible escapar de las manos de los enemigos, porque con el trabajo de aquel día estaban todos muy cansados y debilitados para sufrir la guerra del siguiente. Zúñiga, soldado diestro en aquella tierra, se ofreció de guiar por un camino que pasando casi por medio de las poblazones de los indios sin ser sentidos, saldrían a tierra de paz si con presteza y diligencia le siguiesen y se animasen a sufrir el trabajo del caminar toda la noche. Todos los españoles mostraron ánimo de tolerar aquello y mucho más, y tomando en medio dos mujeres españolas que allí tenían, que con ánimos varoniles habían hecho gran ostentación en la guerra de aquel día, se dieron a caminar por donde Zúñiga los guiaba toda la noche, llevando el general la retaguardia, para que no se le quedase ningún soldado ni persona atrás, y atravesando por las poblazones de los indios sin ser sentidos, porque tenían los bárbaros puestos los ojos en otros caminos apartados de allí, fueron amanacer el general y sus soldados a los llanos de fonda, tierra ya segura, donde toparon al capitán Manjarrés con algunos soldados y vecinos de Santa Marta, que con esta fingida ostentación y perezoso e tardío socorro, les venia a socorrer para más simulación de su dañada intención, y así se volvieron todos juntos a Santa Marta.
Capítulo sétimo
Cómo Lidueña se salió de Guachaca al Cabo de la Vela, forzado de los españoles que con él estaban, y el general Orsúa se subió al Reino, donde siendo perseguido de Montaño se pasó a Popayán, y de allí a Panamá 1
Los indios de Guajaca, donde el capitán Lidueña estaba alojado, aunque supieron el alzamiento que los de Origua habían hecho con el general Pedro de Orsúa y contra los que con él estaban, no se alborotaron ni intentaron ninguna novedad contra los españoles, así porque eran más número de gente como porque vivían más sobre el aviso y con el cuidado que era menester para entre indios; pero por acreditarse con los españoles y con Lidueña diéronle noticia de que los indios de Guajaca2 hicieron con Orsúa, y de los españoles que le habían muerto, y de todo lo que sobre esto había pasado, como gente que lo sabia bien, porque se creía haberse hallado allí algunos de los propios indios de Origua3 que le daban el aviso; pero con todo esto Lidueña y los españoles que con él estaban se comenzaron a recatar más que hasta allí de los indios y a vivir con dobladas centinelas y cautelas hasta saber certidumbre por otra vía de lo que al general Orsúa le había sucedido, con la cual esperanza se estuvieron allí algunos días.
Mas los soldados, como algunos o los más estaban ya con fastidio de tan larga espera, parecioles buena ocasión la que con la nueva del desbarate de Pedro de Orsúa se les ofrecía para saliéndose de entre aquellos bárbaros, poder parecer dondequiera sin que se les pudiese calumniar ni vituperar con la salida, y así lo efectuaron, que juntándose casi la mitad de ellos, de conformidad se salieron una noche sin dar parte al capitán Lidueña y se fueron al Cabo de la Vela. Los demás soldados que con Lidueña habían quedado, temiéndose el daño que les podía sobrevenir por mano de los naturales de aquella tierra, que eran muchos y no menos belicosos que los de Guajaca, comenzaron a perseguir y rogar a Lidueña, su capitán, que saliesen de entre los indios y siguiendo las pisadas de los demás fuesen al Cabo de la Vela. Lidueña era hombre piadoso y humano y que se le hacía cosa muy dura y grave dejar entre aquellos infieles doce o trece españoles que por su enfermedad y flaqueza no podían caminar ni él los podía llevar consigo, por lo cual excusaba su salida con el mejor color que podía, unas veces rogando a los que le importunaban la retirada, que esperasen a que aquellos enfermos estuviesen para poder caminar o a que les viniese algún socorro de Santa Marta, con que los pudiesen socorrer, y otras veces disimulaba pasando en silencio los clamores de los soldados que esto rogaban e importunaban muy ahincadamente, y tanto fue su entretenimiento y dilación por estas causas que los soldados, deseando verse libre y salvos del peligro en que estaban, y pareciéndoles que era más contracaridad estar su gente al peligro propio que con inciertas y dudosas esperanzas esperar a conservar las vidas de unos hombres que por sus enfermedades más parecían estar muertos que puestos para vivir, comenzaron a oprimir a Lidueña y a decirle que si él era tan benévolo que se quería quedar a conservar las vidas a los enfermos con peligro de la suya, que lo hiciese, porque ellos pretendían salirse todos de aquel riesgo y ponerse en salvamento.
Lidueña, conociendo que lo que los soldados decían estaba ya a punto para cumplirlo y partirse al Cabo de la Vela, con ruegos los hizo entretener, y juntándose todos los enfermos en un bohío o casa, que como he dicho eran doce o trece, y dejándoles allí todo el mantenimiento que tenía, y dándoles entera esperanza de que luégo enviaría un bergantín del Cabo de la Vela por ellos, llamó al principal o principales de aquel pueblo donde estaban y les dijo y rogó que no matasen aquellos enfermos, sino que los conservasen en vida, porque él enviaría luégo un bergantín por ellos, y dejándoles también a los españoles enfermos algunos indios e indias ladinas que les sirviesen, se partió con los españoles que como de camino lo estaban esperando.
Se fueron la vía del Cabo de la Vela, dejando en aquel alojamiento y pueblo de Origua4, demás de los españoles dichos, todo el carruaje, aderezos y pertrechos de guerra, ropas de su vestir y del general Pedro de Orsúa, que según afirmaron era de harta estimación y valor.
Los indios, no sólo se apoderaron de todo esto, pero en apartándose Lidueña de su pueblo, luégo dieron en los españoles enfermos y los mataron a todos a macanazos y flechazos, excepto uno que sintiendo el ruido y tumulto de indios que sobre ellos venía, tuvo lugar de esconderse entre unos cañaverales que por allí cerca había.
Llegado que fue Lidueña al Cabo de la Vela dio noticia a los vecinos de aquel pueblo de la gente enferma que quedaba y había dejado en Origua 5, y rogoles que enviasen un bergantín por ellos, los cuales movidos de caridad, hicieron lo que Lidueña le rogó y enviaron un español con ciertos esclavos a Guajaca con un barco o bergantín, donde llegados que fueron, hallaron ya los españoles enfermos muertos, excepto el que se escondió en el cañaveral, el cual de hambre y la enfermedad estaba ya ciego de los ojos, que ninguna cosa veía, el cual salió a los clamores y voces que los del bergantín daban. El español que iba en el bergantín, usando de crueldad más que de bárbaro, no quiso recoger ni recibir en el barco aquel ciego enfermo, pareciéndole que estaba ya tan cercano a la muerte que no podría escapar con la vida, y así se volvió sin llevarle consigo al Cabo de la Vela, donde sabida la crueldad de que había usado con el pobre ciego, que a la letra parecía lo que Nuestro Redentor Jesucristo dijo de aquel que bajaba de Jericó a Jerusalén, que siendo salteado de ladrones y herido y dejado en el camino, pasaron por él un levita y un sacerdote y otros sin usar de ninguna misericordia, dejándoselo en el camino hasta que el samaritano lo levantó y puso sobre su jumento y usó con él de la misericordia que allí el Evangelista dice.
Los vecinos del Cabo de la Vela, promovidos a gran compasión y caridad del que había quedado vivo y ciego en Guajaca, le daban gran suma de dineros al que lo dejó porque volviese por él con su bergantín y jamás lo quiso hacer, y así pereció allí con los demás.
Volviendo al suceso del general Pedro de Orsúa, donde a pocos días que salió y escapó de las manos de los indios de Origua, se embarcó y se fue al Cabo de la Vela, a procurar e intentar de nuevo juntar la gente para todavía hacer y efectuar su jornada, pero hallolos a todos tan de contraria opinión que ninguno hubo que se le ofreciese a seguirle, por lo cual dio la vuelta al Nuevo Reino, donde ya había cesado la jurisdicción y gobierno de Góngora y Galana, y en su lugar gobernaba Briceño y Montayo6. El licenciado Montaño estaba mal con las cosas del licenciado Miguel Díaz, y aun con las que habían hecho los licenciados Góngora y Galarza, y como cosa que a estos tocaba, diose a perseguir a Pedro de Orsúa, diciendo que le quería tomar residencia de las jornadas que había hecho y de los indios que había muerto, la cual ocasión, como estaba fundada en dañada intención, no creo que bastara ningún género de descargo a satisfacerla, y así, Pedro de Orsúa, luégo que supo esto y entendió la soberbia y severidad de Montaño, procuró apartarse de él, y Montaño a perseguirle, porque como Pedro de Orsúa llegó a Vélez y le certificaron la pretensión e intención del licenciado Montaño, él se fue la vuelta y vía de Pamplona, ciudad que, como se ha dicho, él y Ortún Velasco habían poblado, donde tenía muchos amigos, y allí fue bien recibido y hospedado, hasta que tuvo noticia de cómo el licenciado Montaño enviaba en su seguimiento al capitán Lanchero con cuarenta hombres, para que le prendiese y se lo trajese preso, y Orsúa por evitar algún escándalo que sobre su prisión y defensa se podía mover, se salió de Pamplona y se vino la vuelta de Tunja.
En el camino, riberas de Chicamocha, halló alojado a Lanchero y a la gente que con él iba, de lo cual tuvo aviso de los indios de aquella tierra antes de llegar a donde Lanchero estaba, y así tuvo lugar de pasar sin ser sentido de Lanchero ni de los de su compañía, y entrando como David hizo con Saúl, de noche, por medio del alojamiento de Lanchero, y dejando allí señal de cómo había pasado españoles, se pasó de largo y se fue derecho a Tunja, donde fue bien recibido y hospedado de algunos vecinos de gran virtud a quien su tío, de Pedro de Orsúa, Miguel Díaz había hecho algunos desabrimientos y molestias, los cuales le hicieron todo el placer y servicio que pudieron, dándole de sus propias haciendas lo que hubo menester y quiso; y con esta confianza de amigos el general se pasó con el mismo silencio a la ciudad de Santafé, donde el licenciado Montaño, que lo perseguía, residía, y allí estuvo ocultamente muchos días, sin que Montaño entendiese ni supiese de él cosa ninguna, en los cuales el general Orsúa entendió de todo punto la obstinación en que Montaño estaba de perseguirle y hacerle todo el mal que pudiese, por lo cual el general, siguiendo al proverbio que dice que de la presencia del potente airado se deben apartar los hombres, se salió de Santafé y se fue la vía de la gobernación de Popayán, donde por el puerto que llaman de la Buenaventura, se embarcó en la mar del Sur, y de allí pasó a Panamá, con desinio de pasar a Pirú, donde de los buenos y valerosos pretendía ser más favorecido que perseguido de los malos, como con Montaño le había sucedido.
Esto es lo que al principio de este libro dije, que la fortuna traía a Pedro de Orsúa puesto en balanzas, que una vez estaba la una baja y la otra alta; porque después de esta calamidad veremos presto a Orsúa levantado en alto e ir subiendo hasta la cumbre, de do cayó con mucha facilidad, según en los capítulos de adelante se irá declarando y manifestando.
Capítulo octavo
En el cual se escribe cierto alboroto que en Panamá hubo al tiempo que Pedro de Orsúa llegó allí.
Al tiempo que el general Pedro de Orsúa llegó a Panamá halló que gobernaba aquella tierra, juntamente con la de Nombre de Dios, Alvaro de Sosa, español, persona de gran ser, a quien pocos días antes el marqués de Cañete, don Hurtado de Mendoza, visorrey de Pirú, pasando por esta tierra y gobernación, dio por compañero y lugarteniente, con iguales y bastantes poderes el gobierno a licenciado Fabricio de Godoy, letrado en leyes, hombre de ánimo soberbio y contumaz en seguir su propia opinión, de donde nacieron algunas sediciones, revueltas que aunque son algo fuera de lo que voy narrando las quiero escribir en este lugar, porque se vea el extremo y riesgo en que últimamente estuvo Panamá de perderse y rebelarse, sólo por mandar el marqués incautamente una cosa tan escandalosa como fue dar compañero, sin ninguna causa ni necesidad, al gobernador que el rey y su consejo real habían puesto en el gobierno de esta tierra.
Fue, pues, el caso que el licenciado Fabricio de Godoy tenía particular trato y conocimiento en casa de una doña Catalina, mujer rica en aquella ciudad, a la cual comunicaba como deuda y parienta con muy particular frecuentación; y a la entrada y salida de esta casa, por particular privanza, acompañaba al teniente Fabricio de Godoy un criado suyo muy querido, de quien el hacía toda la más confianza, dándole parte de todos los negocios que entre manos tenía. Este criado del teniente, trató amores con una criada de doña Catalina y los vino a efectuar con ella, de suerte que el mayordomo de aquella casa vino a saberlo, y teniéndolo por cosa de grande injuria y afrenta que en Casa de su señora se hiciese semejante hecho, determinó haber Venganza de esta injuria y tomarla por sus propias manos, y así fue que puso acechanzas al criado de Godoy para cuando entrase en casa de su señora a sus requiebros, donde lo tomó envuelto con la dama, y allí hizo a ciertos esclavos negros que lo atasen y azotasen, y hecho esto muy a su salvo y voluntad, lo soltó y dejó ir libre. Este hombre así afrentado, retuvo en su ánimo su injuria, según los de nobles corazones los suelen hacer, para vengar en público el agravio que en secreto se le había hecho; y un día de gran solemnidad en aquel pueblo, que casi toda la gente se había congregado en el monasterio de San Francisco a oír los oficios divinos, propuso este soldado vengarse, y esperando que todos de tropel saliesen de la iglesia, y entre los demás el mayordomo de doña Catalina que le había afrentado, se llegó a él y le dio con una porra que llevaba, allí públicamente, muchos palos, y echando mato a su espada se fue retirando y recogiendo al monasterio de San Francisco, donde se retrajo.
Esta doña Catalina, sabido este nuevo suceso entre su mayordomo y su contrario, llamó al teniente Fabricio de Godoy, y dándole noticia de lo que había sucedido, le encargó la venganza suya y de su mayordomo. El teniente incontinente se fue a San Francisco, y aunque los frailes tenían cerradas las puertas de su monasterio, las quebró y furiosamente hizo pedazos, apellidando gente para aquel negocio. Entró en la iglesia del monasterio, y sin embargo de la resistencia que los frailes le hicieron, sacó el retraído y lo llevó a la cárcel pública de la ciudad, donde incontinente mandó traer una bestia para sacarlo afrentar por las calles, según lo acostumbran hacer los jueces españoles. El gobernador Alvaro de Sosa tuvo noticia de todo este suceso y de lo que el teniente quería hacer, y luégo acudió a la cárcel y quitando de las manos y furia del teniente aquel hombre preso, y no consintiendo que se le hiciese la injuria y afrenta que se le quería hacer, echó al teniente fuera de la cárcel y dejó en ella algunos hombres y alguaciles puestos de su mano para que lo defendiesen y no consintiesen que de allí fuese sacado por el Fabricio de Godoy ni por otra persona alguna.
El teniente, hinchado y aun casi afrentado de esto que el gobernador con él había usado, comenzó a juntar gente, familiares y amigos suyos, para por fuerza hacer lo que como juez inferior no podía; aunque él no se jactaba ni tenía sino por igual y compañero en el gobierno con Alvaro de Sosa, y así publicaba una confusa copia de poderes que el visorrey le había dado, con la cual asímismo juntaba ocultamente mucha gente, y según se afirma, tuvo en su casa recogidos más de ciento y cincuenta arcabuceros, con el calor y favor de los cuales casi desvergonzadamente se ponía en competencias públicas con el gobernador Sosa, y a desmandar todo lo que él mandaba, y a hacer otras cosas de hombre sedicioso, con que tenía llenos de miedos los ánimos de los mercaderes que en aquella ciudad residían, a los cuales parecía que la desenvoltura y atrevimiento del teniente no podía dejar de parar en una malvada tiranía, y así estaban casi todos a punto para si las cosas viniesen a rompimiento, recoger el oro y plata y cosas preciosas que tenían y retirarse con ello; lugares remotos y apartados, donde pudiesen estar seguros de la desvergonzada cubdicia y avaricia de que comúnmente los soldados suelen usar en semejantes sediciones y revueltas.
Turaron las gritas, de mucho escándalo y peor ejemplo, entre el gobernador y su teniente, más de quince días, sin que viniesen en total rompimiento, porque aunque algunos o muchos soldados y personas ociosas y deseosas de semejantes revueltas se le habían públicamente y ocultamente llegado al teniente para serle favorables en este negocio, toda la otra turba del pueblo daban grandes muestras de estar sus ánimos inclinados a seguir la voz y parcialidad del gobernador, a quien tenían por persona que actualmente representaba el señorío real con lo cual tenían asímismo suspenso el ánimo del teniente para que ya que con loco y ciego atrevimiento quisiese sujetar al gobernador o matarlo, la consideración del no tener copia de gente, para que ya que su persona y honra fuera maculada con el infame título de traidor, pudiese salir adelante con su tiranía y alzamiento triunfando de aquel pueblo y de sus riquezas y de todos los demás que pretendiese atropellar subjetos al rey.
El gobernador Sosa no popaba ni menospreciaba nada la desvergüenza de su contrario, antes temiéndose de alguna traición, siempre traía y tenía consigo gente que lo guardaba, para que en cualquier repentico caso que se ofreciese no fuese tomado ni hallado desapercibido y por eso puesto en la merced y voluntad de su contrario; y así cada cual figuraba a su enemigo de igual poder y cautela, no dando lugar el temor y consideración de estas cosas a que lo que cada cual pretendía se efectuase, que era prenderse el uno al otro.
A estas sediciones se acercó la fiesta del bienaventurado San Francisco, en cuyo día el gobernador, dejando la custodia y guarda que le pareció necesaria y conveniente en el preso, se fue a oír los oficios divinos con toda la mayor parte del pueblo a la iglesia de San Francisco, cuya festividad, como he dicho, se celebraba.
El teniente Fabricio de Godoy, pareciéndole buena ocasión esta para salir con su interés y sacar el preso del poder del gobernador, con algunos soldados y esclavos que con él se hallaron, se fue a la cárcel y con hachas y palancas y otros aderezos que llevaba, comenzó a batir las puertas y a derribarlas, y en efecto, las hizo pedazos. Dentro de la cárcel estaba el alguacil mayor con otros algunos soldados, a quien el gobernador había encargado la guarda y custodia del preso, los cuales con ánimo y valor singular, poniéndose a la puerta, comenzaron a defender la entrada al teniente y a pelear contra él y contra los que seguían su voz y le acompañaban, de los cuales el alguacil mayor recibió una muy peligrosa herida en la cabeza.
Estando las cosas en esta confusión, acudió gente a la iglesia donde el gobernador estaba oyendo el sermón, dando voces y diciendo la revuelta en que el teniente y el alguacil mayor estaban, y por el consiguiente todo Panamá. El gobernador, pareciéndole que no seria tanto el peligro ni tan repentino que después de acabado los oficios divinos no pudiese ser todo remediado y apaciguado, estúvose quedo hasta que el predicador viendo o entendiendo el alboroto que en el pueblo había, dio fin a su sermón, y dirigiendo sus palabras al gobernador le exhortó a que saliese a remediar aquella sedición, y a los demás vecinos y gente que en la iglesia había les dijo cómo debían seguir a su gobernador y favorecer y servir en él al rey; y con esto y otras cosas que allí dijo, salió el gobernador de la iglesia apellidando que todos le siguiesen y diesen auxilio y favor al rey, y usando de aquel común apellido que todos los jueces y ministros de justicia españoles, como poco ha dije, suelen usar diciendo "aquí del rey", al cual apellido es cosa muy averiguada y usada acudir con toda presteza todos los circunstantes de tal suerte que si alguno lo dejase de hacer seria gravemente castigado por ello.
Llegado que fue el gobernador a la plaza y cárcel donde el teniente estaba con su gente peleando con el alguacil mayor y los demás, halló que los que al teniente acompañaban todos estaban armados de lanzas, cotas y montantes, por lo cual luégo mandó apregonar y echar bando, con pena de la vida, que todos los vecinos estantes y habitantes acudiesen a favorecerle con todas las armas ofensivas y defensivas que tuviesen, y así luégo comenzó a llegarse la gente armada e ir en socorro del alguacil mayor, con quien todavía el teniente estaba peleando. Al alguacil, aunque herido, jamás le había faltado brío para defender la entrada al teniente, y en la hora que vio que le venía socorro, aumentándosele el ánimo, se aventajado de entre sus compañeros y acercándose al teniente con una partesana que tenía, le dio un bote con que le pasó la cota que llevaba vestida y le hirió malamente en un muslo, con lo cual y con ver el teniente y los suyos, que serian veinte y cinco hombres, que al apellido del gobernador acudía y se juntaba mucha gente, él asímismo, usando del propio apellido y voz del rey y pidiendo con ella fervor7 a los del pueblo, de los cuales ninguno se le juntaba, se fue retirando y recibiendo los golpes de los que le seguían, hasta meterse en la torre de la iglesia mayor de aquella ciudad, y a irse con los que le habían seguido su opinión. Se defendió por espacio de tres horas, subiéndose alguno de sus compañeros a lo alto y homenaje de la torre o campanario, de donde tiraban muchos ladrillos y piedras a la gente que en la plaza estaba, con que arredraban y apartaban la gente de las puertas y cerca del campanario, con lo cual aquella ciudad estaba tan metida y encendida en fuego de discordia y sedición, que ya todos, de todo punto, tenían puestos los ojos en que de allí había de redundar un cierto motín, pareciéndoles que si al teniente, que tan encendido estaba en ira, se le arrimaban o allegaban algunos sediciosos soldados que en la plaza había, deseosos de semejantes tumultos, que fácilmente saldrían con la victoria de lo que intentasen, porque los más de los mercaderes y los vecinos con ellos, aunque estaban allí con el gobernador haciendo ostentación, tenían los corazones y ánimos más puestos en oyendo llevar fuera de la ciudad sus riquezas y tesoros que en defender con las armas en las manos la opinión de aquel teniente y de los que le siguiesen, porque se hacían cuenta que en tanto que el gobernador con alguna gente pelease con el teniente y sus secuaces, tendrían ellos harto tiempo para asegurar sus haciendas, para el cual efecto muchos tenían prevenidos criados y negros y otros mozos y mozas de sus casas y algunos jumentos que llevasen cargado el oro y la plata y las otras cosas preciosas.
Estando, pues, las cosas en esta confusión y el ánimo del teniente y de los que con él estaban tan lleno de miedo como el de los mercaderes, fueron por mano de personas religiosas y vecinos graves y honrados de aquella ciudad, tratadas paces y amistades entre el teniente y su gobernador, para que la cosa no viniese en el mal y daño que muchos habían pronosticado.
Pretendía ya el gobernador a este tiempo tomar a manos al teniente y hacer justicia de él públicamente y de los que eran de su opinión, porque como de toda aquella gente temerosa del pueblo tuviese cercada la torre donde el teniente estaba, parecíale que por ninguna parte se podían salir sin caer en sus manos, y así menospreciaba los conciertos de la paz; pero como ayudado de su natural inclinación y ánimo generoso, fue por muchos persuadido a ser antes misericordioso y clemente que severo y cruel, fue pacificado todo este alboroto con que entregándose el teniente y los que con él estaban en manos del gobernador, fuesen presos, enviados a España al Consejo Real de las Indias, donde su negocio se viese y determinase conforme a justicia.
El gobernador, después que en su poder estuvo a Fabricio de Godoy, mandó hacer una gruesa jaula de hierro, para dentro de ella, como a monstruo u otro animal feroz, enviar preso al teniente a España; pero también fue rogado e importunado por los principales y religiosos del pueblo a que no sólo no usase de este rigor con Fabricio de Godoy, pero que convirtiendo de todo punto su rigor en clemencia, no lo enviase a España, donde con más severidad podría ser castigado, sino que usando de más blandura y misericordia, lo enviase a Lima, al virrey, para que allá le diesen el castigo que el visorrey quisiese. Vino en ello Alvaro de Sosa e hizolo así como le fue rogado, con que todo punto quedó el pueblo pacífico y satisfecho de su clemencia y buen gobierno.
Capítulo nono
Cómo le fue encargado a Pedro de Orsúa la guerra y pacificación de cierta chusma de negros rebeldes, y de cómo Orsúa envió a Fuentes, español, con ciertos soldados, a castigar un robo que los negros habían hecho en el camino que va de Nombre de Dios a Panamá.
En estos mesmos días estaban los vecinos de Panamá y Nombre de Dios, y especialmente los mercaderes, que vivían de su particular trato y mercancía, llenos de un terrible miedo, porque habiendo de muchos días atrás comenzado a huirse muchos negros esclavos, estomagados y hartos de la servidumbre y cautiverio en que sus amos los tenían, se habían metido, con desinio de conservar su libertad y morir por ella, en las entrañas y partes más intrínsecas de los arcabucos y montañas, donde habían hecho cierta forma de pueblo y fortaleza, y teniendo allí puestas como en parte segura sus mujeres e hijos y toda la demás gente inútil, salían los más valientes y osados negros al camino real que de Nombre de Dios traviesa a Panamá, por donde acostumbran pasar las arrías y recuaje que por tierra llevan mercaderías a Panamá. Hacían muchos robos y estragos en los arrieros y pasajeros, quitándoles todo lo que llevaban, con que habían arruinado algunas gruesas haciendas; habían con sus malvados hechos y correrías, dado grandes muestras y señales de pretender y querer aquellas dos fertilísimas ciudades destruirlas y arruinarlas de todo punto; y aunque algunas personas se les había encargado la guerra de disipar y desbaratar la junta de los negros, con grandes promesas de premios y gratificaciones, nunca habían salido con ello, por estar los negros corroborados y fortalecidos en un fuerte alojamiento, y tan platicos y diestros en la tierra, que de su naturaleza era asperísima y obscurísima, que casi se andaban burlando de los que les salían a buscar, y llegaban muchas veces con desvergonzado atrevimiento, confiando en su mucha ligereza, a las puertas y aguajes del Nombre de Dios a tomar y saltear las negras y otras gentes que salían a proveerse de cosas que les eran necesarias, sin recibir ningún castigo.
Pues como Pedro de Orsúa llevó loa y fama de capitán prudente y sagaz y de gran fortuna en la guerra, y llegase a Panamá en tiempo de tanta turbación, por todos los tratantes fuele encargada la empresa y jornada del desbarate de los negros y ofreciéndose los vecinos y mercaderes de entrambos puertos a favorecer y socorrer a Pedro de Orsúa con dineros y armas y todas las otras cosas necesarias para la guerra y soldados que le habían de hacer, fuéronle por el gobernador Alvaro de Sosa dados todos los poderes y jurisdicción que se requería y era necesario para juntar y gobernar la gente que consigo había de llevar y nombrar oficiales de ella; y con esto y con hasta doce soldados amigos que en Panamá tenía, Pedro de Orsúa se pasó a Nombre de Dios, donde poniendo bandera en lugar público y tocando a tambor, comenzó a juntar gente, de la cual hizo maestre de campo a Francisco Gutiérrez, natural de Sevilla, hombre poco práctico en cosas de guerra, por nunca haberla seguido, pero de gran ánimo y muy valiente y de sagaz ingenio para con poca experiencia alcanzar en poco tiempo lo que en muchos otros no conocieran, como después lo mostró por la obra. Nombró por capitanes de su infantería a Francisco Díaz, deudo suyo, a quien él después cortó la cabeza en los Motilones, y a Pedro de la Fuente, hombre algo práctico en aquella tierra por haber algunos días andado por ella con gente española persiguiendo y dando caza a los negros. Hizo alférez de esta gente a García de Arce, buen soldado y extremado arcabucero, muerto después por mano de Lope de Aguirre en la jornada del Marañón; escuadras o cabo de escuadras hizo a Francisco de Cisneros y a Pedro de Peralta.
Tardose algunos días Pedro de Orsúa en hacer y juntar la gente necesaria para esta guerra, en el cual tiempo sucedió que Pedro de Mazuelos mayor envió por tierra en dos recuas a Panamá obra de cuatro mil pesos de mercaderías con menos guardia y custodia de la que en un tiempo tan calamitoso de corsarios era menester, y llegando los arrieros a un río que está adelante de la sierra de Capira, saliéronles al camino una cuadrilla de negros cimarrones de hasta veinte personas, armados de arcos y flechas, y machetes por espadas, y unas flacas lanzuelas, y haciendo presa en las arrias y en los que las llevaban a cargo, quisieron, por poner mayor espanto a los pasajeros que donde adelante por allí pasasen, matar los arrieros, y muertos, atravesar los cuerpos en el camino, para con este abominable ejemplo de crueldad, atemorizar de todo punto la gente de Panamá y Nombre de Dios; pero este cruel hecho les fue impedido y estorbado a los negros por un principal o caudillo que consigo traían, el cual queriendo dar muestras de hombre humano y clemente, no sólo dio libertad a los arrieros y españoles que con ellos iban, pero hízoles dar las más de las bestias y acémilas de carga que llevaban para en que pudiesen caminar, quedándose ellos con algunas mulas de las más recias y de mejor parecer y con toda la mercadería que en las arrias llevaban, de la cual después de haber tomado y apartado las cosas a ellos más útiles y provechosas, como eran ruanas, anjeos, machetes, tijeras, cuchillos y otras cosas de esta calidad, todo lo demás esparcieron y derramaron por las riberas del río, y con lo que pudieron llevar a cuestas se fueron la vuelta de su alojamiento, dejando por allí escondidas algunas cosas de las dichas por volver por ellas.
La nueva de este asalto llegó a Nombre de Dios, donde movió los ánimos de todos los de aquel pueblo a quejarse públicamente de la negligencia y descuido de los que gobernaban, pues siendo obligados a remediar semejantes motines y a tener seguros los caminos pasajeros, con soñoliento descuido y sorda desimulación pasaban todos los males que los negros hacían, no considerando los daños e irremediables peligros que los leves principios suelen traer por ser menospreciados. La justicia, como de presente parecía estar encargado el negocio de los negros a Pedro de Orsúa, disculpábanse con él diciendo que en su mano estaba el remedio y socorro que de presente todos pedían. Pedro de Mazuelos, a quien particularmente tocaba el robo de próximo hecho por los esclavos, importunó y rogó a Pedro de Orsúa que con brevedad enviase gente y soldados a la parte y lugar donde se había hecho el asalto, y siguiendo los negros les quitasen la presa de entre las manos toda entera, y que les daría una parte de ella, y si no haría cierto pagamento y sueldo por el trabajo de irlos a buscar.
Orsúa envió incontinente al capitán Pedro de la Fuente con quince soldados al efecto dicho, y no sólo le encargó la restauración de la pérdida de Mazuelos, pero principalmente le rogó que procurase haber algún negro vivo para guía y lumbre de los alojamientos y rancherías de los negros, para que ciega ni confunsamente no saliesen después a buscarlos por tan obscuras montañas como aquellas del Nombre de Dios son. Pedro de la Fuente, llevando por guía a los arrieros, llegó al lugar donde habían sido robados, y hallando toda la más de la ropa, que eran sedas, terciopelos, rasos, tafetanes y otras cosas de valor, tendidas y esparcidas por el suelo en la forma dicha, la mandó recoger; y estando ocupados en esto oyó que por la montaña se les venia acercando un gran tropel y estruendo, sin voces ni otra demostración de ser gente, y deseando el capitán Fuentes saber lo que era, hizo recoger los soldados, y con ellos se emboscó y estuvo quedo junto a la propia montaña y ribera del río, hasta que del arcabuco salieron diez muy dispuestos y ligeros negros bien aderezados y armados a su modo. Esperaron a que se apartasen del monte y saliesen al raso, y luégo que los vieron en lugar cómodo arremetieron a ellos los españoles, diciendo "Santiago".
Los negros, que ninguna cosa se turbaron de ver ir sobre sí a los soldados, revolviendo sus armas contra ellos, los esperaron con muy buen semblante, usando del mismo apellido de Santiago de que los españoles al arremeter habían usado, y queriéndose animar los unos a los otros, a que si como debían peleaban habrían una victoria aquel día muy honrosa y provechosa para ellos y para sus compañeros, solamente decían a grandes voces en la pelea "hoy día, hoy día", que por ser torpes en el pronunciar la lengua castellana no tenían aptitud para decir otra cosa, que era como si dijeran hoy es día de ganar victoria entera de nuestros enemigos, a los cuales podemos tener por vencidos si la fortuna no nos es contraria; y ciertamente, aunque de presente eran más en número los españoles que los negros, en otras muchas cosas les eran muy desiguales e inferiores, porque la ligereza de aquellos bárbaros era tanta que en su mano estaba el esperar o arremeter o huír, y demás de esto les era muy favorable el tiempo y la tierra, porque haciendo un día muy blando y pardo, dejábase caer una menuda agua que mojando la tierra, que allí era asperísima y acompañada de grandes y resbalosos peñascos, hacía que los negros con liberalidad y ligereza saltasen de peña en peña y de una parte a otra, lo cual les era más dificultoso y pesado a los nuestros, y así no podían juntarse con los enemigos a pelear como ni cuando querían, con lo cual los negros, de lo más alto, que siempre señoreaban, disparaban la flechería que tenían muy a su salvo y tiraban con más firmeza y fuerza los dardos y piedras que contra los nuestros arrojaban, y ultra de esto los arcabuces que los españoles llevaban o tenían eran casi de todo punto inútiles, porque con la menuda agua que caía el polvorín se mojaba en los fogones y no prendía el fuego en ellos.
Turó gran rato esta pelea, sin acostarse la fortuna a ninguna parte, antes los negros habían herido uno o dos españoles, hasta que presumiendo algunos de aquellos negros que se tenían por más valientes, que era mucha la ventaja que uno por uno tenían a sus contrarios, tres de ellos se vinieron allegando en diferentes lugares con tres españoles que también andaban desmandados de los demás. El suceso de los cuales fue tan próspero para los nuestros, que matando los dos españoles a los dos negros que les habían salido y dejarretando el otro al con quien peleaba, pusieron tanto temor a los demás por haberles entre los tres muerto a su principal o capitán, que no curando de tenerse a esperar otra cuadrilla de negros que poco atrás venían, se dieron a huir y esparcirse ligeramente por la montaña y arcabuco que en su favor tenían, saltando con grande velocidad y facilidad de una en otra peña casi menospreciando a los españoles si tras ellos quisiesen seguir, pero el capitán o caudillo que llevaban, como fuese plático en aquellas guerras, no consintió que ningún soldado se apartase ni fuese en seguimiento de los negros, antes juntando a todos con las armas en las manos, como estaban, comenzando de interrogar aquel negro que vivo y dejarretado en las manos les había quedado, si había por allí cerca algún alojamiento o ranchería de negros. El le respondió que no, pero que tras de él y sus compañeros habían, de la poblazón y ranchería principal, salido otros quince negros que no tardarían en llegar allí si con temor de los que se habían retirado e huido no se volviesen todos a donde estaba su principal, lo cual él tenía por imposible; pero que lo más seguro les era a los españoles retirarse o acogerse con presteza, si no querían ser allí todos muertos y presos de los demás negros con los cuales venia un valiente capitán y uno de sus obispos y otros muy principales y valientes hombres de aquella su compañía, que no sólo en número tenían ventaja a los españoles, pero en esfuerzo y valentía y en destreza de pelear, pues estaban de mucho tiempo atrás hechos a aquel oficio y trabajo.
El capitán Fuentes creyó o dio crédito a lo que el negro decía, pero no mostrando punto de flaqueza ni cobardía, antes poniendo toda su esperanza en Dios inmortal, que le darla entera victoria de aquellos ladrones, que tan en daño y perjuicio de los cristianos andaban a saltear y robar por aquellos caminos y pueblos, se estuvo quedo con sus compañeros, esperando con las armas en la mano la venida de los negros.
Capítulo diez
En el cual se escribe cómo el capitán Fuentes y los españoles desbarataron a los demás negros que sobre ellos vinieron, y prendieron algunos, con los cuales se vinieron a Nombre de Dios y allí fueron aperreados.
Los siete negros que de la primera refriega se habían escapado fueron a encontrarse con los quince qué tras de ellos habían salido, y dándoles noticia de lo que les había sucedido y de cuán pocos eran los españoles y cuán cansados habían quedado de la pelea que con ellos habían tenido, dieron la vuelta todos juntos, repartiendo los unos con los otros de la flechería que tenían y de las otras armas que les sobraban, y apresurando su caminar con gran ligereza y muestras de desear verse ya revueltos con los españoles, se les fueron acercando con muy grandes muestras y alaridos de placer, dando en el aire y sobre grandes peñas que por la vía se les oponía, muy ligeros saltos, para con representarse de esta suerte delante de los soldados españoles amedrentarlos y provocarlos a huir; y tan metidos venían en esto, que aunque desde lejos descubrieron y vieron a los nuestros, jamás se quitaron detener hasta llegar a barloar y encontrarse con ellos, disparando una infinidad de flechas, y diciendo con sus torpes lenguas, queriendo imitar la habla castellana, como antes lo habían hecho: "hoy día, cristianos, Santiago y a ellos".
Esta furia de los esclavos fue recibida y aun rebatida con singular valor de los soldados españoles, porque no solamente no recibieron casi ningún daño, pero disparando el capitán Fuentes y Vega, español, dos arcabuces que a punto tenían, los emplearon tan bien que con las dos pelotas mataron dos valientes negros que en la delantera venían, uno de los cuales era el capitán o principal que los negros traían por caudillo, con que perdieron parte del brío que cuando se presentaron ante los españoles mostraron, teniendo este primer recuentro por mal pronóstico, pero no dejaron de continuar la pelea y disparar flechas y dardos contra los españoles, los cuales aunque tenían causa de temer la pujanza de los negros, jamás se turbaron punto, mas tornando a disparar el caudillo Fuentes y Vega sus dos arcabuces, tomáronlos a emplear tan bien que por diversas veces que los dispararon hirieron y mataron otros algunos negros con que les hicieron perder todo el brío, y viendo el capitán Fuentes cuán floja y tibiamente peleaban los esclavos, dejando los arcabuces y tomando espadas y rodelas arremetieron a ellos haciéndolos volver las espaldas y huir. Los españoles dieron a seguirlos y en el alcance tomaron cinco negros vivos, donde fue tan grande el temor de los esclavos que jamás osaron volver los rostros para hacer cara a los nuestros, y así, con tener ya el campo seguro con este desbarate, tomaron los españoles la presa así de los negros como de las mercaderías y fuéronse la vía del Nombre de Dios, donde con su llegada hincheron de tanta alegría y contento aquel pueblo cuanto poco antes estaba de temeroso y amedrentado: pero luégo comenzó a haber algún alboroto entre los ciudadanos o señores de los esclavos y oficiales del rey y soldados que habían hecho la presa, porque los vecinos cuyos habían sido los pretendían sacar e volverlos a su antigua sujeción para servirse y aprovecharse de ellos, pareciéndoles por esta vía ser el mejor derecho el suyo. Los oficiales del rey, por otra no se que vía y casi torcido derecho, pedían fuesen vendidos y los dineros adjudicados y metidos en la caja real. Los soldados que pasaron el trabajo en prender estos salteadores y el riesgo de sujetarlos, también querían que les fuesen adjudicados por premio de su trabajo y como habidos en guerra y pelea que de su parte era justísima y por esto muy favorecidos de los derechos. Pero todos estos litigios suspendió el derecho de la justicia pública y cumplimiento de las leyes; porque metiendo los esclavos en la cárcel, el que allí estaba por teniente o juez real, por los delitos cometidos, los condenó a que fuesen aperreados y después ahorcados, castigo ciertamente severísimo, aunque la maldad de los delincuentes lo mereciese, y muy grave porque si aperrear los brutos animales se tiene por cosa mal hecha si son domésticos o útiles para algún provechoso servicio, cuanto más malo y peor parecerá el aperrear los hombres.
Esta justicia se hizo de esta manera: que poniendo en la plaza pública de esta ciudad una maroma gruesa atada desde el rollo a la más cercana ventana de la plaza y en ella seis colleras de hierro, pusieron los negros desnudos en carnes por los pescuezos en estas colleras y con unas delgadas varillas en las manos. Entre estos esclavos así presos estaba uno a quien los demás tenían por su prelado espiritual y lo tenían honrado con título de obispo, el cual, en cierta supersticiosa y herética forma los bautizaba y catequizaba y predicaba y hacía otra manera de ceremonias que ellos llamaban celebrar o decir misa, en las cuales cosas y en otras que con abominable superstición habían tomado por religión, estaban todos estos negros tan impuestos y arraigados y las tenían por tan fidedignas y verdaderas que aunque en el artículo de la muerte muchas veces fueron exhortados a que se redujesen y volviesen a la fe católica, que era el bautismo que habían recibido y protestado, jamás lo quisieron hacer, antes a imitación de otros luteranos, pretendían dar a entender que aquellas rústicas y vanas ceremonias de que usaban eran verdadera religión, lo cual muy particularmente sustentaba el negro obispo, porque siendo exhortado él y los demás que recibiesen la muerte como cristianos, confesándose y recibiendo este santo sacramento de la confesión y absolución, con el cual y con la contrición que enteramente tuviesen se salvarían mediante los merecimientos de la muerte y pasión del Hijo de Dios, respondió el bárbaro con señales de ánimo endemoniado, que ya deseaba estar muerto, porque con su muerte y la de sus compañeros pretendía haber entera venganza de la gente de aquel pueblo, porque yendo en espíritu a su tierra traerían copia de gente con que de todo punto destruirían y asolarían la ciudad, por lo cual no pensaba apartarse de la religión que él y los suyos tenían, sino en ella entendían vivir e morir.
Los demás negros dieron la misma respuesta que su obispo, y así los verdugos soltaron ciertos mastines, perros de crecidos cuerpos que a punto tenían para este efecto, los cuales, como ya los tuviesen diestros o enseñados en morder carnes de hombres, al momento que los soltaron arremetieron a los negros y los comenzaron a morder y hacer pedazos, y como los negros tenían en las manos unas delgadas varillas con que se defendían o amenazaban a los perros sin poder con ellas hacerles ningún daño, érales esto ocasión de encender e indinar más los mastines, y así este animal, iracundo más que otro ninguno, con grandísima rabia echaban mano con los dientes y presas de las carnes de estos míseros negros, de las cuales arrancaban grandes pedazos por todas partes, y aunque en estas agonías y trabajos de muerte eran persuadidos los negros a que se redujesen a la fe, jamás lo quisieron hacer, y así después de bien desgarrados y mordidos de los perros, fueron quitados de las colleras y llevados a una horca que algo apartada del pueblo tenían hecha, y allí los ahorcaron, con que acabaron de pagar la pena que justamente merecían recibir por su alzamiento y traición.
La orden que en celebrar las cosas de su religión estos negros tenían, era esta: que para haber de imitar la celebración de la misa, el obispo se vestía una camisa de una negra y sobre ella una túnica de grana, y se arrimaba a cierta manera de altar que en un santuario tenían hecho, y allí, en presencia de todos los circunstantes que le iban a huír1 y a ver, ponían un jarraco de vino y un buen bollo del pan que ellos tenían, y cantando cierto cantar en su lengua, materna, le respondían los demás que le estaban oyendo y allí, en presencia de todos, se comía el pan y bibía2 el vino, y con esto e con comer el pan y beberse el vino acababa su oficio y quedaban todos satisfechos, lo cual se hacía y oía con mucha atención y devoción.
Lo que en los sermones e predicaciones trataba o decía, era persuadir a los oyentes que conservasen con obstinación su libertad, defendiendo con las armas en las manos el pueblo y tierra que tenían y poseían, y que sustentasen a su rey, que se decía Bayamo, a quien todos acataban y reverenciaban con la reverencia y obediencia que al señor y rey natural se debe, y de la propia suerte que las otras gentes lo suelen hacer, pues los había de mantener y gobernar en justicia y defenderlos de los españoles que los deseaban destruir. En el bautizar las criaturas tenían esta orden: que juntándose y congregándose muchos negros y negras para compadres y comadres, se iban todos juntos con la criatura al santuario, y allí llevaban el vino que podía, donde bibían 3 todos y barlaban 4 y cantaban, lo cual asímismo hacía el obispo, y hecho esto tomaba un jarro de agua, echábasela encima a la criatura y tornaban todos a bailar y a cantar y a beber, y con esto quedaba hecho todo lo que había que hacer, y se volvían a casa de los padres del recién bautizado; y conforme a estas habían ordenado otras muchas ceremonias vanas y locas y por todo extremo rústicas e indignas de escribirse.
Pocos días después de hecho este castigo, salió de las montañas una cuadrilla de muy ligeros negros a hacer salto en los arrabales de Nombre de Dios, pareciéndoles que estarían descuidados de esta su venida los españoles, y no se engañaron en ello, porque arrimándose a la guerta que en este tiempo se decía de Alonso Pérez, dieron en unas negras y otras gentes que estaban lavando, y tomándoles la mayor parte de la ropa y dando con ella una guiñada casi por las puertas de Nombre de Dios, movieron muy gran escándalo en el pueblo, a causa de que cuando esto hicieron era mediodía, tiempo en que el calor del sol más reverbera y las gentes de este pueblo se apartan de andar por las calles, por ser a esta hora el andar por el sol muy enfermo y perjudicial a la salud, y por estas causas casi toda la gente estaba reposando y como dormidos al fresco y sombra de sus azaguanes y corredores; y oyendo de repente tañer las campanas y hacer señal de juntarse con las armas en las manos para remediar al repentino caso de guerra, fue grandísimo el sobresalto que todos recibieron, pensando que los enemigos les estaban ya dentro en la ciudad. Juntáronse de repente cierta copia de soldados, que salieron a dar alcance a los negros; pero como en ligereza y en destreza e plática de la tierra tuviesen mucha ventaja los negros a los españoles que los salieron siguiendo, no recibieron ningún daño, ni aun debieron tener mucho miedo, porque luégo, allí cerca, se emboscaron y desparecieron de suerte que no pudieron ser hallados.
Los ciudadanos de Nombre de Dios, temiéndose que los negros no se les acercasen y muy a menudo les hiciesen robos y saltos a las puertas de sus casas, dieron luégo orden en poner guardas y rondas de a pie y de a caballo, que de día y de noche estuviesen en aquellas partes por donde podían ser acometidos de los negros; pero con todas estas guardas y velas era tanta la desvergüenza y osadía de los negros que por partes no acostumbradas ni pensadas salían de la montaña y con ligereza y presteza increíble hacían el daño que podían en la gente flaca que topaban y se volvían a meter y a guarecer con5la montaña.
Capítulo undécimo
Cómo el general Pedro de Orsúa salió del Nombre de Dios con sesenta españoles, y después de alelado junto a la mar envió al capitán Fuentes con ciertos españoles a reconocer la tierra, y lo que sobre esta salida de Fuentes sucedió con los negros.
De la presa que Pedro de la Fuente hizo en los negros que de suso he referido, fue escogido uno de aquellos esclavos que pareció más bien acomplisionado y dócil para lengua y gula e adalid de aquella tierra donde estaban recogidos los negros, y para información y claridad de lo que adelante fuese necesario saber y entender. Este dio noticia muy larga de la parte y lugar donde estaba situada aquella ladronera y alojamiento de esclavos huidos, que afirmaba ser más de trescientos, de los cuales había ya sido tanta y tal la desvergüenza, que ellos entre si eligieron o alzaron por cabeza y principal suyo un negro de buena disposición y fuerzas, muy ladino o españolado en la lengua, a quien llamaron el rey Bayamo. A este servían y respetaban con veneración de príncipe, mezclando los ritos y ceremonias que en Guinea los más de ellos haciendo con sus reyes y principales, con la veneración y acatamiento que después vían e habían visto usar a los españoles con sus jueces y superiores, y así se gobernaban con una cierta manera de magistrado, aunque bárbaro, usando este rey Bayamo con todos los que le eran sujetos de toda la potestad que en sí era y había, haciéndose obedecer y temer y cumplir muy por entero lo que mandaba.
Había junto a donde estaban fortificados un pueblo de indios llamado Caricua, cuyos moradores habían sujetado y puesto debajo de su servidumbre con rigurosa violencia, quitándoles las hijas y mujeres y mezclándose y envolviéndose ellos con ellas, donde se engendraba otra diferente mestura de gente, en el color bien desemejable a la del padre ni a la de la madre, los cuales aunque son llamados mulatos y por esta mestura lo son, tienen muy poca similitud a los hijos de negras y de blancos, y así, por oprobio, los que actualmente son mulatos llaman a los que son de esta mezcla que he dicho de negros e indias, zambahigos, como a gente que no merece gozar de su honroso nombre de mulatos; y a la desvergüenza y elación de este rey Bayamo creció en tanta manera que constriñó y forzó al gobernador de aquellos pueblos de Panamá y Nombre de Dios a que diversas veces, por vía de treguas, le sufriese y consintiese salir debajo de cierta fe y palabra, a hablar y tratar en negocios importantes a su conservación y libertad, como si actualmente hubiera sido aquella tierra de sus mayores y se la hubieran los españoles usurpado y quitado, y fuera cosa que de derecho natural y común se debía hacer; pero el gobernador, considerando con discreción la potencia de estos esclavos fugitivos y los grandes daños que en muchas partes hacían, y la inquietud de los pueblos, el estorbo de los caminos, disimulando la afrenta que de su rústico y malvado trato le venía, le daba audiencia y lo respetaba las veces que con esta manera de tregua venía a poblado, de suerte que a él ni a ninguno de los demás esclavos que le acompañaban no había hombre que les hiciese ningún sinsabor ni demasía, guardándoles en todo una fe indigna de semejantes negros y esclavos, a quien por la poca que ellos con sus señores y amos habían tenido en guardar la servidumbre como eran obligados, y por las diversas veces que tomando las armas en las manos vinieron contra ellos y contra sus pueblos a destruirlos y echarlos a perder, no contentándose con el hurto y robo que de la tiránica libertad que tenían, poseían y habían hecho, no sólo no se les había de guardar, pero de cualquier forma y con cualquier engaño que pudiesen ser engañados y atraídos como fuese debajo de empeño de palabras y no de otra ninguna razón, era muy bien y se podían sin quebrantar ninguna fe ni ir contra el pundonor e ímpetu que en las treguas de la guerra se suele guardar, hacer en ellos el castigo que la ocasión les ofreciese, si por este respeto de quebrantarlo no se esperasen recibir o haber mayores daños en las repúblicas, según después lo hizo y ordenó muy bien Pedro de Orsúa por desbaratar la junta y alzamiento de estos negros, lo cual le fue provechoso, según adelante se verá en su lugar copiosamente.
Súpose asímismo de este esclavo, cómo este alojamiento referido donde de continuo el rey Bayamo residía, estaba la costa adelante, algo desviado de la mar, aunque poco, y así por respeto de ser la tierra asperísima y muy cerrada, acordó el general Pedro de Orsúa enviar por mar las municiones, vituallas y otros aderezos de guerra que eran pesados y de gran estorbo e impedimento para el caminar, y él irse con toda la más de la gente por tierra con la que tenía; y aunque el número de los soldados que había juntado era muy poco y desigual para tanta junta de negros y quisiera entretenerse a juntar siquiera cien hombres, los clamores de los pueblos fueron tantos y tales que casi como por fuerza le hicieron salir del Nombre de Dios, falto de todas las cosas, con solos cuarenta hombres, por el mes de octubre, habiendo antes enviado a Francisco Gutiérrez, su maese de campo, con otros treinta hombres y las municiones y vituallas a cierto arrecife o puerto señalado, donde había de esperar a los que iban por tierra, al cual llegó el barco en cuatro jornadas de navegación y estuvo esperando a Pedro de Orsúa, que se detuvo diez y ocho días a causa de ir hollando la tierra y dando guiñadas a unas y otras partes, por ver si cerca de do caminaba o pasaba hallaría alguna junta o cueva de aquellos ladrones que estuviesen divididos de los demás. Pero aunque en ello puso toda la diligencia posible, no halló nada de lo que buscaba, y así fue inútil su escudriñar, aunque de gran provecho para sus soldados, porque con el caminar y andar con las armas a cuestas de una parte a otra sin descansar ni reposar sino poca parte del día, llegaron tan hechos al trabajo como si de mucho tiempo atrás lo hubieran usado y acostumbrado; y así luégo que comenzaron a tomar las armas para seguir y destruir la familia y junta de los negros, hacían todas las cosas muy sin pereza ni descuido, que suele ser muy gran causa para alcanzar victoria en semejantes contiendas.
Llegado Pedro de Orsúa al cabo de las jornadas que he dicho a la playa y ribera de la mar, donde la gente del barco estaba ya alojada, luégo se consultó y trató lo que se debía hacer, y usando de toda presteza el general Pedro de Orsúa envió al capitán Fuentes con veinte y cinco soldados bien aderezados que andando solos tres días por entre aquellas montañas y sierras reconociesen la tierra y disposición de ella y volviese a darle noticia de lo que había para que él mejor pudiese hacer y ordenar lo que convenía.
Salido que fue Fuentes del alojamiento marítimo, a la segunda jornada, de mañana dio en cierto rastro de negros que llevaban la vía a una ciénaga algo honda y de mal pasaje, la cual se puso Fuentes a pasar. Ya que había pasado algunos de sus soldados de la otra parte, fueron sentidos de cierta cuadrilla de negros que aquella noche habían dormido allí cerca, los cuales dando de repente sobre los españoles que habían pasado el agua, los forzaron a volver atrás a juntarse con los compañeros. Los negros, en este primer acometimiento, aunque eran muchos más que los españoles, no fue su arremetida tan briosa como se creyó, pues pudiendo no hicieron casi daño ninguno a los soldados, antes dándoles lugar a que se juntasen y congregasen, fueron causa de que fortalecidos los unos con los otros se sustentasen y defendiesen con valor singular muchos días, porque los negros de esta primer arremetida, como vieron que los españoles no mostraban ninguna flaqueza ni cobardía, antes daban muestras de jamás volver las espaldas peleando con los arcabuces y armas que tenían, y arredrando de si la canalla de los negros que los pretendía desbaratar y tomar presos y cautivos, enviaron con gran presteza a pedir favor y ayuda a la demás familia y junta de negros y a su rey, y así les fue enviado nuevo socorro con mucha abundancia de flechería y otras armas arrojadizas de que ellos usaban.
Juntáronse de esta vez noventa adustos negros, los cuales, como en alguna manera fuesen ofendidos y lastimados de las armas y arcabuces de los nuestros, no se osaban llegar tan cerca que pudiesen venir a las manos, por lo cual determinaron poner cerco a los nuestros y ocupar los caminos por do podían retirarse, y costriñéndoles a que de noche ni de día no dejasen las armas de las manos, pretendiendo por esta vía a que por faltarles a los españoles la comida se les vendrían a rendir o se aquejarien las fuerzas corporales y no podrían menear las armas y así serían más fáciles de rendir y sujetar.
Pasaron ocho días el capitán Fuentes y sus compañeros de esta manera, después de los cuales, presumiendo o sospechando Pedro de Orsúa mal de su tardanza, envió tras de él al capitán Francisco Díaz con otros veinte y cinco hombres, que por los propios pasos que los primeros habían llevado, los fuese siguiendo y buscando. Francisco Díaz desde a poco que se apartó del alojamiento torció la vía, dejando el camino que Fuentes había llevado a un lado, y caminando por otro que se le ofreció más abierto y siguió, atravesó la propia ciénaga por lugar más acomodado, pero muy apartado de donde los españoles lo habían intentado pasar, y dejándolos ya atrás y siguiendo adelante, fue a dar a una estancia que los negros tenían hecha de muy grandes bosques de plátanos, donde andando de una parte a otra buscando rastro o ranchería de negros, oyeron el estruendo de los arcabuces que Fuentes y sus compañeros tiraban defendiéndose de sus enemigos. Francisco Díaz, pareciéndole mal pronóstico aquel que ola, puso en orden a los soldados que consigo llevaba, y animándolos a que si lo que a él se le había representado fuesen y hiciesen lo que como españoles estaban obligados a hacer, sé metió por la montaña adelante, siguiendo y caminando de tal suerte que haciendo un pequeño rodeo y llevando todo silencio así en las bocas como en los pies y manos y en las otras cosas con que podían hacer ruido y estruendo, llegaron sin ser sentidos a dar en la una cuadrilla de los negros, por las espaldas de los cuales mataron algunos, con que amedrentaron a los demás y los constriñeron a que se juntasen y congregasen todos en una parte.
Los españoles cercados, viendo el socorro que sin pensar les había venido, aunque muy debilitados de fuerzas, porque en todos aquellos días no habían comido sino cogollos de bihaos y algunos verdes plátanos, arremetieron a los enemigos para acabarlos de desbaratar; pero los negros, como estaban enteros y jamás les había faltado cosa alguna de lo necesario, esperaron sin temor la arremetida de estos flacos soldados, y sin mucho trabajo ni riesgo los rebatieron y hicieron volver atrás. Juntáronse los españoles todos y comenzaron a pelear juntos con sus arcabuces y los negros con sus ballestas, y aunque los arcabuces derribaron algunos negros, mostrabán los demás tener las 6 buenos ánimos que no volvieron jamás el rostro, sino allí se estuvieron peleando los unos con los otros hasta que la noche les puso tregua, con la cuál los negros sin ser ofendidos ni seguirlos nadie, se retiraron, y caminando toda la noche sin saber la vía que llevaban, fueron amanecer sobre el alojamiento donde Pedro de Orsúa había quedado con otros pocos compañeros, y como dieron tan de repente y estaba desapercibida la gente, hubo alguna turbación en los soldados, pero no tanta que luégo, mediante la presteza y ánimo de que Pedro de Orsúa usó, no fue desechado todo el sobresalto y alteración que tenían, porque el general, juntando los soldados que más cerca de si halló, y haciéndoles tomar las armas, hizo rostro y acometió a la chusma de los negros, con que puso freno a su desvergüenza y los hizo detener y los forzó a que se juntasen, porque ya se esparcían por el alojamiento a rasar y quitar lo que había.
Los negros, después de junto asímismo, comenzaron hacer rostro al general, pareciéndoles que tan poca gente como allí estaba con facilidad la desbaratarían; pero como ellos viniesen acercándose, Pedro de Orsúa, con un arcabuz que tenía y el alférez García de Arce con otro y Juan de Arlés, buen soldado, con el suyo, comenzaron a ofenderles de tal suerte que los primeros arcabuzazos les derribaron tres negros y con presteza se guardaron y emplearon las pelotas, de suerte que los negros, que de presente se veían ofender y lastimar, y también tenían puestos los ojos en las espaldas, temiendo que los demás españoles que atrás habían dejado junto a la ciénaga, no les hubiesen venido siguiendo y fuesen allí cercados de nuevo y maltratados, comenzaron a aflojar en la pelea y a retirarse con buen orden, metiéndose por la espesura de la montaña. Orsúa, pareciéndole que al enemigo se le había de dar toda la larga que él quisiese tomar para la huída, luégo que los hubo encerrado en la montaña, los dejó de seguir, quedando él satisfecho y pagado de la desvergüenza y atrevimiento de los negros con la sangre que por el suelo había derramada, así de los cuerpos que allí quedaron muertos como de la de otros negros que iban heridos y vertiendo sangre por el camino, con que dejaban clara señal de sus heridas.
Aunque el general al principio de este acometimiento de los negros, y aun después por mucho tiempo, no dejó de estar sospechoso si hubiesen desbaratado o muerto a los demás españoles que andaban fuera con Francisco Díaz y Fuentes, los cuales para curar algunos heridos y reformar la gente que había estado cercada, del trabajo y hambre que en el cerco habían pasado, se detuvieron pocos más días en las estancias de los negros que por allí cerca hallaron, proveídas de mucha comida.
Capítulo doce
Cómo Orsúa envió por municiones a Nombre de Dios y él se acercó al alojamiento de los negros e hizo paces y amistades con su rey, y lo que sobre el prender y desbaratar los negros acordó hacer.
El alojamiento principal de los negros estaba de este que he señalado, la costa adelante, quince leguas, algo apartado de la mar. El general Orsúa se determinó pasar adelante y no parar hasta ponérseles lo más cerca que la disposición y comodidad de la tierra le diese lugar, para de allí hacer lo que pudiese conforme a lo que la ocasión y la fortuna le ofreciese, y antes de partirse, envió a Francisco Gutiérrez, su maese de campo, por mar, a Nombre de Dios, por ciertas botijas de vino mezclado con tósigo o ponzoña, y con algunas mercadurías y cosas de España con que engañar y atraer a sí, por vía de dádivas y halagos, aquella gentalla, y con doméstica cautela y doble trato, y hacer y efectuar a pie quedo sin derramamiento de sangre, lo que por ventura, puesto en rigor de la milicia y encomendando a Marte, fuera dificultoso de alcanzar, a causa de serles a los españoles todas las cosas muy contrarias y los enemigos muy desiguales, así en número como en ligereza y desenvoltura, porque les había puesto admiración ver la velocidad con que poco tiempo antes subían por las sierras y cuestas arriba y trepaban y saltaban por altas peñas, de tal suerte que parecía que todas las veces que quisiesen estaría en manos de estos esclavos el acometer o huir, y se andarían de contino a la mira, aunque apartados, burlando de los que cargados de armas desearían venir a las manos con ellos y nunca lo podrían efectuar.
Partiose Francisco Gutiérrez el afecto dicho la vía del Nombre de Dios, con aviso de que a la vuelta no había de tocar en aquel puerto, sino pasar de largo a la marina o arrecife más conjunta al alojamiento de los esclavos, donde hallaría a Pedro de Orsúa, porque Orsúa donde a ciertos días que fueron necesarios para la reformación y cura de los soldados de la pelea que con los negros tuvieron, atrás referida, salieron heridos, se partió con la gula que llevaba por camino asperísimo y dificultoso y de muy gran trabajo para los soldados, que no sólo habían de ir cargados de sus espadas y rodelas y otras armas y municiones necesarias para la guerra, pero de toda la vitualla y comida que por el camino habían de comer, y aun de esto no se proveyeron tan bien como era razón, creyendo hallar por el camino algunas estancias o cortijos de los negros dónde proveerse de lo necesario, lo cual les salió al revés. En lugar de esto topaban muy largas ciénigas y plantanos y otros atolladares y manglares que los afligían y angustiaban demasiadamente, lo cual fue causa de detenerse en este camino mucho más tiempo del que debían tardar, porque en quince leguas de camino se tardaron y detuvieron veinte y cinco días, que llegado que fue Orsúa al paraje del pueblo o estalaje de los negros, se alojó cerca de la marina, en lugar conveniente y procuró dar vista a la poblazón de los esclavos, la cual estaba asituada y puesta sobre la cumbre y cuchilla de una alta y empinada loma, fortificada por naturaleza de tal suerte que casi por todas partes eran muy profundos despeñaderos hechos o criados de tal suerte que no sólo en ninguna manera se podía subir por ellos, pero sí acaso acertara a caer de lo alto alguna persona, sin llegar al suelo se hiciera innumerables pedazos.
Por las dos frentes de esta loma o cerro tenían los negros hechos dos muy angostos caminos, por tal orden que con pocas piedras que dejaran caer impidieran a cualquier ánimo y número de gentes la subida, y demás de esto, al remate de estos caminos, en el principio de la loma, tenían fortalecidas las entradas con recios palenques, y puestos tales, que no así fácilmente podían ser descompuestos por los nuestros aunque fuesen suuidos1 por todo el camino. Arriba, en la cumbre de esta loma, estaban edificadas las casas y bohíos de los negros al través o atravesadas conforme al ancho de la cuchilla, que no era más del que los bohíos ocupaban, que era harto poco, y entre las casas y por algunos lugares bajos y desocupados tenían hechos muy hondos hoyos o si los llenos de todo género de comida, de las que ellos acostumbraban coger y criar para su sustento.
En este fuerte alojamiento estaban solamente el rey Bayamo con la gente de guerra para de allí salir a hacer sus correrías y asaltos por los caminos pasajeros de españoles, aunque estaban muy apartados. Fuera de aquí tenían, la tierra adentro, otro alojamiento o fuerte, aunque no tan corroborado como el que he dicho, donde tenían sus mujeres e hijos y la otra gente inútil que no era para la guerra, puestos en lugar muy escondido, de suerte que nunca fue visto de los españoles hasta después de preso al rey Bayamo y desbaratados los negros.
El general Orsúa, viendo y considerando cuán en vano le sería y había de ser el pretender por guerra subjetar los negros y venir en rompimiento con ellos respecto de las ventajas dichas, tuvo formas y maneras cómo tener tratos y comercio con ellos y con su negro rey, el cual, como ya otras veces después de su alzamiento y tiranía hubiesen con su rústica desvergüenza puéstose a tratos y conciertos con el gobernador de Panamá y Nombre de Dios, y con arrogancia de bárbaro entrase a estos conciertos en estas ciudades, no dudó de hacer lo mismo con Pedro de Orsúa, dándose a particular trato y comunicación con él, viniendo debajo de cierta fe con algunos de sus capitanes a holgarse y regocijarse al alojamiento de Pedro de Orsúa, y dando lugar a que con la misma seguridad entrasen algunos españoles entre su poblazón; pero en estos tratos y conversaciones siempre andaba Bayamo tan sobre el aviso que dejando su gente casi a vista puesta en orden con las armas en las manos, él, con pocos amigos suyos, se venia a tratar y conversar con Orsúa, que con no menos sagacidad y astucia lo trataba y conversaba para traerlo así con un género de palabras melosas y muy provocativo y aplicado a inclinar los corazones y ánimos de aquellos bárbaros a continuar su alojamiento; porque Pedro de Orsúa, teniendo puestos los ojos en lo que pretendía hacerles, sagazmente les decía que él no era venido sino a dar un orden cual conviniese para que las dos repúblicas de españoles y negros tuviesen asiento y perpetuidad, de suerte que donde en adelante no se hiciesen mal ni daño los unos a los otros, ni se persiguiesen ni robasen, proponiendo a los negros, para más los inclinar, que pues en aquel su hecho habían sido tan favorecidos de la fortuna y jamás habían sido empecidos ni dañados ni vencidos de los españoles, que sin duda era cosa que Dios inmortal lo permitía y quería que ellos fuesen conservados en su antigua libertad, en que el mismo Dios como a todas las demás gentes del mundo las había criado, por lo cual le parecía cosa muy necesaria que aquel su trato se efectuase, para lo cual él tenía cumplido y bastante poder de los ministros reales. Holgábase tanto el rey Bayamo y sus secuaces con oír y ver tratar estas cosas, que pocos días de la semana se pasaban sin que se viniese a comer y conversar con el general Orsúa, del cual, asímismo, era tratado con toda su crianza y cortesía, y de los soldados muy respetado.
En este medio tiempo llegó Francisco Gutiérrez, del Nombre de Dios, con copia de lo que le encargó y con ayuda de más soldados y provisión de comidas y municiones, de que estaban muy faltos y necesitados, con lo cual el general Orsúa tuvo lugar de hacer algunos más regalos a Bayamo, rey, y darle algunas cosas de presente con que más conformarse su amistad, rogándole que pues ya había alcanzado su pretensión y deseos, que él y todos sus negros, para cierta fiesta señalada que venia muy cerca, recibiesen de él una comida que les quería dar como amigos y confederados suyos, en su propio alojamiento, porque en ello recibiría muy gran contento. Bayamo vivía ya tan confiado que luégo concedió a Pedro de Orsúa lo que le rogaba, con tal aditamento, que a sus negros soldados diese algún contento y satisfaciese con darles algunas camisas de ruan, machetes e hachas, bonetes colorados y otras cosas, así porque se hallaban ya tan señores en aquella tierra, que les parecía que cualesquiera gentes, ora fuesen españoles ora indios, que en ella entrasen estaban obligados a darles feudo e a reconocerles superioridad como a señores de aquella tierra. Todo lo prometió Orsúa de hacer muy cumplidamente, y pareciéndole que de esto y de todo lo demás que pretendía hacer, no sólo era cosa acertada pero muy necesaria dar parte a sus soldados y compañeros, los congregó y juntó y les habló casi en esta forma: De ningún efecto sería y habría sido, señores y compañeros, nuestra congregación y junta y el haber tomado las armas en las manos contra estos fugitivos y traidores esclavos, si por alguna vía o manera no procurásemos su disipación y ruina, lo cual es imposible haberse ni alcanzarse enteramente por las armas, porque si bien se ha mirado ellos están amaestrados y puestos de tal manera que claramente dan a entender tener puesta toda su fortaleza en las cumbres y aspereza de esta serranía y en el velamen y cobertol2 de estos espesos montes y arcabucos, en los cuales con la misma ligereza y facilidad que los otros brutos que en ellos fueron criados, se pretenden esconder y retirar, mostrándosenos y poniéndosenos delante como y cuando ellos quisieren, como hombres que por la mucha plática y noticia que de toda esta tierra tienen, habitan y viven en ella como naturales, y si poniendo nuestra esperanza y victoria en las armas y comenzando a usar de ellas por los respetos y causas dichas y por otras muchas que cualquiera de los presentes pueda haber y considerar, no saliésemos al cabo con nuestra pretensión ni hubiésemos la victoria de esta guerra y así nos volviésemos al Nombre de Dios; pues aquí no nos podemos sustentar mucho tiempo a causa de ser esta tierra falta de todas las cosas necesarias a nuestro sustento, y que muy de tarde en tarde podríamos ser socorridos de las ciudades de Nombre de Dios y Panamá, que tan apartadas están de esta comarca, doblada desventura les habría venido a estas dos ciudades, pues la chusma de los negros, juzgándose ser victoriosos y vencedores por sólo su esfuerzo y vigor de ánimo; con mayor desvergüenza y doblado atrevimiento saldrían de estos sus escondidos alojamientos y cuevas y no sólo ocuparían ni saltarían los caminos pasajeros y robarían y matarían los caminantes, pero pondrían en efecto lo que ya otras veces han intentado, qué es poner fuego a la ciudad de Nombre de Dios y Panamá en todo el extremo y último fin de ruina que ellos pudiesen y les fuese posible. Lo que para remediar y asegurar todos estos inconvenientes y he considerado es, que pues estos esclavos y su caudillo o cabeza, a quien ellos llaman rey, tan confiadamente se comunican y tratan con nosotros debajo de cierta fe que yo les he dado, que aprovechándonos de la ocasión que la fortuna nos ofrece, según que ya yo lo tengo ordenado y concertado, les demos a comer un día a todos espléndidamente y a beber, de suerte que queden embriagados con cierto tósigo que en la bebida se les dará, y allí será preso su rey y muertos los más valientes y principales negros de su compañía, y si algunos escaparen, también habrá modo cómo los recojamos y traigamos a nuestra sujeción con el menos trabajo y riesgo que pudiéremos. He querido decir y tratar esto con toda la compañía, porque por ventura onde tan buenos y experimentados soldados en la arte y militar hay, no hubiese alguno tan escrupuloso que le pareciese después de hecho este negocio cosa contra todo el pundonor de la soldadesca y contra toda milicia que debajo de paz y amistad fresen presos y muertos estos negros, aunque también creo y entiendo que no habrá ninguno tan falto de conocimiento que enteramente no conozca lo que en esto hay, porque con fugitivos y traidores esclavos, habidos y comprados por nuestros propios dineros, tenemos licencia y facultad para usar de todas las cautelas y dobleces necesarios y convenientes hasta sujetarlos y restituirlos a la servidumbre a que están obligados y ellos antes tenían, especialmente que esta chusma de negros, contra todas leyes y derechos divinos y humanos, pretenden no sólo hacerse señores de esta tierra, donde ni fueron nacidos ni criados ni ningunos mayores suyos la poseyeron, pero constituir y hacer ellos entre sí rey y señor que los gobernase y mantenga en justicia en aquella forma que ellos pretenden y quieren vivir; y lo que más es de exagerar y ponderar, que habiendo sido los más de estos negros bautizados y por la fe del bautismo subjetados a la ley y fe de Dios todopoderoso y de la santa Iglesia Romana, ellos entre sí han hereticado y en las cosas tocantes a la religión hecho leyes y estatutos muy conformas a su primera gentilidad, debajo de los cuales viven y se conservan nombrando entre sí obispos y otros ministros de su falsa religión, para que a su modo los exorsismen y cateticen y los animen a vivir en ella, y solo esta última causa basta a no obligarnos a guardarles ninguna fe y hacer nuestro hecho sin escrúpulo de que nuestro honor venga a menos, pues hombres que con tanta facilidad han quebrantado la fe de la Iglesia que habían prometido y jurado, con mucha más podemos y debemos nosotros quebrantar la que les hemos dado, y prenderlos para que de todo ello sean castigados.
A todos pareció bien y muy conforme a razón lo que Orsúa ordenaba y decía y así lo aprobaron por tal, proponiendo de hacer cada uno sobre ello lo que en sí fuese y se le encargase; y así cesó la plática, porque ya que se acababa entraba Bayamo con algunos de sus negros por el alojamiento a visitar y ver a Pedro de Orsúa, el cual le salió al encuentro y lo recibió con grandes muestras de alegría, y aquella noche hizo que se quedasen él y sus negros que le acompañaban allí a dormir. Dioles muy bien de cenar y beber, de suerte que quedaron borrachos y muy contentos y otro día de mañana se volvieron a su fuerte con la confianza que siempre lo hacían y con mucho más contento, porque el general Orsúa, usando de alguna más liberalidad que la de hasta allí con Bayamo, le dio un capotín de buen paño fino verde y dos camisas de ruan y un bonete y un machete, y a los capitanes negros que le acompañaban, a cada uno dio sendas camisas de ruan y zaraguelles de anjeo y bonetes colorados, con que más que nunca fue entre ellos alabada la condición y largueza de Pedro de Orsúa.
Capítulo trece
En el cual se escribe cómo por industria cautelosa de Orsúa fueron muertos y desbaratados los negros y preso su rey Bayamo, con la mayor parte que vivos quedaron.
Cerca del morro o cerro donde los negros tenían su alojamiento o casi al pie de él, estaba un pedazo de llano o playa muy medanosa e arenosa, donde Bayamo acordó y concertó que el general Orsúa se pasase con su gente, para el cual efecto el mismo Bayamo hizo a sus negros que hiciesen ciertas casas y bohíos donde los españoles se alojaron y pasaron; y fue el trato de los unos y los otros más frecuentado y común, de suerte que casi todos los días se estaban muchos negros con los españoles ejercitándose los unos con los otros en saltar, correr y en tirar barra y en otros apacibles pasatiempos, y siempre había que vencer y nunca faltaba quién se embriagase, y fuese borracho a, su casa, en el cual tiempo fue necesario que Francisco Gutiérrez volviese al Nombre de Dios por más regalos para los negros y vino y por más fino tósigo, porque el que antes habían traído se había entibiado y en alguna manera perdido la fuerza; y con la tornavuelta de Gutiérrez, así los negros como los españoles se regocijaron grandemente, porque les parecía que todos eran o habían de ser participantes de las cosas y refresco que traerla, y así siempre, hasta el día del convite, nunca faltaron particulares almuerzos y beberes que algunos soldados, de industria y consentimiento de su capitán, hacían a los negros que bajaban, del pueblo al alojamiento de los españoles. Asímismo subían algunos españoles a la fortaleza y ranchería de los negros con color de amistad a ver y reconocer lo que dentro había. Otras veces se iban algunos soldados y negros todos juntos a monterías de puercos y otras fieras que hay por aquellos montes, más por ver y reconocer la tierra que por la recreación que en, ello se podía tomar, con los cuales entretenimientos se acercó e llegó el día del convite, al cual bajaron de lo alto el rey Bayamo con hasta cuarenta negros de los más principales y mejores que en su compañía tenía. Toda la otra canalla de negros se quedaron ensus casas, casi recelándose que la mucha amistad de los españoles había de redundar en daño suyo. Las cosas necesarias para la comida estaban ya prevenidas y las mesas puestas, y algunos arcabuceros y rodeleros puestos apunto escondidamente en la recámara que Orsúa en su bohío tenía, de suerte que ni podían ser vistos ni eran echados menos, porque todos los demás soldados se andaban por el alojamiento al parecer de los negros con muestra de descuidados, pero en lo interior andaban ya carcomiéndose y deshaciéndose, porque la comida fuese ya acabada por verse ya revueltos y las manos con los esclavos y quitarles de poder riquezas si las tenían.
El capitán Orsúa 3, con algunos de sus principales, se sentó a la mesa, y con ellos el Bayamo y todos los negros que con él venían,y allí les fue dado a conocer según lo tenían aderezado lo mejor que en aquel lugar se pudo hacer; andaban dos escaceadores dando de beber a la gente: el uno traía un frasco convino limpio para los españoles, y el otro un pichel con lo atosigado para los negros; pero de tal manera se servía esto que ni se echaba de ver el engaño ni con el tósigo se hizo daño ninguno a los españoles, ni menos hubo en el interín que a la mesa estuvieron ninguna turbación ni accidente por donde fuesen sentidos ni descubiertos los nuestros.
Fue, pues la conclusión y deshecha de esta obra que después de haber comido, Orsúa fingió querer dar algunas dádivas a todos aquellos negros que con él habían comido y después de haberse levantado Francisco Gutiérrez y Francisco Díaz de la mesa, se entraron en la recámara de Pedro De Orsúa, donde tenían la cantidad de camisas y bonetes y machetes y otras cosas de esta suerte,que era menester, y allí entraban los negros uno a uno, y recibían de manos de estos dos capitanes una camisa y un machete o lo que el negro pedía, y con esto le daban en señal de mayor amistad una buena taza de vino mezclado con tósigo o ponzoña, y como casi todos se levantaban embriagados de la mesa, y la embriaguez sea cosa que le acreciente demasiadamente la sequía, bebían los desventurados todo lo que les daban, sin echar de ver lo que era, y así hubo salido de la recámara con este recaudo en el cuerpo y otro entrado, fuéron los de esta manera despidiendo a todos hasta que solamente quedaron con Bayamo tres capitanes y otros tres o cuatro negros, uno de los cuales entró por su porción, como los demás habían hecho, pero sucediole peor, porque yéndole Francisco Gutiérrez a dar una camisa, en la cual llevaba escondida o cubierta una daga, se la metió por el brazo izquierdo y atravesándole con ella el corazón no le dió lugar a que se quejase ni hablase palabra ninguna, más mudamente cayó en el suelo y muriendo fue todo uno, y disimulando con esto llamaron a otro negro de los que con Bayamo sobre la mesa habían quedado, el cual, como fuese entrado y quisiese hacer con ello mismo que con el de antes, sintió o vióla celada y comenzó a alterarse y a dar voces diciendo: traición, traición. Bayamo y los demás negros que con él estaban oyendo esto, quisiéronse levantar, dando las mismas voces, pero hallaron sobre sí la gente que Orsúa tenía prevenida, por los cuales fue preso y constreñido él y todos los demás que allí estaban a estarse quedos; y así fueron aprisionados todos.
Los demás soldados que estaban a punto, esperando oír principio de este alboroto, al momento tomaron las armas que tenían a punto, y juntándose la mayor parte de ellos con sus capitanes, con toda la presteza del mundo acudieron a tomar el fuerte y alojamiento de los negros, y lo subieron y entraron sin niguna resistencia, porque los que en él habían quedado, viendo desde lo alto el tumulto que en un proviso se había movido en lo bajo y presumiendo el daño que de ello les podía venir, se turbaron de tal suerte que de todo el mundo les faltó el brío y ánimo para tomar las armas y resistir la subida a los nuestros, lo cual por pocos que fueran lo pudieran muy bien hacer, por ser puestas tan en su favor todas las cosas de aquel alojamiento y tan áspera su subida; pero como la turbación y prudencia y suspenda las más veces todos los efectos del ánimo por vigoroso que sea, hizo tales efectos en todos estos negros, quedándose a huír por las partes contrarias de donde los españoles subían, les dejaron franco todo el alojamiento y fuerte, sin quedar en él persona ninguna de las que tenían disposición para huír, porque algunos negros de los que se habían hallado en el convite, habiendo ya subido en lo alto, y juntamente con su subida llegados los efectos de la ponzoña al corazón, se hallaban por aquel suelo tendidos basqueando y meneándose de una parte a otra con rabia y dolor, a punto de expirar, y allí los soldados los acababan de quitar la vida con grandes cuchilladas y estocadas que les daban. Otros de estos negros eran por los mismos soldados hallados por el camino y comenzados a tocar y turbar aunque no del todo caídos, pero de tal suerte lastimados que ni podían huir ni desviarse del camino, a los cuales los soldados, como iban pasando, les iban picando con las espadas sin detenerse cosa alguna; pero estas picaduras hacían o daban de tal suerte que muchos metían sus espadas hasta la cruz por los cuerpos de los negros atosigados que alcanzaban, y así los iban dejando atrás atravesados los cuerpos de una parte a otra: heridas cierto mortales, y que sin tener los cuerpos la ponzoña que tenían, bastaban a darles la muerte de todo punto.
Después de tomado el alto y apoderados los españoles en el pueblo y fuerte, el capitán Pedro de la Fuente, con hasta veinte soldados, se dieron a seguir el alcance de los negros que casi juntos iban de huida. Halláronlos embarazados en pasar un río que por ir crecido les impedía el pasaje, donde los negros, volviendo los rostros atrás, constreñidos del impedimento que delante tenían, que no los dejaba pasar, comenzaron a defenderse y a pelear como aquellos que ya juzgando acercárseles la muerte, querían cambiar y vender las vidas bien vendidas o conservarlas con las armas, y así peleaban terriblemente, defendiéndose; pero los españoles, con los arcabuces que llevaban, derribaron ocho negros; con que atemorizaron y afligieron grandemente a los demás que por reparo y guarda de los demás de sus espaldas tenían la creciente del río donde estaban arrimados, en el cual se fueron retirando y metiendo poco a poco, hasta que todos juntos y de tropel, asidos unos de otros con grandísima presteza, se métieron en la corriente y canal del río, y en un punto se hallaron de la otra banda, donde se pusieron con más seguridad a estorbar y defender el pasaje a los nuestros, los cuales, después de haber hecho su posible y deber, se volvieron a retirar al fuerte o alojamiento de los negros, donde era ya subido el general Pedro de Orsúa con el rey Bayamo y los demás prisioneros. Habíanse asímismo recogido y vuelto al propio fuerte muchos negros y negras viejas que por la debilidad de su naturaleza no se atrevían a seguir el camino que los demás y otra chusma de gente menuda.
Los soldados, acompañándose los unos a los otros, se dieron a recorrer las estancias y cortijos de labor que por allí cerca tenían los negros, donde hallaron y prendieron los estancieros que los guardaban, otros negros y negras que estaban y hallaban muy descuidados de este suceso. Eran grandísimas las labranzas de plátanos que estos esclavos tenían hechas y sazonadas para su sustento, sin maíz, yuca, batata y otras legumbres que cultivaban y sembraban para su comer. El despojo que los soldados hubieron aquí no fue de mucho valor, y así fue poca la medra que los soldados sacaron de esta guerra.
Orsúa, viendo que era trabajo inútil y muy vano el andar su gente, y él con ellos, por aquellas montañas y sierras a montería de negros, y que después de muy cansados y trabajados los soldados no habrían hecho cosa alguna que aprovechase por las causas poco ha referidas, trató en gran puridad, aunque cautelosamente con Bayamo, que diese orden cómo toda su gente y negros que andaban divididos, se juntasen y congregasen allí con él y que juntos se irían a Nombre de Dios, donde de consentimiento de aquella ciudad y de la de Panamá se poblaría un pueblo en comarca conveniente, en el río que dicen de Francisca 4, que es lugar pasajero y acomodado para la vivienda de los negros, con tal aditamento: que todos los negros que de Panamá y Nombre de Dios se huyesen de allí adelante, fuesen obligados dentro del tercero día el rey Bayamo y sus negros y ciudadanos a volverlo a su dueño, y demás de esto que tuviese cargo de proveer a los pasajeros y arrieros de lo necesario para él y para sus jumentos, pagándoles cierto y moderado precio; y por aquí le fue entremetiendo otras cautelosas palabras que le cuadraron y asentaron muy mucho a Bayamo y a los que con él estaban presos, y les parecía que vendría en efecto y se cumpliría a la letra, por lo cual comenzó luégo a enviar a llamar por todas partes el resto de los negros que habían quedado vivos, los cuales coménzaron a juntarse por el llamamiento de su rey y venir poco a poco de tal suerte que dentro de cincuenta días vinieron a estar todos los más juntos en el fuerte, con los cuales asímismo se comunicó el negocio y les pareció muy bien y cosa muy acertada, y se aseguraron mucho con esta cautela, con los cuales se partió Pedro de Orsúa, después de haber reposado dentro en el fuerte dos meses; y en el camino quitó las prisiones a Bayamo, por hacer del ladrón, fiel; pero luégo que llegaron a Nombre de Dios fue preso el negro rey Bayamo y algunos de sus capitanes.
De allí fue, con todo recaudo de guardas e prisiones, enviado a Pirú, a la ciudad de Lima, donde estaba el visorrey, para que lo viese e hiciese de él lo que quisiese. El visorrey recibió alegremente a Bayamo, y lo honró, dándole algunas dádivas y tratando bien su persona, y donde allí lo envió a España. Todos los demás negros fueron asímismo presos y dados por esclavos del rey y enviados a vender fuera de aquella tierra a diversas partes, para que allí no hubiesen nuevas juntas ni quedasen rastro de tan mala semilla.
Los vecinos y mercaderes de estas ciudades solemnizaron con grandes fiestas y regocijos públicos el desbarate y prendimiento de estos esclavos, dando grandes muestras de agradecimiento a Pedro de Orsúa y haciéndole grandes ofrecimientos de dineros por la mucha y buena diligencia que en esta guerra había puesto, y por la obra tan señalada que les hizo en limpiarles la tierra de una tan crecida cuadrilla de ladrones y salteadores cuales éstos eran; y después acá no ha habido otra junta de negros en esta tierra que engendrase sospecha ni temor en estos pueblos, tal como el que de los que he dicho se tuvo.
LIBRO DECIMO
En el libro décimo se trata de la ida de Pedro de Orsúa al Pirú y de todo lo que le sucedió en él y en la jornada del Dorado o Marañón, hasta que lo mataron; y de cómo nombraron por general a don Hernando de Guzmán, y cómo mataron después a don Hernando e hicieron general a Lope de Aguirre, y las crueldades que hizo, hasta que lo mataron los del campo del rey en la ciudad de Baraquisimeto, gobernación de Venezuela.

Capítulo primero

Cómo pasó al Pirú Pedro de Orsúa, año de mil y quinientos y cincuenta y ocho.
Estando ya el Nombre de Dios pacífico de la calamidad y junta de los negros, el general o capitán Pedro de Orsúa se pasó al Pirú, por fin del año de cincuenta y ocho, a dar cuenta al virrey y marqués de Cañete de lo que había hecho, y de cómo quedaba pacífica y fuera de riesgo aquella provincia del Nombre de Dios, lo cual visto por el visorrey, anduvo considerando cómo gratificar a Pedro de Orsúa y algunos de los que le habían favorecido, aquel servicio tan señalado que a Su Majestad se había hecho, para que si adelante se ofreciese otra cosa semejante en qué servir al rey se animasen los capitanes y otros soldados que en aquella provincia había a servir a Su Majestad en ellas y poner sus vidas y haciendas a cualquier riesgo con esperanza de haber buen premio.

En esta sazón se trataba en el Pirú de unas provincias que ciertos indios brasiles habían dado por noticia muy ricas, por las cuales ellos afirmaban haber pasado viniendo huyendo de sus tierras y naturalezas, que era la costa del Brasil, de la cual salieron de conformidad más de doce mil indios con propósito de ir a poblar a otras provincias que más les contentasen, aunque algunos son de parecer que más lo hicieron por irse a hartar de carne humana a otras partes, con los cuales dicen que traían consigo dos españoles portugueses; y después de haber andado y peregrinado más espacio de diez años así por el río Marañón como por otras provincias, vinieron a salir por la provincia y río de los Motilones al Pirú, donde dieron esta noticia que llaman Dorado y ellos dijeron llamarse de propio nombre Omegua; y asímismo había dado nueva de esta noticia o de otra que en este río Marañón hay, el gobernador Orellana, que bajó o anduvo por este río del Marañón cierto tiempo.

Queriendo, pues, el visorrey gratificar a este capitán Pedro de Orsúa su servicio y dar orden cómo mucha gente ociosa que en aquella sazón había en el Pirú se ocupase en servir al rey, de suerte que la ociosidad que tenían no les fuese ocasión de algún motín o alzamiento u otro grave daño, se determinó de dar orden en cómo se fuesen a descubrir y poblar estas provincias de Omegua y Dorado, que los arriba referidos habían dado por noticia; y así acordó de hacer aquellas provincias gobernación por sí y al capitán Pedro de Orsúa gobernador de ellas, dándoles los títulos que se requerían para gobernador, y poderes bastantes para hacer gente y descubrir y poblar todo lo que quisiese, nombrando el gobernador sus oficiales a su propio arbitrio, para que yendo y descubriendo estas tan infelices noticias, fuese ratificado Pedro de Orsúa de su trabajo y tomase de su propia mano el premio que quisiese, de donde se le pudiera seguir descubriendo y poblando aquellas provincias y siendo tales como decían que fuera principio de su linaje, y Su Majestad le hiciera merced de título y renta, como ha hecho a otros caballeros que han descubierto y poblado otras provincias en Indias.

Capítulo segundo

Que trata de algunas opiniones que hubo en Pirú sobre la jornada que el marqués dio a Pedro de Orsúa.
Dada esta conduta de gobernador del Dorado a Pedro de Orsúa y publicádose la jornada en los reinos del Pirú y comenzándose a juntar gente, el demonio, padre de disensiones, procuró poner diversas opiniones en algunas principales personas del Pirú, quitándoles de la memoria la intención con que el visorrey había dado aquella jornada y el sano pecho con que Pedro de Orsúa la había aceptado, los cuales comenzaron a decir y publicar que no era tiempo conveniente aquel para hacerse en Pirú junta de gente, lo uno porque se había tenido nueva que el rey había proveído por visorrey a don Diego de Acevedo, de lo cual estaba algo sentido el marqués de Cañete, diciendo que le hacía agravio Su Majestad en quitarle en tan breve tiempo el estado de virrey, y lo otro porque decían haber gastado el marqués mucha suma de oro de la caja real, y que por la estrecha cuenta que de ello se le había de tomar y la poca hacienda que tenía para pagarlo, podía ser pasar algún naufragio su persona, y otras cosas que a los que quieren poner estorbos nunca les faltan, lo cual todo vino a noticia del marqués, y viendo el detrimento que su honra padecía y la fama que las pestíferas lenguas habían divulgado contra él, se resfrió en dar el favor y calor a Pedro de Orsúa que antes solía; y estando así, algo resfriada la jornada, aunque empezada hacer y a salir algunos soldados, vino nueva al Pirú de que don Diego de Acevedo había muerto en Sevilla, y así tomó el marqués a poner calor en la jornada y animar a Pedro de Orsúa para que fuese con ella adelante y saliese con su empresa.

Capítulo tercero

De cómo se comenzaron hacer los bergantines, y cómo Pedro de Orsúa nombró por su teniente a Pedro Ramiro, capitán de los motilones.
Luégo que la jornada del Dorado se publicó en el Pirú, que fue principio del año de cincuenta y nueve, Pedro de Orsúa, gobernador de ella, sabiendo y entendiendo por la noticia que tenía, el golfo dulce que se había de navegar y pasar, y que para ello era necesario algún género de navíos o barcos, los cuales se habían de hacer en alguna distancia de tiempo, luégo incontinente, y porque después de junta la gente no se detuviesen, buscó con toda diligencia todos los más carpinteros y calafates y otros oficiales de hacer navíos, de los cuales juntó veinte y cinco, y otros doce negros carpinteros, y haciendo todos los pertrechos de herramienta y clavazones y otras cosas que para hacerse los navíos o barcos eran menester, fuese con ellos la derrota de la provincia de los motilones, que es por donde habían salido los indios brasiles, en la cual estaba poblado un pueblo de españoles llamado Santa Cruz de Capocoria, que lo había poblado un capitán Pedro Ramiro, y lo estaba allí sustentando y buscando parte cómoda.
Pedro de Orsúa, para dejar aquella gente que llevaba, haciendo los barcos, se bajó veinte leguas más abajo de este pueblo de Santa Cruz, y en una parte acomodada que riberas del río de los motilones estaba, dejó los oficiales para que empezasen su obra, y por maestre mayor de ella a un maese Juan Corzo, y allí nombró por su teniente general al capitán Pedro Ramiro, que era justicia en aquel pueblo de Santa Cruz, para que recogiese la gente y soldados que fuesen entrando, y diesen priesa a los obreros de las barcas que dejaba en el lugar ya dicho; y luégo se volvió a Pirú a recoger y juntar gente, donde halló la cizaña y opinión que en el capítulo antes de éste se ha dicho.
Capítulo cuarto
De cómo Orsúa se volvió al astillero con su gente, y lo que le acaeció en un pueblo llamado Moyobamba.
Vuelto Pedro de Orsúa al Pirú, así por los inconvenientes dichos como por la poca posibilidad que tenía, porque aunque había sido mucho tiempo capitán en el Nuevo Reino de Granada, no alcanzaba muchos dineros, detúvose más de año y medio en juntar la gente, la cual es cierto que no juntara si no le favorecieran muchos vecinos y otras personas con dineros, para proveer las necesidades de algunos soldados y repararse de pólvora, plomo y arcabuces, caballos y otras armas y municiones, que para aquella jornada y la guerra de ella forzosamente eran menester; a cabo del cual tiempo, habiendo echado por delante toda la más gente que había podido haber, se partió de la ciudad de Lima, yendo casi como retaguardia de su gente, porque no se le quedasen algunos en el camino.
Por donde Pedro de Orsúa había de pasar para ir a su astillero había un pueblo llamado Moyobamba, de españoles, donde estaba un clérigo por cura que se decía Pedro de Portillo, algo rico, y según algunos seneficaban, de la propia condición y largueza que el clérigo de Lazarillo de Tormes, porque con las propias abstinencias y trabajos había adquirido y juntado obra de cinco o seis mil pesos que tenía en oro.
Viendo este clérigo la soberbia noticia que Pedro de Orsúa llevaba por delante y la lucida gente de que iba acompañado, con codicia y ambición de haber por ventura algún obispado en la nueva tierra que se descubriese, y no contentándose con la mediana pasedía que tenía, habló y trató con Pedro de Orsúa que le hiciese su cura y vicario de aquella jornada, y que demás de ir él sirviendo en ella, le emprestaría dos mil pesos para con que se acabase de aviar. Le prometió de hacerlo así y aceptó la manda de los dos mil pesos, Pedro de Orsúa, que le había ofrecido.
Conociendo el clérigo la locura que hacía o quería hacer, se arrepintió y mudó propósito, dando algunas excusas que no le satisfarían a Pedro de Orsúa, porque debajo de la palabra que el clérigo le había dado, se había alargado a comprar algunas cosas, las cuales no podía pagar si el clérigo no le daba lo que le había prometido, y constreñido de extrema necesidad buscaba orden y manera cómo poder constreñir al clérigo y que cumpliese con él.
Estaban en esta sazón en este pueblo de Moyobamba algunos soldados de los que iban con Pedro de Orsúa, los cuales eran don Juan de Vargas, que después fue teniente de Pedro de Orsúa, y don Hernando de Guzmán, y Juan Alonso de la Bandera y Pedro Alonso Casco, y Pedro de Miranda, mulato, entre los cuales concertaron que, para que el clérigo cumpliese lo que había prometido, fingiesen una noche que el don Juan de Vargas, que en aquella sazón estaba retraído en la iglesia y con dos heridas, se estaba muriendo, y que fuese a llamar uno de ellos al clérigo para que lo confesase, y que venido, le echasen mano y con amenazas y como pudiesen, le hiciesen firmar un libramiento de los dos mil pesos que tenía hecho para un mercader que le tenía en guarda los dineros. Lo cual efectuaron así: que venido que fue el clérigo a la parte donde estaba el don Juan de Vargas, le pusieron los arcabuces a los pechos y le hicieron firmar el libramiento, y sin quererlo soltar, desde allí lo llevaron así como estaba al pueblo de los Motilones, donde se juntaba la gente del armada, y allí le hicieron dar lo que le quedaba, que eran otros tres o cuatro mil pesos, y así el probe clérigo dio de golpe, como alcancía, lo que poco a poco y con tanto trabajo de su espíritu y abstinencia de su cuerpo, había juntado, y él asímismo fue después muerto por el traidor Lope de Aguirre con su mano propia, y los que le hicieron la fuerza hubieron el fin que adelante se dirá, y así el avariento clérigo, como los codiciosos soldados, fueron castigados por juicio particular de Dios.

Capítulo cinco

De lo que pasó sobre la muerte de Pedro Ramiro y los demás.

Llegado Pedro de Orsúa, que ya llevaba título y nombre de gobernador, al pueblo de los motilones, llamado Santa Cruz, halló allí repesada toda la más de la gente que había de ir en el armada; y aunque aquella provincia era fértil, por causa de la mucha gente española e indias de su servicio que en aquella sazón estaba en ella, habíanse apocado las comidas, y así determinó el gobernador de enviar parte de los soldados a una provincia llamada los Tabolosos, que estaba cerca de allí, para que se entretuviesen y sustentasen algunos días, señalando por caudillo de aquella gente a dos principales y amigos suyos, el uno llamado Francisco Díaz de Arlés, y el otro, Diego de Frías, criado del virrey, que llevaba cargo de tesorero por ser muy privado suyo; en los cuales reinaba muy grande envidia contra el teniente Pedro Ramiro, porque cada uno de ellos pretendía tener aquel cargo de teniente y mandar al Pedro Ramiro.
El gobernador, aunque estaba confiado de los caudillos y soldados, para más seguridad y como a hombre que sabía bien aquella tierra, y que los indios de ella lo conocían y temían, mandó al capitán y teniente Pedro Ramiro que fuese con ellos y que los pusiese en la provincia donde habían de estar y confederarse a los naturales de ella con los caudillos y soldados y se volviese al pueblo.

Sabido esto por los caudillos que ya habemos nombrado, ya que habían salido del pueblo y caminado cierta distancia, trataron entre sí que no era cosa que les convenía ir a ser mandados de Pedro Ramiro, y que era mejor volverse a donde el gobernador estaba, los cuales lo comenzaron a hacer así, si el diablo en el camino no les pusiera otra cosa en los corazones. Volviéndose los caudillos al pueblo donde el gobernador había quedado, trataron entre sí, debajo de la muy particular y estrecha amistad que tenían con el gobernador, porque estaban confiados que por cualquier cosa del mundo que hicieran el gobernador les defendería y ampararía, porque el Francisco Díaz de Arlés era deudo del gobernador y compañero desde que anduvo en las conquistas y poblazones del Nuevo Reino, y el gobernador lo quería mucho y tenía mucha cuenta con su persona, y el Pedro de Frías, como era criado del visorrey y a quien muy particularmente traía encomendado el gobernador; y qué modo tendrían en matar al capitán Pedro Ramiro; y estando en esta confusión, llegaron otros dos soldados, llamados Grijota, y el otro Martín, muy amigos de estos dos caudillos, a los cuales hicieron entender que el capitán Pedro Ramiro los había despedido y se había él quedado con la gente para irse a ciertas provincias de que tenía noticia para poblar en ellas, y que si querían juntarse con ellos que harían muy gran servicio a Su Majestad y a su gobernador en prender a Pedro Ramiro; y los dos soldados, ignorando la intención y propósito de los dos caudillos, se juntaron con ellos, dándoles crédito a lo que decían y entendiendo ser verdad, los cuales todos cuatro juntos dieron la vuelta y se volvieron en el alcance del capitán Pedro Ramiro, que iba con la gente a donde el gobernador le había mandado, hallando muy buena ocasión y aparejo conforme a la intención que llevaban, y que por donde el capitán Pedro Ramiro había de pasar con la gente que llevaba, se hacia un río caudaloso, el cual forzosamente habían de pasar con canoas, y llegados a este río, no hallaron más de una canoa pequeña, con la cual el capitán Pedro Ramiro echó su gente por delante, y teniéndola pasada toda, que no quedaba de esta otra banda del río más de él y un criado suyo, llegaron los dos caudillos y los dos soldados y saludaron al Pedro Ramiro, teniente, diferentemente de como traían la intención, y estando hablando con ellos, descuidado de semejante traición, todos cuatro le asieron y le abrazaron y quitaron las armas, y diciendo y haciendo, mandó el Pedro de Frías a un esclavo suyo que allí traía que diese garrote al capitán y teniente Pedro Ramiro, el cual luégo allí se lo dio y le cortaron la cabeza. Visto el mozo que estaba con el Pedro Ramiro el mal recaudo que habían hecho, se descabulló y huyó, y se fue donde estaba el gobernador Pedro de Orsúa, al pueblo de Santa Cruz, y le dio relación de lo que había visto.

Acabado de hacer este principio de motín por estos cuatro, llegó la canoa en que pasaba la gente, la cual tomaron estos matadores y se pasaron a la otra banda, haciendo entender a los soldados que allí estaban que el gobernador Pedro de Orsúa les había mandado hacer lo que hicieron, porque había sido informado que el capitán Pedro Ramiro se quería alzar con ellos, y con esto se aseguraron. Los soldados y los matadores enviaron un amigo suyo al gobernador Pedro de Orsúa, haciéndole saber lo que había pasado, muy al contrario de la verdad, porque le enviaron a decir que el capitán Pedro Ramiro se había alzado o querido alzar con la gente; que ellos, como servidores de Su Majestad y del gobernador, lo habían preso y lo tenían a recaudo hasta que su merced proveyese o mandase lo que se había de hacer, el cual estaba ya avisado de lo que en efecto había pasado por el mozo que se dijo que estaba con Pedro Ramiro cuando le fueron a matar, y así no dio ningún crédito a lo que le enviaban a decir.

Algunos quisieron afirmar que la intención de los caudillos fue intentar si con este mal recaudo y principio de motín podrían mover al gobernador Pedro de Orsúa a que se alzase y diese la vuelta a Pirú, porque habían dado los dos muy grandes muestras y señales de desearlo, y como está referido, teniendo entendido, por las cosas arriba dichas, que antes se alzaría el gobernador contra Su Majestad que hacer justicia contra los matadores del teniente Pedro Ramiro, que también era corregidor por Su Majestad en aquel pueblo de Santa Cruz.

Capítulo seis

Que trata de lo que pasó sobre la prisión y muerte de los que mataron a Pedro Ramiro.
Sabido por el gobernador este diabólico suceso y temiéndose que el demonio no incitase a los demás soldados a que con alguna falsa apariencia quisiesen amotinarse con los cuatro matadores, se partió luégo solo para donde estaban, y quiso ir sin compañía porque estaba confiado de la mucha confianza que los dos caudillos tenían en él, como arriba se ha dicho, y también porque si iba con mano armada a prenderlos, se temerían del castigo y pena que merecían, y así se alterarían y alborotarían y podrían suceder otros escándalos y daños mayores, por lo cual sólo con este nombre del rey, que con muy justo titulo, de los buenos es amado y de los malos temido, llegó donde estaba la gente y los que habían muerto al teniente Pedro Ramiro, los cuales no tuvieron lugar de incitar ni convertir la demás gente a que pusiesen las vidas por su defensa, y así se ausentaron de allí luégo que llegó el gobernador, por encubrir alguna parte de su desvergüenza, lo cual, visto por el gobernador, les envió a decir que no era justo que unos hombres como ellos se hiciesen culpantes en un caso como aquel que notoriamente habían servido a Su Majestad en ello, y que caso que otra cosa fuera, que bien sabían ellos la obligación que tenían a servirles; que mejor era que pareciesen y que él los librase, que no que otro juez viniese y los castigase.
Con estas y otras razones y buenos comedimientos, y confiados los caudillos, como está dicho, de la antigua amistad y parentesco que con Pedro de Orsúa tenían, se vinieron a él. Para más asegurarlos, los envió que se fuesen al pueblo de Santa Cruz, y que allá se daría la mejor orden que ser pudiese para que fuesen libres. Llegado el gobernador Pedro de Orsúa al pueblo de Santa Cruz, donde halló los matadores confiados de su vana esperanza, los hizo prender y poner a muy buen recaudo, oyéndolos muy por entero y guardándoles todos los términos que cualquier juez debe hacer, aunque él no estaba obligado a ello por ser el negocio tan arduo; donde conclusas sus causas, los condenó a muerte, y aunque las sentencias se les había notificado, los desprivados creyeron que lo había hecho el gobernador por cumplir con su oficio de juez, y que les otorgara su apelación para la Real Audiencia de Lima, lo cual, asímismo, tuvieron entendido muchos de los que en aquel pueblo estaban.
El gobernador, queriendo antes cumplir con su rey y señor y ejecutar la justicia en su propia sangre que dejar de hacer el deber ni dar ocasión a que de su persona se dijese cosa indebida, forzando para ello su voluntad, y posponiendo las leyes menores de amistad a las de lealtad, mandó que luégo, incontinente, les cortasen las cabezas públicamente, sin embargo de sus apelaciones; y así hicieron justicia en estos matadores, ejecutando en ellos las sentencias que había pronunciado el gobernador Pedró de Orsúa justa y derechamente.
Capítulo siete
De la sospecha que el en Pirú se tenía de Pedro de Orsúa, y de los que le avisó un amigo suyo en el pronóstico que sobre su jornada hubo.
El visorey de Pirú y los oidores y otras personas, después de partido de Lima el gobernador Pedro de Orsúa, quedaron con alguna sospecha de que algunos belicosos y facinerosos soldados que consigo llevaba, no le induciesen y persuadiesen a que se alzase contra el servicio de Su Majestad, y con la gente que tenía, que eran casi trescientos hombres, y volviese sobre el Pirú y les pusiese en algún aprieto; porque entre la gente que Pedro de Orsúa había sacado de Pirú iban algunos soldados que se habían hallado en los alzamientos y rebeliones de Gonzalo Pizarro y de Francisco Hernández Girón y de don Sebastián de Castilla y de los Contreras; y estando en esta confusión y con deseo de saber alguna nueva del suceso que arriba se ha contado, y de cómo Pedro de Orsúa hizo la justicia que se ha dicho, de aquellos soldados que mataron al capitán Pedro Ramiro, lo cual sabido y entendido por todos en general, fue loado el general Pedro de Orsúa de haber castigado tan justamente aquellos soldados, y se quitó de sus pechos y corazones el resabio que tenían de la vuelta de Pedro de Orsúa a Pirú; y como en las Indias por la mayor parte la gente es algo supersticiosa, se dijo y pronosticó, sabida aquella nueva, que pues la jornada se había comenzado por sangre, que no pararía en bien; y demás de esto un vecino del Pirú, que se decía Pedro de Añasco, de un pueblo llamado Chachapoyas, muy amigo del gobernador y muy experimentado en cosas del Pirú, y que tenía gran conocimiento de algunos soldados que llevaba Pedro de Orsúa consigo, y de las ocasiones que suelen causar motines y alzamientos, le escribió una carta al gobernador en que le envió a decir que como amigo le avisaba que tenía sospecha de algunos de los soldados que consigo llevaba, que eran bulliciosos y facinerosos y que podía ser causarle la muerte a él u otro grave daño, y que especialmente tenía este recelo y sospecha de Lorenzo Salduendo y de Lope de Aguirre y de Joan Alonso Labandera y Cristóbal de Chaves y de don Martín y a otros que por sus nombres nombraba, y que por diez u once hombres menos no había de dejar de hacer su jornada, que le rogaba que los echase fuera; que si por compasión de verlos pobres y necesitados no les quisiese enviar, que esto no se le pusiese por delante, porque él los proveería y sustentaría en el inter que iba a descubrir la tierra, y que después de descubierta podría enviar por ellos y hacerles el bien que quisiese; y que asímismo le estorbaba y rogaba que no llevase consigo a doña Inés de Atienza, hija de Blas de Atienza, vecino de la ciudad de Trujillo, mujer que fue de Pedro de Arcos, vecino de Pirú, porque demás de ser una cosa tan fea, de tan mal ejemplo, por las nuevas que de ella tenía, antes se le causarla daño que provecho de su llevada, y que si él fuese servido de que se quedase, que él daría orden cómo se hiciese de suerte que la doña Inés no entendiese que él lo mandaba ni había sido consentidor de ello.
Recibida esta carta por el gobernador, no curando tomar el consejo que su amigo Pedro de Añasco le daba, antes lo disimuló todo, no respondiéndole nada: solamente hizo volver a Pirú al don Martín, uno de los que le avisaban que echase fuera, y a los demás llevó consigo, los cuales le urdieron y dieron la muerte, como adelante se dirá, y asímismo la doña Inés fue mucha causa para que este gobernador se perdiese, según lo afirman todos los soldados que vivos escaparon.

Capítulo ocho

Cómo el gobernador ordenó que don Juan de Vargas fuese con treinta hombres delante, y mandó que García de Arce se adelantase con otros treinta, y lo que le acaeció a García de Arce.

Estando el gobernador Pedro de Orsúa en el pueblo de los motilones, llamado Santa Cruz, recogiendo su gente, que aún no había llegado toda, acordó enviar cien hombres delante, y por capitán de ellos a don Juan de Vargas, para que en llegando al río de Cocama, que es por donde habían bajado los cuarenta soldados de Juan de Salinas, subiesen por él arriba y trajesen toda la comida que pudiesen a la boca del río, para que cuando Pedro Orsúa llegase allí con la demás gente, hallase alguna comida con qué pasar adelante; y estando ya apercibida toda la más de la gente, mandó el gobernador a un García de Arce, amigo suyo, que con treinta hombres se adelantase a una provincia que estaba veinte leguas del astillero el río abajo, que llamaban los Caperucos, porque los indios de allí traían cierta manera de bonete o caperuzas; y que juntando a la orilla del río toda la más comida que pudiesen, esperase al capitán don Juan de Vargas y a la demás gente que con él había de ir, para que de allí se fuesen todos juntos al río de Cocama.

Partido García de Arce con sus treinta compañeros en una balsa y en ciertas canoas, o porque no quiso, o por lo que a él le pareció, no curó esperar a don Juan de Vargas donde le habían mandado, mas navegando el río abajo y pasando el río de Cocama y otros que adelante estaban, caminó hasta que llegó con harta hambre y trabajo y riesgo de su persona a una isla poblada que estaba en medio del río, que estaría del astillero trescientas y veinte leguas, la cual por este respeto fue llamada la isla de García; y perdieron en el camino dos soldados que salieron a tierra a buscar comida y se metieron por un arcabuco y nunca más atinaron a salir, y al fin se quedaron allí. El hambre -que- en este camino tuvieron estos treinta soldados fue tan grande, que no comían sino lagartos o caimanes que García de Arce mataba con el arcabuz, que era muy buen arcabucero.

Llegados a esta isla se reformaron de la hambre que traían, y adivinando la tardanza que en salir el armada del astillero podrían tener, y para estar algo seguros de los indios de la tierra, se procuraron fortificar, haciendo cierta manera de fuerte o palenque donde se defendieron y ampararon de las cotidianas guazabaras que los indios, así por el río como por tierra, les daban cada cita, las cuales eran tantas, que si Dios milagroso no los guardara, ellos no eran parte para defenderse, porque treinta hombres solos y mal aderezados, poca resistencia podían hacer a dos o tres mil indios que se juntaban a ofenderles, y la principal defensa eran los arcabuces, en especial el de García de Arce, el cual viéndose un día en aprieto de la guerra que los indios le deban, y habiéndose acabado la munición de las pelotas, hizo que la baqueta de arcabuz les sirviese de pelota, con la cual arrojó y arruinó la gente de una canoa, que era la principal de las que le daban la guazabara. Otra vez, en otra guazabara, defendiéndose, echó en el arcabuz dos pelotas asidas, la una a la otra con hilo de alambre, y de aquel tiro llevó y derribó seis indios de una canoa; y con verlos indios la destrucción que este arcabucero hacía en ellos, acordaron dejar los treinta españoles, y no sólo no les vinieron a dar más guazabaras, mas quedaron tan atemorizados y amedrentados que en viendo no había indios que parasen, antes procuraban haber y tener amistad con los españoles; y con este intento vinieron un día cierta cantidad de indios a la isla donde estaba el García de Arce y sus compañeros, los cuales creyendo que venían debajo de alguna cautela a hacer algún daño, les procuraron ganar por la mano, encerrando casi cuarenta de ellos en un bohío de aquel fuerte o palenque que tenían hecho y quitándoles las vidas miserablemente a estocadas y a puñaladas dieron fin de ellos, y voló de hoy adelante la fama de sus crueldades, de forma que de ahí adelante les temían mucho más los indios teniendo noticia de estas crueldades y de otras que hacían.

Desde que García de Arce se partió del astillero hasta que le gobernador llegó a esta isla, se pasaron tres meses, el cual tiempo estuvieron solos estos treinta hombres de esta isla.

Capítulo nueve

Cómo se partió don Juan de Vargas con los setenta 1 hombres a Cocama y lo que le sucedió.

Queriendo don Juan de Vargas cumplir lo que su gobernador le había mandado, tomó un bergantín de los que habían hecho y con ciertas canoas recogió los setenta hombres restantes, y partiéndose del astillero por principio del mes de Julio del año de sesenta, comenzó a navegar el río abajo, y llegando a la provincia de los Caperuzos y no hallando allí a García de Arce, no curó de detenerse, mas pasando de largo fue por sus jornadas contadas agua abajo al río de Cocoma, donde no hallando a García de Arce, que se había pasado de largo el río abajo, dio orden en subir el río de Cocoma arriba, a buscar la comida para esperar al gobernador, y dejando algunos soldados de los más enfermos y para menos en la boca del río, en guarda del bergantín, se fue en las canoas que tenía el río arriba, por el cual caminó veinte y dos jornadas, al cabo de las cuales halló ciertas poblazones de indios y mucha comida de maíz, en las cuales, tomando algunas piezas o indios, machos e hembras, para su servicio, y todas las canoas y maíz que pudo cargar, dio la vuelta a donde había dejado el bergantín, y halló la gente que allí había quedado muy fatigada de hambre, tanto que de esta causa y alguna leve enfermedad, halló muertos tres españoles y muchas piezas de servicio, con la cual llegada se alegraron mucho todos los enfermos y aun los sanos, por haberles venido algún remedio con qué mitigar alguna parte de la fatiga que la canina hambre les daba.
Estuvo aquí el capitán don Juan de Vargas esperando al gobernador más de dos meses, en el cual tiempo los soldados que con él estaban, o persuadidos de la ociosidad que allí tenían o pareciéndoles mal la tardanza del gobernador, andaban buscando orden cómo salir de aquel mar dulce. Hubo dos opiniones o maneras de motín, porque según se dijo, estaba la gente hecha dos parcialidades, y los unos eran de parecer que matasen al don Juan de Vargas, y se fuesen la vuelta del Pirú, por el propio río de Coma arriba; otros decían que no, sino que vivo dejasen allí al don Juan, y ellos se fuesen, porque después no les calumniasen alguna cosa sobre su muerte; y como en nada nunca se conformaron, nunca vino a efecto el un propósito ni el otro, ni tampoco se trató tan públicamente que pudiesen ser castigados por ello, mas que después se supo, y con la venida del gobernador se mitigó todo, como adelante se dirá.

Capítulo diez

Cómo salió Pedro de Orsúa de los motilones y se despobló el pueblo de Santa Cruz y echaron los barcos en el río; y de cómo la gente se quiso amotinar y huir del astillero, y él los aplacó.

Queriendo el gobernador Pedro de Orsúa acabar de salir con su gente e ir en seguimiento de los que adelante había enviado, se partió de los motilones, donde había estado todo el tiempo que se tardó en juntar la gente, echando por delante todos los soldados que allí tenía, y demás de esto persuadió e importunó a los que estaban por vecinos y habían poblado aquel pueblo de los motilones, que lo dejasen y se fuesen con él a aquella jornada, haciéndoles grandes promesas y teniendo con ellos grandes cumplimientos, los cuales, vencidos de las nuevas palabras y corteses razones que el gobernador les había dicho, dejando lo cierto por lo dudoso, despoblaron su pueblo de Santa Cruz de los motilones y se fueron con el gobernador al astillero, trayendo por delante todo el hato y aparato que allí tenían.
Llegado que fue el gobernador al astillero con toda esta gente, luégo dio orden cómo echasen los barcos y bergantines que halló hechos en el río; y por causa de no ser la madera tan recia ni bien sazonada como se requería, y por ser allí la tierra demasiada de húmeda y muy lluviosa, al tiempo de echarlos en el agua se quebraron todos los más, que no quedaron sino solamente tres chatas y un bergantín, lo cual fue causa de detenerse más tiempo.

El gobernador procuró hacer canoas y balsas en que pudiesen caber todos y caminar el río abajo; y como todas estas chatas y bergantín quedaron tan mal acondicionadas, antes de haber navegado la mitad del viaje se perdieron y quebraron las dos de ellas, como adelante se dirá; y así, por defecto de haberse quebrado todos los más de los barcos y no tener la copia de ellos que era menester, se hubo de quedar como se quedó en el astillero todo el más aderezo que los soldados tenían para su jornada, como eran caballos y ganados y otras cosas que en la jornada no se podían pasar sin ellas, de lo cual recibieron tan gran descontento todos los más de los soldados, que casi amotinados se quisieron volver a Pirú, y de hecho se volvieran si el gobernador no se diera tan buena maña como se dio a mitigarlos, prendiendo a unos y halagando a otros y disimulando con otros y haciendo generales amonestaciones a todos, poniéndoles por delante lo poco que perdían en lo que allí se les quedaba y lo mucho que aventuraban a ganar en la jornada que llevaban entre manos, y dándoles a entender que sentía él más la pérdida de lo que allí quedaba que sus propios dueños, pues como gobernador estaba después obligado a proveer a todos; y así aplacó a toda la gente, y sin que nadie se le huyese se embarcaron en su bergantín, balsas y canoas todos los soldados y servicio, y de trescientos caballos no pudieron llevar más de cuarenta, y los otros se quedaron perdidos en el astillero, con todo el ganado, que de todo género era mucha cantidad.

Capítulo once

En el cual se trata de la partida de Pedro de Orsúa del astillero, y de lo que les sucedió en el río hasta los bracamoros.

A los veinte y seis de septiembre del año sesenta, se partió el gobernador Pedro de Orsúa del astillero con todo el restante de la gente que le había quedado, los cuales partieron con todo el descontento posible, así por los caballos y ganados y otras cosas que allí dejaban, como por el gran peligro en que iban a perder las vidas a causa del mal aderezo que llevan para navegar y de la grandeza de aquel río, donde si en medio de él se vieran en algún aprieto de quebrarse el bergantín, pudiera ser perderse la gente por no poder tomar tan en breve la tierra, y porque, como he dicho, iban las chatas y bergantines muy mal acondicionados.

El segundo día de su navegación dejó el armada todas las sierras atrás, y desde allí adelante todo fue tierra llana hasta la mar del norte. Al tercero día de navegación que llevaban, dio el bergantín en un bajó, y por ir tan mal acondicionado como iba, se le saltó un pedazo de la quilla, donde estuvieron en harto peligro de perderse los que iban dentro, si no lo remediaran con mantas y lana.

El gobernador, aunque vio en este riesgo el bergantín, no curó de detenerse, mas siguiendo su viaje fue sin parar hasta la provincia de los Caperuzos, donde halló a Lorenzo Salduendo, a quien él había enviado delante dos o tres días en balsas y canoas con ciertos soldados, a que le tuviese junta alguna comida, el cual lo había hecho así. Donde a dos días llegó el bergantín, que se había quedado atrás, con harto trabajo, y allí lo aderezaron dentro de otros días; y repartiendo el gobernador la comida que allí había hallado junta, entre todos los de la armada, envió que se fuese delante el bergantín quebrado con la gente que llevaba, y por caudillo de ella a Pedro Alonso Galeas, para que llegando donde don Juan de Vargas estaba, a la boca de Cocama, diese noticia de cómo iba el gobernador, y porque si él se detuviese en el camino tuviesen esperanza los que estaban con don Juan que llegaría presto el gobernador.

El bergantín, caminando sin se detener como le fue mandado, llegó al río de Cocama, donde hallaron la gente con el alboroto que atrás se ha contado; y vista la llegada del bergantín y la nueva que les dieron de la venida del gobernador, se aseguraron todos, y se holgaron unos con otros. Donde a pocos días se partió el gobernador Pedro de Orsúa de la provincia y pueblos de los Caperuzos, caminando agua abajo su poco a poco, holgándose y recreándose toda la gente unos con otros, saltando y durmiendo cada noche en tierra, porque las noches no navegaban con temor de no caer en algún peligro; y con esta bonanza llegaron a un río que por mano izquierda de esta derrota entra y se junta con el río de los Motilones, por donde iban navegando, que se llama el río de los Bracamoros, y nace cerca de los nacimientos del río de los Motilones, en una provincia que se llama Guanuco, y él se llamó de este nombre, Bracamoros, porque empieza a pasar por una provincia llamada Bracamoros, pasando antes por Guanuco el viejo y por entre Cajamalca y Chachapoyas, creciendo cada vez más por las muchas vertientes que a él acuden, de tal suerte que cuando entra en el de los Motilones, parece dos veces mayor que él. Júntanse estos dos ríos ciento y veinte leguas del astillero, y había de sus nacimientos a la juntas trescientas leguas.
Estuvo en la boca del río de los Bracamoros el gobernador ciertos días, porque envió por él arriba alguna gente en canoas a buscar comida y poblazón, y hallaron ser todo despoblado; y vueltos, y sabido esto el gobernador, se partieron su derrota del río de los Motilones.
Capítulo doce
En el cual se trata de cómo partió el gobernador de los Bracamoros y llegó a Catoman, y de cómo se partió de Cacoman y del nacimiento de Cacoma, y de lo que sucedió hasta llegar a otro río que dijeron ser el de la Canela.
Partido el gobernador de las juntas del río de los Bracamoros, caminó sin tener ningún suceso en favor ni desfavor que de contar sea, mas de con su buena esperanza, y al cabo de haber navegado cien leguas, llegaron a las juntas de Cocama, donde halló a don Juan de Vargas con la gente que habemos dicho, algo desbastecida de la comida que había traído de los pueblos de Cocama, por el mucho tiempo que allí habían estado esperando al gobernador y siempre se había sustentado la gente de lo que habían traído.
Holgáronse todos, unos con otros, y el gobernador repartió la comida que allí halló entre todos, y deseando2,en aquel río ocho días toda el armada se partió junta con harto desabrimiento, por no tener ninguna noticia de García de Arce, que ya dijimos que salió al principio con treinta compañeros y se fue a la isla de García, donde a esta sazón se estaba; y porque a la salida de este río se quebró el bergantín que había traído delante don Juan, que estaba ya podrido, y echaron toda la gente y hato que en él venía, en balsas y canoas entre el río de Cocama, por mano derecha del río de los Motilones, después de haberse juntado con el de los Bracamoros.
Sus nacimientos son en el Pirú; y porque no hay certidumbre cuáles sean, diré aquí las opiniones que en ello hay, y algunos quieren decir que los nacimientos de este río de Cocaman son Aporima, y Mancay, y Nacai, con los ríos de Uilcas, y Parios, y Xauxa, y otros muchos que con éstos se juntan. Otros quieren decir que este río es un río grande que nace de las espaldas de Chinchacocha, en la provincia de Guanuco, que pasa por los asientos y pueblos que llaman Paucar, Tambo3y Guacabamba, y se junta con los ríos que salen de Tarama y con los que vido y pasó el gobernador Gómez Arias en lo que llaman de Ruparapa; y afirman ser este río, porque antes de él no entra otro ninguno por aquella banda en el río de los Motilones, y porque este río es casi tan caudaloso como el de los Bracamoros, y siendo tan grande no puede ser sino el que aquí se apunta por respeto de las muchas aguas y vertientes que en si recogen juntos estos tres ríos, es a saber: el de los Motilones y el de los Bracamoros y el de Cocoma. hacen en si un tan gran cuerpo de río, con ayuda de ciertos arroyos y esteros que entre medias se recogen, que osan afirmar los que lo anduvieron que con dificultad se hallara en el mundo otro mayor que el que digo, en esta parte, que por más abajo donde se juntan otros ríos, no se hallará en el mundo otro como él.
Estos tres ríos que habemos dicho son muy abundosos de pescado, tortugas, hicoteas y aves que: en él se crían, en las playas, en las cuales se hallan muchos huevos de hicoteas y de caimanes, y se toman las mismas hicoteas, que era muy gran parte del mantenimiento para los soldados.
Yendo caminando el armada por este río abajo, de ordinario por los brazos de a mano derecha, sin tener ninguna controversia más de la que se dijo de la pérdida del bergantín a la salida de Cocoma, al sexto día encontraron de repente unos indios que estaban en una playa pescando, los cuales, como vieron el armada, desamparando lo que allí tenían, se huyeren y metieron la tierra adentro, de suerte que no pudo ser habido ninguno. Lo que estos indios tenían era sus canoas y más de cien tortugas y hicoteas, con mucha cantidad de huevos, con lo cual no poco contento tuvieron los soldados, por no ir tan bien proveídos de lo necesaria como se requería. pARTIOSE esta vitualla y despojo entre todos, y hecha la partición siguieron su viaje el río abajo; llegaron a otro río que con este de su navegación se juntaba a mano derecha, no menos caudaloso que el de los MOTILONES. No hubo piloto que atinase qué río fuese éste, aunque algunos quisieron decir que era el de la CANELA, por donde bajó el capitán ORELLANA, que nace en PIRÚ, a las espaldas de QUITO, en los QUIJOS, y después pareció no ser él sino otro que está la 4 más abajo, junto a la isla de GARCÍA, del cual se hará mención adelante; y así este río que primero llamaron de la CANELA no se supo qué río era.
Capítulo trece
Cómo llego el armada a la isla de García, y de la propiedad de la gente de ella, y de lo demás que en ella sucedió.
Después de haber partido el armada de las juntas de Cocama, y navegando ocho días con la bonanza que se ha dicho, llegó a la isla de García, donde hallaron los treinta españoles con su caudillo y hechos fuertes y casi perdida la esperanza de la venida del gobernador, y algo fatigados de las muchas guazabaras que los indios les habían dado, aunque por la fortaleza o palenque que habían hecho en aquella isla, y por los muchos indios que habían descalabrado y hostigado, estaban algo descansados, que ya los indios no les perseguían ni daban guazabaras como al principio.
Holgose el gobernador y todo el campo con la vista y hallada de García de Arce y sus compañeros; y por ser esta isla la primera poblazón que desde los Caperuzos toparon, porque todo lo que del río atrás quedaba, que era más de trescientas leguas, todo fue despoblado se detuvo aquí el armada ocho días o más, así porque descansasen los soldados y remeros, como porque los caballos que hasta allí nunca habían saltado en tierra, los sacasen a pasear; en los cuales días el gobernador envió gente a descubrir la tierra firme del río de la una banda y de la otra, y nunca se pudo hallar camino ninguno. Empezaron de aquí para abajo los soldados a tener guazabaras de mosquitos zancudos, que con sus importunas voces y agudos aguijones los trataban tan mal que algunos enfermaban de ello y llegaban a punto de muerte.
Llamábase el principal de esta isla el papa, por lengua propia de la tierra; era la gente de ella bien agestada y crecida; andaban vestidos con camisetas pintadas de pincel, y su mantenimiento es lo ordinario de las Indias, maíz y chicha, que es su principal sustento, y batatas, de lo cual hacen pan y vino, y otros géneros de potajes, que los tienen en tanto como los españoles su muy preciosas comidas sus casas o bohíos son cuadrados y grandes; sus armas son algunos dardos arrojadizos, hechos de palma a manera de gorguces vizcaínos; tíranlos con unos amientos de palo que para aquel efecto tienen hechos, que llaman estolicas, y los hay en la mayor parte de las Indias.
Quebrose en esta isla una de las chatas, que por haber salido del astillero tan mal acondicionada venía ya podrida y toda abierta y hendida, de suerte que en ninguna manera se podía navegar con ella. Viendo asímismo el gobernador el mucho trabajo que pasaba en haber de gobernar él solo toda aquella gente, acordé nombrar quién le ayudase: nombró en esta isla de García por su teniente general a don Juan de Vargas, que hasta allí no lo había nombrado, y por su alférez general a don Hernando de Guzmán, que después, en pago de esta buena obra, lo mató; y un poco más abajo de esta isla entra el río de la Canela, por donde abajó el capitán Orellana, del cual y de sus nacimientos aquí no se trata porque de la historia del capitán Orellana se hizo acerca de su bajada por este río, se da por extenso particular cuenta del río de la Canela y de sus nacimientos y navegación.

Capítulo catorce
Cómo el gobernador se embarcó en la isla de García y fue hasta Carau, donde le salieron de paz los indios.
Acabado el tiempo dicho se embarcó el gobernador con su gente en las chatas y bergantín que le había quedado, embarcando los caballos que tenía en ellas, que serían treinta y siete, porque hasta allí se le habían muerto tres, y toda la más gente en canoas y balsas. Comenzó a navegar por el brazo del río que iba a mano derecha de la isla, por donde topó muchas islas que el río hacia, las cuales eran pobladas, y los moradores se habían todos alzado con el miedo que de los españoles tenían, por la mala vecindad que García de Arce y sus compañeros les habían hecho los días que estuvieron en la isla arriba dicha. Solamente se hallaban en los pueblos de estas islas la comida de maíz, yuca y batatas que tenían en el campo sembradas, y algunas gallinas y gallos blancos de España y algunos papagayos y guacamayas blancos, cosa cierta vista en pocas partes en las Indias.
Yendo de esta suerte navegando de isla en isla, aprovechándose de lo que hallaban, dieron de repente, después de haber navegado algunos días, en un pueblo de indios que estaba en la mano derecha del río, en la tierra firme, la gente del cual asímismo estaba alzada por la noticia que de la crueldad de los españoles tenían; el cual pueblo se llamaba Carari, y así se llamó la provincia de Carari.
En este pueblo salieron algunos indios por el agua a ver el armada desde lejos, porque con el temor que tenían no se osaban llegar muy cerca.
Fue Dios servido que estando el armada en este pueblo de Carari, vino un cacique con ciertos indios de paz y trajó cierto pescado y otras cosas de comer, al cual el gobernador recibió muy bien y lo halagó y dio algunas cosas, como fueron cuentas y cuchillos, por ver si podía hacerles perder el miedo y que diesen unos a otros noticia del bien que les hacía, para qie comunicándose con los españoles tuviese el gobernador alguna claridad de la tierra, llevando enhilada la paz el río abajo.
Envió luego el gobernador este cacique muy contento con los rescates dichos, el cual dio la nueva del buen tratamiento que se les hacía a sus compañeros, por los cuales sabido comenzaron a venir de paz muchos de ellos, trayendo de las comidas que tenían, las cuales les pagaba el gobernador a fin de tenerles propicios y contentos para el efecto dicho; y temiéndose que los soldados, como la mayor parte son atrevidos, especialmente con indios chontales, no les hicieron alguna molestia o vejación, con que les diesen ocasión a que la paz que había dado y él tanto procuraba y deseaba conservarla, quebrasen y se alzasen, mandó que ningún soldado tratase ni rescatase con los indios, sino que los dejase ir a donde él estaba y después de haberlos contentado, repartiría la comida que trajesen entre los soldados que más necesidad tuviesen; el cual lo hacía así, aunque algunos soldados no lo tuvieron por bueno, y no haciendo mucho caso de los que el gobernador había mandado, a escondidas rescataban con los indios, unas veces contentándolos con dádivas y otras veces quitándoles lo que traían al mojinete; y de esta suerte se navegó algunos días por esta provincia de Carari, y con toda esta seguridad no esperaban los indios en sus pueblos, sino poniendo en cobro sus mujeres e hijos e hacienda, salían por el río en sus canoas a rescatar como está dicho.
Capítulo quince
Cómo envió el gobernador a descubrir, y de cierto motín de Montoya, y cómo fueron castigados los culpados, y de las opiniones de la provincia.
Viendo el gobernador la mucha poblazón y gente que ribera del río había en esta provincia de Carari, acordó ver si aquella poblazón entraba la tierra adentro, y si podía hallar algún principio de la tierra y noticia que buscaban, y así, nombrando por caudillo a un Pedro Alonso Galeas, con ciertos soldados, lo envió a que fuese la tierra adentro y anduviese por ella ciertos días, al cabo de los cuales volviese con respuesta de lo que hubiese; quedando él con el armada y la demás gente en un pueblo que en aquella provincia estaba orilla del río, en el cual había parado para este efecto.
Visto lo mandado por el gobernador, se partió Pedro Galeas con la gente que se le encargó, y caminando la tierra adentro por un estero o laguna que cerca de aquel pueblo se hacía, topó un camino en la tierra firme que se metía por una montaña muy espesa, y caminando por él encontró con unos indios que venían cargados de casabe y otras cosas, las cuales, sintiendo a los españoles y extrañando la gente, dejando las cargas que traían, se pusieron en huída, de suerte que los soldado no pudieron haber de ellos sino una india que pareció ser de diferente nación que los que estaban poblados en la barranca del río, porque así en la lengua, que no se entendía, como en el traje y hábito, era muy deferente de la otra gente, a la cuál, preguntándole por señas donde estaba su tierra, respondió e dio a entender con señales que hizo, que estaba cinco días de camino allí, y porque se acababa el término que el gobernador les había dado, en el cual habían de volver a donde él quedaba, no curaron de pasar de allí, antes luego dieron la vuelta a donde el gobernador estaba, y le hicieron relación de los que había pasado, al cual hallaron algo afligido, porque un Alonso de Montoya, soldado muy bullicioso y que deseaba todo mal al gobernador, había convocado ciertos soldados a que se juntasen con él y tomando algunas canoas y lo demás que hubiesen menester y pudiesen llevar, diesen la vuelta al Pirú por el río arriba, lo cual no faltó quién lo descubrió al gobernador, y averiguando ser verdad este concierto, muy enojado del Alonso de Montoya, porque demás de esto se le había querido amotinar otra vez e irse con algunos soldados, lo echó en prisión en una collera, sin querer usar con el rigor y castigo que merecía, lo cual le cayó después a cuestas; y porque pareciéndose que había alguna manera de castigo, a los que claramente por sus bullicios merecían pena afrentosa, les mandaban que fuesen bogando algunos días en los bergantines y canoas, a los cuales los que deseaban mal a Pedro de Orsúa incitaban diciéndoles que más les valía morir y que hiciesen justicia de ellos que no que los trajesen afrentados como en galera remando; y esto no sin falta de malicia, porque los que lo decían y trataban eran los propios que mataron después al gobernador, de donde se colige que lo hacían con intento de tener aquellos soldados propicios así, para que fuesen con ellos en efectuar su mal propósito.
El gobernador, aunque le trajeron aquella señal de haber gente la tierra adentro, no curó de detenerse más allí, así porque la noticia en cuya demanda iba se decía Omegua, y en aquella tierra no hallaba señal de tal nombre, como porque tenía los navíos y bergantines muy mal acondicionados y tratados, y porque no le faltase antes de llegar a Omegua, diciendo que ya que aquel caudillo y soldados que él había enviado, no habían querido pasar adelante de donde tomaron la india, que ya no era justo que se volviese a ello ni el armada se detuviese allí más tiempo, y así se partió el armada de esté pueblo.
Fue navegando el río abajo hasta que sin saberlo llegó al cabo de la poblazón, a la cual algunos quisieron decir que era otra provincia llamada Manicuri, que era nombre de un pueblo de aquellos, y que toda la poblazón que había desde la isla de García hasta donde estaban, que eran más de ciento y cincuenta leguas, eran dos provincias, la una llamada Caricuri, y la otra Manicuri. Otros fueron de otra opinión, y ésta es la más cierta; que por causa que toda la gente de estas ciento y cincuenta leguas de poblazón era toda una propia lengua y traje y trato y armas, que toda era una provincia, y que Caricuri y Manicuri eran nombres de pueblos y no de la provincia.
En todo este tiempo que duró esta poblazón, la gente salí a de paz en canoas, navegando entre la armada, rescatando lo que traían, unos con el gobernador y otros con los soldados escondidamente, como está dicho, por causa de lo que el gobernador había mandado, el cual, aunque lo sabía, con unos disimulaba y a otros reprendía de palabra.
Traían los indios de esta provincia algunas joyas de oro fino, como son orejeras, caricuries en las narices y orejas; y aunque la poblazón tura tanta distancia, tiénese por muy cierto que no es mucha esta gente, porque los pueblos son pequeños y apartados unos de otros media jornada y una, y según el parecer y opiniones de muchos, a lo más largo habrá en esta poblazón diez mil naturales, antes menos que más, que es harto poco para tanta distancia de tierra.
Había en esta provincia muchos géneros de frutas de las de la tierra, y gran cantidad de mosquitos, así de los zancudos vocingleros como de los importunos jejenes.
Aquí se acabó de anegar y perder un bergantín que había quedado, y quedaron solas dos chatas en que iban los caballos, y fue necesario rehacerse de más balsas y canoas para en que se metiese la gente del bergantín.
Capítulo diez y seis
Cómo pasada la provincia de Carari dieron en un despoblado, y la necesidad que en ella se pasó, y de cómo llegaron a Mochofur, y de lo quacaeció a la entrada de él.
Habiendo navegado el gobernador por la provincia dicha, y teniendo entendido que pasaba adelante la poblazón, no curó de preguntar a las guías ni lenguas si había despoblado de allí para bajo, lo cual fue causa de pasar muy grande hambre y necesidad, porque dieron en un despoblado del río que turo nueve días; y como la gente había salido desapercibida de la provincia de Carari, creyendo topar luégo que comer, acabóseles bien breve lo que llevaban, y pasaron tan grande necesidad que en todo lo demás de este tiempo no se comían entre los soldados sino algún pescado que con anzuelos pescaban y algunos bledos y verdolagas que en la playa del río se hallaban, y tortugas y icoteas, y esto no en mucha abundancia, porque no en todas partes lo había.
Tiénese por muy cierto que si el despoblado turara más, que muriera e peligrara alguna gente con la mucha hambre que pasaron. Culpaban todos en esto al gobernador, por no haber hecho con diligencia el desamen que era obligado. En este despoblado se hallaron dos bocas de ríos grandes, no muy apartadas la una de la otra. Conociéronse porque las barrancas tenían altas y bermejas y venían algo turbios, por lo cual se conjeturó que no venían muy lejos sus nacimientos. Entran estos dos ríos en el del Marañón por la banda de mano derecha.
No quiso detenerse el gobernador en ellos a descubrir y ver si eran pobladas, por la mucha falta que tenían de comida, y así se pasó de largo, y sin se detener en ninguna parte más de las noches que no navegaban, al cabo de los nueve días llegó a un pueblo que estaba poblado a la barranca del río y bien descuidada la gente de él de la venida del gobernador ni de su armada. Los indios de aquel pueblo, como vieron los españoles, temiéndose del daño que les podía venir, juntaron todas sus mujeres y hijos con toda la diligencia posible y metiéndolos en las canoas que allí tenían, los echaron el río abajo, y ellos se quedaron a punto de guerra, todos juntos en su pueblo, con sus armas en las manos, que eran tiradores, dando muestras de querer defender sus casas.
El gobernador tomó los soldados que más cerca de sí halló con sus armas, y él con su arcabuz en la mano tomó la delantera, saltando en tierra, yéndose para donde los indios estaba. Mandó a los soldados que ninguno disparase arcabuz ni acometiese sin que él lo mandase. Llevaba el gobernador un paño blanco en la mano, con el cual por señas llamaba a los indios, dándoles a entender que no les quería hacer mal. Los indios se estaban quedos en su escuadrón, puestos en arma, y reconociendo los halagos que el gobernador hacía por señas con el paño, se apartó del escuadrón un indio que parecía ser cacique o principal de aquella gente, y con unos pocos de indios se vino a donde el gobernador estaba, tomando del paño que tenía una vara, mostrándose amigable a los españoles, se metió entre ellos; los demás indios se apartaron a un cabo, en una playa que allí estaba, y teniendo sus armas en las manos, juntos en escuadrón, se estuvieron allí hasta que llegó toda la más gente del armada, que venía algo atrás. Pidioles el gobernador por señas que les diesen cierta parte de aquel pueblo, con la comida que en los bohíos había, para aposentar su gente, y que en lo demás se estuviesen ellos y sus mujeres y hijos. Mostraron los indios voluntad de que eran contentos de ello, y así mandó el gobernador aposentar en aquella parte del pueblo que señaló toda la gente del armada, poniéndoles grandes penas y estatutos para que de allí no pasasen a los otros bohíos o casas.
Holgáronse todos de la llegada a este pueblo, así por descansar del trabajo pasado, como por sacar los vientres de mal año con la mucha comida que en él se halló, así de maíz y tortugas como de otras comidas de la tierra.
Tenían los indios de este pueblo a las puertas de sus casas hechas unas lagunillas y alrededor cercadas de palos, y dentro muchas tortugas, de las cuales había tanta cantidad que al parecer de todos pasaban de seis mil. Los soldados de la armada, se aprovecharon de todo el maíz y tortugas y otras comidas que había en los bohíos o casas de aquella parte del pueblo donde se aposentaron, que había para todos. Los indios, no estando satisfechos que los españoles les guardarían lealtad y amistad, acordaron poner en cobro aquella comida que a ellos les había cabido en suerte en la parte del pueblo que les quedó, y así la comenzaron a sacar poco a poco, escondidamente, lo cual visto por los soldados, no curando de guardar ni cumplir lo que tenía mandado su gobernador, y temiéndose de otra necesidad como la pasada, acordaron prevenirse buscando las comidas que los indios escondían y trayéndolas a sus ranchos. Procuraba el gobernador poner grandes penas y amenazas para que no se hiciese esto, sino que dejasen a los indios sus comidas, y no aprovechaba nada, y por ver la desvergüenza que en ello había, prendió algunos soldados y mestizos, para atemorizar a los demás, entre los cuales prendió un mestizo, criado de don Hernando de Guzmán, su alférez general, lo cual visto por algunos émulos del gobernador, procuraron luégo hacer entender a don Fernando de Guzmán que era muy grande afrenta aquella que se le había hecho; y esto a fin de tener ocasión de tratar con el don Hernando de Guzmán lo que llevaba hurdido contra Pedro de Orsúa.
Llamose este pueblo Machifaro. Es la gente de él diferente de la de arriba de la provincia de Carare, así en personas como en trajes y vivienda, y en la lengua, por lo cual se conjetura que nunca fueron avisados estos indios de los de arriba de cómo iban españoles a su tierra.
Capítulo diez y siete
Que trata cómo el gobernador envió a descubrir, y de otras cosas que sucedieron en Machifaro.
Hallando en este pueblo de Machifaro tan buen aderezo de comida como se ha dicho, para que la gente se reformase y descansase, y porque la Pascua de Navidad venía ya cerca, acordó el gobernador estarse en él algunos días; y para saber si cerca de allí había alguna otra provincia de gente con que los indios de este pueblo tuviesen algún trato, y ver si se podía hallar algún rastro o principio de la tierra que andaban a buscar, envió al caudillo Pedro Alonso Galeas con cierta gente en canoas para que lo fuesen a buscar, los cuales metiéndose por un estero o ciénaga de pequeña boca que entra en el río Marañón, por junto a este pueblo, a la mano derecha, que tenía el agua tan negra que ponía admiración y parecía ser pronóstico del daño que se les aparejaba; por el cual estero, yendo navegando, dieron en una laguna o lago de agua, tan grande que puso admiración a los que en ella entraban, y navegando por ella perdieron la tierra de vista por todas partes, que temieron ser perdidos, porque casi no atinaban por la boca del estero por donde habían entrado en aquella laguna, y así determinaron dar la vuelta a cabo de ciertos días que anduvieron en aquella laguna y estero sin hallar ninguna poblazón ni rastro de gente.
En el cual tiempo sucedió que obra de doscientos indios de guerra bajaron de la pronvincia de Carari, que es lo que quedaba arriba, a hacer salto a este pueblo de Machifaro, no creyendo estar en él los españoles, antes pareciéndoles que con la pasada de la armada andarían los indios de aquel pueblo alborotados y tendrían lugar de hacer su salto más seguramente; y como llegasen de noche, a media noche a la barranca del río y reconociesen estar allí españoles, no osaron hacer el salto que pensaban, antes se estuvieron por allí hasta que amaneció y viendo claramente lo que en el pueblo había, alzando muy gran grita y tocando sus fotutos y cometas y otros instrumentos que traían, dieron luégo la vuelta río arriba, lo cual visto por el cacique o señor de aquel pueblo de Machifaro, vino a muy gran priesa al gobernador a rogarle que le diese favor y ayuda para ir en seguimiento de aquellos indios que eran sus contrarios y habían venido a matarle.
El gobernador, por contentarle, mandó a su teniente don Juan de Vargas que con cincuenta arcabuceros fuese ayudar aquel cacique; los cuales, embarcados con el cacique y con algunos indios de Machifaro en sus canoas, y rodeando por otra parte le tomaron la delantera. Viéndose los doscientos indios de Caricuri tomado el paso y así cercados, acordaron ponerse en arma para defenderse, creyendo que no venían más que los indios de Machifaro, y reconociendo los españoles y sabiendo la poca parte que eran para ofenderles, comenzaron hacer señas de paz; y como entre los soldados sea tan aborrecida, haciéndose sordos, comenzaron a disparar su arcabucería. Viéndose los indios lastimados de esta suerte de los españoles y de los indios sus contrarios, acordaron dejar las canoas y meterse por la montaña adentro, de suerte que no pudieron ser habidos de ellos sino cinco o seis; y tomándoles todas las canoas se volvieron al pueblo de Machifaro, donde había quedado el gobernador.
Créese que todos estos indios perecerían allí o los matarían sus contrarios, porque no tenían canoas en que volver y estaba mucha distancia de allí su tierra el agua arriba.
Pasado esto, pareciéndole al gobernador que ya estaba en su distrito, y que era ya tiempo de comenzar a poner orden en algunas cosas que iban desordenadas, y considerando la falta que hacía la ausencia del prelado para corregir y enmendar algunas cosas espirituales entre la gente y soldados de aquella armada, porque aunque él hacía su posible en castigar y corregir algunos excesos, no lo hacía tan por extenso como se requería. Demás de esto, porque llevaba algunos clérigos, y ellos entre sí, por falta de cabeza y superior iban algo discordes y diferentes, acordó nombrar aquellos clérigos uno por provisor y vicario de la gente que llevaba, pareciéndole que pues Su Majestad es vicario general y en algunas partes provee obispados y otras dignidades, que por ser él gobernador y haber allí la necesidad que había, podía hacer aquel nombramiento, y así de hecho e de derecho nombró por cura y vicario o provisor de su armada, a un padre llamado Alonso Henao; el cual usando de su nueva comisión, dio luégo cartas de descomunión, a pedimento del gobernador, sobre que se restituyesen cualesquiera cosas que les fuesen a cargo de todo género de menudencias, herramientas y ganados, so pena de las censuras que para ello les imponía; lo cual puso harto escándalo en el campo, diciendo sus émulos del gobernador que sólo por sacar aquellas cartas de descomunión había hecho aquel vicario y provisor y no con ningún buen celo de los que arriba se han dicho.
Hubo grandes alteraciones entre los que algo presumían entender sobre que el gobernador no podía nombrar aquel juez eclesiástico, ni el juez podía proceder por censuras, mas sin embargo de esto usaba el clérigo su oficio.
En esta diferencia llegó Pedro Alonso y la demás gente que habían ido a descubrir, y trajeron la nueva que arriba se dijo, de la laguna en que anduvieron; y sabido por todo el campo, comenzaron algunos a desmayar y otros a descubrir las malas intenciones que tenían, como en el capítulo presente 1se dirá.
Capítulo diez y ocho
Que trata de lo que el gobernador pasó con algunos soldados sobre que decían que se volviesen a Pirú, y de cómo los amotinadores persuadían a muchos que estuviesen mal con el gobernador, y las causas que para ello les daban.
Llevaba el gobernador Pedro de Orsúa consigo por guía para que le llevasen a la noticia en cuya demanda salió del Pirú, ciertos indios brasiles de los que habían subido por este río que arriba se dijo, que dieron nuevas de Omegua, que llaman Dorado, y asímismo un español de los que habían bajado por el río de la Canela con el capitán Orellana, los cuales, por el mucho tiempo que había que pasaron por este río y por la grandeza de él, no reconocían bien la tierra, y como habían ya navegado casi setecientas leguas y aquel caudillo salió a descubrir y no trajo ninguna claridad de haber hallado gente y las guías no supieron dar razón suficiente del pasaje donde estaban ni si había mucho ni poco camino de allí a la noticia de Omegua, comenzaron algunos facinerosos soldados y émulos del gobernador a derramar fama y decir en todo el campo que las guías desvariaban y los traían engañados, y que no había Dorado ni provincia que tuviese las riquezas que habían dicho, y que parecía claro, pues al cabo de haber navegado casi setecientas leguas por aquel río, no habían hallado la tierra ni rastro de ella, y que lo más acertado seria, antes que se acabasen de perder, dar la vuelta y volverse por el propio río arriba al Pirú, pues no había más qué buscar de lo buscado.
Estas y otras cosas que los amotinadores derramaban por el campo y trataban a fin de atraer a si la gente, vinieron a noticia del gobernador, y queriéndolos desengañar y declararse con ellos, juntando o llamando algunos, les dijo la obligación que tenían a salir con aquella empresa, y lo mucho que a todos importaba, y que hasta allí casi no habían hecho ningunas entradas ni descubrimientos la tierra adentro; que se animasen todos a sufrir los trabajos, porque sin ellos no se había poblado ni descubierto ninguna provincia en las Indias; que si conviniese y fuese necesario en descubrimiento y demanda de su tierra que iban a buscar, habían de envejecer los muchos pequeños que consigo llevaba.
Los que con buen propósito habían salido de Pirú tuvieron a mucho lo que el gobernador les había dicho y tratado, teniéndolo entonces por hombre de mucho más ánimo que hasta allí, proponiendo seguirle y morir en la demanda y descubrimiento de la tierra.
Había en el campo otros soldados, que son los que hemos llamado amotinadores, que era Lope de Aguirre y Montoya y Salduendo y otros aliados suyos, que habían entrado en esta jornada por la forma que en el Pirú se había divulgado de que el gobernador Pedro de Orsúa hacía gente por mandado del virrey para alzarse, y porque por delitos que ellos habían cometido no podían ni osaban parecer ante las justicias, andando de ordinario al monte; y como después de entrados en la jornada vieron que no se efectuaba lo que ellos pensaron, pesoles mucho y quisieron volverse con algunos soldados a dar algún alboroto en el Pirú; lo cual nunca pudieron efectuar, aunque lo intentaron diversas veces. A estos y a sus consortes y aliados no les pareció bien lo que el gobernador había dicho, sembrando razones cizañosas y emponzoñosas por el campo, procurando, como hemos dicho, poner todo mal y discordia entre los soldados y el gobernador, los cuales, o alguna parte de ellos, daban señales de tenerle mala voluntad, así porque no les daba tanta largueza como ellos querían para robar y matar indios, como porque no se daba en conversación y trato a todos, como solía, pareciéndoles que incitado de algunas personas había mudado muy mucho la condición y se había hecho más grave y severo, y así para cumplir con el vulgo y con los que de antes conocieron a Pedro de Orsúa y su afabilidad y buena crianza, teniendo entendido que les había de echar la culpa a todos los que formasen enemistad con él, diciendo que en ellos estaba el defecto y no en el gobernador, procuraron las excusas dichas, añadiendo otras inventadas por algunos para dorar sus malas voluntades, notándolo de frágil y flaco y que se había sujetado demasiadamente a una mujer que llevaba por amiga, llamada doña Inés de Atienzo, la cual le tenía enhechizado, y que por ella se regia y gobernaba, y que a los soldados que delinquían los condenaba en pena de remar solamente porque fuesen remando en la canoa de la doña Inés, por inducimiento de la cual usaba de los extremos dichos y de otros muchos; ranchéandose apartado del campo con la doña Inés, por tener lugar de comunicarse y frecuentarse más a menudo, y que aborrecía la compañía de los soldados, y que le pesaba de que le estuviesen mirando cuando comía, y que era enemigo de dar y amigo de que le diesen, que lo que prestaba lo tornaba a pedir con mucha facilidad, y que lo que a él le prestaban decía que se le debía de obligación, y nunca más lo tornaba, y que usaba de muchas estrechuras y rigores que en las jornadas no se deben usar, temiéndose de la residencia que se le había de tomar, y que tenía muy olvidadas las cosas de la guerra; debajo de las cuales colores, como he dicho, algunos soldados mostraban estar mal con el gobernador, dando señal de ello a los amotinadores, los cuales, pareciéndoles que entre todos los más del campo estaba muy mal quisto, afeando mucho lo que el gobernador había dicho, diciendo que en aquella jornada habían de envejecer los muchachos, comenzaron a tratar sobre ello, y casi entendiendo por las palabras exteriores los unos a los otros lo que tenían en su pecho, comenzaron a tratar sobre lo que debían hacer para volverse al Pirú; aunque su principal intención de los más amotinadores era matar al gobernador y volverse alzados a Pirú, fingían otra cosa de fuera, teniendo y dando varios pareceres de lo que habían de hacer.
Capítulo diez y nueve
Que trata de cómo concertaron de matar al gobernador, y los pareceres que sobre ello hubo, y cómo engañaron a don Hernando a que fuese su general y nombró los que fuesen en ello.
Habiéndose comunicado los amotinadores principales entre sí, que era Alonso de Montoya y Juan Alonso de Labandera y Lorenzo Salduendo y Miguel Serrano de Cáceres y Pedro de Miranda, mulato, y Martín Pérez y Pedro Fernández y Diego de Torres y Alonso de Villena y Cristóbal Hernández y Juan de Vargas y Lope de Aguirre, de lo que se había de hacer acerca del matar a Pedro de Orsúa, pareciéndoles que entre ellos no había hombre a quien de buena gana obedeciesen toda la más gente del campo, por ser todos de poca suerte y autoridad y de bajo linaje, y los que había de bueno estaban también inclinados y habían dado y daban tan buena muestra de su lealtad que aunque se les encargara o tratan algo del negocio no sólo no lo hicieran, mas se mataran con quien se lo tratara, acordaron hablar a don Hernando de Guzmán, alférez general de Pedro de Orsúa, que era tenido por caballero y de buen linaje, y era bien acondicionado y afable con los soldados, teniendo conocido de él que era algo ambicioso de honra, y que a trueque de mandar haría lo que ellos le rogasen, y así, debajo de encargarle el secreto y darle a entender que conociendo lo mucho que merecía, movidos de un santo celo le venían a rogar un negocio que importaba y convenía a todo el campo y principalmente al servicio del rey, y don Hernando, rindiéndoles las gracias por el mucho caso que de su persona hacían, les dijo que dijesen lo que querían, y ellos le comenzaron a decir que ya le era notoria la perdición que todos llevaban a causa de los muchos agravios y sin justicias que cada día les hacía, y que si mucho gobernaba Pedro de Orsúa podría ser perderse todos, lo cual era gran deservicio del rey, y que bien sabía el agravio y afrenta que a él le había hecho en prenderle a su criado sin tener la cuenta que era razón con un caballero como él; que le suplicaban que fuese su general, y tomando en sí toda la gente irían mejor gobernados por su mano, y descubrirían la tierra que iban a buscar, y poblándola, Su Majestad tendría particular cuenta con él y le perdonaría, y que podrían dejar al gobernador en aquel pueblo de Machifaro con algunos amigos suyos.
Don Hernando de Guzmán, vencido de este cudicia y ambición de mandar, y pareciéndole que no habría más en el negocio de lo que los traidores y amotinadores le decían, pospuesto el amor y lealtad que él estaba obligado a tener a su gobernador, les rindió las gracias del ofrecimiento y aceptó de hacer lo que le rogaban; y estando ya todos confederados en esta liga, y determinados de hacer su general al don Hernando de Guzmán, no pareciéndoles bien algunos el concierto que tenían hecho, que era lo que habían dicho al don Hernando, decían que no habían de buscar tierra sino que, dejando allí en el pueblo de Machifaro a Pedro de Orsúa y a sus amigos, tomasen todos los bergantines y canoas, y con todos los que les quisiesen seguir se fuesen el río abajo y se volviesen al Pirú. El don Hernando decía, con algunos que estaban de su bando, que no se había de hacer más de lo que a él le habían dicho; y tomando en estas diferencias la mano Lope de Aguirre y Lorenzo Salduendo, dijeron que nada de todo aquello convenía, sino que luégo matasen a Pedro de Orsúa y a su teniente, y con toda la gente diesen la vuelta al Pirú, donde se preferían en breve tiempo hacerle señor de él; y con la ambición que don Hernando tenía, y porque le prestaba ya poco que decir otra cosa, dio muestras de parecerle bien lo que Lope de Aguirre decía, y así quedó desde allí confirmada la sentencia de muerte contra Pedro de Orsúa, buscando tiempo oportuno para ello, y procurando cada uno por su parte atraer a sí los soldados y amigos que tenía para hacerlos propicios cuando fuesen menester.
El gobernador, descuidado de estas tramas y urdiembres, teniendo en poco los avisos que algunos amigos le habían dado conociendo algunos de los que en la jornada iban, aunque no presumían lo que sucedió, que era que tuviese de continuo guardia en su rancho de soldados e amigos, no curó de hacerlo; y algunos quisieron decir que no tenía guardia consigo por tener más largueza en conversar con doña Inés, porque teniendo guardia en su rancho no había de ser tan disoluto que delante de los soldados de la guardia tuviese comunicación con su amiga; y así se estaba solo con solos sus pajes.
Los traidores, no hallando en este primer pueblo de Machifaro tiempo oportuno para matar al gobernador, lo dilataron para adelante. Pasada la Pascua de Navidad se partió de este primer pueblo de Machifaro, y navegando todo aquel día, llegó a otro pueblo que llamaron asímismo de Machifaro, donde se alojó el gobernador con toda la gente, el cual estaba despoblado y los moradores de él alzados por el miedo que tenían a los españoles, por lo que de ellos habían visto.
Capítulo veinte
Que trata de cómo mataron al gobernador y a su teniente en Machifaro, habiendo enviado a descubrir gente y tierra.
Llegado el gobernador al segundo pueblo de la provincia de Machifaro, después de Pascua de Navidad, y alojado en él, como está dicho, hallaron entre otros caminos que salían de aquel pueblo, uno algo grande, que por su grandeza parecía haber por él algún trato de poblazón grande; lo cual sabido por el gobernador acordó enviar a ver dónde iba aquel camino, porque no dijesen algunos de sus émulos que se pasaba de largo sin visitar la tierra y ver lo que en ella había, y así, nombrando por caudillo a un Sancho Pizarro, lo envió con ciertos soldados a que viese y descubriese la poblazón donde iba aquel camino.
Partido Sancho Pizarro, viendo los amotinadores que forzosamente se había de detener allí algunos días, acordaron dar orden cómo se ejecutase su sentencia contra el gobernador, y habiendo entrado en consulta sobre ello el día de Año Nuevo por la mañana se determinaron de efectuar su maldad aquel día en la noche, por ser el día que era, y entendiendo cuán descuidado estaba el gobernador de ello.
Esta junta no se hizo tan secreta que no la entendió un esclavo negro de Juan Alonso de Labandera, llamado Juan Primero, el cual, o por Dios que lo movió o porque debía ser más leal que los españoles, o pretendiendo por esta vía libertarse, procuró disimuladamente ir al rancho del gobernador a darle cuenta de lo que pasaba y estaba determinado contra él. Fue tanta la desgracia de todos que nunca halló al gobernador en su casa, porque estaba con la doña Inés. Queriendo el negro volverse por no ser sentido, confiado en un esclavo de Pedro de Orsúa, le dijo el efecto a que venía, que era avisarle de cómo le habían de matar aquel día. El esclavo del gobernador, o se le olvidó o no quiso decirlo, de suerte que se pasó el día sin que el gobernador fuese avisado.
Venida la noche se juntaron todos los amotinadores que arriba se han nombrado, en casa de don Hernando de Guzmán, y para más seguridad enviaron un mestizo, criado de el don Hernando, a ver lo que hacía el gobernador y quién estaba con él, el cual fue y entró en el bohío diciendo que su amo lo enviaba a pedir un poco de aceite, y mandándoselo dar el gobernador, se volvió con su embajada y aviso a los traidores que congregados y puestos a punto estaban en el lugar dicho. Sería como dos horas después de anochecido, día de la Circuncisión, cuando los dichos matadores salieron juntos de casa de don Hernando con diabólica determinación, y tomando la delantera el pésimo de Alonso de Montoya, como hombre que pretendía tomar particular venganza de la muerte del gobernador, y con el Cristóbal Hernández de Chaves, entraron en casa del gobernador, al cual hallaron echado en una hamaca hablando con un pajecillo suyo, llamado Lira, y le saludaron, y diciéndoles el gobernador qué buscan por acá los caballeros a tal hora, la respuesta fue darle sendas estocadas, y levantándose para tomar su espada y rodela, que tenía allí junto de si, entraron los otros, y segundando, le hirieron todos, de suerte que cayó allí luégo muerto, sin hablar más palabra de confesión, confesión, miserere mei Deus; y hecho esto, saliéndose fuera del bohío todos, alzó la voz uno de ellos y dijo: libertad, libertad, viva el rey: muerto es el tirano.
Oyendo las voces de este motín, don Juan de Vargas, teniente general, sin saber lo que fuese, lo más presto que pudo, se vistió un escaupi o sayo de armas, y con su espada y rodela y su vara en la mano, se fue hacia casa del gobernador, a donde había oído las voces, el cual topó en el camino a los comuneros traidores que le iban a buscar, y conociendo ser él y que iba armado, arremetieron y le quitaron el espada y la rodela, y lo comenzaron a desarmar para hacer de él lo que habían hecho de su gobernador; y habiéndole quitado una manga del sayo y estándole quitando la otra, uno de aquellos ministros luciferinos, llamado Martín Pérez, le dio una estocada por el lado desarmado; que le pasó de parte a parte, y con la sobra del espada hirió al Juan de Vargas, su compañero, que estaba desarmando al teniente, y lo lastimo muy mal, y luégo todos los demás amotinadores le dieron todas las estocadas y cuchilladas que pudieron, con que lo acabaron de matar. Luégo, tornando alzar algunos de ellos la voz de: libertad, caballeros, viva el rey, se volvieron a la casa o bohío donde habían muerto a Pedro de Orsúa, adonde luégo acudieron todos sus amigos y aliados, que estaban ya apercibidos y avisados para en oyendo el alboroto acudir con sus armas a favorecerles. Asímismo se llegaban otros muchos soldados a ver qué era aquel alboroto, sin saber ni entender lo que estaba hecho, a los cuales los traidores luégo hacían entrar en su escuadrón, y todo esto sin que los más del campo entendiesen quiénes y cuántos eran en aquella junta, y cuando venían a entender la muerte del gobernador y su teniente, cada uno de los que no habían sabido ni sido en el motín, creía que la mayor parte del campo fuesen en ello.
Junta la mayor parte del campo, debajo de la cautela dicha, algunos de los amotinados, viendo que faltaba gente, salieron armados con amigos y paniaguados y unos por fuerza y a otros de grado, a unos con amenazas y a otros con promesas y halagos, los trajeron a todos a casa del gobernador, para que se hallasen presentes a unas solemnes exequias que a los difuntos pensaban hacer, y para que supiesen y entendiesen a quién habían de tener por general y a quién habían de obedecer y acatar y reverenciar.
Capítulo veinte y uno
Que trata de lo que toda la noche hicieron después de haber muerto a su gobernador y a su teniente.
Junta, pues, toda la gente del campo en casa del difunto para hacer las exequias, juntos los dos cuerpos muertos, mandaron los homicidas que dentro en la casa en el bohío del gobernador, se les hiciese un hoyo para que pues habían sido compañeros en la vida lo fuesen en la muerte, y los echasen allí juntos. Los sufragios que por ellos hicieron fue nombrar luégo por su general a don Fernando de Guzmán, y por su maese de campo a Lope de Aguirre, no curando por entonces de hacer más oficiales por la mucha ocupación que pensaban tener en matar los amigos y paniaguados del gobernador y su teniente, a los cuales, con toda diligencia, desarmaron, y queriendo hacer de ellos lo que de su gobernador, el don Hernando de Guzmán que ya tenía título de general, no lo consintió, y recelándose los traidores que los muertos no resucitaran a tomar venganza con mano y confederación y liga de algunos amigos suyos o de otros soldados, mandaron que, so pena de la vida, ninguno hablase quedo sino altas e inteligibles voces, de suerte que de lo que hablasen no se pudiesen colegir cosa alguna de lo que ellos temían.
Algunos soldados se descuidaron de cumplir este precepto, hablando unos con otros algo más bajo de lo que estaba mandado, pusieron en detrimento sus vidas, y quisieron matarlos, sino por ser personas de quien no se presumía que hablaban cosa en deservicio de la comunidad, les perdonaron, y temiéndose no hubiese aquella noche algún mal recaudo, y porque no tuviesen lugar ningunos soldados de comunicar algo contra ellos, no consintieron que ninguno se fuese aquella noche de allí, mas antes velando y con sus armas en las manos los hicieron estar toda aquella noche en escuadrón, jactándose y alabándose de lo hecho; y porque estas exequias no quedasen sin ofrenda, mandaron con mucha liberalidad sacar cierto vino que el gobernador trata para decir misa, y como hombres que no pretendían oírla, lo repartieron todo entre todos, así capitanes como soldados, para que con más constancia y amistad pasasen la noche.
Capítulo veinte y dos
Que trata de la persona de Pedro de Orsúa, y de algunas propiedades nobles de su persona, y de otras cosas que le levantaron.
Será bien que antes que entremos en contar de los amotinados homicidas, demos conclusión a la historia del gobernador Pedro de Orsúa, que Dios haya, contando su naturaleza y persona y algunas propiedades que tenía.
Era natural Pedro de Orsúa del río2 de Navarra, de un pueblo llamado Orsúa, junto a Pamplona, y tenido por caballero de solar conocido, señor de la casa de Orsúa, de donde el tomó el apellido; y a la sazón que lo mataron sería de edad de treinta y cinco años. Era de mediana disposición; algo delicado de miembros, aunque bien proporcionados para el tamaño de su persona; tenía la cara alegre, blanca y de muy buen parecer, la barba taheña bien puesta y poblada, y mediante la buena proporción que en su cuerpo tenía, era tenido por gentil hombre. Tenía muy buena plática y conversación. Era afable y muy compañero con sus soldados con lo cual atraía a sí la gente y soldados. Era en extremo pulido y preciábase de ello y de traer bien puesto lo que se vestía, y así le lucía mucho. Era más misericordioso que justiciero, y preciábase más de disimular con los soldados y moderar los castigos que merecían, conmutándolos en cosas leves y honestas, que no castigarlos con rigor. Sirvió siempre a su rey y señor con toda legalidad y lealtad, de suerte que jamás se presumió de él que le pasase por pensamiento hacer cosa que no debiese contra el servicio del rey. Era astuto, ingenioso en las cosas de la guerra; curó siempre estorbar y evitar que no se hiciesen demasiadas crueldades a los indios, antes procuraba buenos medios, y con dádivas atraerlos a su amistad y conformidad; fue siempre muy querido y amado en las conquistas en que anduvo, de los soldados, por los muchos términos de mucha crianza que con todos usaba, tanto que nunca se halló haber dicho palabra descomedida ni deshonesta a ninguno; como se ha dicho, al que muy gran pena merecía le daba un leve castigo. Era liberal en el dar, y mucho más en el ofrecer si tenía necesidad de gente. Turole la jurisdicción de su gobierno y jornada tres meses y seis días, porque se embarcó en su astillero a los veinte y seis de septiembre de mil y quinientos y sesenta. Matáronle sus soldados el primer día de enero de mil y quinientos y sesenta y uno.
La gente y soldados que con él salieron de Pirú a la infelice jornada, o algunos de ellos, por descargar a sí o a los culpados de la mucha pena que todos merecen por la traición que con su gobernador usaron, procuraron poner en él muchas objeciones, en especial las que en el capítulo veinte y uno se dijeron y otras muchas que después acá añadían, diciendo que a la sazón que le mataron estaba tan mudado de lo que antes solía ser, que los que de mucho tiempo le habían conocido y entonces le veían decían y afirmaban que no era posible ser el general Pedro de Orsúa, antigua alabanza de soldados, porque se había hecho soberbio, avariento, codicioso, mal quisto, sobrado en el hablar, descuidado en el gobernar, y otras cosas de esta suerte, y con todas estas objeciones que en él ponen, nunca han sabido decir ni declarar ningún agravio ni sinjusticia que a persona particular en toda esta jornada hiciese, antes, como se ha dicho, ser en todo moderado y modesto, y sólo hizo justicia de aquellos que mataron a su teniente Pedro Ramiro, corregidor de Santa Cruz de los Motilones, en lo cual ganó muy gran honra y crédito con todo el Pirú y con el virrey y Audiencia, y quitando todos de sí la sospecha que contra él tenían, no le llamaban sino Pedro Leal, por lo cual se infiere ser claro, ser todas falsas estas objeciones y faltas que contra él se pusieron, y levantarlas, como se ha dicho, algunos soldados, por relevarse de alguna culpa y pena de la mucha que merecen. También se verifica ser falsas estas objeciones en que en ellos no hay soldados de cuantos con el gobernador salieron de Pirú en este disparate que conforme uno con otro, antes hay muchos más que afirman lo contrario, y solos los que por haber sido culpados en esta rebelión andan algo desasosegados, porque la justicia los pretende desterrar de las Indias, como Su Majestad justa y santamente lo manda, dicen las objeciones dichas contra el gobernador.
Una cosa pueden decir con gran razón contra el gobernador, y esta es haber sido demasiado de confiado y no haber gobernado con la cautela que para con semejantes soldados se debía usar; porque si él no pensara que todos no eran tan leales como él, él hiciera lo que algunos amigos le escribieron, que echase fuera a los que le mataron, y aun después hubo quién le aconsejó que los matase e hiciese justicia de ellos, el cual, si lo hiciera y si no confiara tanto como confió, su muerte de aquella suerte evitara.
Todas las demás muertes que desde la suya en adelante sucedieron, aunque algunos han querido afirmar que fue permisión divina, por los pronósticos que de ella hubieron, que en algunas partes de lo arriba escrito se han dicho, y por lo que pasó cinco días antes que lo matasen, que un comendador de la orden de San Juan, llamado Juan Gómez de Guevara, muy amigo de Pedro de Orsúa, persona anciana y de gran crédito y verdad, el cual andándose paseando a buen rato de la noche, por junto a la puerta de su bohío, que estaba más cercano al bohío del gobernador, en el pueblo primero de Machifaro, donde había las muchas tortugas, por respeto de la mucha calor que en aquel pueblo hacía, vio pasar por junto o detrás del bohío del gobernador un bulto mediano, del cual salió una voz no muy recia y no conocida que dijo: "Pedro de Orsúa, gobernador de Megua y del Dorado, Dios te perdone", y aguijando el comendador hacia donde había visto el bulto y oído la voz, nunca pudo hallar rastro de quién fuese ni que de la voz pudiese colegir que era de hombre; y puesto en grande admiración el comendador de esto que había oído, lo trató y comunicó con algunos amigos suyos y del gobernador, entre los cuales se coligió que por respeto de estar en aquella sazón malo el gobernador, podría ser aquella enfermedad fin de sus días, y porque de ello no recibiese alguna particular pesadumbre el gobernador, de que se le agravase más la enfermedad, nunca osaron decírselo; de lo cual y de lo arriba dicho, se ha querido colegir por algunos, como es dicho, que por muchas maneras pudo tener noticia el gobernador o aviso para mirar por si, y siempre las más veces se le ocultó e otras no hizo caso de ello; y dando conclusión con esto a la jornada y vida del gobernador Pedro de Orsúa, comenzaremos a decir de las guerras y discordias que entre sí tuvieron todos los del motín, y cómo se mataron unos a otros, y dentro de un año se consumieron con crueles muertes y otros estragos que hicieron.
Capítulo veinte y tres
De lo que los amotinados hicieron después que amaneció y hubieron muerto a su gobernador Pedro de Orsúa y a su alguacil mayor don Juan de Vargas.
Pasada la noche en que los amotinadores habían muerto a su gobernador, la cual gastaron en las cosas ya dichas, y en atraer a sí amigos y dar a entender que por la utilidad y provecho de todos y por redimir vejaciones lo habían justamente muerto, venida la mañana, que era el segundo día de enero, comenzaron a dar orden en cómo aquellos caballeros del motín que tan señalado servicio habían hecho a su rey, fuesen en algo remunerados con los honrosos cargos que para el buen gobierno y conservación de aquella armada se habían de nombrar, y así confirmaron el nombramiento que tenían hecho de general en don Hernando de Guzmán, y de maese de campo Lope de Aguirre; y pasando adelante con sus tiránicas comisiones, y haciéndose ellos mismos así propios la merced de los cargos, eligieron por capitán de la guardia a Juan Alonso de Labandera, y por capitanes de infantería a Lorenzo Salduendo y Cristóbal Hernández y a Miguel Serrano de Cáceres, y por capitán de a caballo Alonso de Montoya, y Alonso de Villena por alférez general, y por alguacil mayor del campo a Pedro de Miranda, mulato, y por pagador mayor a Pedro Fernández, dejando sin cargos a Martín Pérez y a Juan de Vargas, prometiéndoles y haciéndoles grandes ofertas, que serían remunerados y gratificados muy en breve, y que se tenía muy particular cuenta con sus personas, porque no pareciese que entre sí solos repartían y consumían los oficios; y por gratificar algunos las voluntades que habían tenido, ya que en la obra no se habían hallado, y para prendar a otros que eran muy emparentados de amigos, procuraron acrecentar otros oficios, como fue capitán de la mar, el cual dieron a un Sebastián Gómez, piloto portugués, y otros dos capitanes de infantería que dieron al comendador Juan Gómez de Guevara y a Pedro Alonso Galeas, y un capitán de munición, el cual hicieron Alonso Enríquez de Orellana, y almirante de la mar a un Miguel Bonedo, los cuales, viendo que no les aprovechaba nada decir otra cosa, antes era poner en gran riesgo sus vidas, aceptaron los cargos, con la voluntad que Dios sabe.
Nombraron también por justicia mayor del campo a un Diego de Balcázar, el cual, con el amor y lealtad que tenía a su rey, o como hombre de poca experiencia, dijo al tiempo que le entregaron la vara, que la tomaba en nombre del rey don Felipe, nuestro señor, públicamente, que lo oyeron todos, y como entonces no estaban los principales amotinadores conformes en lo que se debía hacer, porque había varias opiniones y pareceres, como adelante se dirá, no osó nadie señalarse en responder al Diego de Balcázar, y sintiendo en sus corazones algunos lo que Dios sabe, disimularon con él por entonces, aunque después le dieron por ello la muerte y le quitaron el cargo, como adelante se dirá.
En este tiempo, Sancho Pizarro, a quien el gobernador Pedro de Orsúa había ya enviado a descubrir, no había venido, ni sabia lo que en el campo pasaba, y temiéndose los amotinadores que no tuviese aviso Sancho Pizarro de lo sucedido y quisiese mostrarse contra ellos con la gente que tenía y había llevado, pusieron luégo incontinente espías en el camino por donde había de venir, para que ninguno pudiese ir a dar aviso y así vino dende a dos días de como mataron a Pedro de Orsúa, el cual nunca supo lo sucedido hasta que entró en el campo, y los mismos amotinadores le dieron relación de lo que habían hecho y de lo mucho que había importado a todos, y cuán en conformidad de todo el campo, el cual como hombre sagaz, fingió haber sido muy acertado y haberse holgado de ello, lo cual visto por los amotinadores, fingiendo haber tenido muy particular cuenta con su persona, le dieron cargo de sargento mayor del campo, y él lo aceptó y rindió las gracias por ello.
Lo que este caudillo descubrió en los días que anduvo fuéra del campo, fueron dos poblezuelos sin gente, en unas montañas faltas de comida y llenas de soledad.
Capítulo veinte y cuatro
Que trata de la junta que hicieron los amotinadores para determinar lo que habían de hacer, y lo que sobre ello pasó.
Hechos y nombrados los oficiales dichos, para que en lo que se había de hacer acerca de descubrir la tierra del Dorado hubiese resolución y determinación entre todos, mandaron los amotinadores y los demás sus oficiales, que se juntasen todos los capitanes y soldados que en el campo había para que tratándose y comunicándose en el negocio por consulta general, diese cada uno su parecer y lo firmase de su nombre, y lo que más conveniente fuesen a todos se hiciese así.
Y tomando la mano en dar su parecer don Hernando de Guzmán, general del motín, dijo que su parecer era que se debía buscar la tierra y noticia que Pedro de Orsúa iba a buscar, y hallándola y descubriéndola y siendo tal como se decía, Su Majestad se lo temía a todos por muy gran servicio y les perdonaría la muerte del dicho gobernador, y que para su descargo y que a Su Majestad costase de la mucha razón y justas causas que habían tenido para matar a Pedro de Orsúa, harían una información con todo el campo o con los más principales de él, cómo Pedro de Orsúa iba remiso y descuidado en buscar la tierra, ni para ello hacía las diligencias que era obligado, y que ya que la hallase no la pretendía poblar, y que era insufrible e intolerable a los soldados, y que así, para que los soldados se conservasen en servicio del rey, como para que la tierra se descubriese, fue necesario y conveniente su muerte, porque si más tiempo viniera, los soldados se amotinaran y le tomaran los bergantines y con ellos se fueran a tierra de españoles cristianos y lo dejaran en el río, sin que la tierra se descubriera, y otras cosas que de esta manera que componía y argüía.
Este parecer de don Hernando tuvieron por bueno Alonso de Montoya y Juan Alonso de Labandera, y así unos declararon en ello aprobándolo y diciendo que aquello se debía hacer y que así convenía a todos, guardando las informaciones y autos y pareceres que sobre esto se diesen y hiciesen para su descargo.
El traidor de Lope de Aguirre, como la intención y voluntad que desde la primera hora tuvo, fue, en matando a Pedro de Orsúa, dar la vuelta a Pirú y procuró alzarse con él, con meter en desasosiego y en alboroto aquel reino, no le pareció bien el parecer que don Hernando había dado; mas conformándose con él algunos amigos suyos, que tenían la propia intención y voluntad, callaron por entonces y no quisieron responder cosa alguna al parecer que don Hernando había dado, mostrando pesarles de ello, y entendiendo todos los más que Lope de Aguirre había dado muestra de no tener en voluntad lo que don Hernando había dicho, no curaron de pasar adelante con los pareceres; mas el don Hernando de Guzmán, usando de su jurisdicción, hallando para ello aparejo en algunos amigos suyos, hizo la información de lo que había dicho en su parecer contra Pedro de Orsúa; y hecha y pintada de la forma y manera que más convenía para su descargo y de los demás amotinadores, dijo que para que la información fuese más autorizada y pareciese que todos confirmaban lo que en ella estaba escrito y lo que se había hecho, convenía que fuese firmado de todos los que en el campo había; para el cual efecto todos fueron juntados y llamados, y empezando el don Hernando, como capitán general, fueron luégo a tope de Aguirre, que era maese de campo, segunda persona, porque cada uno había de firmar por antigüedad, conforme a como tenía el oficio, y para que más claramente entendiesen todos su desinio y voluntad, tomó el papel y la pluma y poniendo en él su firma y nombre se firmó "Lope de Aguirre, traidor", y publicando el que andaba a tomar las plumas lo que Lope de Aguirre había firmado, comenzaron a murmurar unos con otros, y los que no tenían los ánimos muy dañados, a decir que no era bien hecho que Lope de Aguirre firmase de aquella suerte, ni a su honor ni al cargo que tenía le estaba bien, el cual queriendo satisfacer a todos y darles a entender clara y abiertamente su intención, voluntad y pensamiento por palabra equívocas, tomó la mano en hablar y responder, diciendo:
Caballeros, qué locura o necedad es esta en que algunos de nosotros habemos dado, que cierto parece más de pasatiempo y risa que de importancia lo que vuestras mercedes hacen, que habiendo muerto a un gobernador del rey y que representaba su propia persona y que traía todos sus poderes, pretendamos que con papeles e informaciones hechas por nosotros mismos, librarnos y salvarnos y relevarnos de culpa, como si el rey y sus jueces no entendiesen cómo se hacen las tales informaciones, y que si a los que en ellas declaran les preguntasen otras cosas más arduas y contra si mismos no las dirían, especialmente habiéndolas dicha cada uno en su favor. Todos matamos al gobernador, y todos nos habemos holgado de ello, y todos habemos sido traidores, y todos nos habemos hallado en este motín; y dado caso que la tierra se busque y se halle y se pueble y sea más rica que Pirú y más poblada que la Nueva España, y que de ella sola hubiese de tener el rey más provecho que de todas las Indias juntas, el primer bachiller que a ella venga con poderes del rey, a tomar residencia y cuenta de lo hecho, nos ha de cortar a todos las cabezas, y nuestros trabajos y servicios habrán sido en vano y de ningún fruto para nosotros. Mi parecer es, y lo tengo por más acertado que todo lo que vuestras mercedes piensan, que dejemos esa opinión y propósito de buscar la tierra, y pues si la descubrimos y poblamos nos han de quitar las vidas, que con tiempo nos anticipemos y las vendamos bien vendidas y en buena tierra, la cual conocen vuestras mercedes muy bien que es el Pirú, y en ella tenemos todos amigos que en sabiendo que vamos a ella de la suerte que habemos de ir, nos saldrán a recibir con los brazos abiertos y nos ayudarán y pondrán sus vidas por nuestra defensa; y esto es lo que a todos conviene, y por esto firmé mi firma de aquella manera.
Dicho esto, porque no quedase sola y desacompañada esta plática y parecer de Lope de Aguirre, y en confirmación de ella, replicó un Alonso de Villena, que tenía cargo de alférez general de la amotinada compañía, y uno de los que fueron en matar al gobernador, diciendo: lo que el señor Lope de Aguirre, maese de campo, ha dicho, me parece que es lo más acertado de todo y lo que a todos conviene; yo lo confirmo y apruebo y doy por mi parecer, pues tan buenas causas o razones da en todo lo que dice, y quien otra cosa le aconseja al general, mi señor, no le tiene buena voluntad ni le desea ningún bien, sino verle perdido a él y a todo el campo, y es su enemigo capital; y porque no pareciese que no había quién osase contradecir a Lope de Aguirre y a sus secuaces en el parecer, casi respondiendo a lo dicho, Juan Alonso de Labandera, y por sustentar lo que el general había dado por su parecer, dijo que haber muerto a Pedro de Orsúa no fue traición ni en ello se cometió otro delito ninguno, pues convino así a todos, y él no llevaba intención de hacer lo que el rey le había mandado, que era descubrir y poblar el Dorado, y el rey fue más servido en que muriese su gobernador que no que por su causa se perdiese tanta gente, en lo cual gastó Su Majestad gran cantidad de dineros, y así terná por bien que porque la tierra se descubra y se pueble y todos no nos perdamos, como llevamos camino de ello con Pedro de Orsúa, si disimule con todos los que le hicimos este servicio, porque yo lo tengo por tal, y quien dijere que yo soy traidor por este respecto, dende aquí digo que miente, y yo se lo haré bueno, y sobre ello me mataré con él; de lo cual se azoraron y alborotaron Lope de Aguirre y algunos amigos suyos, y queriendo sobre esto con palabras y obras responderle y trabarse con él, don Hernando de Guzmán, su general, que estaba con él y presente y otros capitanes, se levantaron y los apaciguaron, metiéndose en medio, no consintiendo que las pláticas pasasen adelante; y queriendo Juan Alonso satisfacer a muchos que lo que había dicho no lo decía con temor de que el rey no le hiciese cortar la cabeza y le perdonase la culpa que tenía en la muerte del gobernador, tornó a replicar y decir: hagan vuestras mercedes lo que quisieren y no piensen que lo que dije lo dije con temor que tengo a la muerte que el rey me puede mandar dar por lo hecho, ni por salvar mi vida, que yo seguiré lo que los demás hicieren, porque entiendan que tan buen pescuezo tengo yo como todos; y con estas disensiones movidas por Lope de Aguirre y sus secuaces, cesó por entonces el firmar y hacer las informaciones, y los amigos de Lope de Aguirre andaban de allí adelante incitando y moviendo los soldados a que tuviesen voluntad de ir al Pirú, y así daban muchos muestra de ello.
Capítulo veinte y cinco

De cómo los amotinadores pasaron del pueblo donde mataron al gobernador a otro que estaba una jornada más abajo, y la hambre que en él se pasó.
Pasadas las cosas dichas en el pueblo donde mataron al gobernador, dende a cinco días de como lo mataron, se partieron los amotinados el río abajo, algo desconformes por las opiniones y diferencias que habían tenido sobre los pareceres de ir a Pirú o ir a descubrir la tierra. Navegaron aquel día todo, y fueron a dormir a un pueblo que hallaron orilla del río, la gente del cual estaba alzada con todas sus comidas y otras baratijas que suelen tener. Rancheáronse allí con propósito de pasar luégo adelante.
Lope de Aguirre y sus secuaces, que eran de opinión de volver al Pirú, parecioles que en aquel pueblo había buen aparejo de madera para hacer navíos con qué poder pasar la mar, y así acordaron de barrenar una chata en que traían los caballos porque se anegase y diesen orden cómo hiciesen los navíos, porque la otra chata se había anegado en el pueblo donde mataron al gobernador, los cuales lo hicieron así, y viendo el general don Hernando de Guzmán que la chata se había anegado, luégo dio orden cómo se empezasen a hacer los bergantines o navíos, y tomando para ello todas las herramientas que Pedro de Orsúa había traído, y brea y otros aderezos para hacer navíos, mandó juntar todos los carpinteros que allí había, que fueron cuatro, y veinte negros carpinteros, y entregándoles los aderezos, les mandó que empezasen luégo dos bergantines, dándoles para que les ayudasen cada día tantos soldados, y así empezaron la obra, donde se detuvieron a hacerla tres meses, en el cual tiempo y pueblo sucedieron muchas cosas que adelante se dirán, y pasaron muy gran hambre y necesidad de comida, porque no había en él sino yuca brava y de ella se había de hacer forzosamente casabe, y para esto habían de ir los propios españoles por la yuca en canoas de la otra banda del río, que por este paraje tenía más de una legua de ancho, y la habían de traer y hacer ellos mismos el casabe, a causa de que todo lo más del servicio que habían sacado del Pirú se les había muerto.
Era aquí el río falto de pescado, y así, en este tiempo, no se tomó casi ninguno. El principal mantenimiento de los soldados eran frutas monteses del arcabuco, que había gran abundancia de ellas, como eran bobos, caimitos, chatos, guayabas bravas y otros diversos géneros de frutas; y con la determinación que los más tenían de ir al Pirú, dicen que por la mucha falta que tenían de comida, se comieron en este pueblo los caballos que traían, y perros, porque no les quedase ninguna cosa de las que habían menester para conquistar; y lo más cierto es que se los comían y mataron porque los que tenían voluntad de que se buscase la tierra y poblase, con esto la perdiesen y se convirtiesen a su mal propósito y opinión, y asímismo se comieron las gallinas que traían, que es lo que más se precian de llevar los que van a poblar para el sustento de sus casas y personas en las poblazones nuevas.
Capítulo veinte y seis
De cómo los amotinadores se conformaron con el parecer de Lope de Aguirre, y cómo Aguirre mató ciertos soldados.
Dende a pocos días todos los amotinadores y la demás gente plebeya se conformaron y aprobaron la opinión y parecer de Lope de Aguirre para ir a Pirú, y así se confederaron con él y determinaron de ir a Pirú y robarlo y saquearlo y tiranizarlo, haciéndose señores de él, y juntamente con esto empezó Lope de Aguirre a usar y ejercer su oficio, empezando a matar algunos soldados por tenerlos él por sospechosos y que le parecía que mientras aquellos viviesen que él no temía la vida segura.
Estaba en el campo un García de Arce, que arriba se dijo que era muy amigo y compañero de mucho tiempo atrás del gobernador Pedro de Orsúa, del cual temiéndose Lope de Aguirre, y con la facultad que tenía de maese de campo, lo prendió, y dando a entender a su general don Hernando de Guzmán lo mucho que importaba, para seguridad del campo, que García de Arce no fuese en él, le mandó dar garrote, consintiéndole que confesase primero, que fue cosa que con pocos se hizo; y porque no se espantasen algunos de aquello poco, determinó y concertó de matar a Diego de Balcázar, que habían hecho justicia mayor del campo, porque dijo que recibió la vara en nombre del rey, la cual le habían ya quitado a intercesión de Lope de Aguirre, pareciéndole que hombre que tan osadamente había hablado, también tendría atrevimiento de hacer alguna cosa contra ellos. Fue, pues, una noche Lope de Aguirre y ciertos amigos suyos a la cama donde estaba Diego de Balcázar, y sacándole de ella desnudo como le hallaron, y llevándole a dar garrote. Entendiendo el efecto para que lo llevaban, se les soltó y echó a huir, dando muy grandes voces: "viva el rey, viva el rey", a fin de turbar y amedrentar con este nombre del rey a los que le iban siguiendo, y visto que no le aprovechaba nada y que todavía le seguían, a fin de escaparse de sus manos, se arrojó de una barranca abajo, donde se lastimó muy mal; y como era de noche, los amotinadores no curaron de seguirle, y él se escondió, y otro día de mañana, sabido el caso por el general, lo mandó a buscar, asegurándole la vida, y así se vino, y por entonces no le mataron.
Y comenzando Nuestro Señor a mostrar su divinal justicia contra los principales amotinadores y matadores de Pedro de Orsúa, permitiendo que unos fuesen verdugos de otros, se derramó fama en el campo, sin saber quién ni por quién no, que Pedro de Miranda, mulato, alguacil mayor de los amotinadores, y Pedro de Hernández, su pagador mayor, que habían sido en la muerte del gobernador con los demás, pretendían matar a don Fernando de Guzmán, su general, y a ciertos capitanes del campo; lo cual sabido o venido a noticia de Lope de Aguirre, con la gran sed que tenia de beber o verter sangre humana, y fingiendo que lo hacía con celo de la vida y honra de su general y de los demás, prendió al Pedro de Miranda, mulato, y al Pedro Hernández, y luégo los mató, dándoles garrote; y nunca se pudo saber a qué efecto pretendían matar a su general, ni aun, como se ha dicho, quién divulgó la fama.
Muertos éstos, luégo procuraron contentar con sus oficios a otros pocos paniaguados o privados de los amotinadores, y así nombraron por alguacil mayor a un Juan Lope Cerrato, y el del pagador mayor a un Juan Lope de Ayala, y de aquí adelante comenzaron a matarse los amotinadores unos a otros, y a tener entre sí envidias, discordias y disensiones y darse crueles muertes, sembrando el demonio entre ellos la cizaña y ocasiones que para ellas eran menester.
Capítulo veinte y siete
De cómo hizo don Hernando teniente general a Juan Alonso, y quitó el cargo de maese de campo a Lope de Aguirre por aplacarle.
Viéndose don Hernando de Guzmán en aquel trono de capitán general, acatado, obedecido y reverenciado, pareciole que sería bien hacer particulares mercedes a sus amigos, honrándolos con cargos preeminentes de su cargo, para que conservasen más su amistad y conociesen que era hombre grato a sus amigos y que pagaba realmente a los que en algo le habían servido; y por buenas obras y otras cosas que de Juan Alonso Labandera había recibido, le era en mucho cargo, nombrole por su teniente general de toda el armada, el cual aceptó el cargo y le rindió las gracias por ello; y comenzando a usar su oficio de teniente general mandaba algunas cosas contra otras que Lope de Aguirre había mandado, maese de campo, había mandado, a fin de darle disgusto porque estaba mal con él por lo que había pasado cuando Lope de Aguirre se firmó en la información que había hecho don Hernando "Lope de Aguirre, traidor", y así comenzaron a llevarse muy mal estos dos oficiales del campo, desmandando el uno lo que el otro tenía mandado, por lo cual hubo contención entre los soldados y capitán del campo sobre cuál de los dos cargos era más preeminente y a cuál habían de obedecer.
Los amigos de Lope de Aguirre defendían el cargo de maese de campo, diciendo ser más preeminente, y los de Juan Alonso de Labandera, por lo contrario, y así se declararon los dos la enemistad oculta que el uno contra el otro tenía. Don Hernando de Guzmán, queriendo mitigar estas disensiones, y porque Juan Alonso de Labandera era más su amigo y se había mostrado siempre en su favor, lo procuró sustentar, quitando el cargo a Lope de Aguirre de maese de campo y dándoselo a Juan Alonso de Labandera, juntamente con el de teniente general que se tenía; y porque no pareciese que del todo desfavorecía a Lope de Aguirre, que era muy buen comunero, y por darle algún contento, lo hicieron capitán de a caballo, y a Lorenzo Salduendo lo hicieron capitán de la guardia, que era el cargo que solía tener Juan Alonso de Labandera; y Lope de Aguirre, viendo que no era tiempo de tratar sobre el agravio que se le hacía en quitarle el oficio de maese de campo, disimuló con ello, aceptando el cargo que le habían dado de capitán de a caballo.
Algunos amigos de don Hernando, que conocían de mucho tiempo a Lope de Aguirre y sabían cuán vengativo era y bullicioso, le dijeron al don Fernando que pues le había quitado el cargo de maese de campo a Lope de Aguirre que no curase de tenerlo más consigo, porque era hombre que viéndose favorecido de amigos le había de procurar matar por el agravio que le había hecho de quitarle el cargo de maese de campo, y que con matarle aseguraría su gente y aun su persona, y si no lo quería él hacer, que les diese licencia, que ellos lo matarían. Don Hernando, como era de más tiernas entrañas que era menester para el cargo que él tenía, hízosele de conciencia de matar a Lope de Aguirre, y así no consintió ni quiso dar lugar a que lo matasen, por el cual se podrá bien decir que quien a su enemigo popa a sus manos muere, antes por contentar a Lope de Aguirre, se fue luégo a confederar con él y a disculparse de lo mal que se había hecho en quitarle el cargo de maese de campo, y haciéndole grandes ofertas le dijo que no tuviese pena, que él le prometía y daba su fe y palabra de antes que entrasen en el Pirú devolverle el cargo de maese de campo, y prefiriéndose que luégo que llegasen casaría un hermano suyo que estaba en Pirú, llamado don Martín de Guzmán, con una hija mestiza de Lope de Aguirre que tenía allí consigo, el cual, con rostro alegre aunque fingido, rindió a don Fernando las gracias del cumplimiento y ofrecimiento, y aceptó el casamiento de su hija, mostrando que recibía muy grande merced en ello.
El don Fernando fue luégo a visitar la hija de Lope de Aguirre y darle el parabién del parentesco, y le llevó una ropa larga de seda muy rica, que había sido del gobernador Pedro de Orsúa, y le puso don y la comenzó a tratar como a cuñada. Todo esto temiéndose que como Lope de Aguirre era tan facineroso y determinado y muy emparentado de amigos, y se andaba quejando del don Hernando porque le había quitado el cargo, no se amotinase contra él; y así con el casamiento de la hija y el hermano se aplacó por entonces Lope de Aguirre y disimuló sus quejas, tratando y conversando con el don Hernando como antes solía.
Capítulo veinte y ocho
De cómo Lope de Aguirre publicó que Juan Alonso quería matar a don Hernando, y el Hernando, sabido esto, dio orden cómo se matase Juan Alonso, y de cómo lo mataron.
En este tiempo crecía la enemistad entre Juan Alonso de Labandera y Lope de Aguirre, y multiplicábase de cada día la mala voluntad del uno contra el otro.
El Lope de Aguirre, por la mucha envidia que tenía al Juan Alonso de verlo subido en aquel trono de teniente general y maese de campo, y a sí desposeído y abatido y mandado del Juan Alonso, al cual asímismo le iban a decir algunas cosas que de él decía Lope de Aguirre, con lo cual se indignaba contra él y buscaba orden y manera cómo matarlo para asegurar su persona, y así salía algunas veces a buscar a Lope de Aguirre con determinación de matarlo, y siempre lo halló acompañado de sus amigos, por lo cual nunca pudo jamás hacer lo que pretendía. Lope de Aguirre, temiéndose asímismo del Juan Alonso de Labandera, vivía siempre con mucho cuidado de noche y de día, teniendo sus espías y atalayas en el campo, para que le diesen aviso de lo que pasaba, y andaba de contino armado él y sus amigos, que de noche ni de día no se les quitaban las armas de encima. Juan Alonso de Labandera, con la hinchazón del cargo, habíase hecho algo más soberbio y grave, y procuraba de tener muchos amigos y allegados y mandarlo todo por quitar de trabajo a su general. Tenía demás de esto competencia el Juan Alonso con Lorenzo Salduendo, capitán de la guardia, por amores de doña Inés de Atienzo, y cada uno de ellos la pretendía tener por amiga, por lo cual se llevaban muy mal los dos, y estaba el Lorenzo Salduendo casi confederado con Lope de Aguirre, el cual nunca se dormía pensando en qué modo tendría tiempo y ocasión para echar del cargo a Juan Alonso de Labandera y matarlo.
Con esta vacilación derramó por el campo fama de que Juan Alonso de Labandera, no contentándose con el cargo de teniente general y maese de campo, sino con ambición de ser señor de todo, pretendía matar a don Hernando y quedarse por general, lo cual después de bien divulgado entre todos y que ya se decía públicamente, fue el propio Lope de Aguirre con algunos amigos suyos al don Hernando y dijéronle cómo el Juan Alonso de Labandera le pretendía matar y alzarse por general, y así se lo certificaron y afirmaron. El don Hernando estuvo algo incrédulo, por parecerle que el Lope de Aguirre era enemigo de Juan Alonso de Labandera, y que por la enemistad que entre ellos había, le levantaba aquello.
Acertose hallar allí Lorenzo Salduendo, y entendida la plática, certificó al don Hernando que era verdad lo que Lope de Aguirre decía, porque él lo había oído decir por cosa muy cierta afirmándolo con muchos juramentos, y con esto dio algún crédito don Hernando a lo que Lope de Aguirre le decía, y también porque le dijeron que había prometido Juan Alonso a un Cristóbal Hernández, muy grande amigo suyo, que le haría maese de campo. Teniéndolo por cosa cierta el don Hernando, trató Lope de Aguirre que diesen orden cómo matasen a Juan Alonso de Labandera y a Cristóbal Hernández, y quedase seguro el campo, y estando ya determinado de matarlos, y buscando lugar y tiempo cómodo para ello, porque andaba Juan Alonso acompañado de muchos amigos suyos, determinó don Hernando que se ordenase en su casa un juego de naipes entre el Juan Alonso y Cristóbal Hernández y otros, y que estando allí descuidados él tendría prevenidos algunos amigos suyos, y el Lope de Aguirre entraría con sus amigos y los matarían; lo cual así concertado, don Hernando de Guzmán trató y ordenó el juego entre Alonso de Labandera y Cristóbal Hernández, fingiendo que recibiría contento de que viniesen a jugar a su casa; los cuales por hacer lo que su general les mandaba y por darle aquel placer, se vinieron a jugar a casa de don Hernando, poniendo algunos amigos suyos armados dentro de su casa, para que se hiciese como se había concertado con Lope de Aguirre.
Estando, pues, Juan Alonso de Labandera y Cristóbal Hernández jugando, bien descuidados de lo que les estaba aparejado, fue avisado Lope de Aguirre, el cual luégo a la hora, vino con algunos de sus amigos armados, y entrando donde estaban jugando los dos compañeros con otros, les dieron allí de arcabuzazos y lanzadas y estocadas, cercándolos de la una parte Lope de Aguirre y sus amigos y de la otra los amigos de don Hernando, y así les dieron tan cruel muerte y arrebatada como ellos la habían dado a su gobernador; y hecha esta buena obra, y queriendo don Hernando pagar a Lope de Aguirre el aviso que le había dado y el servicio que le había hecho en matar a Juan Alonso de Labandera y a Cristóbal Hernández, y por contentarle y aplacarle y tenerlo propicio, le tornó a nombrar por maese de campo, como antes lo era; y porque los oficios de los muertos no quedasen vacos, dio el cargo que tenía Cristóbal Hernández de capitán de infantería a un Gonzalo Giral de Fuentes, muy su amigo y de su tierra; y con todas estas muertes y revueltas nunca cesaban las obras de los bergantines que estaban haciendo.
Capítulo veinte y nueve
De cómo los indios, por cierto agravio que les hicieron, se alzaron y mataron ciertos españoles.
Los indios de la provincia de aqueste pueblo, nunca dejaron de venir a rescatar y contratar con los españoles, trayéndoles la comida que podían a trueque de algunas menudencias que les daban, que era mucha ayuda para el sustento de los españoles.
Viéndose ya los traidores en su libertad para poder damnificar a los indios sin que nadie les pusiese estorbo, acordaron señalarse en sus extremos de maldad con los indios, como lo hacían entre sí mismos.
Viniendo un día cierta cantidad de indios a rescatar con los españoles, determinaron de engañarlos y prenderlos y sujetarlos para que les sirviesen, y así les hicieron saltar en tierra, y diciéndoles que entrasen en un bohío, que los quería ver su general, los indios, ignorando las crueldades y maldades de estos traidores, como por la mayor parte son bien comedidos y mandados, entraron en el bohío que les mandaron y desque los tuvieron dentro los ataron y aprisionaron todos, lo cual visto por los demás indios que habían quedado, se fueron y se alzaron y nunca más volvieron a rescatar, y los indios que prendieron y ataron, dentro de pocos días se les soltaron todos, de lo cual no sólo causaron el alzamiento de estos indios y el no traer más comidas al campo, sino también algunas muertes de españoles; porque como iban lejos por la comida, debajo de la amistad y comercio que con los indios tenían antes, iban cuatro o cinco españoles solos por comida, y no creyendo que los indios supieran vengar el daño y mal que les hicieron, fueron un día, como solían, de la otra banda del río ciertos españoles a buscar yuca para hacer casabe, y habiendo saltado en tierra, los indios les estaban esperando para dar en ellos, los cuales lo hicieron así y mataron a Sebastián Gómez, capitán de la mar, y a un Molina, y a un Villarreal, y a un Pedro Díaz, y a un Mendoza, y a un Antón Rodríguez.
Pasaron de allí adelante más necesidad que hasta allí, y amedrentáronse tanto los españoles, que no osaban salir del campo. Los indios habían tomado tanto atrevimiento y osadía con los españoles que mataron, que venían de noche por el río y hurtaban las canoas que tenían los españoles para ir a buscar comida; aunque algunos quieren decir que estas canoas que los indios hurtaban las soltaba de noche Lope de Aguirre y las dejaba ir el río abajo, a fin de que los soldados no se juntasen y se fuesen en ellas alguna parte, y así el mismo Lope de Aguirre echaba fama que los indios las hurtaban.
Que fuese lo uno o lo otro, en pocos días se quedaron los españoles sin canoas, porque demás de ciento y cincuenta canoas que tenían, no les quedaron más de obra de veinte, y esas de las mas ruines y pequeñas, y así permitía Dios que por una vía y por otra fuesen muertos y castigados estos soldados.
Capítulo treinta
Que trata de cierto parlamento que don Hernando hizo a los soldados por inducimiento de Lope de Aguirre, y de cómo le tornaron a nombrar por general, y se declararon los que no le querían seguir ni ser contra el rey.
Habiendo ya Lope de Aguirre muerto en la forma dicha a Juan Alonso de Labandera y él vuelto a posesión de segunda persona del campo, y emparentado con don Hernando de Guzmán por el casamiento de la hija y del hermano, tratábase y comunicábase con él muy afable y particularmente por dar a entender a todos su mucha privanza y que no se haría más de lo que él quisiese, para con esto atraer a sí amigos, y al don Hernando decíale o imponíale en algunas cosas a fin de darle a entender que le quería y amaba mucho; y como don Hernando era tan simple y de tan sinceras entrañas, parecíale que todo lo que Lope de Aguirre le decía era sin doblez ni cautela.
Lope de Aguirre, conociendo esta condición del general, y que era muy amigo de ceremonias exteriores, y para más convencerle y acreditarse con él, le dijo que era cosa muy necesaria para conocer la gente y soldados que llevaba y sus intenciones y los que tenían propósito de seguir la guerra, que los llamase y juntase un día a todos y les hiciese un parlamento, dándoles a entender que si ellos no tenían voluntad de que fuese su general, que eligiesen a quien quisiesen, y que los que no quisiesen seguir la guerra de Pirú, que también se declarasen, porque no les harían fuerza a ello, y otras cosas a este propósito. A don Hernando de Guzmán le pareció bien lo que Lope de Aguirre le decía, y determinándose de hacerlo así, hizo juntar un día toda la gente del campo en una plaza que estaba junto a su casa, saliendo él armado y con una partesana en la mano y acompañado de todos sus amigos y de Lope de Aguirre y sus secuaces, les comenzó a hablar en la forma siguiente:
Caballeros y señores soldados: muchos días ha que deseado hablar a vuestras mercedes generalmente, pareciéndome e teniendo entendido que por haberme nombrado y elegido por general algunos caballeros particulares, que los más de vuestras mercedes estarán sentidos de ello, por no haberlo hecho con su consentimiento, dándoles parte de ello. Mi intención nunca fue ni ha sido dar ningún disgusto ni pesadumbre al más mínimo de todo el campo, y si yo acepté este cargo de general, fue pareciéndome que en ello hacia algún servicio a vuestras mercedes; el trabajo que el general1, y porque para ello fue rogado e importunado de muchos caballeros y soldados, y no por la voluntad que yo tenía de ello, pues saben vuestras mercedes el trabajo que el general pasa en haber de servir y contentar a todos, y tener gran cuenta y cuidado en todas las cosas particulares y generales que al uso y ejercicio de la guerra son necesarias, y porque el que ha de mandar un campo como este, donde -hay- tantos caballeros y buenos soldados, es bien que sea electo de consentimiento y a pedimento de todos, para que con mejor gana hagan lo que conviene a la guerra e les fuere mandado por su general, acordé a juntar aquí a vuestras mercedes para decírselo, y publicarles en todos los que en el campo hay, qué persona con más sagacidad y legalidad podrá usar y ejercer este oficio de general, y ese elijan vuestras mercedes, pues para ello tienen toda libertad, porque yo desde luego me eximo del cargo del general y lo dejo y cedo y traspaso en el que vuestras mercedes eligieren, al cual yo obedeceré como el más pequeño soldado, y en señal de desistimiento y apartamiento que del cargo del general hago, que casi como vara de justicia traigo en las manos, hincando la partesana en el suelo se quitó el sombrero y se apartó hacia donde los suyos estaban, añadiendo a su plática "y lo mismo hacen estos señores oficiales del campo, para que vuestras mercedes asímismo den los cargos y oficios de ellos a quien mejor les pareciere y que más provecho y utilidad y conformidad de todos sea", y así hicieron los oficiales de don Hernando la misma ceremonia que su capitán había hecho.
Los soldados y gente del campo callaban, viendo la cautela con que aquello se hacia, y aunque dijeran otra cosa no les había de aprovechar nada, antes de ello les pudiera redundar la muerte, y tomando la mano en responder los amigos y paniaguados del don Fernando de Guzmán y de Lope de Aguirre, y siguiéndoles en opinión y parecer la mayor parte del campo, respondieron que la elección fue hecha muy en conformidad de todos, y que el cargo del general estaba muy bien empleado en don Hernando de Guzmán, y los demás oficios en quien los tenían, y que si era necesario o conveniente de nuevo lo tornaban a elegir y nombrar por su general, y que a ellos les venía muy ancho tener un caballero tan principal y generoso como él por superior y capitán, y así le suplicaban que aceptase el cargo y usase de su oficio como hasta allí lo había hecho. El don Hernando de Guzmán aceptó el cargo, y rindiéndoles fingidas gracias por ello, dijo que les agradecía mucho la buena voluntad que le tenían, y que dándole Dios gracia para ello, los gobernarla y mantendría en justicia, de suerte que cada día fuese enriqueciendo y aumentando sus personas y haciendas mediante las guerras que en el Pirú pretendían tener, a donde llevaban su derrota, y que ya era notorio que en las guerras que contra el rey de Castilla en las Indias unos la siguen de su voluntad y otros forzados, y que su intención y voluntad era no hacer en aquello fuerza a nadie que cada uno dijese y declarase la intención que tenía, y que los que quisiesen seguir la guerra suya se era la tierra y todo lo demás que él llevaba, y que los que no, movidos de algún buen celo o apariencia de él, no la quisiesen seguir, que si fuesen tantos que bastasen a quedar seguros en alguna poblazón de indios para poblar y sustentarse allí, que él los dejaría con un caudillo que ellos escogiesen, y partiría con ellos todo lo que tuviese, así de armas corno de municiones y otras cosas, y si fuesen tan pocos que no bastasen a hacer esto, que él los llevara consigo como hermanos y en el primer pueblo de paz los dejaría y de allí se irían a donde quisiesen, y que por ningún temor no dejasen de declarar la voluntad y opinión que tenían, porque les daba su fe y palabra que por ello no correría ningún peligro sus personas y se haría con ellos lo que él decía y prometía y que estuviesen advertidos todos que los que quisiesen seguir la tierra del Pirú lo habían de firmar de sus nombres y jurarlo solemnemente, proponiendo de sustentar y hacer la guerra a fuego y a sangre y obedecer en todo a su general y capitanes, y para esto tener entre sí muy gran paz y conformidad, sin que haya disensiones ni revueltas entre ellos.
Dicho esto, todos los más soldados dijeron que eran contentos de seguir la tierra del Pirú y hacer el juramento como les era mandado, y firmado de sus nombres, excepto tres soldados solos, los cuales clara y abiertamente dijeron a don Hernando de Guzmán y a sus secuaces que no les querían seguir en nada contra Su Majestad, porque no estaban en disposición de ello, y así no habían de firmar ni hacer el juramento que se les pedía. Los traidores, algo pacíficamente, les respondieron que pues ellos se habían declarado, y su voluntad era no seguir aquella guerra, que no habían menester armas, y así les quitaron las que tenían y después les fueron matando disimuladamente, como se dirá adelante. Y porque no es justo que los nombres de hombres tan leales y que antes quisieron poner sus vidas en riesgo y detrimento que negar a su rey y señor ni hacer contra él ninguna vileza, especialmente sabiendo ellos que aquello que decían les había de costar la vida, tuvieron por mejor perderlas que cobrar infamia de nombre de traidor, carezcan de esta relación, el uno se llamaba Francisco Vázquez, y el otro Juan de Vargas Zapata, y el otro Juan de Cabañas; y con esto se concluyó aquella junta, reservando aquella junta y juramento para otro día; y quisiera saber de qué pueblos eran estos tres soldados para nombrarlos.
Capítulo treinta y uno
Que trata de cómo juraron los soldados y don Hernando, la guerra que habían de hacer a los del Pirú.
El siguiente día los traidores dieron orden cómo con toda solemnidad se hiciese el juramento que el día antes se había propuesto, y que todos firmasen lo que habían dicho, y así, tornándose a juntar toda la gente del campo y oficiales del don Hernando de Guzmán, mandaron aderezar dónde se dijese misa, y llamaron un clérigo que había por nombre Alonso Henao, el cual, aunque debió saber el efecto para que los traidores le mandaban decir la misa, nunca lo rehusó ni tuvo mucho escrúpulo de ello, y revistiéndose con sus ornamentos sacerdotales, les dijo misa, a todos de los cuales o los más podemos conjeturar la devoción con que la oirían y la atención con que la contemplarían los milagros y misterios de ella.
Acabada la misa el don Hernando de Guzmán, sin consentir que el clérigo se desnudase, dijo allí a todos el efecto para que se habían juntado y para que habían dicho aquella misa, haciéndoles entender que para que entre ellos hubiese más conformidad y amistad y seguridad, y se guardasen lealtad, era necesario toda aquella solemnidad de juramento en la forma que allí se había de hacer, y mandando al clérigo que había dicho misa que recibiese a todos juramento, llegando el primero don Hernando de Guzmán y luégo Lope de Aguirre y los demás oficiales del campo, discurriendo por todos los soldados, pusieron las manos todos encima del ara consagrada y libro misal con que habían acabado de decir misa, y declarando el juramento y solemnidad de él como es costumbre, dijeron que juraban a Dios y a Santa María, su gloriosísima madre, y aquellos Evangelios y Ara consagrada donde habían puesto sus manos, que unos a otros se ayudarían, y favorecerían y serían unánimes y conformes en la guerra que iban hacer a los reinos del Pirú y tenían entre manos, y que entre ellos no habría revueltas ni rencores, antes morirían en la demanda, favoreciéndose unos a otros, haciendo la guerra bien y derechamente, sin que ninguna cosa de amor, parentesco, lealtad ni otra causa alguna pudiese ser parte para estorbárselo ni dejarlo de hacer, y que en todo el discurso de la guerra tendrían por su general a don Hernando de Guzmán, y le obedecerían y harían todo lo que él y sus ministros les mandasen, so pena de perjuros e infames y de caer en caso de menos valer.
Hecho este tan nefario juramento, mandaron que todos lo firmasen de sus nombres, y así firmando el primero don Hernando de Guzmán y luégo Lope de Aguirre el sobredicho juramento y la elección que habían hecho de su general, algunos se quedaron por firmar, no porque se salvasen del juramento ni de otras maldades que los traidores hicieron, sino porque como eran muchos llegaban juntos y unos sobre otros, pasábanse algunos porque no sabían firmar o por parecerles que con no echar allí su firma se relevarían después de culpa con el rey. Luégo comenzaron a divulgar algunos que aquel juramento se había hecho principalmente por aliar y confederar a los amigos de Juan Alonso de Labandera, que había muerto Lope de Aguirre de la manera que arriba se dijo, con los de Lope de Aguirre, y que de allí adelante entre ellos no hubiese más discordias y pendencias. Que fuese por el un intento o por el otro, ello se hizo de la forma y manera que está declarado, y permitió Dios que por haberse hecho el juramento tan contra su ley y voluntad, no sólo no tuviesen ninguna conformidad de allí adelante los traidores, mas luégo comenzaron a tener peores revueltas y disensiones que de antes y a matarse los unos a los otros, como adelante se dirá.
Capítulo treinta y dos
Que trata cómo Lope de Aguirre hizo Príncipe a don Hernando y lo tuvieron todos por tal.
En este tiempo nunca cesaban las obras de los bergantines, las cuales eran causa de suceder algunas cosas que no sucedieran si tanto tiempo allí no se detuvieran, porque como suelen decir, la ociosidad es causa de muchos males.
Nunca andaba Lope de Aguirre sino imaginando y pensando astucias y medios cómo atraer a sí la gente y engañarlos y meterlos en lazos y hoyos donde con dificultad pudiesen salir, como lo hizo en lo que los dos capítulos antes de este se ha contado; y andando en estas vacilaciones diole en la mente de poner a su general en una cumbre muy alta y de mucho riesgo, para de allí derribarle con más facilidad, y para tratar y comunicar con los soldados lo que quería hacer y tenía pensado, mandó juntar toda la gente en una plaza que estaba junto a la posada de don Hernando de Guzmán, su general, y desque los tuvo juntos, y él entre ellos como solía andar armado y acompañado de sus íntimos amigos y secuaces, les comenzó hablar a todos generalmente de esta manera:
Señores, ya vuestras mercedes saben cómo el otro día, por general junta y elección, hicimos y nombramos por nuestro Capitán general a don Fernando de Guzmán, de nuestra propia voluntad y espontáneo arbitrio, sin que para ello se nos hiciese fuerza alguna, antes amonestó a todos que eligiesen a quien mejor les pareciese, y después de haberle elegido y nombrado por nuestro general, nos exhortó y amonestó que cada uno eligiese y escogiese lo que quisiese y fuese su voluntad, declarándose en ello con él si querían seguir la guerra o no, sin que para ello fuesen apremiados los que no lo quisiesen seguir, antes son tan bien tratados los que allí se declararon no querer seguir la guerra cuanto vuestras mercedes lo ven por la obra, y los que declaramos que queríamos seguir la guerra, juramos y prometimos de cumplirlo así, y porque después acá podría ser haber algunos de vuestras mercedes que hubiesen acordado otra cosa que les pareciese mejor, y porque ninguno haya tomado por vía de fuerza el juramento y pueda después decir que compelido y constreñido de la fuerza del juramento que hizo siguió la guerra contra su voluntad, yo desde ahora, en nombre del general mi señor y como maese de campo, digo que cada uno de vuestras mercedes se vea bien en ello, y si no tiene voluntad de hacer cumplir lo que juró, desde aquí se le alza el juramento y se le da licencia para que sin incurrir en ninguna pena, pueda declararse y seguir lo que tuviere en su voluntad y pecho, porque debajo de fe y palabra que para ello se le daba, le prometo de guardar con él o con ellos lo que se ha guardado con aquellos caballeros que dijeron que no querían seguir la guerra ni ser contra el rey, que los tratamos como hermanos y partimos con ellos hermanablemente de lo que tenemos.
Los que allí se hallaron presentes o algunos, tomando la mano por los más, respondieron que no eran hombres que sus palabras habían de volver atrás ni habían de quebrantar su juramento, especialmente en una cosa que tan notoriamente veían y conocían ellos la utilidad y provecho que de ello se le seguía, y que antes estaban muy firmes y constantes en proseguir y llevar al cabo la guerra que habían comenzado, y cumplir muy por entero lo que habían jurado.
Y prosiguiendo adelante Lope de Aguirre con su plática comenzada, dijo: pues vuestras mercedes están tan fijos y firmes en este propósito y voluntad, y muestran ánimos tan valerosos no sólo para resistir y sujetar el Pirú, que es una sola provincia, mas todos los reinos y provincias de las Indias, las cuales no serían muy bien gobernadas si no tuviesen rey que las gobernase, y el señorío de ellas pertenece al capitán que las conquistare y sujetare, para el cual efecto llevamos a don Hernando de Guzmán, que al presente es nuestro general, a quien de derecho pertenece aquellos reinos, es cosa muy necesaria y conveniente que para que en llegando al Pirú luégo le demos la Corona de rey, que tan justamente le pertenece, desde ahora le tengamos, conozcamos y obedezcamos por nuestro príncipe y señor natural, para lo cual es necesario y forzoso que todos nos desnaturemos de los reinos de España, y neguemos la obediencia al rey don Felipe, señor de ella; y porque en esto no haya mucha dilación y se comience a hacer una cosa tan necesaria y útil a todos, yo desde ahora digo que me desnaturo de los reinos de España, donde nací y era natural, y que si algún derecho tenía a ella por razón de ser mis padres naturales de aquellos reinos y vasallos del rey don Felipe, que yo me aparto de tal derecho y niego ser mi rey ni señor don Felipe, y digo que ni lo conozco ni quiero conocer ni tenerlo ni obedecerlo por rey, antes usando de mi libertad, desde luego elijo por mi príncipe y rey y señor natural a don Hernando de Guzmán, y juro y prometo de serle leal vasallo y de morir por su defensa, como por mi rey y señor que es, y en señal de reconocimiento de rey y de la obediencia que como a tal debo tener, yo le voy a besar la mano, y todos los que quisieren confirmar y aprobar lo que yo he dicho en esta elección del príncipe y rey don Hernando de Guzmán y reconocerlo y tenerlo por tal su rey y señor natural, sígame y venga a darle la obediencia y sujeción. Yéndose luégo hacia donde don Hernando de Guzmán estaba, y todos los capitanes y soldados del campo tras de él, entrando delante Lope de Aguirre, le dijo cómo todos aquellos caballeros y él le habían elegido por su príncipe y rey natural y como a tal le venían a dar la obediencia y a besar la mano; que suplicaban a su excelencia se la diese.
Don Hernando de Guzmán, mostrando grandes señales de agradecimiento, y rindiéndoles las gracias por la nueva elección y aceptándola, nunca quiso darles la mano, mas comenzando por el Lope de Aguirre, los abrazó a todos; y desde allí le comenzaron a llamar excelencia. Daba muestras de gran contento y alegría con el título de príncipe y excelencia.
Veis aquí a Lope de Aguirre con más potestad que ningún rey del mundo, pues de su propia autoridad ordenaba guerras y elegía príncipes y coronaba reyes, y al que quería matar, mataba, y al que no, con la vida se quedaba.
Capítulo treinta y tres
Que trata de cómo don Hernando puso casa de príncipe, y sembró oficiales,y señaló salarios en Pirú, y otros cargos que dio y condutas de ellos.
Colocado nuestro don Hernando de Guzmán, por la traidora y amotinadora comunidad, en título y estado de príncipe de las Indias, como el que sin tener ninguna seguridad pretendía ser rey del mayor imperio que hay en el mundo de bien cevil gente, comenzó a tomar alguna gravedad y severidad, conforme como se requería a persona que tan gran rey y señor pretendía ser, y a dar orden que su casa y servicio de ella fuese conforme a la de los otros jurídicos príncipes y señores; y así luégo nombró su maestresala y mayordomo, camarero, trinchante y pajes y muchos gentiles hombres que le acompañaban y asistían a su palacio; y usando más largamente de su jurisdicción, para que más de voluntad le sirviesen sus oficiales y gentiles hombres, señalaban a cada uno el salario conforme al cargo que tenía, a diez y a doce mil pesos, librados en su real caja en los reinos de Pirú. Mandó luégo dar nuevas condutas a los capitanes y otros oficiales de la guerra, con sus señalamientos de salarios; y era tanta la veneración que todos tenían a este su príncipe, que en leyendo alguna cédula suya, luégo se destocaban.
El título de sus cédulas empezaba así: "Don Fernando de Guzmán, por la gracia de Dios, Príncipe de Tierra Firme y de Pirú, &ª". Comía solo y servíanle a la mesa con todas las ceremonias que al rey suelen servir.
Estaba este nuestro príncipe tan contento, tan alegre, tan hinchado de verse con aquella majestad, que cierto era cosa de admiración; y en esto mostraba más su grande necedad, porque si él fuera cristiano y cuerdo y discreto, bien viera que todo aquello era cosa de burla, y que más parecía sueño y juego que los muchachos suelen hacer cuando eligen un rey y le obedecen y hacen con él muchas ceremonias, que no cosa que llevaba término de permanecer. Mas el pobre estaba tan ciego y era tan ambicioso en el mandar, que tengo entendido que si esta perversa gente, o Lope de Aguirre, inventor de estos hechos, le dijera que era bien que le adoraran, se presume que lo consintiera; porque como se ha dicho, el hombre que tan sin causa ni razón consintió que matasen a su gobernador, porque le hiciesen a él general, y tan sin fundamento y fuera de todo término, permitió que lo tuviesen por príncipe y rey de las Indias, no habiendo sujetado ningún pueblo de españoles ni teniendo ninguna batalla ni victoria de ninguna cosa que se pueda decir de él, sino que era tonto o loco, o no tenía ningún término de hombre.
Digo esto porque después se dijo que aquella lección y nombramiento que Lope de Aguirre y todos los demás hicieron de príncipe y rey en don Fernando de Guzmán, lo comunicó Lope de Aguirre con él y con algunos amigos suyos, y por su consentimiento y voluntad se hizo. Por cierto que me parece que les son en mucha obligación el padre y la madre de don Hernando de Guzmán y todos sus parientes a Lope de Aguirre, pues sin haberlo ellos procurado ni aun pensado ni venirles por ninguna vía de derecho, les hizo a su hijo príncipe y rey de las Indias, que por derecho natural y divino pertenecen a los Reyes de Castilla y de León, y se lo ha hecho competidor del mejor rey que hay entre los reyes cristianos; pues pretendiendo don Hernando de Guzmán, por la elección que de rey de las Indias en él hizo Lope de Aguirre y sus secuaces, el magistrado y señorío de toda la Tierra Firme, por fuerza se lo había de contradecir y defender el invitísimo rey de España y sus ministros y leales vasallos, a quien el Sumo Pontífice se le había dado y adjudicado derechamente, como quien lo pudo bien hacer. Mas no fue menester nada de esto, porque usando del poder que en tiempo de las comunidades de Castilla usaba el cura de Medina, junto a la Palomera de Villa, que cuando le parecía quitaba reyes y ponía reyes, adjudicando unas veces el reino de Castilla a Juan de Padilla, y otras veces al rey don Carlos, Lope de Aguirre, que hizo este rey y príncipe de las Indias, en pocos días le quitó el señorío y reino, dándole tan cruda y desastrada muerte como adelante se dirá.
Dio asímismo don Hernando de Guzmán cargo de sargento mayor del campo a Martín Pérez, uno de los dos que quedaron sin cargos de los que se hallaron en la muerte del gobernador, aquel que usando bien su oficio de amotinador, dio la primera estocada a don Juan de Vargas, teniente de Pedro de Orsúa, estándolo desarmando, con que lo pasó de parte a parte, y con la sobra de la espada hirió muy mal a otro compañero suyo, que lo estaba desarmando, como en otra parte se ha dicho. Este cargo de sargento mayor se quitó a Sancho Pizarro, a quien en la primera elección después de muerto Pedro de Orsúa se le había dado, y a él le dieron el cargo de capitán de a caballo.
Capítulo treinta y cuatro
Que trata de la orden que los traidores habían tratado y dado para tomar el Pirú, y de las mercedes que ellos mismos a sí mismos prometían.
Metidos don Fernando de Guzmán, príncipe electo por Lope de Aguirre, en el calor y codicia de haber y poseer los reinos del Pirú, del cual humor y enfermedad no carecían los demás, sus secuaces y compañeros andaban entre sí como hombres que tenían muy fijado en su corazón aquella seta que Lope de Aguirre les había predicado y arraigado, comunicado y tratado cuál sería la mejor orden y el mejor medio y más breve que para efectuar su guerra y sujeción tar2 el Pirú se podría tener; y después de haber hecho muchas juntas y consultas sobre ello, y dado a todos sus pareceres, se vinieron a resumir en que la orden que para ello se había de tener era esta: acabados los bergantines o navíos, procurar con toda brevedad salir a la mar, y por la necesidad que de comida llevaban, hacer escala en la isla Margarita, donde por la poca resistencia que les podrían hacer, en pocos días se proveerían de lo necesario, así como pan y carne y agua, en lo cual no se había de detener de cuatro días arriba, y si allí hubiese alguna gente que los quisiese seguir, recibirla en sus navíos y partirse luégo, a cabo del tiempo dicho e ir derecho al Nombre de Dios, y tomar tierra y puerto en un río que llaman del Saor, que está muy cerca del Nombre de Dios, y saltar allí en tierra de noche, y puesto toda su gente en armada y ordenanza, según que para semejante hecho se requería, irse derechos al pueblo o ciudad de Nombre de Dios y llevar la gente apercibida y repartida de suerte que antes que fuesen sentidos tuviesen tomado el puerto y sierra de Capira, que es paso para Panamá, para que ninguno con el alboroto pudiese ir a dar aviso a los de Panamá; y asegurado y tomado este paso, todos los demás con su príncipe dar en el pueblo y robarlo y saquearlo, y matar a los ministros que en él hubiese del rey y a todos los demás de quien se temiesen que les harían algún daño, y asolar y abrasar el pueblo, de suerte que los que por allí quedasen no pudiesen prevalecer contra ellos; y luégo, sin más detenerse con los amigos que allí se le juntasen, ir sobre Panamá y hacer las mismas crueldades y robos que en el Nombre de Dios hubiesen hecho, y ante todas cosas tomar y asegurar todos los navíos que allí hubiese, porque alguno no se fuese y huyese y fuese a dar aviso al Pirú de su llegada y motín; y hecho esto, juntar el artillería que había quedado en el Nombre de Dios, con la que hubiese en Panamá, y fortificarse y hacer allí una galera que fuese tal cual para semejante negocio era menester, y otros navíos de armada, y en el ínterin que en Panamá estuviesen haciendo estas guarniciones, vendría ayudarles y favorecerles gente de Veragua y de Nicaragua y de otras muchas partes y más de mil negros, que, so color de tener y haber libertad, se les llegarían, y los armarían a todos, y con estas guarniciones y gentes y aderezos de guerra pasarían a Pirú, donde aunque estuviesen avisados y en arma, no serían parte para defenderse, porque allende del mucho y buen aparato de guerra que llevarían, así de gente como de armas, muchos amigos que en el Pirú tenían, en llegando, luégo se les pasarían, y no había duda sino que en pocos días temían por suyo el Pirú; y como hombres que en tan breve tiempo entre si tenían ya hecha la guerra de Pirú y sujetada a si toda la tierra, repartían entre sí grandes riquesas y haberes y señoras muy hermosas y gentiles damas de Pirú, casadas y honradas, sin que hubiese quién se lo contradijese, porque en esto no había discordia entre ellos, a causa de que si uno decía yo he de tomar y quiero a doña Fulana, mujer de Fulano, el otro, yo, señor, tenía en pensamiento eso mismo, mas pues vuestra merced la quiere, tómela vuestra merced mucho de norabuena, que otras damas habían ahora llegado recién llegadas de España, con quien el hombre se podrá contentar: y para en confianza de estas vanidades de los soldados, el vano de su príncipe de más de las libranzas que de su caja real de Pirú tenía hechas, daba y dio muchos repartimientos de los de aquella tierra a muchos que se los pidieron, dándoles y librándoles cédulas de ellos a los cuales pedían y querían, y había muchos que tan en su seso pedían y tomaban las cédulas y trataban las cosas dichas como si de Dios lo tuvieran confirmado, sin ponérseles por delante ningún impedimento de los que les podrían sobrevenir, ni los varios acaecimientos y sucesos que las guerras suelen traer consigo, poniendo en olvido el mucho apaho3 de gente y armas que Gonzalo Pizarro tuvo en el tiempo que anduvo fuera del servicio de Su Majestad, y la mucha pujanza en que se vio, y la mucha ventaja que él y su gente tenían a la de este vano príncipe y sus amotinadores, y cómo después de haber sido vencedor de algunas batallas y recuentros, permitió Dios que no prevaleciese, antes en el tiempo que más próspero y acompañado estaba, fue desbaratado en la batalla de Jaquizaguana por el presidente Gasca. No se les acuerda a éstos la mucha ventura que Francisco Hernández Girón tuvo en su motín y rebelión contra el rey, donde en la de Chuquingua, con solos trescientos hombres, desbarató mil y doscientos, y tuvo otras victorias y aparejos para tiranizar el Pirú, y permitiendo Dios que no prevaleciese después de haber sido vencedor de algunos recuentros que contra el rey había tenido, fue en Jauja preso y desbaratado por el capitán Gómez Zarias4; y de esta suerte se podrían recontar aquí otros muchos motines que en las Indias ha habido, en algunos de los cuales se habían hallado muchos de estos alterados amotinadores; y ninguna de estas cosas me parece que era parte para quitarles de la mente aquellas sus vanidades y niñerías, antes se cree que el haberse hallado en otras rebeliones les ponía espuelas para ir adelante con este que tan sin fundamento llevan entre manos.
Capítulo treinta y cinco
Que trata cómo partió el armada del pueblo de los bergantines y fue navegando por la mano izquierda, y la causa por qué, y llegaron a otros pueblos, y de lo que en ellos sucedió.
A cabo de tres meses que los amotinadores estuvieron en este pueblo, que fue llamado el pueblo de los bergantines, donde pasaron las cosas que arriba se han contado, acabaron los carpinteros de hacer navíos rasos, sin obras muertas ni cubiertas, harto grandes, de tal suerte que afirmaban los que de ello algo entendían que sobre cada uno de ellos se podía armar un navío de trescientas toneladas; y partiendo de este pueblo con los pensamientos y designos que en el antecedente capítulo se ha dicho, navegaron aquel día y fueron a otro pueblo de la propia provincia de Machifaro, y durmiendo allí aquella noche el armada, otro día de mañana, apartándose de la Tierra Firme de la mano derecha, navegaron por un brazo de a mano izquierda, lo cual se hizo por industria y persuasión de Lope de Aguirre, a fin de que si iba navegando por la banda de mano derecha, podría ser topar la tierra que buscaban, porque en aquella banda decían las guías que estaban, y tener sobre poblarla algunas diferencias, porque colegía o entendía de los soldados que de mejor gana poblaran en cualquier provincia razonable que hallaran, que no ir en la demanda que iban.
Al cabo de tres días y una noche que la armada navegaba por los brazos de mano izquierda, sin hallar poblazón, dieron de repente en un pueblo de muy pocas casas y muchos mosquitos, el cual estaba en muy mala tierra y esa anegadiza y de pocas casas y esas cuadradas y grandes y cubiertas con paja de sabana, lo cual se tuvo por maravilla, porque nunca pudieron ver desde este pueblo ninguna sabana, ni se pudo saber de dónde traían aquella paja, ni aun había quién lo osase preguntar.
Los moradores de este pueblo, sintiendo la gente que les venía a visitar, temiéndose de ellos, se alzaron y escondieron, dejando lo que no pudieron llevar por el poco lugar que les dieron para que lo sacasen. Entraron en el pueblo la gente y soldados que iban con el vano príncipe, y hallaron algún maíz y pescado en barbacoa, y otras cosas para su sustento; y porque venía la gente algo fatigada y allí comiesen, y porque la Semana Santa entraba y se pudiese celebrar con menos1 devoción, y porque Alonso de Montoya, tomando por otro brazo con cierta gente en canoas a buscar comida, y le habían de esperar por fuerza, acordaron don Hernando de Guzmán y Lope de Aguirre que se estuviesen ocho días en este pueblo, para que la gente se holgase aquellos ocho días y se pasase la Pascua y se reformasen, como está dicho.
Vinieron los indios de este pueblo de paz a rescatar con los españoles. Es gente desnuda y de las propias armas y manera que de los de arriba, por lo cual se presumió ser toda una.
Era aquel río abundante de pescado. Tomaban mucho los soldados; y pareciéndole a Lope de Aguirre que ya habían pasado muchos días sin haber algunas muertes, que es lo que él deseaba y procuraba, no estaba muy contento, porque verdaderamente su gloria era derramar sangre humana y a nadie se mató en toda la jornada que este cruel traidor y amotinador no le urdiese y tramase la muerte, y así le encaminaba el diablo las ocasiones que él deseaba, que bien le era menester para ello.
Fue el caso que estando en este pueblo un día un Pedro Alonso Casto; que había sido alguacil del gobernador Pedro de Orsúa, hablando con un Villatoro y quejándose del poco caso que de él habían hecho los amotinadores en no darle algún cargo de los suyos, que lo debía tener en deseo, echándose mano a las barbas, dijo aquel verso latino "audaces fortuna jubat, timidos que repelid", que en romance dice, que a los osados favorece la fortuna y a los temerosos abate. No faltó quién los oyó que luégo lo dijo á Lope de Aguirre, el cual los prendió para matarlos. Fueron de ello a dar aviso a su príncipe, el cual envió por la posta a decir que no los matasen, y cuando llegó el mensajero había dado Aguirre garrote Pedro Alonso Casto, y el Villatoro estaba ya para recibir la muerte, y así lo dejaron por entonces, porque adelante lo matarán.
Quitaron asímismo en este pueblo Alonso de Villena, uno de los que mataron al gobernador, el oficio que le habían dado de alférez general, diciendo que aquel era cargo muy preminente y que el Villena era hombre de baja y poca suerte y que no debía tener aquel oficio, y el príncipe, por contentarle, le hizo luégo su maestresala, señalándole salarios como a tal en su caja real del Pirú, y el cargo de alférez general se qudó vaco por entonces y no se proveyó a nadie, porque no hubiese algunos agravios sobre ello.

Capítulo treinta y seis


Que trata de cómo el armada llegó a otro pueblo muy grande, y de la manera del pueblo y condiciones de los indios, y de cómo se determinaron aderezar en él los amotinados los bergantines.



Pasada la Pascua de Resurrección, luégo se partió el armada de los amotinadores del pueblo que se ha dicho que estuvo holgando, y navegando todo aquel día, fueron a tomar tierra a otro pueblo de indios, mayor que ninguno de los que en el río atrás habían hallado, y muy más abundante de comida, la cual tenían en los bohíos, porque aunque la gente de este pueblo se habían alzado, teniendo noticia de que los españoles habían de pasar por allí, no tuvieron lugar de alzar las comidas ni esconderlas, o por ventura no quisieron, pareciéndoles que no estarían ni pararían allí ningún tiempo.
Estaba este pueblo en la una parte del río, sobre una barranca, el sitio del cual era isla, y muy angosta, porque por la una parte iba el río, y por la otra estaba una ciénaga o estero de agua, y habría de la una agua a la otra hasta un tiro de ballesta. Iba la poblazón trabada y perlongada orilla del río, y turaba casi dos leguas de largo, sin discrepar casa de casa. Hallose en este pueblo un género de vino hecho de muchas cosas juntas y mezcladas, a manera de mazamorra muy espesa, y echándolas en unas tinajas grandes, que hace cada una más de veinte arrobas, y dejándolo allí estar cierto tiempo, en el cual el vino se hace recio y hierve entre sí como lo de España, y después de hecho lo sacan de aquellas tinajas y lo cuelan, y para beberlo le echan alguna agua, porque de otra manera, si beben más de lo que es menester, emborracha y priva a los hombres de juicio, como si fuera de uvas. Tenían los indios grandes bodegas de este vino, y era algo aloque. Gastose todo en pocos días, sin que se perdiese nada de ello, entre los españoles e indios y negros del campo.
Eran los indios de este pueblo muy grandes contratantes e mercaderes, porque después que vinieron de paz no había quién los echase del campo, antes se alquilaban para bogar y moler y hacer pan y vino, y otros servicios personales; y aunque algunos soldados, por imitar a las cabezas que traían, hacían algunos malos tratamientos a los indios, no por eso dejaban de venir a rescatar y tratar. No se les daba mucho por las muertes de sus compañeros, porque hubo soldados que usando de sus crueldades, mataban algunos indios de los cuales les venían a servir y a rescatar con ellos, y no por eso dejaban de tornar los que quedaban vivos a sus contratos y rescates. Eran muy sutiles y atrevidos ladrones, que de la cabecera venían a hurtar de noche lo que podían coger de ropa, armas y otras cosas; y aunque castigaban algunos con, más rigor del que la calidad de sus delitos y personas requerían, no se les daban nada ni escarmentaban, sino siguiendo su costumbre, que en esto la deben tener por naturaleza, volvían a hurtar y hurtaban lo que podían.
Había en este pueblo gran cantidad de maderos muy gruesos de cedro, de los que el río traía de arriba, los cuales juntaban y recogían allí los indios para hacer sus canoas y casas. Venían con demasiada osadía a tratar y contratar con los españoles, tanto que acaeció muchas veces prender los españoles algunos indios que hallaban hurtando de noche y teniéndoles en prisión por ello para castigarlos, luégo venian sus compañeros a rescatarlos y librarlos y sacarlos del cautiverio que tenían, para el cual efecto traían manatíes y tortugas y pescado y otras cosas de comer que ellos tenían, y los españoles, por la necesidad que tenían de comida, les daban los cautivos o presos por lo que traían. Es gente bien dispuesta; andan del todo desnudos; los indios usan de las propias armas que los indios de la provincia de arriba de Machifaro. Las casas eran todas cuadradas y cubiertas de hoja de palmicha. Es por allí la tierra muy anegadiza.
Viendo los amotinados el buen aparejo que en este pueblo había para aderezar los bergantines, por la abundancia de madera y comida que en él hallaron, acordaron de detenerse allí algunos días, hasta acabarlos de todo punto; y así se desembarcó toda la gente en este pueblo, y se alojaron en él a la larga, como iba la poblazón; aposentándose hacia la parte de abajo el príncipe de ellos con toda su Casa, oficiales y gentiles hombres de ella y otros capitanes; y luégo, casi en el medio del alojamiento, se alojó Lope de Aguirre y sus secuaces, y a la parte de arriba del pueblo y río, se alojó Montoya con todos los demás del campo. Lope de Aguirre hizo poner junto a su alojamiento los bergantines, diciendo que los quería tener junto a sí por dar priesa a la obra y ver lo que se hacía o por estar más seguro y ser más señor de todo el campo.
Estaba en este alojamiento algo derramado el campo o gente del armada, a causa de ir la poblazón muy prolongada por la barranca del río, como se ha dicho, y así había de un cabo a otro del alojamiento más de un cuarto de legua, y así era más señor del campo Lope de Aguirre que no su príncipe.

Capítulo treinta y siete


Que trata de cómo se juntaron los amotinados a consultar sobre buscar el Dorado, y determinaron de hacerlo y matar a Lope de Aguirre porque no lo estorbase; y de cómo, por parecer de Montoya, no lo mataron.



Alojado el campo en la manera dicha, luégo pusieron por obra lo que faltaba de hacer en los bergantines, que era en cada uno su cubierta, y subirlos de bordo, para que se ensanchasen y así cupiese la gente más a placer y los pudiesen lastrar mejor y fuesen más seguros para la navegación del golfo y mar que se había de pasar. Trabajaban en ellos todos los oficiales que había en el campo y negros que sabían de carpintería, y ayudábanles los soldados en la forma que arriba se ha dicho, en lo cual gastaron de tiempo más de un mes; y como en otras partes se ha dicho, nunca se hacía parada o detenimiento alguno en alguna parte, que no redundase en daño o muerte de alguno, porque el ocio que tenía les daba ocasión a ello, produciendo en aquella forma el fruto de sus malas entrañas.
Andaba el don Hernando de Guzmán y algunos amigos suyos algo confusos de lo que habían hecho en matar tan cruel e injustamente a su gobernador, y viendo el mal camino que llevaban para remediar un mal tan grande, y cuán poca parte podían ser para efectuar el propósito de Lope de Aguirre, que era tomar al Pirú, unas veces les remordía la conciencia de aquel rastro que tenían de cristianos, por haberse criado con ellos, considerando en sus corazones la gran ofensa que a Dios habían hecho en alzarse contra su rey y señor, y los muchos daños y muertes que de ello se habían seguido a sus prójimos inocentes, y que adelante se aparejaban, y otras veces reinaba en sus corazones un grandísimo miedo y temor, considerando los juicios y castigos divinos, y como por vías no pensadas ni imaginadas castiga Dios los males tales e insultos, no solamente con azotes y muertes temporales y corporales, mas con fuego de infierno eterno que tura para siempre jamás; y con estas y otras imaginaciones que Dios Nuestro Señor, por lo que Su Majestad era servido, permitía que ocurriesen a sus memorias e imaginaciones, movieron plática entre sí de cuán perdidos y descaminados iban en llevar la derrota que llevaban de Pirú, y que el camino que llevaban no era otra cosa más de irse a entregar a los ministros de la justicia de Dios y del rey, para que los castigasen de lo que habían hecho, y que todo se olvidaría y atajaría con buscar la tierra y poblarla, donde después de poblada, ya que el rey le castigase no sería con tanto rigor como si no se descubriese y poblase; y tratando estas cosas, acordó el don Hernando que sería bien entrar en consulta sobre ello con los más del campo, sin que lo supiese Lope de Aguirre, que era el que persuadía a todos lo contrario y la ida de Pirú; y así luégo, incontinente, los hizo juntar y juntó en su propia casa a los principales, sin que para ello se llamase a Lope de Aguirre; y allí, entre ellos, se propuso y trató la plática, diciendo que viesen todos lo que mejor les parecía que convenía más al bien y pro común, si ir adelante con la guerra del Pirú que llevaban entre manos o buscar la tierra del Dorado que salieron a buscar de Pirú y poblarla.
A todos de conformidad los que allí estaban presentes, les pareció que lo más acertado y conveniente era buscar la tierra y poblarla, pero dijeron que para este efecto el mayor estorbo que tenían era Lope de Aguirre, y que mientras Aguirre fuese vivo que no se había de efectuar nada, porque él y sus amigos y aliados lo habían de desbaratar e impedir todo. Fueron luégo todos de parecer que, pues Aguirre causaba tan gran daño en estorbarles aquello, que lo matasen, y que su muerte se efectuase luégo, enviándolo a llamar allí que estaba descuidado y vendría seguro, y entrando le darían destocadas y le acabarían y se efectuara lo que querían; y como el demonio siempre procura favorecer a los suyos y sustentarlos algún tiempo para que causen y hagan más daño y mal a sus prójimos, cuya perdición él desea y codicia con toda instancia, puso su espíritu maligno en Alonso de Montoya, que era uno de los de la consulta, el cual dijo que no convenía que entonces matasen a Lope de Aguirre, porque vendrá acompañado de algunos soldados, y podrían, por matarlo a él, matar a más de los que convenía; que era mejor dilatarlo para cuando fuesen navegando el río abajo, que vendría Lope de Aguirre al bergantín del príncipe a saludarlo, y allí entraba solo y más a mi salvo y sin daño de nadie lo podrían matar, lo cual se podría efectuar bien en breve, pues ya faltaba poco de los bergantines, que lo más estaba hecho de lo que entonces se había de hacer.
El príncipe era algo benévolo y que aborrecía las muertes de sus soldados y deseaba que no hubiese ningún mal ni daño entre ellos, y así le pareció bien el parecer de Alonso de Montoya y declaró ser bueno y el más conveniente de todos, porque no matasen alguno de sus amigos en la revuelta. Los demás, viendo que su príncipe había aprobado lo que Alonso de Montoya había dicho, bien contra su voluntad y pesar de sus corazones, pasaron por ello sin osar decir otra cosa, porque les parecía que el diablo, como familiar amigo de Lope de Aguirre, se lo había de manifestar y decir lo que allí había pasado y se había consultado y tratado contra él, y había de redundar de aquella determinación sin efecto, algunas muertes a todos los más de los soldados; y así fue como lo pensaron, que después mató Aguirre a su príncipe, y todos los de la junta, de la manera que adelante se dirá.
Capítulo treinta y ocho
Que trata de cómo Aguirre dividió toda la gente del campo en compañías de a cuarenta soldados, y la causa, y de cómo quiso matar a Gonzalo Duarte, y de otras cosas que sobre ello sucedieron.
Lope de Aguirre barruntando los varios sucesos que las guerras traen consigo, y que donde tanta gente había, cuyos amigos él había muerto e iba matando de cada día, que podría haber algunos que a él le procurasen hacer lo mismo, y así toda su felicidad y cuidado era atraer a si amigos de quien se pudiese fiar, a los cuales arreaba y guarnecía de las mejores armas y cotas que en el campo había, procurando quitárselas a los que las tenían, personas de quien él no tenía la confianza y concepto que se requería para su propósito, levantándoles que eran descuidados en las cosas de la guerra y que no traían las armas tratadas con la curiosidad que se requería y era menester; y con esto procuraba hacer a sus amigos universales herederos no sólo de los ventestos2 que él hacía por su propia mano, sino aun de los que estaban vivos y habían traído desde el Pirú algunos aderezos de guerra a su costa y mención.
Y pareciéndole que para su propósito era necesario que la gente del campo estuviese dividida en compañías o escuadras iguales, de suerte que de los capitanes que en el campo había no tuviese ninguno más gente que otro, acordó hacer ciertas compañías, cada una de cuarenta soldados, apartando él para sí los que él tenía por más amigos suyos, a los cuales, como se ha dicho, tenía ya pertrechados de las mejores armas que en el campo había. Dio para la guardia de su príncipe otros cuarenta soldados, y así los dividió todos entre los capitanes de infantería que en el campo había. Viéndose tan bien guarnecido de estos cuarenta soldados y de otros aliados y paniaguados que se juntaban cada día, de tal suerte que como crecía la gente de su compañía así crecía su hinchazón y soberbia y quería exceder en el mandar a su príncipe, y que todos en el campo le obedeciesen y temiesen y acatasen y reverenciasen.
Gonzalo Duarte, mayordomo del príncipe, temiéndose de Lope de Aguirre por algunas gresquitas que entre ellos había habido, y pareciéndole que las cosas de aquella infame comunidad seguirían por justicia y que todo lo que su príncipe mandase se cumpliría y obedecería, procuró haber una exención de su excelencia, para que ninguna justicia ni capitán del campo tuviese que ver con él ni le pudiese castigar y fuese inmediato en la jurisdicción a su príncipe, y otro no pudiese conocer contra él de ningún negocio por arduo que fuese. Vino esto a noticia de Lope de Aguirre, y pareciéndole que Gonzalo Duarte había procurado aquella exención por escaparse de sus manos, prendiole luégo para matarlo, así por esto como por estas bregas que con él había tenido.
Sabido por el príncipe la prisión de su mayordomo mayor, fue luégo en persona y sacolo de la prisión en que Lope de Aguirre lo tenía; el cual, viendo que le quitaba un preso a quien él tanto deseaba quitar la vida, atravesósele delante del príncipe dando muy grandes voces, y postrado en el suelo decía con muy grande ira y enojo que suplicaba a su excelencia le diese el preso, que lo quería castigar de muchos y muy atroces delitos que había cometido contra su servicio, y que no se levantaría del suelo donde estaba sin que se le volviese el preso o con que con la espada que tenía, la cual sacó de la vaina, le había de cortar la cabeza. Su excelencia, usando de la preminencia y potestad real, le respondió que se levantase y se reportase, que él se informaría de lo que Gonzalo Duarte había hecho y lo castigaría slo mereciese y haría en el negocio justicia. Los capitanes del campo se metieron en medio aplacando al Lope de Aguirre de aquella ira y furor infernal en que estaba metido, y tratando de confederarlos y hacerlos amigos, atentó parecerles que hacían en ello placer a don Hernando de Guzmán, su príncipe, y andando en estas amistades, el Gonzalo Duarte, queriendo dar a entender a todos el mucho cargo en que le era el Lope de Aguirre, dijo públicamente en presencia del mismo Aguirre, que no tenía razón de tratarle de aquella manera, pues sabía que en los Motilones había tratado el Lope de Aguirre que matasen a Pedro de Orsúa e hiciesen general a don Martín y que el Lope de Aguirre sería maese de campo y al Gonzalo Duarte le harían capitán y daban la vuelta al Pirú, y que con haber pasado tanto tiempo y ser tanto su amigo el gobernador Pedro de Orsúa y quererle tanto como le quería, nunca se lo había dicho ni lo había descubierto a nadie hasta entonces, y que no creyera que le diera tan mal pago como le quería dar. Lope de Aguirre respondió que era verdad lo que decía y que pasaba así en efecto, y no dejaba de conocer que le había sido amigo en aquello, y que él se lo serviría en otra cosa que se ofreciese, y con esto se aplacó mucho Lope de Aguirre, mediante lo cual y los terceros que de por medio andaban, se hicieron amigos y se abrazaron y confederaron por entonces, aunque adelante también dio fin de Gonzalo Duarte como de otros, de la suerte que se dirá en su lugar.
Capítulo treinta y nueve
Que trata de cómo Aguirre mató a Lorenzo Salduendo y a doña Inés, y la causa por qué
Doña Inés de Atienza, a quien algunos echan mucha culpa de la muerte de Pedro de Orsúa, venía en el armada de estos amotinadores envuelta con un Lorenzo de Salduendo, capitán de la guardia del príncipe don Hernando de Guzmán, en compañía de la cual estaba una doña María de Soto, mestiza, que eran muy grandes amigas; y porque ya se iba acabando la obra de los bergantines y pensaban muy en breve partirse de allí andaba el Lorenzo Salduendo procurando parte cómoda de los bergantines en qué llevar a estas señoras con todas sus baratijas; y porque las malas dormidas no les hiciesen mal, trató con Lope de Aguirre que quería llevar unos colchones en que durmiesen; el cual, o porque no estaba bien con estas mujeres o porque no era su voluntad, díjole al Lorenzo Salduendo que en ninguna manera se habían de llevar los colchones en los bergantines, porque ocupaban mucha parte de ellos y era mucha la gente y habría otras cosas que eran mas necesarias llevarse para la guerra; y con esto se excusó y despidió a Lorenzo Salduendo, el cual volviéndose mohino a su casa, halló a las dos señoras, a las cuales les contó lo que pasaba, y como hombre que había sentido mucho el negocio y la áspera respuesta que Lope de Aguirre le había dado, casi desesperado, arrojó una lanza que tenía en las manos: mercedes me ha de hacer a mí Lope de Aguirre al cabo de mi vejez; vivamos sin él, pésete tal.
No faltó quien oyó estas palabras, que luégo se las fueron a decir a Lope de Aguirre, con otras que la doña Inés había dicho un día antes, estando en este rancho una mestiza que se le había muerto, que casi llorando le dijo: Dios te perdone, hija mía, que antes de muchos días tendrás muchos compañeros; lo cual, sabido por Lope de Aguirre, y entendiendo el desabrimiento que Lorenzo Salduendo tendría con él, por no haberle dejado que metiese los colchones en los bergantines, coligió entre sí que aquellas palabras no salían sino de hombre que pensaba hacerle algún mal o matarle, y así acordó ganarle por la mano y se determinó de juntar a sus amigos y dar fin a los días de Lorenzo Salduendo, el cual, avisado del negocio, o barruntándolo, se fue a su príncipe don Hernando de Guzmán y le dijo el temor que tenía, y que creía que Lope de Aguirre estaba juntando sus amigos para venirle a matar.
El señor príncipe le dijo que perdiese el miedo, que él lo remediaría todo; y creyendo que se hiciera lo que él mandaba, llamó a un Gonzalo Giral de Fuentes, su capitán, para que fuese a Lope de Aguirre y le dijese de su parte que no curase de matar a Lorenzo Salduendo, sino que le hiciese placer de disimular con él y lo apaciguase lo mejor que pudiese. Lope de Aguirre, que en lo que había de hacer no se descuidaba nada, antes en dándole en la imaginación una bellaquería, luégo la ponía por obra, en determinándose de matar a Lorenzo Salduendo, luégo juntó sus amigos, y armándose todos, salieron de casa de Lope de Aguirre en busca del Lorenzo Salduendo. Gonzalo Giral de Fuentes, que por mandado de su príncipe iba apaciguar a Lope de Aguirre, topolo en el camino, y diciéndole la embajada a que iba por mandado de su príncipe, diósele tan poco de ello cuanto era razón dársele de príncipe de tan poca potestad, pues él lo había colocado en aquella dignidad y estado, y así pasando de largo, sin hacer caso del Gonzalo Giral, fue a casa de su príncipe, donde halló a Lorenzo Salduendo, y usando su oficio él y sus ministros, comenzaron a dar de estocadas y lanzadas al pobre Salduendo, y sin poderlo defender su príncipe le acabaron allí la vida. El señor príncipe dio hartas voces, rogándole al Lope de Aguirre que no lo matase y otras veces mandándoselo; pero ni su mando ni sus ruegos no aprovecharon cosa alguna, y harto más le hubiera aprovechado al príncipe hacer lo que Salduendo le rogaba para salvar su vida, que era que apellidase la gente del campo para defenderle; y diose tanta priesa Aguirre que no tuvo su excelencia lugar de hacer lo que le rogaba.
Muerto de esta desastrada muerte Lorenzo Salduendo, le pareció a Lope de Aguirre que pues por causa de doña Inés le sobrevenían algunos disgustos y amenazas, que no era justo que careciese ella del castigo que los demás, y así mandó luégo incontinente a un su sargento, llamado Antón Llamoso, y a un Francisco Carrión, mestizo, que fuesen a matar a doña Inés, los cuales, como andaban cebados en matar hombres, no se lo hubo acabado de decir Lope de Aguirre cuando se partieron y fueron donde estaba la pobre de doña Inés, y usando con ella las crueldades que con los demás, le dieron muchas estocadas y cuchilladas, conque la mataron tan cruelmente que no hubo persona que después de muerta la viese a quien no incitase y moviese a una de las mayores lástimas y crueldades que en aquella jornada se había hecho; y acabándola de matar, luégo le secuestraron los bienes sin enviar a buscar escribano ante quien se hiciese el inventario de ello, y partiéndolos estos verdugos entre sí, quisieron hacerse pago de su trabajo.
Ya aquí se iba disminuyendo la autoridad y poder del príncipe, y le iba a él pareciendo mal la mucha desvergüenza y atrevimiento de Lope de Aguirre y el poco caso que de él hacía, y vivía con harto temor.
Capítulo cuarenta
Que trata de cómo don Hernando y Lope de Aguirre riñeron sobre la muerte de Salduendo, y después se confederaron, y de cómo Aguirre tuvo aviso de los de la junta cómo lo querían matar.
El príncipe don Hernando de Guzmán, viendo el desacato y poco comedimiento que Lope de Aguirre había tenido a su persona, en matar en su presencia a Lorenzo Salduendo, especialmente habiéndole él enviado a rogar que no lo matase, y habiéndoselo dicho y mandado cuando entraba a matarlo, comenzose amohinar con Aguirre y tratarle a él ásperamente de palabra, diciéndole y dándole a entender que no había hecho el deber ni lo que era obligado en ser tan rebelde y contumaz en cumplir lo que él le mandaba o rogaba.
Lope de Aguirre, como tenía en más el ayuda de sus amigos que allí tenía presentes que no a las mercedes que su príncipe le había de hacer, comenzose a desvergonzar y decirle con ásperas palabras muchas desvergüenzas y descomedimientos, diciéndole que no se entendía ni sabía regir ni gobernar en las cosas de la guerra, porque si él fuera astuto y entendido en ellas, no se había de fiar de ningún sevillano, pues sabía los dobleces que en ellos había, y que viviese recatado y mirase por su persona, que él haría lo mismo, porque los que traían el cargo que su excelencia no habían de vivir tan descuidados ni saneados como él vivía, y que si de allí adelante quisiese hacer consejo de guerra, que le avisaba que como hombre que iba a donde su contrarios estaban, había de llevar cincuenta amigos suyos por delante, muy bien aderezados y armados; y que le valiera más y le fuera muy mejor gustar de los guijarros de Pariacaca que no comer de los buñuelos que le hacia y daba Gonzalo Duarte, su mayordomo mayor, y otras cosas de esta suerte, con lo cual se apartó de su príncipe y se fue con sus amigos a su rancho, sin procurar aplacar ni satisfacer a su príncipe, más de con lo dicho.
Y porque no pareciese claramente a la gente del campo que Lope de Aguirre quería matar a su príncipe y alzarse con la gente, y por hacerlo más disimuladamente, procuró luégo tornar a ver al don Hernando de Guzmán y aplacarle y satisfacerle diciéndole que su excelencia no tenía razón de estar quejoso porque había él muerto a Lorenzo Salduendo delante de su excelencia, pues el Salduendo había querido matar a un tan gran servidor suyo como él era y tan leal, y que no le debía pesar de ello, pues él estaba allí vivo para el servicio y guarda, y más fiel y lealmente que otro ninguno de los del campo, y que más hombre era para defenderle y ampararle, y más fácilmente pondría la vida por su servicio y defensa que algunos de quien él mucho se confiaba y tenía por muy grandes amigos.
Con estos y otros falsos cumplimientos procuró Lope de Aguirre aplacar y satisfacer a su príncipe, el cual a más no poder mostró estarlo bien contra su voluntad y como hombre que no le había parecido bien la desenvoltura de Lope de Aguirre; y temiéndose de lo que podía suceder, anduvo de allí adelante casi espantado y asombrado y muy demudado el gesto; y con todo esto, ni procuraba asegurar su persona con quitar la vida a Lope de Aguirre ni allegar amigos que le defendiesen o hacer algún aspaviento de hecho con la gente del campo; mas debía de ser de corazón tan tímido que nunca se atrevía hacer nada que le cumpliese.
Lope de Aguirre, aunque no publicaba lo que en el pecho tenía, procuraba juntar cada día más amigos a su compañía, los más bien aderezados que podía, y andaba de continuo acompañado desde que riñó con su príncipe en adelante de más de sesenta hombres armados; y por descuidar algunos que presumían su propósito, decía y publicaba que traía aquella gente consigo para guardar y amparar a su príncipe, como era obligado; el cual, aunque vivía recatado y no tenía la confianza de Lope de Aguirre que algunos pensaban, no usaba de la solicitud que Aguirre en juntar amigos y guarnecerse de ellos, y así vivían entrambos con harta sospecha el uno del otro, pero como dice el refrán "de ruin a ruin quien acomete, vence", como abajo se dirá.
Viendo dos de los que se habían hallado en la junta y congregación que arriba se dijo que hizo don Hernando, algunos capitanes en que se determinó que matasen Aguirre, y uno de los cuales era Gonzalo Giral de Fuentes, capitán de don Fernando, y Alonso de Villena, su maestresala, la mucha pujanza de gente y amigos que Lope de Aguirre había juntado y atraído a sí, y temiéndose o coligiendo que Lope de Aguirre quería hacer alguna bellaquería, y por acreditarse con él, fueron a él y dijéronle secretamente la junta que se había hecho para buscar la tierra, y cómo se había dicho que el mayor estorbo e impedimento que llevaban era el maese de campo, y cómo habían determinado de matarle allí luégo, y por consejo de Alonso de Montoya se había dilatado para adelante, el cual, sabiendo esto, luégo concibió en su corazón, sin dar de ello parte a nadie, de matar a su príncipe y a los demás de la junta y alzarse con la gente, y así lo determinó de hacer en cualquier tiempo.
Don Hernando de Guzmán mandó llamar a consejo de guerra, porque ya se acercaba el tiempo de la partida, y viniendo a llamar a Lope de Aguirre para que se halle presente a ello, como maese de campo, temiéndose por el aviso que le habían dado no le quisiesen matar, respondió al mensajero que ya no era tiempo de ir a juntas ni llamamientos; que lo hubiesen por excusado, y así nunca quiso ir al llamado de su príncipe.
Capítulo cuarenta y uno
Que trata de la muerte de don Hernando y de un clérigo y de otros capitanes que mató juntos Aguirre.
Teniendo ya Lope de Aguirre aviso de cómo le querían matar en la forma que en el capítulo antecedente se dice que le fue dado, determinado ya de ganar por la mano y matar él primero a los que le querían matar, acordó que el tiempo más cómodo para efectuar su propósito era el tiempo de la partida; y teniendo ya prevenidos sus amigos, no dando parte a nadie de cómo quería matar al príncipe, salvo a dos que lo habían de matar a vueltas de otros, ordenó esto para un día o dos antes de la partida, que estaban ya los bergantines acabados del todo y puestos a pique para no más de embarcarse y caminar.
Esta ranchería era angosta y cercada de agua, y estaban alojados el príncipe de la parte de abajo, y Aguirre en medio, y Montoya y otros capitanes arriba, como más largo se dice en el capítulo treinta y nueve; y para que lo que quería hacer fuese más oculto, y que por el río ni por tierra no pudiesen dar avisos los unos a los otros, mandó echar bando que todas las canoas las trujesen luégo a donde estaban los bergantines, y él y todos sus amigos metieron toda su ropa en ellos lo más disimuladamente que pudieron, porque si acaso fuesen sentidos de lo que querían hacer y los quisiesen prender, no hiciesen más de embarcarse y caminar.
Venida la noche hizo juntar y llamar a todos sus amigos, y poniendo guardas en el paso de aquella isla, que era muy angosta, para que no pudiesen ir a dar aviso al príncipe de la junta de gente que Lope de Aguirre tenía hecha y hacía, y teniendo ya juntos todos sus aliados y que siempre le ayudaban en semejantes negocios, les dijo que tenía necesidad de ir a castigar ciertos capitanes y soldados que se querían amotinar contra su príncipe; que les rogaba que le fuesen acompañar e hiciesen lo que eran obligados; y saliendo bien armados todos se fue con ellos a casa de Alonso de Montoya y del almirante Miguel Bobedo, que estaban rancheados de la parte de arriba y bien descuidados de lo que se les urdía, y entrando Aguirre y sus amigas en sus bohíos los mataron a estocadas y lanzadas, sin que fuesen sentidos de nadie ni que su príncipe pudiese ser avisado de ello.
Muertos aquí estos dos capitanes, porque no le fueren algún estorbo o impedimento o le hiciesen algún daño mientras iba a matar a su príncipe, luégo incontinente dijo a sus amigos que en el cuartel o alojamiento de abajo, que era donde estaba alojado su príncipe, había otros amotinadores contra su príncipe que era necesario irlos luégo a matar; que fuesen a punto y bien apercibidos, y que cada diez o doce de ellos tuviesen cuidado de matar a un capitán de aquellos que se querían amotinar contra su príncipe, señalándoles que habían de ir juntos, de camarada, y el capitán que habían de matar; lo cual visto y entendido por todos los que allí con él estaban, le dijeron que estaba muy bien ordenado, y que sería así como su merced lo mandaba y lo ordenaba, pero que entonces no era tiempo cómodo por ser tan tarde y hacer la noche tan oscura, por lo que se podrían matar y herir los unos a los otros sin conocerse ni quererlo hacer. A Lope de Aguirre le pareció que tenían razón, y por evitar que no se matasen unos a otros, que era cosa bien nueva para él, consintió que se quedase para en amaneciendo, poniendo por guardas del paso personas de mucha confianza, para que alguno no se atreviese a ir a dar mandado a su príncipe, y él con todos sus aliados se metieron en los bergantines, donde estuvieron toda la noche velando y puestos en arma, y muy a pique para que si su príncipe sintiese lo que ellos querían hacer y llamase gente, se fuesen luégo el río abajo y dejasen allí a el príncipe y a los demás que con él estaban.
Venido el día y visto por Lope de Aguirre que en el campo no había rumor de ser sentidos, salió de los bergantines con todos sus amigos, ninguno de los cuales sabía que quisiese matar a su príncipe, salvo un Juan de Aguirre y Martín Pérez, sargento mayor, muy grandes amigos suyos, a los cuales él había dicho y rogado, debajo de grandes promesas que les había hecho, que tuviesen cuidado de a las vueltas de los demás que se habían de matar, dar con don Hernando de Guzmán al través, los cuales lo llevaron bien en la memoria.
Saltados en tierra, como se ha dicho, luégo se fueron derechas a casa del don Hernando de Guzmán, dejando en los bergantines muy buena guarda de amigos que estuviesen sobre aviso y alerta, y a todos cuantos soldados topaba en el camino los llevaba consigo, diciéndoles que iba a castigar ciertos amotinadores y que abriesen los ojos y mirasen por el príncipe su señor y le acatasen y reverenciasen, y si alguno de los amotinadores se fuesen a amparar y defender con el príncipe tuviesen particular cuidado y vigilancia no le hiriesen o lastimasen, porque podría ser que como su excelencia era tan bueno, que ignorando la traición que tenían contra su excelencia ordenada, aquellos a quien iban a matar los quisiese defender; mas que no por eso los dejasen de matar.
Yendo Lope de Aguirre caminando con estas pláticas hacia casa de su príncipe, por probar primero la mano en alguna cosa sagrada, y por dar buen principio a lo que iba a hacer, se entró por casa de un clérigo llamado Alonso Henao, y por su propia mano le dio de estocadas y lo mató; y otros decían que no le mató, sino un Navarro Casado lo mató pensando que mataba a otro émulo suyo; que el uno o el otro lo hiciese, él se quedó muerto de las estocadas que le dieron; y prosiguiendo su viaje llegó a casa de su príncipe, el cual estaba echado en la cama, y descuidado del mucho cuidado que Aguirre traía, el cual oyendo el estruendo y alboroto que aquellos ministros de Satanás traían, se levantó de la cama desnudo en camisa, y como vio a Lope de Aguirre le dijo: qué es esto, padre mío, el cual le respondió: asegúrese vuestra excelencia, y pasando de largo entró donde estaban el capitán Miguel Serrano y el mayordomo Gonzalo Duarte y un Baltasar Cortés Cano, y dándoles muchas estocadas y lanzadas y arcabuzazos los mataron.
El Martín Pérez y Juan de Aguirre no olvidando lo que Lope de Aguirre les había mandado, viendo andar toda la gente revuelta y alborotada, haciéndose erradizos y contradizos con su príncipe don Hernando de Guzmán, le dieron ciertos arcabuzazos y estocadas con que miserablemente y cruelmente acabaron y dieron fin aquel su infelice estado.
Veis aquí cumplido lo que arriba se dijo: que Aguirre hacía reyes y quitaba reyes; veis aquí acabado el estado y reino de don Hernando de Guzmán, príncipe de Tierra Firme; veis aquí conclusa su gravedad, que había ya tomado mucha y muy sin fundamento; veis aquí fenecida su gran vanidad; veis aquí consumida su gran hinchazón; veis aquí deshecha su casa y majestad de príncipe; veis aquí despedidos sus criados y oficiales de su casa, y algunos muertos, y que no saben quién les pagará el salario que les había señalado, si Lope de Aguirre querrá descargar su conciencia con ellos; veis aquí los privados abatidos; veis aquí los gentiles hombres sin señor a quién acompañar ni tener palacio; veis aquí en qué pararon y el fin y efecto que hubieron aquellas cuentas que echaba don Hernando con sus privados, viéndose con título de príncipe de Tierra Firme, diciéndoles iremos a Pirú y allá me coronaré, y vosotros que me habéis colocado en este estado os haré muy grandes mercedes, os daré muy ricos repartimientos, os intitularé señores de Salica, y al fin todos seremos señores de todo lo que quisiéremos; no habrá cosa que deseen nuestros corazones y voluntades que se les pueda denegar, y tantos vanos pensamientos como tuvo, y de tanta prosperidad como se prometía, no se dicen que le hayan oído decir que había de carecer su cuerpo de sepultura, ni que había de haber algún vario suceso o desastrado fin, sabiendo por cosa clara que el paradero de los que andando como él andaba no había de ser otro del que hubo a los veinte y dos de mayo de mil e quinientos y sesenta y un años.
Capítulo cuarenta y dos
Que trata de cómo Aguirre junta la gente y les habló sobre la muerte de don Hernando, y cómo hizo otros oficiales en lugar de los muertos.
Hecho lo que arriba se ha dicho, y acabado Lope de Aguirre de matar a su don Hernando de Guzmán, príncipe de Tierra Firme, y a un clérigo de misa, y a otros cinco españoles, juntó luégo toda la gente del campo en una plaza que allí estaba, para darles cuenta de lo que había hecho, y la causa por qué, y estando él muy cercado y guardado de más de ochenta hombres armados, amigos suyos, de quien él se confiaba, hablando a todos en general, les dijo que no se maravillasen ni alborotasen por lo que habían visto ni de las muertes que se habían hecho, porque todas aquellas eran cosas que la guerra traía consigo, y que no se podía llamar guerra donde no sobreviniesen semejantes casos y sucesos, y que su príncipe y los demás no se habían sabido regir ni gobernar, que por eso habían muerto como mozos, y que a todos había sido necesaria la muerte de don Hernando, porque no llevaba términos, principios ni medios de salir con aquella empresa que traía entre manos, sino echar a perder a todos, pues lo habían visto claramente ser así, que no quería tratar más de aquello, sino que de allí adelante le tuviesen por amigo y compañero, y que tuviesen entendido que la guerra había de ir y seguirse como era razón y convenir a todos y muy derecha y que no les pesase de tenerlo por general, pues sabían y tenían entendido que él no había de procurar más de aquello que a todos conviniese; y así dio fin a su plática, intitulándose general; y otros quieren decir que no se intituló sino el fuerte caudillo; y porque pareciese que comenzaba a usar de su jurisdicción, comenzó a dar luégo nuevos cargos a sus privados y amigos y aquellos que él había hallado más prestos y aparejados para efectuar las muertes que había efectuado.
A Martín Pérez, que era su sargento, hizo su maese de campo, y a un Juan López, calafate, hizo almirante de la mar, y a un Juan González, carpintero, hizo su sargento mayor; a un Juan de Guevara, comendador, quitó la conduta de capitán que tenía y le había dado el príncipe don Hernando, y le prometió que llegados que fuesen a Nombre de Dios le daría veinte mil pesos y lo enviaría a España, porque bien veía que no era de su profesión seguir aquella guerra, la cual conduta de capitán dio a un Diego de Trujillo, que antes era su alférez. A un Diego Tirado hizo su capitán de a caballo; y algunos dicen que aceptó el cargo contra su voluntad, y porque no le matase el traidor, y otros dicen lo contrario, por lo que después le vieron hacer. Hizo capitán de su guardia a un Nicolás de Susaya, vizcaíno, de bien poca presencia y autoridad, y así le quitó en breve el cargo, como adelante se dirá. Dio la vara de alguacil mayor del campo a un Carrión, mestizo, casado con una india en Pirú, la cuál quitó a un Juan López Cerrato, que antes la tenia; y porque no pareciese que todos los capitanes y oficiales viejos los removía, y por dar algún contento algunos amigos suyos, dejó con las condutas de capitanes a Sancho Pizarro y a Pedro Alonso Galeas, que antes les tenían por su príncipe; y como astuto en bellaquerías, y que se temía que no hiciesen con él lo que él había hecho con otros, echó bando en su campo que de allí adelante, so pena de la vida, ninguno hablase en secreto con sus compañeros ni anduviese haciendo juntas ni corrillos, ni en su presencia echasen mano a espada ni a otras armas, ni en el escuadrón.
Pero con todos estos pregones y penas le pareció que era más seguro estarse con sus amigos en los bergantines que no en tierra, y así dos días que en aquel pueblo se estuvo después de la muerte de su príncipe, se estuvo con sus amigos dentro de los bergantines, y si saltaba en tierra era tan sobre el aviso y tan bien armado y arreado de sus amigos, que aunque algunos se quisieran juntar para ofenderle o matarle, no era parte por estar casi todos desarmados, y si algunas armas tenían, eran las más ruines, porque las buenas el traidor Lope de Aguirre las había recogido todas y quitádolas a sus dueños, y dádolas a sus amigos para que le acompañasen y defendiesen, como lo hacían.
Capítulo cuarenta y tres
Que trata de cómo Aguirre se partió del pueblo de donde mató a don Hernando, y cómo caminó par mano izquierda del río, y cómo llegaron al pueblo donde hicieron las jarcias, y lo que allí sucedió.
Pasados dos días después de la muerte de don Hernando de Guzmán, príncipe de los amotinadores, partió Lope de Aguirre, intitulado fuerte caudillo o general, de aquel pueblo de la matanza, con toda la demás gente que había quedado, en los dos bergantines; y porque la noticia de Omegua o Dorado era hacia mano derecha del río Marañón, hizo navegar los bergantines y gente de ellos por la banda y brazo de mano izquierda, a fin de que no viesen ni pudiesen ver ningún principio de gente ni poblazón; pero con todo eso, yendo navegando por los brazos de mano izquierda, vieron y descubrieron sobre mano derecha unas cordilleras bajas de sabana, en las cuales se divisaron claramente cantidad de humos y poblazones, y ninguno osaba decir ni tratar de ello nada, sino miraban y callaban, por no poner en riesgo la vida.
Las guías que llevaban dijeron claramente que aquellas sierras y tierra y poblazones que se veían, eran Eomegua, y porque no hubiese mucha claridad de ello mandó Lope de Aguirre que so pena de la vida ninguno hablase con las guías ni tratase nada sobre la tierra de Omegua, y así callaban todos; pareció en otra cordillera pelada sobre mano izquierda del río, que casi confrontaba con la de mano derecha, no parecía ser poblada como la otra. Apretaban algo el río estas dos cordilleras, pero no tanto que no fuese incomparable su anchura por allí. Caminó el armada por aquella mano, banda de la mano izquierda, ocho días y siete noches sin parar, desde donde veían muchas islas pobladas de muchos indios desnudos y flecheros, y algunas piraguas que fueron las primeras que en todo el río se vieron. Saltaron en tierra a proveerse de alguna comida en un pueblo donde había muy gran cantidad de iguanas, que son muy semejantes a sierpes, muy buena comida, que los propios indios las tenían en sus casas atadas por los pescuezos.
A cabo del tiempo dicho, y habiéndose ya juntado los dos brazos, llegó el armada a un pueblo grande de indios que estaba sobre la mano derecha en una barranca muy alta del río, y en llegando a vista de él envió el traidor Lope de Aguirre treinta hombres delante en canoas y piraguas, y los indios, ignorando las maldades de la armada y gente de ella, se estuvieron quedos a la barranca del río, entrando de paz los españoles y ellos mismos lo conocieron así, que los esperaban de paz, porque no hicieron muestra de querer tirar. Mas los de las canoas, como andaban cebados en matar, comenzaron a disparar sus arcabuces y a herir en los indios, los cuales viendo el recibimiento que les hacían, comenzaron a huir sin sacar cosa ninguna de lo que tenían en sus casas, y los soldados a seguirlos y dar tras ellos, y nunca pudieron tomar más de solo un indio y una india; y para ver y probar qué tal era la yerba que en aquella tierra se usaba, tomó un Juan González Cerrato una de las flechas que el propio indio traía y le picó con ella en una pierna, y otro día a la propia hora murió, por lo cual se presumió haber por allí muy fina y pestilencial yerba.
Después de haber puesto los indios de este pueblo sus mujeres e hijos en cobro, vinieron algunas veces por el río en canoas y piraguas y por tierra a dar vista a los españoles, pero nunca osaron acometer ni hacer daño, aunque hicieron muestra de querer dar guazabara. En estos comedios tomaron los españoles otro indio de aquel pueblo, y Lope de Aguirre le dio ciertas hachas y machetes y otras cosas de rescates, y le dijo por señal que fuese a sus compañeros y los llamase y les dijese que viniesen de paz, que no les harían mal ninguno, y con esto se fue, y los indios enviaron dos indios a los españoles por mensajeros, y el uno cojo de un pie y el otro manco y contrecho de un lado, los cuales por señales dijeron a Lope de Aguirre que luégo vendrían todos los indios de paz. Mas el traidor, como llevaba sus pensamientos en el Pirú, no curó de detenerse allí, porque no viniesen los indios y diesen alguna buena nueva.
Es la tierra comarcana a este pueblo alta y llana y no anegadiza; es sabana toda la tierra, y las labranzas de estos indios es sabana y está entre una montaña de alcornocales clara; es tierra firme de mano derecha del río. Los indios andan desnudos, y son grandes flecheros y muy caribes, que comen carne humana. Son bien dispuestos y llámanlos Arnaquinas. Tienen yerba muy mala, por lo que arriba se contó. Tienen casas o santuarios donde hacen sus sacrificios e idolatrías y ritos, y a la puerta de cada casa los santuarios; de éstos hay dos sacrificaderos donde matan las personas que sacrifican; en el un lado de la puerta está una tabla, y en ella esculpido y pintado el sol con una figura de hombre, donde se presumió que degollaban los bárbaros que sacrificaban, y al otro lado estaba otra tabla, y en ella esculpido una luna y una figura de mujer, donde se coligió que mataban y hacían sacrificio de las mujeres; y estos dos lugares estaban muy llenos de sangre, que a todos pareció ser humana, por lo cual se conjeturó ser aquellos lugares de sus sacrificios, pero no porque los indios diesen esta cuenta, porque no había lengua con quién lo preguntar.
Hallose en este pueblo pedazos de una guarnición de espada y clavos de hierro y otras cosillas de hierro. La comida de estos indios era muy gran cantidad de maíz, que tenían en sus casas, y muchos ñames y mucha yuca que había en las sementeras, de que hacían casabe, y mucho pescado del río y otras cosas y fruta de la tierra.
Capítulo cuarenta y cuatro
Que trata de cómo se hizo la jarcia y velas de los bergantines, en el cual tiempo mató el traidor cuatro hombres, y la causa por qué.
Llegados al pueblo dicho, así por lo mucho que habían navegado como por otras conjeturas que los pilotos veían, y porque llegaba a él la marea de la mar, les pareció que no podían estar muy lejos de la mar, por lo cual acordó Lope de Aguirre de detenerse en este pueblo y enmastilar los bergantines y ponerles jarcia y velas, y también porque en este pueblo había mucha comida para sustentarse la gente el tiempo que allí estuviese, y había muy gran cantidad de cabuyas o sogas para jarcias, y había muy buenos maderos para mástiles, y había muy gran cantidad de tinajas y muy grandes, para llevar agua, y otras muchas cosas que para la navegación de la mar era menester y así lo puso allí todo por obra, haciendo las velas de los bergantines de algunas mantas de algodón y sábanas que se juntaron entre los indios y gente del campo, y así aderezaron los bergantines de todo lo que les faltaba, en lo cual se detuvieron doce días; y estos le pareció a Lope de Aguirre que se le habían pasado en vano, pues en ellos no había muerto algunos españoles.
Y porque no se le olvidase el cotidiano oficio que él llevaba, acordó levantar un alzapie a un Monteverde, flamenco, diciendo que le parecía muy mal porque andaba muy tibio o frío en las cosas de la guerra, y se temía de él que no le seguiría, y así le dio garrote una noche y amaneció muerto con un rótulo que decía: "por amotinadorcillo", y otros por dorar lo que Lope de Aguirre había hecho, dijeron que aquel hombre lo había muy bien muerto porque era luterano. Si ello era así o no, él no lo mató con este celo, sino por parecerle que no le había de seguir, como está dicho; y porque éste no fuese solo y llevase alguna compañía consigo, mató luégo a un Juan de Cabañas, uno de los tres que arriba se dijo que se declararon que no querían seguir a don Hernando de Guzmán ni ser contra el Rey y que no firmó, por parecerle a Lope de Aguirre que este había de cumplir lo que había dicho; y tras de éste mató al capitán Diego de Trujillo y a Juan González, sargento mayor, a los cuales había dado estos dos cargos cuando mató a don Hernando de Guzmán; y porque no pensasen que los había muerto sin causa, dijo que los mataba porque se querían amotinar contra él y lo querían matar; mas la causa principal de la muerte de estos dos fue que eran tenidos por hombres de bien y eran afables en el campo y se les llegaban algunos amigos, y temiéndose Lope de Aguirre que con la pujanza de los amigos no hiciesen algo contra él, los mató, y luégo dio los cargos a otros dos: la capitanía dio a un Cristóbal García, calafate, y la sargenta dio a un Juan Tello, y con todos estos castigos que hacía Lope de Aguirre, no teniéndose por muy seguro de la gente que consigo llevaba, se estuvo todos doce días en los bergantines él y sus amigos, en el uno él y en el otro Martín Pérez, sin consentir que ningunos de los demás soldados a quien él tenía por sospechosos entrasen y estuviesen en ellos.
Venían en esta armada, algo amordazados o que se querían mal, dos soldados, el uno llamado Madrigal y el otro Juan López Cerrato, que había sido alguacil mayor de don Hernando de Guzmán, porque decían que el Cerrato había hecho cierta afrenta al Madrigal, el cual, queriéndose satisfacer, con favor y consentimiento de Lope de Aguirre esperó un día a que saliese Cerrato del bergantín de Lope de Aguirre y delante de él le dio con un lanzón por detrás y a traición ciertas heridas de que llegó a punto de muerte. Lope de Aguirre hizo ademán de querer castigar por ello al Madrigal, pero luégo lo soltó, y el Cerrato ya que estaba fuera del riesgo de aquellas heridas y pareciéndole al Aguirre que escapaba con la vida, lo cual él no deseaba, hizo con los que le curaban que le echasen cosas en las heridas con que no viviese, los cuales lo hicieron así, y con lo que le echaron le pasmaron y murió muy en breve.
Huyeron en este pueblo los guías que traían de Pirú, que eran unos indios brasiles, por lo cual se presumió que estaba cerca de allí su tierra, porque si no fuera así no se osaran huir, porque comen estos indios carne humana.
Capítulo cuarenta y cinco
Que trata de cómo partió el armada del pueblo de la jarcia, y cómo navegando mató el traidor al comendador, y llegaron a unos bohíos fuertes, y la manera de la gente de ellos.
Acabado ya de todo punto todo lo que faltaba a los bergantines para la navegación de la mar, y habiendo metido todo el mataloje de maíz y aguaje que era menester, mandó Lope de Aguirre embarcar toda la gente, y desque la tuvo dentro, ya cuando quería navegar, quitó todas las armas a todos los soldados que él tenía por sospechosos, y las lió y ató y puso en un alcacareta1 que estaba en la proa de cada bergantín, no consintiendo que llegasen allí más de sus amigos y privados, a los cuales dejó con todas sus armas, así a los de su bergantín como a los que iban en el bergantín del maese de campo, y luégo comenzó a navegar el río abajo, por donde tampoco cesaban sus crueldades como por tierra, porque yendo navegando le dio en la imaginación de matar al comendador Juan de Guevara, y encargándole su muerte a un Antón Llamoso, su sargento, se llegó al comendador, que estaba bien descuidado al bordo del navío o bergantín y le comenzó a herir con una bota espada que llevaba; y rogándole el comendador que no le diese tan cruel muerte como aquella que le daba con aquella espada, tomó una daga que el propio comendador tenía y con ella le dio ciertas puñaladas, y luégo vivo lo echó al río, donde acabó de morir ahogado y dando voces y diciendo: confesión, confesión.
Luégo el traidor publicó que él lo había mandado matar porque había sido en el motín, con Diego de Villena y Juan González, los que él había muerto en el pueblo de la jarcia; y en juntándose con el bergantín donde iba Martín Pérez le contó Lope de Aguirre lo que había pasado de la muerte del comendador, mostrando haber recibido muy gran contento de ello.
Al cabo de haber navegado cinco o seis días llegaron a unas casas fuertes que por allí tienen los indios hechas de barbacoa, altas y cercadas de tablas de palma, y en lo alto tienen troneras para flechar. Envió Lope de Aguirre a una casa de estas a un caudillo con ciertos españoles, y los indios se hicieron fuertes en ella y flecharon cuatro españoles e hicieron retirar a los demás; y cuando llegó el armada, que rodeó por un estero para ir allá, ya los indios se habían huido. No se halló ninguna comida en estas casas, ni en las sementeras que los indios tenían, por lo cual se presumió que estos indios no se sustentan sino de solo pescado, y si otras cosas comen las rescatan con el pescado. Hallose en estas casas sal cocida hecha en panes, que nunca se habían hallado en todo el río, ni los indios saben qué es sal ni la comen. Hay desde los Caperuzos a estos bohíos fuertes casi mil y trescientas leguas.
Detúvose en estas casas fuertes el armada tres días, acabando de hacer y aderezar algunas cosas necesarias para la navegación de la mar, que aún de todo punto no estaban acabadas, y al salir, que salía el armada del estero donde estaba, parecieron en el río más de cien canoas y piraguas que traían dentro de sí muy gran cantidad de indios, todos a punto de guerra. Creyeron los del armada que les venían acometer, y pusiéronse todos en arma, pensando que en saliendo al río tuvieran alguna guazabara con ellos, los cuales en viendo que los bergantines salían al río, luégo se escondieron y huyeron, que no pareció ninguno.
Capítulo cuarenta y seis
Que trata cómo navegó el armada y se vio engolfada entre unas islas, y no sabiendo por dónde navegar llegaron a una isla donde dejaron el servicio ladino que trajeron de Pirú, y mató el traidor dos españoles.
Partidos de estos bohíos fuertes los amotinadores, vieron una multitud de islas, donde estuvieron confusos por no saber hacia qué parte navegarían, porque las corrientes del río, y con la creciente de la mar, iban tan feroces hacia arriba como hacia abajo y casi no corría aquel río hacia ninguna parte, y los pilotos y gente de la mar que allí había, estaban con esto desatinados y no sabían hacia dónde navegar por no entender el río ni conocer las mareas.
Tenían por delante unas puntas de tierra firme o de islas. Mandó Aguirre a ciertos pilotos que saliesen en ciertas piraguas y fuesen a reconocer desde aquellas puntas por dónde habían de navegar, los cuales fueron, y después de haberlas bien visto, se volvieron, y habiendo tenido hartas porfías sobre a qué parte caminarían, al fin se determinaron de tomar por donde mejor les pareció, y navegaron por allí y dieron en un pueblo de indios pequeño, que estaba poblado en una isla de sabana a la barranca del río, los cuales salieron de paz y rescataban con los españoles lo que tenían. Andan desnudos y traen en los pies unas suelas de cuero de venado atadas con cordeles a manera de2 del Pirú, y los cabellos cortados a líneas redondas, y la primera línea hace un espacio redondo en lo alto de la cabeza, de forma de una corona de fraile, salvo que el espacio alto es lleno de cabellos y la toma tresquilada, y más abajo otra y otras, todas las que caben en la cabeza, y entre una y otra línea queda un espacio de cabellos.
Dejó Lope de Aguirre en este pueblo o isla más de cien piezas ladinas y cristianas de las que trujeron de Pirú, diciendo que no cabían en los bergantines y que era peligro ir por la mar tanta gente y que para tantos faltaba el agua y comida. Túvose esta por una de las grandes crueldades que Lope de Aguirre hizo, porque se cree que los indios de aquella isla luégo habían de matar y comer estas piezas o personas; ellas se habían de morir allí por ser la tierra enferma y mala.
Esta quedada de estos indios de Pirú fue causa de que se acrecentasen otras dos muertes de españoles en el campo, a lo que algunos dijeron, pero yo no lo creo, sino que sería y lo haría Lope de Aguirre por no perder la buena costumbre. Fue el caso que dice elevantaron a dos soldados llamados el uno Pedro Gutiérrez y el otro Diego Palomo, que estando hablando el uno con el otro, dijeron: las piezas nos dejan aquí, pésete tal, hágase lo que sea de hacer; y para satisfacer la gente de que aquestos dos soldados habían dicho esto, dio Lope de Aguirre por bastante probanza un negro que dijo que se lo había oído decir. Así les mandó dar garrote, y se lo dieron. El Diego Palomo rogaba con mucha instancia al traidor que le dejase allí vivo con aquellas piezas para dotrinarlas y enseñarlas en las cosas de la fe, mas él no quiso, por no hacer bien a nadie.
Capítulo cuarenta y siete
En que se trata el tamaño del río Marañón y de su disposición.
Con esta inhumanidad se partió Lope de Aguirre de esta isla, y luégo se engolfó con su gente y bergantines en la boca del río Marañón, que tenía ochenta leguas de ancho, donde con las resacas de la mar pasaron tanta tormenta como se podía pasar en el golfo de las Yeguas, y en este paraje pareció la cordillera de la mano izquierda estar poblada, porque en ella se vieron grandes humos y poblazones. Es en muchas partes muy bajo, y tanto, que tocaban los bergantines con la quilla en el suelo, y como era arena e medaño no hacía daño, porque a ser peña se hicieran pedazos los bergantines.
Sucedió que venían en una piragua tres españoles y ciertos indios ladinos, y el mareo u oleaje de la mar o del río, tomó la piragua y la llevó con los españoles el río arriba, sin que los de los bergantines los pudiesen favorecer, y así se quedaron allí, sin que se supiese si se ahogaron o los mataron indios.
Sucedió muchas veces que, como la mar y el río por allí menguaba y crecía, dejaba descubiertos algunos isleos cercados de agua, y algunos anaconas o indios del servicio, con la hambre que traían, saltaban en los isleos a mariscar y buscar algunas cosas qué comer, y venía con tanta velocidad la corriente y oleaje de la mar, que no les daba lugar a poder volver a los bergantines, y así los cubría allí y se ahogaban; con los cuales trabajos, y otros muchos que no se cuentan, salieron a la mar del norte, por principio del mes de julio del año de sesenta y uno.
Tiene este río Marañón, según estimación y parecer de los que entienden la navegación de él, desde sus nacimientos hasta la mar del Norte, mil y seiscientas leguas, y es tan grande y poderoso que pone admiración y espanto su grandeza, y así algunos le llaman el Golfo Dulce, porque en tiempo de sus crecientes anega en muchas partes más de cien leguas de tierra, que todo lo demás de ello se navega con canoas. Es poblado de la manera y de los naturales que arriba se ha dicho, y tiene muy gran abundancia de mosquitos, especial de los zancudos, en tal manera que se espantan todos los que por él anduvieron cómo pueden habitar en él los naturales, sufriendo el tormento de los mosquitos.
Desde que el armada partió del astillero de los Motilones, que fue a veinte y seis de septiembre, hasta que llegaron al pueblo de las Tortugas, que sería por el mes de diciembre, cayeron muy pocos aguaceros, por lo cual se colige que este tiempo debe ser verano en aquel río, y de allí por delante llovió mucho y muy grandes aguaceros y con muy grandes truenos y relámpagos y vientos que hacían zozobrar las canoas y ponían en grande aprieto los bergantines, porque alzaba el oleaje el río como si fuere en la mar.
Es opinión de algunos que turan las avenidas y creciente de este río todo el año, porque como desde sus nacimientos a la mar hay la distancia que se ha dicho, y él viene por tierras llanas anegando muchas provincias, cuando las unas avenidas llegan a la mar y la tierra que anega acaba de echar el agua de sí, empiezan ya a venir las crecientes del año siguiente, y a esta causa nunca se vacia. También se conjeturó esto porque cuando salieron del astillero, que era por septiembre, cesaban los aguaceros y acababan las crecientes de las aguas de descender de las sierras, y cuando llegaron a la mar, que era por julio, se iba el río tan caudaloso como si entonces fuera la fuga del invierno.
Es todo este río muy caliente y enfermo y mal poblado, para tener el grandor que tiene y la distancia de tierra que en él hay. Perecioles a los que lo anduvieron que en todas las poblazones que se vieron, que arriba se han contado, no podía haber de quince mil naturales arriba. Précianse los indios del río de muy buenas vasijas de barro muy bien labradas y obradas pulidamente. No se halló en todo el río, entre los naturales de él, oro ni plata, excepto en la provincia de Carari y Mariri, que tenían algunas orejeras y caricures los indios; pero con no tenerlo, cuando se les enseñaba algún oro a los indios, mostraban tenerle grande afición, más que a otra cosa ninguna, y lo mismo a la plata, por lo cual se presumió que trata estos indios con gente que lo tienen y poseen. No se halló sal en todo el río, sino en los Caperuzos y en los bohíos fuertes: todos los demás indios, como en otra parte se ha dicho, no la tienen ni la conocen ni se les da nada por ella. En algunas partes hacía algunas playas del río, donde se toman innumerables número de hicoteas y huevos de tortugas y otro género de mariscos y pescados muy grandes y muy sabrosos.
Entra, según pareció a los pilotos, este río por sola una boca en la mar, antes de lo cual hay más cantidad de dos mil islas, que todas las anega el río y la mar con las crecientes, las cuales quien las viere descubiertas, dirá que es imposible cubrirlas el agua y en un proviso viene el mareo y oleaje de la mar y del río con tanto ímpetu y altura que pone admiración y espanto, y las cubre y aniega a todas con tan grande estruendo y bramido de los golpes que el agua da en ellas, que afirman algunos que se oye el río de más de cuatro leguas.
Otras muchas cosas se podrían contar de este río, que casi pone admiración en contarlas y oírlas, y por evitar prolijidad no se dicen aquí.
Camináronse o navegáronse por este río, desde que partieron del astillero hasta que salieron a la mar, noventa y cuatro jornadas, y entre ellas algunos días con sus noches, y todo el demás tiempo se despendió en holgar y hacer los bergantines.
Tiene de boca este río, cuando entra en la mar, ochenta leguas de ancho, según todos afirman.
Capítulo cuarenta y ocho
De cómo Aguirre salió a la mar y llegó a la Margarita, y de lo que le sucedió hasta saltar en tierra, y de cómo fingió ir perdido del Marañón, y de los soldados que mató y mandó matar cuando saltó en tierra, y de cómo envió algunos amigos suyos por comida a las estancias y al pueblo.
Salido a la mar el traidor de Lope de Aguirre y sus secuaces, luégo mandó a los pilotos que llevaba que tomasen la derrota de la Margarita, para por allí hacer lo que arriba, en el capítulo treinta y siete se dijo que en tiempo de don Hernando habían concertado sobre la tomada del Nombre de Dios y Panamá y el Pirú; y temiéndose Lope de Aguirre que los del otro bergantín donde iba el maese de campo y la demás gente, no tomase otra derrota, sino que forzosamente les siguiesen, les quitó el aguja y la ballestilla y les mandó que fuesen navegando y gobernando tras él y lo siguiesen, que de noche harían farol; el cual no quiso Nuestro Señor, por sus secretos juicios, que les diese alguna tormenta que les desbaratase y echase en tierras donde no fuesen parte para hacer los daños que hicieron, mas navegando con toda bonanza atravesaron el golfo que hay desde la boca del Marañón a la isla Margarita, en diez y siete días naturales, en los cuales pasaron muy grande necesidad de agua y comida, que a turar más la navegación afirman muchos que no podrían dejar de morir alguna gente, pero no de los amigos y privados de los amotinadores, porque a estos todos les sobraba y a los otros les faltaban; la comida, por estrecha ración, era en cada día tantos granos de maíz por cuenta a cada soldado y muy poca agua, y así, de hambre, cayeron muchos enfermos.
Llegados con esta necesidad a vista de la Margarita, los pilotos que tratan no sabían a qué parte estaba el puerto principal para tomarlo, y así, a tiento fueron navegando hacia tierra sin tener peligro, porque como los barcos navegaban en poca agua y el tiempo hacia bonanzable, no temieron peligrar ni perderse. Al llegar cerca de la isla los dos bergantines se dividieron y fueron a tomar diferentes puertos. El bergantín de Lope de Aguirre fue a un puerto llamado Paraguache, que está cuatro leguas del puerto o ciudad de la Margarita, y el maese de campo Martín Pérez fue a tomar tierra con su bergantín a otro puerto que está a la banda del norte, que estaba dos leguas de donde surgió Lope de Aguirre y otros cuatro del pueblo.
Surto en aquel puerto Lope de Aguirre concibió en sí sospecha de un Gonzalo Giral de Fuentes, capitán que había sido de don Hernando, y de otro Diego de Alcarraz, que fue justicia mayor de los amotinadores, temiéndose de ellos que, en viendo otra gente que estuviese por el rey, no les seguirían y lo desampararían; y con esta sospecha, antes de saltar ninguno en tierra, les mandó dar garrote sin confesar. Muerto el Diego de Alcarraz, fueron a dar garrote al Gonzalo Giral, el cual rogó que lo dejasen confesar. Aguirre no quiso, sino que lo ahogasen sin confesión, y estándolo ahogando comenzó a dar voces pidiendo confesión, y los amotinados, porque en tierra no estuviese alguno oculto que lo entendiese, le dieron muchas puñaladas, con que breve y cruelmente le acabaron la vida; y luégo saltó en tierra Lope de Aguirre con ciertos amigos suyos, que fue un lunes en la tarde, a veinte de julio, y luégo procuró dar orden cómo juntase toda la gente del bergantín, para el cual efecto envió un hombre amigo suyo, que se decía Rodríguez, con ciertos indios que allí estaban de la tierra para que le guiasen y fuese a donde estaba Martín Pérez, su maese de campo y le dijesen que luégo, aquella noche, marchase y se viniese a juntar con él, y en el camino, luégo, incontinente, matase a Sancho Pizarro, porque lo tenía por sospechoso. También dicen y afirman algunos que luégo que saltaron en tierra Lope de Aguirre envió a un Diego Tirado, su capitán de a caballo, al pueblo de la Margarita con dos o tres amigos suyos, para que dijesen cómo venían perdidos del Marañón y con grande necesidad de comida; que rogasen a los vecinos que los proveyesen, los cuales fueron y lo hicieron harto mejor que Aguirre se lo mandó.
Llegado el mensajero de Lope de Aguirre, Rodríguez, al bergantín donde estaba Martín Pérez, le halló que también él había enviado otro mensajero llamado Diego Lucero, con una guía, a Lope de Aguirre para que viese lo que mandaba y supiese cómo estaba, y él dijo todo lo que Aguirre enviaba a decir, el cual lo hizo así; que luégo saltó en tierra, y esperando allí un rato a un Roberto de Susaya, barbero, y a un Francisco Hernández, piloto, que habían ido a buscar comida con unos esclavos a unas estancias que estarían media legua de allí, los cuales fueron a hora de vísperas y volvieron a medianoche. En llegando comenzaron a marchar todos juntos con las guías que traían, hacia donde Lope de Aguirre estaba, y en el camino dieron garrote a Sancho Pizarro, a quien Lope de Aguirre había enviado a decir que matasen.
Envió Lope de Aguirre, en surgiendo, a un Juan Gómez, calafate, su almirante, con ciertos soldados, a buscar comida por las estancias, los cuales fueron, y fingiendo ir perdidos y muertos de hambre, aunque topaban algunos españoles no curaban de decirles nada del mal que había, sino que iban por alguna comida para sus compañeros que quedaban enfermos en los bergantines, y así se volvían con la comida que podían a donde Lope de Aguirre estaba confiado de su fidelidad.
Capítulo cuarenta y nueve
Que trata de lo que sospecharon los vecinos de la Margarita cuando vieron los bergantines, y de cómo enviaron así por mar como por tierra a saber qué gente era, y la vino el gobernador de ellos a ver.
Al tiempo que los bergantines asomaron la vista de la Margarita, los vecinos del pueblo, viendo la derrota que traían, se alborotaron, creyendo que eran franceses, y desque llegaron más cerca les pareció que eran de los barcos que ellos traen por allí de trato, y después, viendo que no acertaban a tomar el puerto, entendieron que era gente forastera, y así enviaron luégo una piragua con ciertos indios para que reconociesen y viesen qué gente era, la cual fue y no los pudo alcanzar ni hablar hasta que ya estaban surtos en tierra, la cual llegó al bergantín donde iba Lope de Aguirre, y él tomó los indios para que le guiasen.
Los vecinos, viendo ya surtos los bergantines, enviaron algunos españoles a que fuesen por tierra y reconociesen qué gente era, los cuales tomaron el camino donde estaba Lope de Aguirre, y aunque toparon a Diego Tirado y a otros españoles, nunca les quisieron decir sino que era gente que salía perdida del Marañón.
Llegados que fueron a donde estaba el bergantín, hallaron a Lope de Aguirre con unos pocos amigos suyos y con toda la gente enferma en tierra, y todos los demás en el bergantín, metidos debajo de cubierta, a los cuales Lope de Aguirre comenzó a decir cómo había salido de Pirú a cierta noticia del río Marañón y se habían perdido, y había sido Dios servido de que aportasen aquel pueblo para que no acabasen de perderse todos, representándoles aquellos enfermos que allí estaban, y que les suplicaba que por amor de Dios le hiciesen merced de darle alguna carne y otras cosas que comiesen, porque estaban perecidos de hambre, y que su intención no era más de proveerse por sus dineros allí de comida y dar luégo la vuelta a Pirú.
Los vecinos que allí estaban hicieron luégo matar dos vacas de las que más a mano allí estaban, y se las dieron para que comiesen. Lope de Aguirre les rindió las gracias, y en pago de ellas dio a uno de los vecinos que allí estaban, llamado Gaspar Hernández, un capote de grana guarnecido con pasamanos de oro, solo por engañarlos a él y a los demás y darles a entender que venían ricos y que eran muy francos, porque hiciesen la necedad que hicieron de escribir al pueblo lo que escribieron. Dioles también una copa de plata sobredorada; y muy contentos y alegres con la buena paga que Aguirre les había hecho, se quedaron allí aquella noche, y luégo enviaron un mensajero al pueblo con cartas para el gobernador, que era don Juan de Villandrando, dándole noticia de lo que pasaba, y diciéndole cómo era gente que venia del Marañón y había salido de Pirú, y venían a tomar y comprar comida por sus dineros y traían muchas riquezas de Pirú, y que a ellos les habían dado por dos vacas un capote de grana y una taza de plata.
Los del pueblo, aunque estaban allá el Diego Tirado y otros marañones, no se habían regocijado ni alborotado de ello, sino creyendo que era cierto lo que les decían, estaban dando orden cómo les llevasen alguna comida, y después que recibieron las cartas que los vecinos que estaban con Lope de Aguirre escribieron, holgáronse y regocijáronse tanto en saber de las riquezas que traían los de Pirú, y cuán bien pagaban lo que les daban, que todos les dio codicia de haber parte de ellas, y así, ciegos con este deseo, determinaron de partirse aquella noche para donde Lope de Aguirre estaba, y tomando el gobernador don Juan de Villandrando algunos vecinos consigo, como fueron a Manuel Rodríguez, alcalde, y a otro Andrés Salamanca, se partió a medianoche del pueblo hacia donde Lope de Aguirre estaba, el cual iba bien cuitado y sin sospecha del mal que se le aparejaba.
Capítulo cincuenta
Que trata de cómo el gobernador de la Margarita fue a ver a Aguirre, y de lo que con él pasó, y cómo lo prendió y se vino al pueblo.
Amanecido el martes por la mañana, llegó don Juan de Villandrando, ciego con su codicia él y sus compañeros, con otros que en el camino se les habían juntado, a donde Lope de Aguirre estaba, el cual todavía tenía su gente de guarnición metida en el bergantín debajo de la cubierta del navío, todos armados y puestos a punto de guerra; y viendo venir al don Juan, gobernador, y a los demás, salió al camino a él con algunos amigos suyos, y encontrándose los unos a los otros, los vecinos y el gobernador se apearon de sus caballos, y el Lope de Aguirre llegó al gobernador humillándosele y haciéndole tan gran acatamiento que casi le quería besar los pies, y lo mismo hicieron todos los que con él venían, así al gobernador como los demás vecinos, y en señal de servicio les tomaron algunos de los de Lope de Aguirre los caballos a los vecinos y se los llevaron atar algo lejos, porque no se pudiesen aprovechar de ellos.
El gobernador, conociendo por capitán de aquella gente a Lope de Aguirre, le abrazó y se ofreció a su servicio, ofreciéndole su casa y todo lo que en ella tuviese para él y para sus amigos y haciéndole otros muchos géneros de cumplimientos. Lope de Aguirre, asímismo, daba gracias a don Juan con muy encarecidas palabras por la merced que se le ofrecía, y a cabo de buen rato que estuvieron hablando allí en pie bien fuera del propósito del traidor, apartose Lope de Aguirre y fuese al bergantín a hablar con sus soldados, dejando en pláticas con el gobernador y vecinos a los otros sus soldados que allí habían salido con él, a los cuales dijo que estuviesen a punto para cuando él los mandase saltar en tierra; y volviéndose luégo a donde el gobernador y los demás estaban, hizo otro muy grande acatamiento, con mucha sobra de crianza y abundancia de malicia, y enderezando su plática al gobernador, le dijo: señor, los soldados del Pirú, como son tan curiosos y militares en las jornadas de Indias, más se han preciado y precian de traer consigo buenas armas que no ricas ropas ni vestidos, aunque siempre los tienen sobrados no más de para bien parecer, suplican a vuestra merced, yo de mi parte se lo pido de merced, que les dé vuestra merced licencia para que puedan sacar consigo sus armas y arcabuces porque no se les queden perdidos en el bergantín, y con ellos también podía ser hacer algunas ferias con los señores vecinos.
El don Juan, como era mozo y con codicia de verlos fuera y ver el aparato que traían, dijo que se hiciese como ellos mandasen. A otros parece que aunque fuera muy viejo y muy experimentado en cosas de guerra, que no había más que responder, porque los propios amotinadores afirman que aunque respondiera otra cosa le prestara muy poco, porque ya le tenían cercado los traidores y enlazado de manera que aunque se quisiera ir no pudiera.
Lope de Aguirre se volvió al bergantín con toda liberalidad y dijo a los soldados que en él estaban: "ea, marañones, aguzad vuestras armas y limpiad vuestros arcabuces, que los traéis húmedos de la mar, porque ya tenéis licencia para sacar en tierra vuestras armas, y aunque no se la dieran, vosotros la tomárades", y luégo al momento hicieron una muy gran salva, soltando toda su arcabucería, y saliendo todos sobre la cubierta del bergantín, hicieron muy grande muestra de cotas y lanzones, y alabardas, y arcabuces, y agujas.
Habiéndose Lope de Aguirre vuelto a donde estaba don Juan, a decirle que sus soldados le besaban las manos por la licencia que les había dado; y apartándose de don Juan se volvió otra vez a donde estaban sus soldados, al bergantín, a decirles lo que habían de hacer. El gobernador don Juan, pareciéndole mal tantas armas y gente, se apartó un poco con sus vecinos y trataron entre sí lo mal que a todos parecía aquello que habían visto, y comenzaron a tratar el orden que tendrían en quitarles las armas, ignorando todavía la traición y alteración de aquella gente, porque como aquella isla y la gente de ella nunca habían visto gente amotinada ni pensasen qué podía ser aquello, más de que todavía creyeron que era como se le habían dicho, gente perdida, y que sacaban aquellas armas para su resguardo y para que no les hiciesen mal, y por esto, como se ha dicho, trataban entre sí de la orden que tendrían en desarmarlos. Si era con codicia o no, Dios lo sabe, pero ellos trocaron entonces la codicia por su libertad.
Lope de Aguirre, tomando algunos de sus amigos armados y mandando que toda la gente armada saltasen en tierra, se volvió hacia donde el dicho don Juan estaba, y mudando el estilo de la crianza de que antes había usado, les dijo: "señores, nosotros vamos a Pirú, donde de ordinario hay muchas guerras y alborotos, y somos informados que vuesas mercedes, por parecerles que no iremos con tan buenos pensamientos de servir al rey como querrían, no nos han de dejar pasar y nos han de querer poner algún estorbo e impedimento a nuestro viaje y jornada; por tanto, conviene que vuestras mercedes dejen las armas, pues demás de lo dicho, es cierto que no nos han de hacer tan buen tratamiento y compañía como es razón, y así sean presos y se den por nuestros prisioneros; y esto no más de para que con más brevedad se nos mande dar todo el aviamiento que es razón y nosotros habemos menester para nuestra jornada".
El gobernador y los demás, pareciéndoles que ya iba muy mal aquel negocio, se retiraron hacia atrás diciendo: "qué es esto, qué es esto", y los amotinadores, yéndose para ellos, les pusieron a los pechos muchas lanzas y agujas y arcabuces, y así los hicieron estar quedos y les quitaron las armas y las varas y los caballos que tenían, aposesionándose los amotinadores en algunos de los caballos que allí tenían, fueron a muy gran priesa a tomar los pasos y caminos para que ninguno se pudiese ir a dar mandado al pueblo de lo que pasaba; y topando algunos vecinos en el camino los desarmaban y quitaban las cabalgaduras y los llevaban tras sí a pie; y para que no se detuviesen más allí mandó marchar la gente hacia el pueblo.
Tomó Lope de Aguirre el caballo del gobernador, y cabalgando él en la silla, convidó al gobernador a que cabalgase en las ancas, el cual, como estaba tan apasionado del mal suceso, no quiso cabalgar, y visto esto, Lope de Aguirre se apeó e dijo: ea, pues, marchemos todos a pie; y habiendo caminado un poco -se- encontraron con el maese de campo y toda la gente del otro bergantín, que venían marchando hacia donde Lope de Aguirre había desembarcado, y juntándose y holgándose mucho del buen suceso los unos con los otros, comenzaron marchar todos juntos hasta el pueblo. Lope de Aguirre tornó a convidar al gobernador a que cabalgase en las ancas del caballo, el cual viendo lo poco que le aprovechaba enojarse y que el caminar a pie le cansaba, acordó de caminar a las ancas de su caballo, yendo Lope de Aguirre en la silla. A toda la gente del pueblo que en el camino topaban los amotinadores, los desarmaban y les quitaban los caballos y los llevaban tras de sí, como está dicho.
Martín Pérez, maese de campo, había ya habido un buen caballo, y adelantándose con una parte de los más amigos que tenía él y Lope de Aguirre, y más bien armados y a caballo, se adelantó para entrar delante en el pueblo a tomar la posesión de él.
Capítulo cincuenta y uno
Que trata de cómo los amotinadores entraron en la Margarita y se apoderaron en él y en las casas y haciendas de los vecinos, y de todo lo que aquel día hicieron.
Día de la Magdalena, martes veinte y dos de julio, seria a hora de mediodía, Martín Pérez, maese de campo de Lope de Aguirre, habiéndose adelantado con muchos soldados armados y a caballo, entró por el pueblo de la Margarita, corriendo con todos los que le seguían, dando muy grandes voces y carreras, diciendo: viva Lope de Aguirre, libertad, libertad; viva Lope de Aguirre; y con este regocijo y apellido se fueron derechos a la fortaleza, que estaba abierta y se aposentaron y apoderaron en ella. Otros muchos soldados, en cuadrillas, se esparcieron y fueron por todo el pueblo, y a todos cuantos topaban, que bien descuidados de esto estaban, les quitaban las armas.
Dende a poco llegó Lope de Aguirre con sus presos, y se fue derecho con ellos a la fortaleza, y dejándolos con todo recado y guardia, se salió con una parte de sus soldados y se fue a cortar el rollo que estaba en la plaza, los cuales con hachas comenzaron a dar en él, y por mucho que trabajaron no lo pudieron cortar; algunos dicen que por ser de guayacán, que es palo muy duro, no lo cortaron; otros dicen que no, sino que el rollo se defendía pronosticando cómo había de prevalecer el Señor por quien estaba allí puesto más que los del motín. Ello pareció cosa de milagro, aunque pocos echaron de ver en ello, porque les pareció que si todavía porfiaran, los amotinados y traidores le cortaran, pero al fin se quedó en su honra; y pasando de allí adelante con el odio que tenían a su rey, se fueron derechos a una casa donde estaba la caja real, y sin esperar llaves ni oficiales para pedirles cuenta, quebraron las puertas del palacio e casa donde estaba la caja, a la cual, asímismo hicieron pedazos y robaron todo el oro que en ella había, rompieron e hicieron pedazos los libros en que estaban las cuentas reales, y acabado de hacer esto, Lope de Aguirre, como hombre que ya estaba apoderado violentamente en el señorío de aquella ciudad, echó luégo bando en que mandó que so pena de la vida, todos los vecinos de la isla pareciesen ante él con todas las armas que tuviesen, y que so la misma pena de muerte, todas las personas y vecinos que tuviesen en el campo, se recogiesen luégo al pueblo y no saliese ninguno de él sin su licencia, lo cual se apregonó públicamente, y luégo mandó traer a la fortaleza de casa de un mercader, una pipa de vino para que se alegrasen los enfermos, y dentro de dos horas se la bebieron toda, sin dejar nada de ella.
Prendió luégo el traidor a un Gaspar de Plazuela, mercader, porque le dijeron que había mandado esconder un barco suyo que venía de Santo Domingo, y lo quiso matar por ello, y si el barco no pareciera sin duda lo matara; y como la gente de aquella isla aún no le conocían por señor, porque no tuviesen lugar de poner en cobro algunas cosas de mercadurías, mandó luégo aquellos ministros suyos de quien él más se fiaba, que fuesen por todas las casas del pueblo y que viesen todas las mercadurías y vino y otros mantenimientos que en ellas había, y lo registrasen todo y mandasen que so pena de la vida no llegasen a ello; los cuales haciendo más de lo que les mandaban, iban y tomaban todas las cosas de comer y vino para beber y algunas ropas de seda y lienzo y lo traían a la fortaleza, y lo demás encerraban en algunas cámaras o tiendas y dejaban mandado a los dueños que so pena de la vida no llegasen a ello, llevándose ellos las llaves de todo, y diciéndoles que mirasen por sí, porque todo quedaba inventariado.
Apoderose Lope de Aguirre en cierta cantidad de mercadurías que allí había de Su Majestad, de un navío que se había tomado por perdido, y como si fuera de su herencia lo partió todo entre sus soldados, y mandó luégo que le trajesen allí todas las canoas y piraguas que había en la isla, las cuales trujeron, y luégo las mandó hacer todas pedazos, porque no fuesen a dar aviso a ninguna parte; y con esto se fueron a descansar aquel día.
Hallaron los traidores aquella isla la más rica y próspera que jamás desde que se pobló nunca había estado, así de mercaderías como de comidas y dineros, porque estaban los vecinos tan proveídos y pertrechadas sus casas de todo lo necesario, qué era placer verlas, a todos los cuales los traidores saquearon muy por entero de más de la forma dicha, que no les dejaron con qué pudiesen tornar alzar cabeza y aun algunos no sólo les quitaron sus haciendas mas las vidas con ellas.
No es justo que se pase sin consideración el sentimiento que aquellos honrados y descuidados ciudadanos harían e temían en ver sus personas cautivas, sus haciendas robadas, sus casas abrasadas y sus mujeres infamadas y toda su tierra saqueada y poseída, no de franceses ni de moros ni de indios ni de otras naciones extranjeras, sino de sus propios naturales y hermanos, los cuales tanta cuanta obligación tenían de hacerlo bien con ellos, tanto más cruelmente lo hicieron; y lo que más mostraban sentir era verse sujetos a un traidor cevil y malo y más cruel que otro ninguno puede haber sido en tiempos pasados, y la crueldad de sus secuaces y ministros, que no menos males y daños procuraban hacer y hacían aquellos pobres vecinos, que su capitán Lope de Aguirre, en pago del buen socorro y refresco que les llevaban a la mar, creyendo ser verdad que venían perdidos y no alzados, y para encubrir su ingratitud, decían y publicaban, y aun algunos de los que hoy viven lo dicen, que si el gobernador les llevaba refresco que fue con codicia de que le diesen algunas joyas de plata de las que traían de Pirú, y que esta codicia le llevó ciego a donde Lope de Aguirre estaba y le fue causa de desamparar su pueblo y que le prendiesen, como le prendieron; añadiendo que si el don Juan estuviera en su pueblo con los vecinos, que pudiera ser que se descubriera la celada y traición y fueran parte para resistir a Lope de Aguirre y se evitara muchos daños que sucedieron.
Capítulo cincuenta y dos
Que trata de cómo algunos soldados que había en la Margarita se pasaron a Aguirre, y de algunos avisos que le dieron, y de cómo Aguirre envió por el navío del fraile Montesinos.
Apoderados los amotinadores en la isla Margarita en la forma que se ha dicho, y dando alguna señal de sus tiranías y crueldades, aunque no de los muy atroces, estaban en aquel pueblo algunos soldados a quien parecía muy bien la mucha libertad y atrevimiento de que los soldados y secuaces de Lope de Aguirre usaban, robando a diestro y a siniestro y haciendo otras fuerzas y violencias así a los vecinos como a las mujeres de aquella tierra, sin por ello recibir ninguna punición ni castigo, antes al que más robaba y hurtaba y más molestia hacía, aquel trataba mejor Lope de Aguirre y le favorecía más, pareciéndole que los que más males y daños hubiesen hecho a los servidores del rey y contra Su Majestad, que por razón de ser más culpados no osarían en ningún tiempo pasarse al rey ni apartarse de su sujeción y motín.
Cebados, pues, los soldados que en la Margarita había de esta libertad, y con perversa codicia de poder libremente hurtar y robar algunas riquezas que ellos habían visto esconder a los vecinos, acordaron meterse debajo de la sujeción y bandera de Lope de Aguirre, y así se fueron a él y se ofrecieron en su servicio, prometiéndole de seguirle de contino y poner por él y en su servicio sus vidas, y pelear como leales soldados suyos, el cual los admitió en su compañía, y luégo les hizo pagar algún sueldo adelantado, porque no tuviesen lugar de poderse salir afuera, lo cual si ellos intentaran les costara la vida, y así les hizo pagar y pagó de aquello que de la hacienda real se había robado, y los asentó en la matrícula de sus soldados y les dio libertad para que fuesen tan grandes bellacos como los demás que hasta allí le habían fielmente seguido, los cuales usando de la libertad que ellos tanto habían deseado, comenzaron a juntar algunos de los otros soldados viejos y a llevarlos y a irse con ellos a las partes y lugares donde sentían o entendían que los vecinos tenían puesto en cobro o escondido algunas cosas de mercadurías y ropas de su vestir y otras joyas y preseas, y lo buscaban y hallaban y partían entre sí muy amigable y hermanablemente.
Fueron estos nuevos soldados que se pasaron debajo de la bandera de los amotinadores, causa de muchos más daños y crueldades de los que pudieran sobrevenir si ellos no se les pasaran Aguirre, porque como hombres que sabían muy bien la tierra o isla, la cual es tan pequeña como es notorio, daban noticia a los amotinadores de todo lo que en ella había, enseñándoles los caminos para algunas estancias y heredades donde algunas personas estaban recogidas o tenían sus mujeres y hijos, y así le dieron noticia estos soldados más que traidores a Lope de Aguirre, su capitán, de cómo en un pueblo llamado Maracapana, que es en la Tierra Firme, bien cerca de aquella isla, estaba un fraile provincial de Santo Domingo, llamado fray Francisco Montesinos, el cual tenía un navío muy bueno y grande y bien artillado, y estaba allí con cierta gente o soldados entendiendo en la conversión de aquellos naturales, a quien Su Majestad le había cometido, y que con mucha facilidad y bien poca gente podrían tomar el navío y traerlo a la Margarita, en el cual con toda brevedad se podría seguir la derrota de Pirú por Nombre de Dios.
Holgose mucho Aguirre de esta nueva que le dieron, y así luégo, con toda diligencia y brevedad, hizo embarcar en un bergantín o fragata diez y ocho soldados suyos con un capitán llamado Pedro de Monguia, vizcaíno; y dándole por piloto un negro de aquella isla, que era muy diestro en la navegación de todos aquellos puertos, les mandó que luégo, sin hacer escala ni parada en ninguna parte, se fuesen derechos donde estaba el navío del fraile, y lo tomasen, y se lo trajesen; los cuales luégo se partieron a cumplir lo que su capitán les mandaba, y yendo navegando, toparon en el camino el navío o barco de Plazuela, mercader que arriba se dijo que tenía preso Lope de Aguirre porque le dijeron que lo había escondido, y un Diego Hernández, portugués, con otros tres compañeros suyos, secuaces del traidor, se metieron en el barco y se volvieron con él a la Margarita, con que escaparon la vida al Plazuela, como se ha contado, y el capitán Menguia, con sus catorce compañeros, prosiguió su viaje y derrota a donde estaba el navío del fraile, e ya que llegaron cerca les pareció al Capitán y a algunos soldados, que no debían tener muy dañadas las intenciones, que harto más aseguraban sus vidas con quedarse o hacerse con el fraile y darle aviso de lo que pasaba para que de parte de Su Majestad se pusiese algún remedio, que no hacer lo que Aguirre les mandaba, pues el galardón que al fin les había de dar había de ser quitarles la vida. Los demás soldados, que no les parecía bien lo que Monguia quería hacer, disimuláronlo, harto contra su voluntad, por parecerles que de ahí adelante no había de haber libertad para robar; y unos de voluntad y otros por fuerza, se fueron derechos a donde el fraile estaba, bien descuidado de su venida y del suceso de su embajada, el cual los recibió alegremente, y después que ellos dijeron la causa de su venida y el suceso de su jornada, se alborotó algo y no se fió mucho de los soldados, antes les quitó luégo las armas, recatándose de ellos, los cuales lo tuvieron todo por bien, por dar alguna muestra o señal de que eran inocentes y sin malicia ni culpa alguna de lo hasta allí sucedido, y luégo fray Francisco Montesinos contó la gente que consigo tenía y los marañones que le habían dado el aviso, se embarcó en su nao para ir a dar aviso a la Borburata, puerto de la gobernación de Venezuela y a Santo Domingo, y de camino pasar por la Margarita, por ver si podía hacer algún daño a Lope de Aguirre y a sus secuaces.
Capítulo cincuenta y tres
De cómo Aguirre mandó a los vecinos de la Margarita que le hiciesen matalotaje, y del parlamento que les hizo.
Habiendo Lope de Aguirre enviado al capitán Monguia y a sus compañeros a Maracapana a que tomasen el navío de fray Francisco Montesinos y se le trujesen, estaba muy alegre y contento con la mucha confianza que tenía de los soldados que había enviado y del buen aparejo que había hallado en aquel navío para pasar en más breve tiempo de lo que él pensó a Nombre de Dios; y porque venido que fuese el navío no hubiese ocasión de detenerse allí más tiempo, mandó luégo a los vecinos de la isla que le trujesen seiscientos carneros y algunos novillos para salar y hacer carnaje, y le hiciesen gran cantidad de casabe, para que estuviese hecho el matalotaje, lo cual todo repartió entre los vecinos, mandándoles que hiciesen de cecina y casabe cada uno una parte; y para que sus soldados fuesen mejor servidos y más regalados y entendiesen que tenía muy particular cuenta con ellos, les dio a todos posadas en casa de los vecinos, mandándoles que cada uno sustentase y diese de comer a los que le cabían por suerte, reservando algunas casas de vecinos donde a él y a los de su guardia que de continuo estaban en la fortaleza les hiciesen de comer y se lo llevasen allí.
Los soldados, de día se estaban en las posadas que les habían dado, comiendo y bebiendo y haciendo otros maleficios, y de noche se recogían a dormir junto a la fortaleza, en una playa o plaza que allí se hacía hacia la banda de la mar; y porque los vecinos no estuviesen tan descontentos como era razón estar con tan malos huéspedes, y por darles alguna manera de satisfacción, los hizo llamar y juntar a todos, y con sus acostumbrados fingimientos les habló de esta manera:
Ya vuesas mercedes saben que mi venida a esta isla no fue para hacer yo y mis compañeros habitación en ella ni dar a vuestras mercedes ningún disgusto, mas hacerles todo servicio. Dios me es testigo si traía pensado de estar en ella de cuatro días arriba, pero ya ven que los navíos que yo traigo venían muy mal acondicionados para pasar de aquí, y porque en esta isla no hemos hallado ningún navío en qué poder navegar, y que si Dios no hubiera sido servido de que aquel reverendo padre que está en Maracapana tuviera allí aquel navío, forzosamente nos habíamos de detener mucho tiempo para hacer en esta isla con qué navegar, y así envió el capitán Monguia con algunos soldados, como vuestras mercedes saben, a que me lo trujesen; él no puede tardar mucho en su venida; venido que sea, verán vuestras mercedes con cuánta brevedad les desocupamos la tierra, por cuyo respeto yo he suplicado a vuestras mercedes que tengan prevenido el matalotaje que para nuestro viaje es menester; y si yo tengo presos al señor gobernador don Juan de Villandrando y a los demás caballeros, ha sido para que con más facilidad y seguridad vuestras mercedes, por nuestros dineros, nos provean de lo necesario para nuestro sustento el tiempo que aquí hubiéremos de estar; y otras muchas veces he dicho que yo no quiero que a mí ni a mis soldados y compañeros se nos dé cosa de gracia, sino por nuestros dineros, y todo lo que vuestras mercedes nos dieren les será pagado en más subidos precios que en otros tiempos lo suelen vender, así lo torno ahora a decir, porque bien entiendo que o por hacernos merced o por algún oculto temor, dan algunas cosas a menos precio de lo que valen, porque vender una gallina por dos reales, bien se ve claro que son engañados en ello vuestras mercedes, y en los demás ganados y mantenimientos si no dan de tres reales para arriba no se la den, y así, a este respeto pueden hacer en las demás cosas que vendieren, y demás de lo que de presente a vuestras mercedes se les diere, desde aquí les doy mi fe y palabra que al tiempo de mi partida serán muy más por extenso gratificados de la merced que se nos ha hecho hasta aquí, y de aquí adelante se nos hiciere.
Ningún contento les dio esta plática a los vecinos, porque aunque Lope de Aguirre en el comprar y contratar se mostraba liberal, prometiendo por lo que le vendían mucho más de lo que le pedían, como quien nunca lo piensa pagar, sus soldados y capitanes, por fuerza o de grado, sin blanca ni cornado, se proveían de todo lo que habían menester, y aun de lo que no habían menester, sino que por su pasatiempo se lo tomaban a los pobres vecinos.
Había Lope de Aguirre cobrado algún odio, de bien poca ocasión, a un Enríquez de Orellana, capitán de su munición, por parecerle que tenía algunos respetos de hombre de bien, por lo cual le quería muy mal, aunque no lo mostraba. No faltó quién le dijo Aguirre que este Enríquez de Orellana había dicho que él se había emborrachado el día que entraron en la Margarita, por lo cual y por la enemistad que le tenía, le mandó ahorcar sin confesión por no darle con la muerte ningún contento ni refrigerio, y luégo dio el cargo de capitán de la munición a un muy fiel soldado y amigo suyo, y que permaneció con él hasta su muerte, llamado Antón Llamoso, que antes era sargento de su guardia.
Capítulo cincuenta y cuatro
De cómo se le huyeron cuatro soldados en la Margarita Aguirre, y lo que hizo sobre ello, y cómo le trajeron los dos de ellos y los ahorcó sin confesión y mandó matar a un fraile.
Algunos soldados de los que Lope de Aguirre traía consigo, viendo cuán poca seguridad tenían en sus vidas y personas, porque cuando más amigo era uno de Lope de Aguirre y más seguro pensaba que estaba, entonces lo mataba, andaban vacilando qué orden tendrían para irse y huírse de su compañía, los cuales no lo osaban hacer, lo uno por ser la tierra tan corta y tan trillada y sabida de los vecinos, a los cuales tenía Aguirre sujetos y presos y fácilmente los podría oprimir con graves amenazas a que buscasen a los que se ausentasen y los trujesen ante él, donde no pagarían su huida con no menos de con muy cruel muerte; lo otro porque el traidor de Aguirre tenía de noche y de día muy grandes guardas y centinelas y rondas y sobrerrondas en todo el pueblo y especialmente por los caminos que de él salían por la isla, a fin de que ninguno pudiese entrar ni salir a dar aviso en ninguna parte sin que él lo entendiese ni supiese. Pero propuestas todas estas cosas y temores, se quisieron aventurar cuatro soldados casados, en compañía, llamados Francisco Vásquez y Gonzalo de Zúñiga y Juan de Villatoro y Luis Sánchez del Castillo; lo cual sabido por Lope de Aguirre, traidor, comenzó alborotarse, pareciéndole que si en aquel negocio de la ida de aquellos soldados no mostraba más aspereza de la que era menester, que se le irían poco a poco todos, y así comenzó hacer muy grandes bramuras y amenazas de mostrarse muy feroz contra los vecinos y contra don Juan de Villandrando, gobernador, y contra los demás que tenían presos, diciéndoles que ellos tenían escondidos aquellos soldados y sabían de ellos, y que ya que esto no fuese, que en su tierra estaban y que no se les podían ir, y que si no querían ver la destrucción de sus personas y de toda aquella tierra, que los trajesen, que trayéndoselos, no sólo libertarían a sí y a su patria, mas les daría de albricias y hallazgo por cada uno de los cuatro doscientos pesos. Juntamente con esto hizo muy particulares amenazas de la vida a don Juan de Villandrando, diciéndole que diese luégo mandamientos para que aquellos hombres se buscasen y se los trajesen, si no, que haría morir por ello. El gobernador, vestido del temor de sus amenazas, entendiendo que el traidor lo haría mejor que lo decía, persuadió a los vecinos a que los buscasen y los trajesen, y para ello les dio todos los mandamientos que Aguirre le mandaba.
Hechas estas diligencias se volvió Lope de Aguirre a los soldados que de la isla se le habían llegado y les dijo que pues ellos sabían muy bien la tierra, que tomasen consigo algunos soldados marañones y fuesen a buscar los huidos. Los vecinos por una parte, marañones por otra, unos por el temor del daño que podían recibir, otros con codicia del dinero que les había mandado por la hallada de los huídos, pusieron toda la diligencia posible en buscar aquellos pobres soldados, no disimulando con ninguna parte de las donde presumían que podían estar, y así los dos de ellos, llamados Juan de Villatoro y Luis Sánchez del Castillo, fueron de tan corta ventura que los toparon y los trujeron a poder de Lope de Aguirre, el cual, sin mucha dilación, ni sin dejarles gozar del sacramento de la confesión, los ahorcó del rollo, diciéndoles muchos vituperios y denuestos por haberse ausentado y buscando modo cómo estar en servicio de Su Majestad, y así cuando los ahorcó les mandó poner unos rétulos, a cada uno el suyo, que decían: "a estos hombres han ahorcado por leales servidores del rey de Castilla". Después de ahorcados decía en presencia de sus soldados a los muertos: "veamos ahora si el rey de Castilla os resucitará o dará la vida".
Muchos soldados de Lope de Aguirre que tenían propósito de huírse, viendo la diligencia que los vecinos pusieron en buscar los que se huyeron y el castigo que Aguirre hizo en ellos, mudaron el propósito que tenían y se estuvieron quedos, por no padecer el martirio que los otros sus compañeros habían padecido, y porque ellos no sabían la tierra ni los escondrijos de ella.
Los otros dos soldados, llamados Francisco Vásquez y Gonzalo de Zúñiga, fue Dios servido que no pareciesen. Así escaparon con la vida y se quedaron en la isla escondidos.
Sucedió que este propio día que el traidor de Aguirre ahorcó a estos dos soldados, acertó a pasar por la plaza un fraile, sacerdote de la orden de Santo Domingo, y viéndolo Lope de Aguirre mandó que luégo le fuesen a matar, y los vecinos que estaban presentes le rogaron que lo dejase y no lo matase, el cual, por complacer a los vecinos, lo dejó por entonces, mas después le dio martirio, como adelante se dirá.
Capítulo cincuenta y cinco
De cómo Aguirre decía a sus soldados las justicias que había de hacer y las gentes que había de matar.
Viéndose Lope de Aguirre que ya entraba destruyendo y asolando los pueblos del rey en la Margarita, y pareciéndole que el suceso que en aquella isla había tenido y tenía era principio para que el efecto de sus designios hubiese mejor medio y fin, platicaba muchas veces con sus privados y soldados, no de la enmienda que había de tener, ni de las doncellas que había de casar, ni de las viudas que había de abrigar, ni de los huérfanos que había de reparar, ni de reducirse al servicio del rey, sino de las crueldades que había de inventar, de las gentes que había de matar, de los pueblos que había de destruír y la orden y modo que había de tener en el mandar; y así les decía muchas veces que demás de ser cosas muy necesarias para la perpetuidad y conservación y bien de las Indias y de todos los que en ellas habían de residir, que él tenía prosupuesto y lo pensaba efectuar y hacer así, de pasar a cuchillo todos cuantos frailes topase de la orden de Santo Domingo, y no dejar con la vida a ningún religioso de la orden de San Francisco, y dar fin y consumir a los demás religiosos de todas las otras órdenes, excepto a los mercenarios, por parecerle que estos solos no se entremeten en negocios de las Indias, ni avisar ni persuadir al rey ni a los demás ministros suyos ni encomenderos lo que conviene así para la salvación de sus propias ánimas de los encomenderos como para la conversión de los naturales, y juntamente con los religiosos que había de matar de las órdenes dichas, dar diversidad de crueles muertes a todos los visorreyes, presidentes, obispos, oidores y gobernadores, letrados y procuradores que pudiese haber a las manos; a los frailes por lo que aconsejaban, persuadiendo a los reyes y a sus ministros que hiciesen tratar bien los indios y desengañando a los encomenderos de lo que les convienen para la salvación de sus ánimas y descargo de sus conciencias; a los prelados, porque defendían y volvían por el buen tratamiento y conversión de los indios; a los virreyes y presidentes y oidores, porque quitaban los indios algunos conquistadores y los daban a sus criados y paniaguados y otros allegados, y porque hacían justicia y castigaban a los que eran crueles con los indios; y a los demás letrados y procuradores, porque defendían y abogaban por las causas de justicia contra los soldados y otras personas perjudiciales, diciendo que todos estos géneros de personas tenían totalmente destruídas las Indias por las causas dichas.
También se puede creer que juntamente contra estos géneros de solemnes personas llevara a todos los buenos y caballeros que topara, porque siempre les tuvo muy grande y particular enemistad, temiéndose que con los buenos respetos que en ellos moran y obligación que tienen a no estar sujetos a ningún cevil traidor, le habían de procurar quitar la vida y acabársela y así mató todos los hombres de bien y de buen linaje que el gobernador traía consigo, y a los demás que le quedaban procuró acabarlos en breve tiempo, como abajo se dirá, excepto algunos que por parecerle de poco ánimo -no- tenía temor que contra él hiciesen ninguna cosa digna del linaje de do procedían ni memorable y honrosa para sus personas.
Mostraba asímismo tener grande odio a las mujeres públicas e malas de su cuerpo, por respeto del odio que tuvo con doña Inés de Atienza, amiga que fue de Pedro de Orsúa, y así decía que no le había de quedar viva ninguna, porque por causa de éstas sobrevenían muchos males entre los hombres y se perdían muchos pueblos; pero no se debe creer de él, aunque su mal propósito de mandar y reinar pasara adelante de donde llegó, hicieran ningún mal a este género de mujeres, antes por la parte que tenían de ser malas y causadoras de males y daños y pecados, las hiciera reservar y acatar y reverenciar. Más seguramente se le podía creer si estas amenazas hiciera contra monjas, beatas y otras santas recogidas mujeres y buenas personas, contra quien el traidor tenia toda su enemistad. En lo que tocaba a matar religiosos y gobernadores, por el principio que tuvo bien se puede creer de él que lo hiciera, porque en el tiempo que vivió, mató los que pudo haber, que después de haber muerto a su gobernador Pedro de Orada y a su príncipe don Hernando de Guzmán y a otros, como arriba se ha contado, mató en la Margarita dos religiosos y un gobernador y un Alcalde, como adelante se dirá; y si no mató más religiosos y gobernadores, fue porque en el tiempo que turó su alzamiento, no pudo haber más, que si más a sus manos hubiera, más matara. También se puede verificar y aun afirmar que no estarían fuera de estos propósitos de Lope de Aguirre muchos de sus soldados, pues ellos daban ocasión a su capitán para hacer más crueldades y daños de los que él hiciera, si ellos no le fueran con algunas chismes y parlerías de las que le iban.
Ocupaba algunos días en hacer alardes y formar escuadrones, imponiendo a sus soldados en las astucias y orden que habían de tener en acometer y en defenderse; diciéndoles que no había de dar batalla a ningún capitán que contra él viniese, si no fuese al rey en persona, porque a todos los demás pensaba desbaratar con muchos ardides, industrias de guerra.

Capítulo cincuenta y seis
En que se escriben algunas crueldades y muertes que hizo Lope de Aguirre en la Margarita.
Aunque habían pasado algunos días en medio, después que Lope de Aguirre había enviado a Monguia por el navío, no tenía ninguna sospecha de su venida, porque le parecía que aún no era tarde, y entendiendo que en tener allí consigo los bergantines que había traído del Marañón corría algún peligro su campo y persona, por poderse ir en ellos algunos soldados o vecinos fuera de la isla y dar aviso de sus desinios, que tan públicos eran, mandó echar al través sus bergantines y quemarlos y quebrarlos, excepto un navío que halló allí medio comenzado, que a éste, por estar en tierra parecerle que se podía acabar y aderezar, no quiso quemarlo ni quebrarlo, antes lo mandó guardar y después lo hizo acabar y lo echó a la mar, con que pasó a Tierra Firme, de lo cual más por extenso se dirá adelante.
En este tiempo un vecino de la Margarita, llamado Alonso Pérez de Aguilera, no pareciéndole bien la compañía de Lope de Aguirre ni la conversación de sus soldados por las bellacas obras que les vio hacer, acordó no esperar a recibir de ellos algún pago o galardón de los que a otros habían dado, y así se huyó y fue fuera del pueblo y de la isla, de suerte que no le pudieron haber, lo cual sabido por Lope de Aguirre le pareció que no era justo que un hombre tan malechor como Alonso Pérez de Aguilera quedase sin castigo, y tomando consigo muchos de aquellos sus ministros, se fue con ellos a las casas del Aguilera, y como a bienes de hombre que había sido traidor a su rey, las hizo destejar y derribar y desbaratar y echar por el suelo, hurtando y robando primero eso poco que él había dejado, y por no haber allí arados no se las hizo arar y sembrar de sal; y prosiguiendo adelante con su castigo, le mató todos cuantos ganados halló suyos, así de vacas, novillos, ovejas, carneros, como de todo otro género de jumentos; y le asolaron todo lo que tenía en sus estancas.
Dijéronle en esta sazón que un capitán suyo, llamado Joanes de Turriaga, vizcaíno, se mostraba afable con todos, el cual era tenido por muy hombre de bien y que a su mesa comían algunos soldados. Sospechando Aguirre que este capitán lo hacia por mostrarse contra él y matarlo, y con el enojo que tenía con la huída de Alonso Pérez de Aguilar, y por poner mayor pavor y temor así en los vecinos como en los soldados, mandó matar al capitán Joanes de Turriaga, lo cual cometió a Martín Pérez, su maese de campo; y él juntando y apercibiendo para el efecto algunos soldados y aliados suyos con arcabuces y otras armas, se fueron una noche a la posada de Joanes de Turriaga, al cual hallaron sentado con, algunos compañeros suyos, y como vio entrar al Martín Pérez se levantó de la mesa a recibirle y hacerle acatamiento como a su maese de campo, y en destocándose y llegándole cerca de los arcabuceros que llevaba, comenzaron a tirarle con sus arcabuces muy seguramente, al cual, a pocos golpes lo derribaron, en el suelo, acabándolo de matar con otras muchas, heridas destocadas y cuchilladas y puñaladas, y así lo dejaron aquella noche en el suelo y se fueron, y otro día de mañana Lope de Aguirre, por pagar a este capitán alguna parte de lo que le había servido y seguido, lo mandó enterrar muy pomposamente, según el orden con que en las guerras o batallas se suelen enterrar los capitanes y otras personas señaladas que suelen morir en ellas, hallándose presentes a su entierro todos los soldados y capitanes con luto, tocando los atambores flojos, llevando con su cuerpo las banderas bajas con colas y arrastrando.
Muchos fueron de opinión que Aguirre mató a este capitán Turriaga, más por ser hombre de bien y dar algunas muestras de ello, que no por causa que él diese para lo matasen, porque, como se ha dicho antes de ahora, aborrecía por todo extremo Aguirre a los buenos, y así los mataba a todos y amaba mucho a gente baja y ruines, por parecerle que entre éstos podía vivir y permanecer más seguramente como uno de ellos.
Capítulo cincuenta y siete
De cómo Aguirre sospechaba que le habían muerto a sus soldados, y de las amenazas que sobre ello hacía, y de cómo le vino nuevas de que el navío venía, y del suceso de Monguia, y de lo que hizo acerca de ello.
Habíase ya pasado el tiempo que Lope de Aguirre había signado a el capitán Monguia, dentro del cual había de volver y traer el navío del fraile, y muchos días más, por lo cual el contento que antes tenía se le había vuelto en muy gran pesar y tristeza, y así andaba muy mustio y descontento, y reinaba en él muy gran sospecha de que el provincial y sus soldados hubiesen preso o muerto o desbaratado al capitán Monguia y a los que con él iban; y no pudiendo tener oculto lo que sospechaba, hacía muy grandes verbos y bramuras, mezcladas con muchos géneros, de amenazas, diciendo que si acaso el fraile hubiese preso o muerto a los que él había enviado por el navío, que había de hacer un castigo actual y ejemplar nunca visto ni oído, metiendo a cuchillo con todas las invenciones y géneros de crueldades que supiese, a cuantos hombres y mujeres había en aquella tierra, no reservando de esta pena a los niños de teta, de los cuales había de correr arroyos de sangre por la plaza y calles de la Margarita, y después de esto, no le había de quedar piedra sobre piedra ni casa enhiesta que de provecho fuese, que todo no lo había de asolar y abrasar, y que demás de esto había de matar mil frailes con crueles muertes, y que si al fray Francisco de Montesinos cogía o lo podía haber a las manos, que del pellejo o cuero de su cuerpo había de hacer un atambor para ejemplo de todos los que lo viesen; y con estas amenazas y otras muchas que hacía, y por las malas obras que de él habían oído y visto, estaban todos los vecinos muy amedrentados, porque representaba estas amenazas con tanta ferocidad de rostro y ademanes del cuerpo, pateando y echando espumarajos por la boca, que a cualquiera que lo veía ponía demasiado espanto.
No se puede dejar de decir aquí cuán bien terciaban en esta coyuntura los privados de Lope de Aguirre, aplacándolo y mitigando su furor con algunas buenas palabras o por otros medios que los hombres suelen tener, antes se puede muy bien creer de ellos que le ayudarían a blasfemar y añadirían pólvora al fuego de su ira, diciéndole cosas con que más se indignase, porque es muy notorio que muchos de ellos tenían las entrañas más dañadas o tanto como su capitán, y eran tan grandes carniceros de sangre humana como el mismo traidor Aguirre.
Estando la gente de la isla metida en este temor y miedo, cubiertos o cercados de las amenazas de Aguirre, y el mismo Aguirre no del todo desconfiado de la venida de su gente y del navío que esperaba, le dieron nueva cómo en alta mar, por la derrota o camino de Maracapana o Burburata, parecía el navío que estaba esperando, sin saber por quién ni cómo venía, con la cual nueva el traidor se aseguró y apaciguó alguna cosa, y los vecinos perdieron parte del temor que tenían; y acabados de cobrar esta poca desperanza, llegó una piragua que venia de Maracapana, y en ella un negro, el cual dio nuevas Aguirre de cómo sus soldados y capitán se habían reducido al servicio de Su Majestad y habían dado aviso al fraile Montesinos de lo que pasaba, y de cómo todos juntos venían en el navío a le destruir y hacer guerra.
Sabido esto, Aguirre se tornó a endemoniar y a embrabecer y airar mucho más de lo que antes había estado, tornando hacer muy mayores fieros y amenazas de las que antes había hecho, innovando otros nuevos fieros contra el fraile y los soldados que se le habían pasado; y para asegurarse más antes que el navío llegase a tomar puerto, juntó todos los vecinos de la isla con sus mujeres y metiolos en la fortaleza, echándoles prisiones a todos los más, y agravando y doblando las prisiones a don Juan de Villandrando, gobernador, y a los demás que con él tenía presos de antes, vituperándolos y tratándolos muy mal de palabra, afirmándoles que había de bañar todo aquel pueblo en sangre de los propios vecinos que presentes estaban.
El navío venia navegando hacia la isla todo lo que podía; y por la piragua que le dio el aviso o por la derrota que el navío había tomado, le dijeron al traidor que iba o había de tomar tierra en un puerto que está cinco lenguas del pueblo, que se llama el puerto de las Piedras; y para con más presteza y brevedad tener aviso de cuando hubiese surgido el navío en el puerto, tomó todos los caballos que pudo, y haciendo cabalgar en ellos a los de quien él más se fiaba, los puso a trechos por el camino que del pueblo iba a dar al puerto de las Piedras, para que en surgiendo hiciese señal el uno al otro y el otro al otro y ansi, en bien poco espacio tendría la nueva en el pueblo; y porque no le faltasen oficiales que le siguiesen y acompañasen, dio luégo Alonso de Villena el cargo de alférez general, que antes le había quitado a quien en tiempo del príncipe don Hernando se le había dado, el cual lo tornó aceptar y usar como solía.
El fraile, al fin, fue a surgir aquel puerto donde el traidor había sido avisado y tenía puestas sus espías y centinelas, los cuales, como muy leales traidores, luégo por la posta dieron aviso de ello a su caudillo y capitán, que no debió de holgarse mucho con la nueva, ni aun de ella redundó mucho provecho, sino harto daño.
Capítulo cincuenta y ocho
Cómo mató Aguirre a don Juan, gobernador de la Margarita, y a otros con él, y la causa por qué.
Con esta nueva de haber surgido el navío en el puerto de las Piedras, andaba Lope de Aguirre muy negociado y orgulloso, apercibiendo la mayor parte de sus soldados para ir con ellos a recibir al fraile y a los demás que con él venían, lo cual solicitaba y hacía con muchos géneros de blasfemias y palabras heréticas contra Dios Nuestro Señor y contra sus santos.
Ya que tenía apercibida la gente para el efecto dicho, acordó que era bien prendarlos en alguna manera, de suerte que tuviesen temor de desampararle a él y pasarse al rey, para el cual efecto, no sin consejo y persuasión de sus soldados, le pareció que el mejor medio que para esto podía tener, era matar a don Juan de Villandrando y a Manuel Rodríguez, alcalde, y a don Cosme de León, alguacil mayor, y a un Cáceres, regidor, y otro Juan Rodríguez, criado del gobernador, que son los que había tenido siempre presos; y determinándose de hacerlo así, ya después de anochecido, mandó que estos caballeros, que estaban en un cuarto alto de la fortaleza, los bajasen en una cámara baja, los cuales sospechando el efecto de su movimiento, iban muy tristes y atemorizados, y viéndoles así Lope de Aguirre, les comenzó a consolar con fingidas palabras diciéndoles que perdiesen el temor que tenían de sus vidas, y que estuviesen confiados, que les prometía y daba su fe y palabra que aunque el fraile trujese consigo más soldados que carbones y árboles había en la Margarita -que no hay otra cosa en ella- y se combatiesen, con él y en la batalla muriesen todos sus compañeros, que ninguno de los que allí estaban presos peligraría ni moriría por ello, y que él se lo aseguraba y hacía cierto y lo cumpliría como quien él era, que se le podía bien creer; y con esto que les dijo los consoló alguna cosa y se salió dé aquel aposento bajo donde los había metido. Mas como Aguirre era traidor en todo y por todo, tenía la propiedad tal que jamás cumplió cosa que prometió, y cuando más halagos y ofertas y promesas hacía a uno, era para dar con más brevedad al través con él y quitarle la vida, como lo hizo con estos caballeros.
Hecho esto, dende a poco espacio, sin dar a entender lo que quería hacer, mandó a todos los vecinos y mujeres que tenía presos que se fuesen a sus casas, para que no entendiesen ni viesen lo que él quería efectuar, y así se fueron todos a sus casas.
Muchos soldados de los que en la Margarita estaban con Aguirre a esta sazón, han afirmado que la causa principal por donde este traidor se movió a querer matar a estos caballeros, fue un Gonzalo Hernández, portugués, de su propia compañía, que le dijo Aguirre que don Juan con los demás presos se querían alzar contra él y habían enviado ciertos mensajeros y arcabuces al fraile para que saltase en tierra e hiciese muestra con su gente; y que indinado por esto, y por otra parte con el temor que tenía al fraile y a los que con él venían y por prendar a sus soldados, como se ha dicho, se determinó de hacer esta tan gran crueldad.
Pasado, pues, muy gran rato de la noche que el traidor Aguirre, pareciéndole que era tiempo más acomodado para ello, mandó a un Francisco de Carrión, mestizo, su alguacil, que con ciertos soldados fuese y diese garrote a don Juan de Villandrando, gobernador, y a los demás que con él estaban, los cuales, tomando para este efecto ciertos negros con cordeles y garrotes, se abajaron a la cámara donde estaban, y entrando dentro, les dijeron que se encomendasen a Dios y tuviesen la contrición que como cristianos debían tener, porque habían de morir. Don Juan, que todavía estaba confiado de la palabra que Aguirre les había dado, les respondieron que cómo era aquello, que poco había que se había ido de allí el general Lope de Aguirre y les había dado su fe y palabra que no los mataría ni harían daño ninguno. El alguacil y los demás le respondieron que no obstante aquello que les había dicho y prometido, que habían de morir, y que se encomendasen a Dios, y viendo su determinación se encomendaron a Dios lo más breve que pudieron, y empezando aquellos ministros de maldad por el gobernador, le dieron garrote primero, y luégo a el Manuel Rodríguez, alcalde, y luégo al Cosme de León, alguacil mayor, y luégo a el Juan Rodríguez, y luégo, o a la postre, a el Cáceres, regidor, que era un viejo manco y tullido de pies y manos, y juntando los cuerpos muertos, los cubrieron con unas esteras en el suelo, porque nadie los viese, y se fueron o subieron a donde Lope de Aguirre estaba a darle cuenta de cómo se había hecho y cumplido su mandado y voluntad, con tanta muestra de alegría y contento, como si fueran de hacer alguna cosa de muy grande importancia al servicio de Dios y de su rey.
Capítulo cincuenta y nueve
Cómo Aguirre mostró los muertos a sus soldados y los hizo un parlamento y tornó a prender los vecinos y se fue a la punta de las Piedras y dejó a Martín Pérez en la fortaleza con los presos.
Hecha esta carnicería y pasado algún rato, que podía ser casi a la medianoche, el traidor de Aguirre, pareciéndole que era bien dar parte de lo que había hecho a sus soldados, y proponerles que todos habían sido en aquella maldad, como antes lo había pensado, los llamó a todos, y metiéndolos en la cámara donde se había hecho el mal oficio y mortandad, con muchas velas encendidas, alzó las esteras y descubrió los cuerpos de los que había muerto, y enseñándoselos les habló de esta manera:
Mira, marañones, lo que habéis hecho, que aliende de los males y daños pasados que hicistes en el río Marañón, matando a vuestro gobernador Pedro de Orsúa y a su teniente don Juan de Vargas, y haciendo yo general y príncipe a don Hernando de Guzmán, y jurándolo como tal, os desnaturastes de los reinos de Castilla y negastes al rey don Felipe, y debajo del juramento que hicistes, prometistes de hacerle guerra perpetua y lo firmastes así de vuestros nombres; después, añadiendo delito a delito, matastes a vuestro propio príncipe y otros muchos capitanes y soldados, y a un clérigo de misa, y a una mujer; después, venidos que fuistes a esta isla, la robastes y saqueastes, tomando y repartiendo entre vosotros todos los bienes que en ella astes1 así del rey don Felipe de España como de otras particulares; rompístele los libros, y ahora aquí veis muerto otro gobernador y un alcalde, y un regidor y un alguacil mayor y otras personas que veis los aquí están presentes. Por tanto, cada uno de vosotros mire por si, y no le ciegue alguna mala confianza, porque habiendo hecho tanta maldad y tan atroces y graves delitos, en ninguna parte podéis vivir seguros si no es en mi compañía, porque ya que el rey os perdone, los deudos y parientes de los que habéis muerto os han de seguir y perseguir hasta dar fin y cabo de vosotros, por lo cual os exhorto y digo que vendáis bien vuestras vidas y peleéis como romanos, haciendo el deber en todo y conformándoos los unos con los otros, porque si andáis conformes, ninguno será parte para desbarataros y enojaros. Hoy cada uno abra el ojo y mire por sí, que no le va menos que la vida.
Dicho esto, mandó luégo, incontinente, hacer en la propia cámara dos hoyos o sepulturas donde enterrarán con toda brevedad los cuerpos muertos; y porque los vecinos no tuviesen siquiera una noche de reposo en sus casas, los mandó luégo incontinente tornar a prender con sus mujeres y traerlos a la fortaleza; los cuales con harto sobresalto, luégo se volvieron y fueron traídos a las prisiones en que antes estaban, donde dieron muestra de tener sospecha de la muerte de don Juan, gobernador, y de los demás que con él habían quedado. El traidor y sus secuaces de un ánimo conforme, se lo negaron, dándoles a entender que estaban vivos, y luégo, incontinente, poniendo ante todas cosas toda guarda y recado en la fortaleza y en los vecinos que en ella quedaban, con los cuales dejó a Martín Pérez, su maese de campo, se partió con ochenta arcabuceros al puerto o punta de las Piedras, donde había surgido el navío del fraile.
Martín Pérez, maese de campo, que había quedado con los demás marañones, en guarda de los vecinos presos y del pueblo, aquel día, que era domingo, hizo convite algunos soldados, teniendo con ellos muy gran jira y grita y barahunda, y muy gran música de trompetas en la comida, y algunas particulares conversaciones con soldados, lo cual fue causa y origen de su muerte, como adelante se dirá.
Capítulo sesenta
Cómo los de Burburata dieron aviso a su gobernador de la llegada de Aguirre a la Margarita, el cual, asímismo, lo dio a los del Reino de Granada.
Los vecinos del pueblo de la Burburata, que es puerto de la gobernación de Venezuela, que fray Francisco de Montesinos, provincial de la orden de Santo Domingo, dio del suceso de Lope de Aguirre, y de su llegada a la Margarita, luégo dieron aviso de ello a todos los pueblos de aquella, gobernación, y particularmente enviaron un mensajero con el aviso de ello a su gobernador, que era en aquella sazón Pablo Collado, el cual residía y estaba en un pueblo que llaman el Tocuyo, que está hacia la parte del Nuevo Reino de Granada.
Recibidas las cartas el gobernador, y sabida la nueva del perverso motín y traición de Lope de Aguirre y sus secuaces, y aunque estaba certificado de su venida por allí, pareciéndole que estando tan cerca de Tierra Firme, que fácilmente podía pasar la mar, que por allí está harto angosta, envió luégo a los vecinos de la Burburata a decirles que pusiesen en cobro sus mujeres e hijos y haciendas, y estuviesen con toda vigilancia y cuidado, para en segundando la nueva del traidor, le diesen aviso por la posta de sus desinios, si los supiesen, y de lo que acerca de esto sucediese; los cuales, sin que el gobernador se lo enviase a mandar, lo habían ya ellos hecho y efectuado, a causa de estar tan cerca de la mar y ser poca gente, y no tener ninguna fuerza ni armas ni artillería con qué poder resistir a los amotinadores.
Demás de esto, envió el gobernador Pablo Collado un mensajero con cartas a la ciudad de Mérida, que es del distrito y jurisdicción del Nuevo Reino de Granada, y confina con la propia gobernación de Venezuela, con otro pueblo de ella llamado la ciudad de Trujillo, que pobló Diego García de Paredes, hijo de aquel valeroso y fuerte Diego García de Paredes, el invencible; avisando por ellas a un capitán y justicia mayor que en aquel pueblo estaba, llamado Pedro Bravo de Molina, hombre de harto valor por sus buenos hechos y valentías, de la infelice llegada de Aguirre a la Margarita y de la duda en que estaba si vendría por allí o no, rogándole que asímismo estuviese a punto con toda la gente que pudiese, para en segundando la nueva y avisándole de ello, fuese a servir a Su Majestad contra aquel traidor y se hiciese lo que se pudiese para desbaratarlo; de más de que a él se haría en ello muy particular y señalada merced, y que asímismo ciertos caballeros que en aquella ciudad estaban de su gobernación, uno de los cuales era Diego García de Paredes, se fuesen luégo a ella debajo de su fe y palabra que les daba de no darles ningún disgusto ni desabrimiento por los negocios hasta allí sucedidos.
Recibidas estas cartas por el capitán Pedro Bravo de Molina, por el mes de agosto del año de sesenta y uno, luégo incontinente hizo apercibir ciertos vecinos de aquel pueblo para que llevasen la nueva a la Audiencia Real del Nuevo Reino; y dícese que hizo apercibir ciertos soldados o vecinos, porque para ir a las otras ciudades del Reino se había de pasar por ciertas poblazones de indios que estaban de guerra entre Mérida y la villa de San Cristóbal, y por allí no era parte para pasar uno ni dos soldados sin que los indios los ofendiesen e matasen.
Apercibidos estos vecinos, luégo les dio la carta que el gobernador Pablo Collado había escrito, con otras que él escribió para las ciudades de Pamplona y Tunja y Villa de San Cristóbal, que están en el camino, dándoles noticia de las nuevas que tenía, y suplicándoles que luégo, por la posta, despachasen aquellas cartas que le enviaban con relación y aviso del alzamiento de Lope de Aguirre y sus secuaces, a la Real Audiencia que reside por Su Majestad en la ciudad de Santafé, que es en el propio Nuevo Reino, en la provincia de Bogotá, para que sabido por los que gobernaban, la nueva de los amotinadores, como jueces superiores de todo él distrito, diesen orden en lo que se debía hacer conveniente al servicio de Su Majestad; y despachando estos vecinos y soldados con estos recaudos, él se quedó en su pueblo dando orden en lo que se debía hacer si el Aguirre viniese a Tierra Firme, apercibiendo desde luego la gente y vecinos que con él habían de ir, y dando otros muchos ardides y trazas de guerra, cómo habían de alborotar al traidor y a su gente si por aquel pueble -llegase- sin haber tenido ninguna resistencia en Venezuela, y dando orden asímismo a los vecinos que en Mérida habían de quedar de la vigilancia que habían de tener en guardar su pueblo, de los naturales, porque como era recién poblado, aún no estaban los indios pacíficos, y si no vivían recatados pudiera ser venir sobre el pueblo y matar a los que en él quedasen.
Puso asímismo algunos soldados a trechos por el camino, desde su pueblo hasta Trujillo, para que por la posta y con más brevedad le diesen aviso de la nueva segunda que del traidor se hubiese, y otros envió para que fuesen al propio Tocuyo, donde estaba el gobernador, y estuviesen allí hasta saber si Aguirre había saltado en tierra, y que por la posta viniesen dando el aviso a los que él tenía puestos en el camino; y esto hizo a fin de que la gente que tenía o tuviese el gobernador, no se embarazase en nada ni saliesen fuéra de su distrito, porque era poca y haría mucha falta un solo hombre que fuese a darle aviso.
Los vecinos y soldados de Mérida, todos de conformidad, con una muy entera y sana voluntad, se juntaron y vinieron a su capitán Pedro Bravo de Molina, diciéndole que habían sido muy venturosos en ofrecer una ocasión como la que se les ofreció para servir a su rey y señor, y que estaban todos muy prontos y aparejados para ir a morir en la demanda y hacer todo lo demás que tales vasallos como ellos eran obligados a hacer en servicio de su rey y señor natural, y que si para los gastos de aquella guerra y avío de otros soldados eran menester sus haciendas, que aunque eran pocas, allí estaban para que su merced las distribuyese en lo que fuese necesario. El capitán les rindió las gracias del ofrecimiento y liberalidad de que habían usado, prefiriendo a que Su Majestad se lo gratificaría como era razón.
El licenciado Pablo Collado, gobernador de Venezuela, con sus ciudadanos y republicanos nunca cesaba de platicar y dar orden en lo que se había de hacer para la defensa de su gobernación, porque le parecía a él, y aun a todos, que para tan gran pujanza de gente y arcabucería y artillería como el traidor traía, era en vano pensar de poderle resistir ni desbaratar, por haber en aquella gobernación en esta sazón muy poca gente y sin armas ni arcabucería; y así podemos dejar aquí al gobernador y a los suyos, que están platicando estas cosas, más vestidos de temor que desnudos de miedo, y volvamos a Aguirre, que había salido con ochenta hombres del pueblo de la Margarita al puerto o punta de las Piedras a recibir al fraile y su gente.
Capítulo sesenta y uno
Cómo Lope de Aguirre volvió al pueblo y mató a Martín Pérez, su maese de campo, y la causa por qué, y cómo tornó a soltar a los vecinos.
Llegado Lope de Aguirre a la punta de las Piedras con sus ochenta marañones, muy bien armados, halló que el fraile con su navío y gente se había levantado de aquel puerto e iba navegando la vuelta del pueblo; y como esto vio, sin detenerse allí más tiempo, dio luégo la vuelta con su gente al pueblo, dándose toda priesa en el caminar, porque el navío no llegase primero y hubiese algún mal recado.
Viendo su maese de campo cómo volvía su general, saliole a recibir al camino con todos los demás arcabuceros que con él habían quedado, haciéndole muy gran salva de arcabucería y dándole muy gran muestra todos de alegría con su llegada, abrazándose unos a otros como si hubiera mucho tiente que no se habían visto. Se entraron todos en el pueblo y fortaleza, donde halló Aguirre a todos los vecinos en las prisiones que él había dejado, y en este tiempo aún no había llegado el navío.
Tenía Lope de Aguirre un capitán de infantería llamado Cristóbal García, que era antes calafate, el cual, o por odio que tenía al maese de campo, o por ventura deseando el haber aquel oficio, procuró poner mal al maese de campo con el Aguirre, conociendo de él que bien poca ocasión era menester para matar al más amigo, y así, fingiendo una manera de amistad y celo que decía tener de la honra y vida de su general, le dijo: "señor, hago saber a vuestra merced que en su campo hay mucho más mal del que se puede pensar. Martín Pérez, su maese de campo, tiene convocados muchos amigos suyos para matar a vuestra merced y él alzarse con la gente y navíos e irse con ellos a Francia, para lo cual tuvieron liga y junta y se conjuraron, y en confirmación de ello han comido hoy todos juntos en la fortaleza con gran solemnidad, tañendo trompetas y tocando atabales y haciendo otras muchas muestras y señales de alegría. Suplico a vuestra merced que lo mande remediar todo y no pase adelante una traición como ésta, que si vuestra merced nos falta todos somos perdidos".
Aguirre le agradeció el aviso, y le preguntó que si tenía algún testigo que supiese de aquello, y le dijo que sí, que un pajecillo suyo, mestizo, no echándolo de ver los de la liga, se había hallado presente a ello y lo había oído todo; y trayendo al muchacho ante Aguirre, por ventura industriado en lo que había de decir, le dijo el muchacho al traidor que él se había hallado presente y les había oído a Martín Pérez y a los demás lo que su amo había dicho. Demás de esto supo Aguirre que aquel propio día, estando en la plaza Martín Pérez en una rueda de soldados, movieron plática entre ellos, diciendo que si acaso le sucediese a Lope de Aguirre, su general, alguna desgracia a donde había ido, con la gente del fraile, que quién los había de gobernar; respondió Martín Pérez aquisto yo, que serviré a todos y haré lo que soy obligado si el viejo falta.
Con estas dos falsas informaciones se determinó Lope de Aguirre de matar a su maese de campo, para el cual efecto apercibió a un Chaves, muchacho en edad y viejo en bellaquerías, y a otros de su guardia, mandándoles que luégo como entrase Martín Pérez, a quien él había enviado a llamar, lo matasen; y así envió un soldado o criado suyo a llamar al maese de campo, que bien descuidado estaba de esto, y entrando por la plaz 2 cámara de la fortaleza, donde estaba Lope de Aguirre, y llegando por detrás el Chavesillos le tiró un arcabuzazo y lo hirió muy mal, y luégo acudieron los demás y le dieron tantas estocadas y cuchilladas, así en el cuerpo como en la cabeza que por muchas partes le hicieron echar las tripas y sesos de fuera; y con el tormento de estas heridas andaba el probe de Martín Pérez huyendo por la fortaleza y diciendo, confesión, confesión, y los sayones tras de él hasta que lo acabaron de matar el ministro Chavesillos derribándolo en el suelo y degollándolo con una daga que tenía.
Hicieron tanto alboroto estos ministros del diablo con la muerte de este malaventurado, que todos los vecinos que en la fortaleza estaban, creyeron que los querían matar. Ya ciegos con el temor, hombres y mujeres, se escondieron debajo de las camas y en otros lugares oscuros donde les parecía que no los veían, haciendo lo que hace la perdiz cuando huye o se esconde del que la persigue, que metiendo la cabeza entre las pajas, deja lo demás del cuerpo fuera.
Algunas personas se arrojaron de las ventanas y almenas de la fortaleza, pero con el miedo que llevaban aforrados sus corazones, no sentían el tormento del golpe que daban. Una María de Trujillo, mujer de un Francisco de Rivera, alcalde, se arrojó por una ventana bien alta de la fortaleza a la calle, y nunca se hizo mal, aunque dio gran golpe en el suelo; y de lo alto de lo homenaje se arrojaron un Domingo López y un Pedro de Angulo, vecinos, y no se hicieron mal ninguno, y se huyeron y fueron a esconder al monte.
La demás gente del traidor estaban en la plaza con muy gran sobresalto del alboroto que habían oído, por no saber lo que era, y tenían entre sí muy gran murmullo, por lo cual se asomó Lope de Aguirre a una ventana y dijo a todos los que en la plaza estaban ignorantes de lo que había sucedido acerca de la muerte del maese de campo, que se sosegasen y supiesen que el estruendo que en la fortaleza había, era que él había mandado matar a Martín Pérez, su hijo y maese de campo, porque lo había querido matar a él y amotinarse contra su general y alzarse con la gente; y con esto que les dijo los aplacó y sosegó.
Capítulo sesenta y dos
De lo que hizo un Llamoso con el cuerpo muerto de Martín Pérez, maese de campo.
Hecho esto que arriba se ha contado, y estando Martín Pérez, maese de campo, muerto en el suelo y Lope de Aguirre allí junto, vio acaso un Antón Llamoso, capitán de su munición y muy grande amigo suyo, el cual asímismo le habían dicho que era o había sido uno de los del concierto o liga con Martín Pérez para matar Aguirre; y viéndolo, que aún no estaba muy sosegada la gente y carniceros que habían muerto a Martín Pérez, porque aun todavía se tenían las armas en las manos, le dijo: "vení acá, Antón Llamoso, hijo mío, también me dicen que vos érades uno de los de la liga con el maese de campo, pues cómo, toda esa era el amistad, y en tan poco tenéis el mucho amor que yo os he tenido y tengo".
Los ministros y carniceros de Aguirre, como oyeron esta plática, pareciéndoles que Aguirre les haría del ojo para que matasen a Llamoso, se pusieron muy a punto, mas el Antón Llamoso, no tardándose en responder, comenzó a descargarse, dando satisfacciones a Lope de Aguirre, certificándole con muchos géneros de juramentos, mezclados con muchas blasfemias, que se lo levantaron, y que nunca le había pasado por el pensamiento cometer semejante traición ni maldad, lo cual se lo pudo muy bien creer, según la voluntad -que- tenía al traidor y a sus cosas; y pareciéndole que el Lope de Aguirre no daba muestras de tener por bastante descargo ni satisfacción lo que él le decía, arremetió con el cuerpo del Martín Pérez, que estaba tendido en el suelo con muchas cuchilladas en la cabeza, por las cuales se le parecían los sesos, y delante de todos los que presentes estaban, se echó sobre el cuerpo muerto, diciendo: a este traidor, que semejante maldad y traición quería cometer, beberle la sangre. Puso su boca en las heridas que en la cabeza tenía el Martín Pérez con un ánimo más de demonio que de hombre humano, y comenzó a chuparle la sangre y sesos que por las heridas corrían de la cabeza del muerto y tragarlo.
Puso esto tanta admiración a todos los que estaban presentes, que no hubo hombre que no quedase espantado de este hecho, y Lope de Aguirre muy satisfecho del Llamoso, y así, después no hubo hombre que le sustentase ni quedase con él hasta que lo mataron, sino fuese este Llamoso.
Acabado esto, mandó Lope de Aguirre luégo que se fuesen los vecinos a sus casas con sus mujeres, que en esta sazón los tenía presos, amonestándoles y exhortándoles que de allí adelante no reinase en ellos ninguna alteración ni bullicio, y tuviesen con él el amistad que era razón y perdiesen todo el temor y miedo que tenían, porque entonces se acababan y habían fin todas las muertes y crueldades que habían sucedido, porque el autor de ellas era Martín Pérez a quien él había muerto; y con esto se fueron todos a sus casas.
Muchos fueron de opinión que en esto que Lope de Aguirre dijo, de que Martín Pérez, su maese de campo, había causado las muertes y daños de hasta allí, mintió en ello, porque antes le estorbó muchas más crueldades que quería hacer de las que hizo.
Quitó en esta sazón el cargo de su capitán de su guardia, que había dado a un Nicolás de Susaya cuando mató a su príncipe, porque también le dijeron que había sido de los de la liga con Martín Pérez, y lo dio a un Roberto de Susaya, barbero, muy grande amigo y paniaguado de Lope de Aguirre.
Capítulo sesenta y tres
De cómo el navío del provincial surgió en el puerto de la Margarita, y una carta que le escribió Aguirre con la suma de lo que el provincial le respondió, y la muerte de dos soldados.
Pasadas estas cosas, un martes por la mañana, pareció o amaneció el navío del provincial sobre el puerto, que por tener o haberle hecho el tiempo algo contrario, no había podido arribar desde el domingo, que partió del puerto de las Piedras, y llegándose todo lo que pudo al puerto, surgió obra de media legua de tierra, porque con la artillería que Aguirre tenía no le hiciese mal.
Lope de Aguirre no recibió ningún contento de que el navío se le hubiese acercado tanto ni hubiese surgido, y así luégo puso su gente en orden de guerra, y creyendo que el fraile o provincial quería echar su gente en tierra, se salió él de la fortaleza por la playa adelante, en ordenanza con sus soldados, llevando consigo cinco falconetes de bronce que había traído del Marañón, y uno de hierro que había tomado en la Margarita, todos cargados para disparar cuando fuese tiempo.
Los soldados del navío, saltando en unas piraguas que consigo traían, se acercaron más a tierra, de suerte que podían oírse los unos a los otros lo que decían, y diciendo a los de Aguirre de crueles traidores, les respondían ellos otras bellaquerías mayores, y así se deshonraban de palabra los unos a los otros con muchos géneros de vituperios; mas con todo esto nunca saltaron en tierra.
Tenía puestas en el navío muchas banderas y estandartes reales tendidos en banda; y viendo Aguirre que la gente del navío no saltaba en tierra, se volvió con los suyos a la fortaleza, y acordó escribir una carta al provincial, que la letra decía de esta manera:
"Muy magnifico y reverendo señor: más quisiera hacer a vuestra paternidad el recibimiento con ramos y flores que no con arcabuces y tiros de artillería, por habernos dicho aquí muchas personas ser más que generoso en todo, y cierto por las obras hemos visto hoy en este día ser más de lo que nos decían, por ser tan amigo de las armas y ejercicio militar como lo es V. P., y así vemos que la honra y virtud y nobleza alcanzaron nuestros mayores con la espada en la mano.
"Yo no niego, ni todos estos señores que aquí están, que salimos del Perú para el río Marañón a descubrir y poblar, de ellos cojos, de ellos mancos y de ellos sanos, y por los muchos trabajos que hemos pasado en Pirú, cierto hallar tierra; por miserable que fuera para amparamos en ella, para dar descanso a estos tristes cuerpos, que están con más costuras que ropas de romeros; mas la falta de lo que digo y con los muchos trabajos que hemos pasado, hacemos cuenta que vivimos de gracia, según el río y la mar y la hambre nos han amenazado con la muerte, y así, los que vinieron contra nosotros, hagan cuenta que vienen a pelear con los espíritus de los hombres muertos, y los soldados de V. P. nos llaman traidores: débelos castigar, que no digan tal cosa, porque acometer a don Felipe, rey de Castilla, no es sino de generosos y de grande ánimo, porque sí nosotros tuviéramos algunos oficios ruines diéramos orden a la vida, mas por nuestros hados no sabemos sino hacer pelotas y amolar lanzas, que es la moneda que por acá corre. Si hay por allá necesidad de este menudo, todavía lo proveeremos. Hacer entender a V. P. lo mucho que el Pirú nos debe y la mucha razón que tenemos para hacer lo que hacemos, creo será imposible. A este efecto, no diré aquí nada de ello.
"Mañana, placiendo a Dios, enviaré a V. P. todos los traslados de los autos que entre nosotros se han hecho, estando cada uno en su libertad como estaban; y esto dígolo en pensar qué descargo piensan dar esos señores que ahí están, que juraron a don Hernando de Guzmán por su rey y se desnaturaron de los reinos de España y se amotinaron y alzaron con un pueblo, y usurparon la justicia y los desarmaron a ellos y a ellos y a otros muchos particulares y les robaron las haciendas, y endemás Alonso Arias, sargento de don Hernando, y Rodrigo Gutiérrez, su gentilhombre. Desotros señores no hay para qué hacer cuenta, porque es hecha felonía; aunque de Arias tampoco la hiciera si no fuera por ser extremado oficial de hacer jarcias. Rodrigo Gutiérrez cierto hombre de bien es si siempre no mirase al suelo cierto en seguía1 de gran traidor. Pues si acaso hay aportado un Gonzalo de Zúñiga, padre de Sevilla, cesijunto, téngalo V. P. por un gran chocarrero, y sus mañas son éstas: él se halló con Alvaro de Oyón en Popayán, en la rebelión y alzamiento contra Su Majestad, y al tiempo que iban a pelear dejó su capitán y se huyó, e ya que se escapó de ello se halló en Pirú, en la ciudad de San Miguel de Piura, con Silva en un motín y robó la caja real del rey, y mataron la justicia, y asímismo se le huyó. Hombre es que mientras hay qué comer es diligente, y al tiempo de la pelea siempre huye, aunque sus firmas no pueden huír. De solo un hombre me pesa que no está aquí, y es Salguero, porque teníamos gran necesidad de él para que nos guardara este ganado, que lo entiende muy bien. A mi buen amigo Martín Bruno, y Antón Pérez y Andrés Díaz, les beso las manos, y a Monguia y Artiaga, Dios los perdone, porque si estuvieran vivos tengo por imposible negarme, cuya muerte o vida suplico a V. P. me haga saber, aunque también queríamos que todos fuésemos juntos, siendo V. P. nuestro patriarca, porque después en creer en Dios el que no es más que otro no vale nada; y vaya V. P. a Santo Domingo, porque tenemos por cierto que le han de desposeer del trono en que está, y para esto Cesar o nichil 2. La respuesta suplico a V. P. me escriba, y tratémonos bien, y ande la guerra, porque a los traidores Dios les dará pena, y a los leales del rey los resucitará, aunque hasta ahora no vemos que ha resucitado ningunos. El rey ni sana heridas ni da vidas. Nuestro Señor la muy magnífica y reverenda persona de V. P. guarde y en gran dignidad acreciente. De esta fortaleza de la Margarita beso las manos a V. P. su servidor, Lope de Aguirre".
Esta carta escrita, la envió con unos indios en una canoa o piragua al navío, y recibida por el provincial, y vista por los demás, les incitó a gran risa las cosas que en ella vieron escritas, que más parecen desatinos o chocarrerías que razones de capitán general. El provincial le respondió como religioso y doto, persuadiéndole que se apartase de aquel camino tan errado que llevaba y se redujese al servicio del rey, y que ya que con la ceguedad y obstinación que tenía no lo quisiese hacer, que como a cristiano le encargaba la veneración de los templos y cosas saradas y dedicadas a Dios, y la honra de las mujeres, y que por amor de Dios cesase de hacer más daños y crueldades en aquella isla, que bastaban los hechos, y que Monguia y Artiaga estaban vivos y eran muy buenos servidores de Su Majestad, y en lo que hicieron cumplieron con la obligación que tenían.
Enviada esta respuesta, que era ya tarde, tendió las velas a su navío y dio la vuelta a Maracapana, para de allí irse a Santo Domingo a dar el aviso, como lo dio, del traidor de Aguirre y de su suceso.
En esta sazón que el navío estuvo surto, fueron hallados dos soldados de los de Lope de Aguirre, el uno llamado Juan de Sanjuan y el otro Paredes, fuera del pueblo, en la playa de la mar, descansando o reposando debajo de unos cardones, y algunos que estaban mal con ellos les levantaron que estaban allí esperando coyuntura para poderse ir al navío, lo cual sabido por el traidor los mandó luégo colgar del rollo sin confesión.
No más de por esta ocasión algunas personas han afirmado que la venida del provincial a la Margarita o a vista de ella, causó más daño que provecho, porque por verlo tan cerca Lope de Aguirre mató a don Juan y a los demás; y que asímismo pudiera hacer mucho provecho y que no lo hizo, porque con echar su gente en tierra y con otros vecinos de la isla que andaban al monte, podían desde lejos hacer muestra y recoger muchos de los soldados que Aguirre traía consigo muy contra su voluntad, los cuales luégo que vieran algún favor se fueran al amparo y abrigo del rey, y así pudiera ser que allí se le huyera toda la más de la gente a Aguirre y no saliera de la isla con tanta pujanza; a todo lo cual se responden dos cosas: la una, que no era adivino el fraile provincial para saber si traía soldados Aguirre contra su voluntad, antes por las cosas que todos en general hacían, se cree que le seguían de muy buena boya; la otra, es que pudiera ser que si saltara en tierra hiciera más daño que no saltando, porque como Aguirre era tan cruel y carnicero, porque los vecinos no se fueran a juntar con el provincial, y por prendar más a sus soldados, pudiera ser que matara así a hombres como a mujeres, y de hecho se cree que lo hiciera, y así ya que no acertó el provincial en dar la vista que dio a la Margarita, no erró en no saltar en tierra, y en todo se debe tomar el santo celo del provincial, que nunca fue de perjudicar a nadie ni de dar causa a ningún daño, y se puede de él creer que si pensara que de su venida allí había de redundar en daño de más mínimo español de los que en la isla estaban, que antes permitiera pasar otro grave trabajo que dar esta causa, con la cual se extirpa toda la culpa que algunos le han querido echar tan sin razón.
Capítulo sesenta y cuatro
Del alboroto y miedo que hubo en el Reino con la nueva de la venida de Aguirre, y de las personas que fueron señaladas para irle a resistir, y la orden que llevaron de los señores de la Audiencia.
Recibidas las cartas de aviso en el Nuevo Reino de Granada, que el capitán Pedro Bravo de Molina, justicia de Mérida, escribió y envió sobre el alzamiento y rebelión de Lope de Aguirre y sus secuaces, hubo muy grande alboroto en todos los pueblos de él, presumiendo que con la mucha pujanza que Aguirre tenía de armas y gente intentaría pasar por su tierra y los pondría en algún aprieto y desasosiego, por lo cual los que gobernaban toda la provincia, que era el licenciado Grajeda y el licenciado Artiaga y el licenciado Angulo de Castrejón y el licenciado Villafaña, oidores de la Audiencia Real de Su Majestad tiene en la ciudad de Santafé, en el valle de Bogotá, acordaron y determinaron poner toda la gente y pueblos del distrito a punto de guerra, nombrando por capitán general de toda la gente que siendo necesario se juntase para esta guerra, al mariscal don Gonzalo Jiménez de Quesada, que después fue adelantado, persona de gran suerte y valor, y por maese de campo a Hernando Vanegas, capitán y vecino de Santafé, hombre grave y de mucha calidad, así por parte de antigua genealogía de los Vanegas de Córdoba, de donde procede, como por las provincias que él apaciguó y pobló, que pobló en el Nuevo Reino, y por capitanes de a caballo a Juan de Céspedes, vecino y capitán asímismo de Santafé, y a Gonzalo Suárez, poblador, vecino y capitán de la ciudad de Tunja, y por capitanes de infantería a Juan Ruiz de Orejuela, vecino de Santafé, todos descubridores, conquistadores y pobladores del Nuevo Reino, y por capitán de la guardia o del sello real nombraron a Gonzalo Rodríguez de Ledesma, natural de Zamora, vecino de Santafé, y asímismo nombraron en cada pueblo de los demás de su distrito un capitán para que hiciese reseña de la gente que había, para que con las armas que tuviesen estuviesen todos a punto para cuando fuesen llamados.
Escribieron al capitán Pedro Bravo de Molina, que es el que había dado el aviso, agradeciéndole el cuidado y diligencia que en ello había puesto, mandándole que en ninguna manera desamparase su pueblo, aunque el gobernador de Venezuela le enviase a pedir socorro, sino que se estuviese en él con toda su gente a punto, poniendo todo cuidado y solicitud en darles aviso por la posta de las nuevas que tuviesen de la venida de Aguirre o de su suceso, e que si acaso hubiese de pasar por aquel pueblo de Mérida, alzase todas las comidas a la redonda y se viniese delante de él quitándole los mantenimientos y no curase de darle ninguna vista, porque era mucha la pujanza que el traidor y su gente, y de verse con él no podía dejar de recibir algún notable daño; y juntamente con esto enviaron con toda brevedad a dar mandado y aviso a las gobernaciones de Popayán, Santa Marta y Cartagena, mandando a los gobernadores de ellas que estuviesen apercibidos con su gente para si fuese pedídoles socorro, y si el amotinado con su gente aportase a sus gobernaciones que hiciesen el deber en todo.
Hecha reseña y discreción en el Nuevo Reino de Granada de la gente que podía salir en campo a dar batalla a los amotinados, se halló que quedando gente de guardia en los pueblos de Santafé, Tunja, Vélez, Pamplona, Ibagué, Tocaima, Mariquita y Villa de San Cristóbal, podían salir a dar batalla en el campo mil y quinientos soldados muy bien aderezados, los cuatrocientos piqueros y más de los doscientos arcabuceros, y los demás gente de á caballo y rodeleros. Toda esta gente mandaron los oidores e gobernadores que se estuviesen en sus pueblos a punto de guerra y con las armas aderezadas, haciendo de tantos a tantos días sus reseñas, para que cuando fuesen llamados acudiesen donde les fuese mandado.
Los soldados y gente principal de la ciudad de Santafé y de otros pueblos del Reino, con el bullicio de la guerra movían entre sí muchas pláticas sobre lo que sería más acertado, salir al encuentro a los amotinados al camino o esperarlos en lo que llaman el riñón del Reino, y acerca de esto había diversidad de opiniones, porque algunos eran de parecer que junta la gente de guerra, no haciendo ausencia del campo la Real Audiencia que representaba la persona real, esperasen al traidor en el Reino o riñón de él, en la provincia de Tunja, hacia la parte de Pamplona, que era por donde había de entrar Aguirre, en unas poblazones que llaman Ceniza, que es tierra escombrada y llana y abundante de comida y mantenimientos. Otros decían que lo más acertado era que el capitán general del Reino, con toda la gente del Reino, de guerra y aderezos para ella, se fuese a una provincia que está entre Pamplona y la villa de San Cristóbal, llamada Cúcuta, y que allí esperasen al traidor y se le diese la batalla, porque cuando Aguirre con su gente llegase a esta provincia de Cúcuta, no podían dejar de llegar o muy cansados y debilitados, así por el mal camino que hasta allí tenían que andar, como por el poco socorro y mucha falta de comida que habían de tener, y así fácilmente serían desbaratados.
Entendidos estos pareceres por los superiores, mandaron que cesase la plática por entonces, y que en segundando la nueva y sabiendo cierto que el traidor que había de entrar en el Reino, se daría la mejor orden que conviniese y se diría lo que se había de hacer, apercibiendo asímismo a los capitanes y encargándoles que estuviesen a punto con su gente y armas, los cuales lo hicieron tan bien, así vecinos como soldados, que en pertrecharse de armas para la guerra y adornar sus personas de ricos y lucidos vestidos de oro y plata y sedas muy finas, gastaron mucha suma de pesos de oro, sin que el rey les diese un solo maravedí de acostamiento para ayuda del gasto.
Púsose asímismo mucha diligencia en saber si en las provincias del Nuevo Reino había algunos soldados de los que en tiempos pasados habían estado en Pirú y halládose en las rebeliones y alzamientos de Pizarro y Francisco Hernández Girón y de los demás alterados, para prenderlos y ponerlos a recaudo.
Tenían y tuvieron guardia todo el tiempo que turó la esperanza de la venida del traidor en las casas reales, donde está el sello de Su Majestad, la cual tenía a cargo de poner el capitán de la guardia, Gonzalo Rodríguez de Ledesma. Velaban cada noche más de treinta hombres armados, y así estuvo todo el Reino con este sobresalto y en arma a punto de guerra, desde que a él fue la nueva del alzamiento de Aguirre, que fue por el mes de septiembre del año de sesenta y uno, hasta la Pascua de Navidad del mismo año, que dieron las nuevas de cómo fue desbaratado y muerto; y lo mismo se hizo en las otras gobernaciones que arriba hemos nombrado, y en las comarcanas; y con esto se vuelve nuestra Historia a proseguir adelante con las crueldades y lo demás que Lope de Aguirre en este ínterin estaba haciendo en la Margarita.
Capítulo sesenta y cinco
De los daños que hizo Lope de Aguirre en la isla de la Margarita, y cómo mandó hacer navíos para irse de allí.
Ido el navío del provincial y visto por Lope de Aguirre cuán mal le había sucedido la toma de aquel navío, estaba vacilando qué medio tendría para salir con brevedad de la isla, porque como se ha dicho, él había quemado los bergantines que había traído del Marañón, y no tenía en qué poder navegar, sino sólo tres barcos algo pequeños que había recogido allí, en los cuales no cabían sus soldados ni los demás aderezos que tenían que llenar, y visto esto acordó acabar un navío que ya se dijo que tenía allí comenzado el gobernador de la Margarita, para el cual efecto mandó luégo buscar y traer ante sí todos los carpinteros que en la isla había, que andaban ausentados por su causa; y los mismos vecinos, por echar de sí tan malos huéspedes, pusieron toda diligencia en buscarlos y traerlos, a los cuales hacía trabajar domingos y fiestas en la obra de su navío; en el cual tiempo algunos vecinos, por no estar sujetos Aguirre ni en condición de que el demonio le pusiese en el pensamiento de que los matase, acordaron dejar sus casas y haciendas y ponerse en salvo en parte donde el traidor no los pudiese ver; lo cual visto por Lope de Aguirre acordó castigarlos en las haciendas, pues no podía haber las personas, a las cuales si él cogiera él las castigara con no más de quitarles las vidas; y así mandó robar y robó todo lo que había quedado en las casas de los huidos, haciéndoles derribar y desbaratar todas sus casas y matar todos sus ganados, porque a ellos fuese castigo y a los que lo viesen ejemplo; y pareciéndole que este castigo no iba conforme a derecho, por no ir mezclado con sangre humana, acordó matar alguno para con su muerte solemnizar estas fiestas, que para él eran muy solemnes, como fuese hacer mal y daño.
Y así fue el caso, que había traído consigo Lope de Aguirre a un Martín Díaz de Armendáriz, primo hermano del gobernador Pedro de Orsúa, el cual, harto contra sus costumbres y hechos había conservado con la vida y traídolo hasta allí en son de preso, desarmado, y por no haber tenido alguna causa para matarlo y por no llevarlo consigo, habíale dado licencia que se quedase en aquella isla, y para este efecto lo había enviado a una estancia, donde se estaba el Martín Díaz de Armendáriz; y por disimular la ocasión dijo a ciertos soldados suyos que él había dado licencia a Martín Díaz que se quedase en aquella isla y que no le parecía cosa acertada dejar enemigo ninguno atrás; que lo mejor era, como dice el refrán, de los enemigos, los menos; que luégo lo fuesen a matar, porque sus placeres y regocijos era matar enemigos y poner la vida por amigos; y así fueron luégo aquellos ministros luciferinos, y cumpliendo lo que su capitán les mandaba, dieron garrote al Martín Díaz de Armendáriz, en la propia estancia donde estaba, sin confesar.
Hizo asímismo, Lope de Aguirre, para más obligar a sus capitanes y soldados, darles sedas de las que había robado, para tres banderas y estandartes, y la bandera principal suya era de tafetán negro toda, con unas espadas coloradas atravesadas o tendidas por ella.
Capítulo sesenta y seis
De cómo Aguirre hizo bendecir las banderas, y de algunos avisos que dio a sus soldados.
Hechas y acabadas Lope de Aguirre sus tiranías banderas, acordó que eran bien que recibiesen las bendiciones que la Iglesia suele dar a los estandartes cristianos que se levantan contra los moros perseguidores de nuestra religión cristiana; para el cual efecto, día de Nuestra Señora de Agosto, mandó que en la iglesia mayor se dijese misa solemne, y saliendo él con toda su gente en ordenanza de la fortaleza a la iglesia, llevaba la vanguardia como general, y acaso en el camino topó, que estaba caído en el suelo, un rey de espadas desechado de naipes viejos, y a manera de niño o muchacho que quiere tomar venganza de la sombra que ve en la pared, comenzó a patear aquel rey de papel, y diciendo muchos vituperios y palabras deshonestas y descomedidas contra Su Majestad, alzó el naipe del suelo y con muy gran ira y saña lo hizo muchos pedazos, ayudándole muchos de aquellos sus soldados con otras maneras de blasfemias contra Dios Nuestro Señor y contra sus santos, conformando y autorizando lo que su general decía contra el rey con otras muchas invenciones de palabras vituperiosas y perniciosas, que para sólo esto tenían manos y lengua este traidor y sus ministros, y no para más ni para cuando las hubieron menester; porque como adelante se dirá, cuando le desbarataron -no- tuvo ánimo para hacer muestra de hombre, sino como cuerpo sin ánima se dejó matar infamemente.
Llegados a la iglesia puestos por su orden, se les dijo la misa, la cual acabada, el clérigo les bendijo las banderas, y acabadas de bendecir, Lope de Aguirre las tomó y las dio y entregó a sus capitanes y alférez, diciéndoles que debajo de la mucha confianza que del esfuerzo y valentía, ánimo y lealtad que de sus personas tenía, les entregaba aquellas banderas, con las cuales y con las compañías de soldados que les encargaba, le habían de seguir y defender y amparar, saliendo a campo con ellos contra cualesquier personas que les quisiesen impedir su jornada, y defendiéndolas como valerosos capitanes y alférez, podían lícitamente hacer resistencia en todas partes que de grado no los recibiesen; y que en los pueblos que por la contumacia de los vecinos viniesen a rompimiento y hubiesen de ser saqueados, que solamente les encargaba la veneración de los templos y la honra de las mujeres, y que en todo lo demás hiciesen lo que quisiesen y viviesen como les pareciese, que a nadie le iría a la mano, y que pues habían hecho nuevo rey que también podían hacer nueva ley; y dicho esto, con muy gran regocijo, dieron todos la vuelta a su fortaleza.
En todo lo que podía y quería daba Aguirre larga a su gente, para que viviesen en la ley que quisiesen, y se afirmaba que aunque dijo a sus soldados que les encargaba la veneración de los templos y el honor de las mujeres y en estas dos cosas que les mandaba fuesen más contumaces que en lo demás, que no por eso los castigaría ni haría daño, antes como en otra parte se ha dicho, mientras más males hicieran más larga les diera por tenerlos más prendados, y así fue este un vano cumplimiento por los vecinos que presentes estaban, y no porque Aguirre tuviese ningún buen celo de servir a Dios, porque se preciaba tanto de blasfemar contra Su Divina Majestad y contra sus santos y hacer las obras que es notorio, que se deben de espantar todos cómo no introdució algunos ramos y circunstancias luteranas o de las otras sectas a que se allegó más la mala inclinación de los hombres, por la mucha libertad que en ellas usaban, con que enlazan y engañan a los carnales y mundanos, faltos de toda buena consideración, como este tirano y algunos de sus ministros lo eran.
Capítulo sesenta y siete
Que trata de cómo Alonso de Villena, queriéndose huir, porque Aguirre lo quería matar, echó cierta fama para que después no le castigase, y de ciertos españoles y una mujer y un fraile que por su causa mató.
Entre los amotinadores que habían quedado vivos, de los que se hallaron en la muerte de don Pedro de Orsúa, gobernador, era un Alonso de Villena, el cual, así en aquel primer motín como en todos los demás que después se hicieron, no era de los menos culpados, antes de los que más se preciaban hacer crueldades y otras desvergüenzas, por lo cual le había sustentado Aguirre y conservado en su amistad con la vida, al cual, en este tiempo, revolvieron con Lope de Aguirre, en general, diciéndole de él ciertas parlerías de poca importancia, a cuya causa Aguirre se enojó con el Alonso de Villena, y riñéndole malamente mostró no tenerle tan buena voluntad como hasta allí.
El Alonso de Villena, que por el largo tiempo que había comunicado con Aguirre conocía ya sus obras, y que no era menester sino haber él muy poco enojo con el más amigo para matarlo, andaba buscando qué modo tendría para huírse de su compañía; de suerte que después la justicia del rey no le hiciese mal, porque como había sido tan culpado en la muerte del gobernador Orsúa y de otras personas, tenía temor que le habían de castigar, y mucho más temor tenía de que el Aguirre le había de matar; y para tener ocasión o achaque de decir después que porque él tenía concertado de matar a Lope de Aguirre y servir en ello a Su Majestad y siendo descubierto esto en el campo tuviese causa para zafarse de sus manos y defensa para con los ministros del rey, derramó el mismo Villena fama entre algunos soldados que matasen a Lope de Aguirre, y que él lo quería matar.
Esta fama derramada por el Alonso de Villena vino a noticia de Lope de Aguirre, él luégo mandó a ciertos ministros y amigos suyos que fuesen a matar Alonso de Villena, el cual estaba sobre el aviso, y aun con espías puestas, y sintiendo venir la gente, se salió por otra parte y se fue al monte y no pudo ser habido, y así se divulgó luégo que se había huído por lo que el Lope de Aguirre lo enviaba a matar por motín que ordenaba contra él; y esta cautela no sólo fue pública entre los de Lope de Aguirre, mas entre todos los vecinos de la isla Margarita, y lo que de ella redundó fue que el Alonso de Villena escapó la vida y por él dieron la muerte a otros, en esta manera: que el Villena tenía algunos amigos particulares, entre los cuales eran un Domínguez, alférez de la guardia de Lope de Aguirre, y otro Loaiza, de los cuales presumió el traidor que pues éstos eran muy amigos del Villena, que no podían dejar de haber sido con él en el concierto y trato que el Villena había publicado que quería hacer sobre el matar a Aguirre, y así se determinó, sin haber más información, de matarlos; y cometiendo la muerte del Domínguez a un Juan de Aguirre, su mayordomo y muy particular amigo, le mandó que le quitase la vida, porque le había querido matar con Villena, y haciendo Juan de Aguirre lo que su muy querido capitán le había mandado, se fue muy disimulado para donde el Domínguez estaba, de esto bien descuidado, y echando mano a una daga que llevaba, le dio muchas puñaladas, con que cruelmente le quitó la vida; y luégo dieron garrote a Loaiza, sin dejar al uno ni al otro recibir el sacramento de la confesión, y enredando con esta diabólica ocasión otros inocentes y sin culpa, mandó prender a la señora de la casa donde posaba el Alonso de Villena, que se decía Ana de Roxas, casada, y poniéndole por cargo y culpa que en su casa había el Alonso de Villena tratado y concertado de matarle con los demás, y que ella había sido sabedora del motín que contra él se había ordenado, y como mujer que le deseaba la muerte lo había callado y disimulado y dado consentimiento a ello, mandó luégo que la ahorcasen del rollo que estaba en la plaza; y no poniendo en ello mucha dilación aquellos sus infernales secuaces, la tomaron luégo sin más dilación y la llevaron al rollo y la colgaron de él; y para que la muerte de esta inocente mujer fuese entre ellos más célebre y solemne, trajeron todos los más sus arcabuces, y tomando por terrero o blanco aquella buena mujer que en el rollo habían colgado, la cual aún no había acabado de expirar, le comenzaron a tirar de arcabuzazos, estando su infame capitán presente, por ver cuál lo hacía mejor, los cuales es de creer que por dar más contento al que lo miraba, procuraban de emplear sus pelotas en aquel cuerpo de aquella honrada mujer.
Y porque no pareciese que una traición que se había intentado contra un rey como Lope de Aguirre, traidor, quedaba con tan poco castigo, acordó pasar adelante con su afición de demonio. Mandó a un su barrachel, llamado Paniagua, que fuese a una estancia a donde estaba curándose el marido de aquella honrada mujer que había ahorcado, que era un viejo tullido y enfermo, llamado Diego Gómez y que lo matase.
El barrachel, tomando consigo a otro su compañero, llamado Manuel Báez, portugués, y a otros españoles, se fue a la estancia donde estaba el viejo, sin haber dado ocasión alguna para que le quitasen la vida, y dándole garrote, lo despachó bien en breve.
Estaba con este viejo honrado, un religioso, sacerdote de la orden de Santo Domingo, al cual como el barrachel Paniagua lo viese, pareciole que no habría cosa con que más contento diese a su capitán, que con matar un fraile, por el mucho odio que Aguirre mostraba tener con ellos; y poniendo por obra lo que el diablo le trajo a la memoria y voluntad, tomó al fraile y de su propia autoridad, sin habérselo mandado Aguirre ni persuadido otro ninguno, le dio garrote, y después de haberlo muerto lo enterró con el viejo en un hoyo, y robando todo lo que en la estancia halló, él y sus compañeros se volvieron con mucho contento a dar noticia a su capitán de lo que habían hecho; el cual se holgó mucho de ello, porque no deseaba otra cosa sino que sus soldados hiciesen muchos robos y crueldades y matasen toda la gente que pudiesen, por tenerlos más prendados y seguros.
Capítulo sesenta y ocho
Que trata de un fraile religioso de la orden de Santo Domingo, que mandó matar Aguirre, y la causa por qué.
Estaba en la ciudad de la Margarita otro religioso de la orden del señor Santo Domingo, de quien antes de ahora hemos hecho mención, el cual era sacerdote y hombre de buena vida, con el cual Lope de Aguirre, más por cumplimiento de las gentes que por salvar su ánima ni descargar su conciencia, se había confesado.
Díjose, y así se debe creer, que este católico religioso, en la confesión, debió de dar algunas ásperas reprehensiones al traidor y le debió de hacer algunas santas exhortaciones, como era obligado, para que dejase aquel mal camino que llevaba y se redujese al servicio de Dios y de su rey y no echase sobre sí tantas ánimas como cada día mataba; y como los malos y percitos las exhortaciones que de parte de Dios se le hacen no las quieren aceptar, antes las reprueban y desechan de si, y toman o forman cierta manera de odio con los que se las dicen y les amonestan a que dejen el mal y se lleguen al bien, como por experiencia se ha visto que lo han hecho e hicieron muchos antes y después del advenimiento de nuestro Maestro y Redentor Jesucristo, así este cruel traidor, que sacando de lo que el confesor le había dicho y persuadido contra él para que dejase y se apartase de su mal camino, formó muy grande odio contra él y no lo podía ver, y aunque el demonio le había puesto en el corazón muchas veces que lo matase, no lo había hecho, por ventura pareciéndole que por ser sacerdote y religioso se lo estorbarían o le irían a la mano algunos; y como el barrachel Paniagua llegó y le dijo que había muerto al fraile que mató con el viejo en la estancia, después de habérselo agradecido, le dijo Lope de Aguirre: "pues habéis muerto ese fraile, id a matar esotro que ha quedado", de donde se infiere que si el Paniagua no abriera la puerta a matar el fraile, que de su propio motivo mató, nunca Aguirre por Ventura se acordara de hacer matar a su confesor; y venido el barrachel Paniagua con sus sayones a cumplir lo que el herético traidor le había mandado, toparon al fraile en el camino; y otros dicen que le hallaron en la iglesia y sacándole de allí le llevaron y metieron en una casa donde le dijeron cómo por mandado de su general le querían matar.
El religioso les rogó que le dejasen encomendarse a Dios Nuestro Señor, y ellos le dijeron que lo hiciese así, y tendiéndose el devoto religioso en el suelo boca abajo en señal de muy grande humildad, rezó el salmo de Miserere mei Deus, y otras santas devociones, y haciéndole levantar del suelo los Bayones para ejecutar su oficio, les dijo que aquella muerte que le daban o querían dar la recibía con toda humildad por Dios Nuestro Señor y de muy entera voluntad, y que así se la diesen la más cruel que pudiesen, e hincándose de rodillas, y puestas las manos al cielo, el barrachel y sus sayones le pusieron el cordel por la boca y le comenzaron a dar garrote por allí, y con la fuerza que ponían le rompieron e hicieron pedazos toda la boca; y viendo los sayones que con este género de crueldad el religioso no acababa de morir, abajaron el cordel a la garganta y apretándole con un garrote le acabaron de matar, y así se hubo entendido que este devoto religioso que por hacer su oficio de confesor como era obligado, recibió la muerte con tan entera voluntad y por mano de este tirano, fue mártir.
Capítulo sesenta y nueve
Que trata de un hombre y una mujer que mató Aguirre, y de otras cosas que hizo poco antes que se partiese.
Acabado ya de hacer el navío y echándole en el agua, acercábase el tiempo de la partida de Lope de Aguirre y sus ministros de la Margarita para la Burburata, y mientras más se iba acercando su partida más crueldades y bellaquerías iba haciendo, algunas de las cuales se dirán aquí brevemente.
Uno de los soldados que en la Margarita se le allegaron a Lope de Aguirre, que se decía Ximón de Zumorrostro, hombre ya viejo y vecino de aquella isla, pareciéndole mal las cosas y crueldades que el tirano hacia, acordó no ir con él, y así le fue a pedir licencia para quedarse en la isla, diciendo que era viejo y enfermo y que no podría sufrir el trabajo de la guerra. Aguirre le dijo que se quedase norabuena, y saliéndose el viejo contento con la respuesta, llamó Aguirre algunos de sus ministros, y díjoles: "ese viejo de Ximón de Zumorrostro me ha pedido licencia para quedarse aquí, e yo se la he dado; id y haced cómo quede seguro, de suerte que después no le hagan mal los vecinos y justicia de este pueblo"; y saliendo los ministros de Aguirre alcanzaron al viejo, y llevándolo derecho al rollo lo colgaron de él, lo cual fue ocasión para que otro ninguno le pidiese licencia para quedarse allí, y si se quedó este viejo en la isla colgado del rollo, y los que se querían quedar por no seguir tan mal capitán, no le pedían licencia, sino como hombres que sabían la tierra se acogían e iban al monte.
Asímismo hizo ahorcar o ahorcó otra mujer, llamada Chaves, en el rollo, porque un soldado que posaba en casa de esta mujer, de los que en la isla se le habían allegado, se le huyó y ella no se lo dijo cómo se quería huír, por lo cual decía que ella lo había sabido y se lo había aconsejado; y así pagó la pobre lo que nunca hizo ni cometió; y porque no pareciese que no sabía usar este traidor de más que de un género de crueldad, que era matar, acordó inventar para su pasatiempo otros modos de afrentas para algunos hombres que él no quería matar, mas de jugar o burlar con ellos o de ellos.
Estaba en esta isla un mancebo que, o de temor o de no alcanzar más, nunca había ido a ver Aguirre ni a darle el parabién de su venida, al cual mandó traer ante sí, y reprehendiéndole ásperamente el descuido que habla tenido en no visitarle, mandó que le rapasen la barba, lavándosela antes y después con un muy buen lavatorio de orines hediondos y muy podridos, el cual aunque no era lavatorio enfermo era perjudicial para la conservación de las narices, por parte del mal hedor que consigo tenía, y sano para el cuerpo. El barbero hizo muy bien su oficio, y pareciéndole a Lope de Aguirre que maestro que tan buena obra había hecho no era justo quedase sin premio y pago de su trabajo, mandó al mancebo que luégo trajese cuatro gallinas y se las diese y pagase con ellas el afeite de su barba. El fue y lo hizo así.
Había en la compañía de este traidor otro soldado marañón llamado Cayado, el cual era hombre recogido, y por ventura lo hacía así de industria, para no mezclarse con las tiranías y crueldades de los demás, y pareciéndole a Lope de Aguirre que este soldado era inútil y desaprovechado y nunca se metía en las sediciones y maldades que los otros, mandolo traer ante sí, y por no tener voluntad de matarle, le mandó rapar la barba con el propo lavatorio que al otro mancebo, al cual es de creer que le haría tan mal gusto el afeitar de la barba como el primero, y esto le dio por pena y castigo en medio de la plaza, junto al rollo de ella, porque este Cayado se descuidó de entrar un día en el escuadrón, y de estas niñerías o bellaquerías usaba Lope de Aguirre con otros muchos hombres de bien cuando él estaba, como suelen decir, de gorja y no los quería matar; porque cuando estaba tomado del diablo, por más pequeñas ocasiones los mataba.
Capítulo setenta
De cómo Fajardo vino a la Margarita, y de su temor encerró Aguirre su gente en la fortaleza, y de allí la embarcó en el navío, y a un clérigo, y mató a su almirante.
Estando ya Lope de Aguirre muy de camino, porque no faltaba más de embarcar la gente y alzar las velas y navegar, vino a la isla un Francisco Fajardo, que residía en la provincia que llaman de Caracas, que es en la gobernación de Venezuela, con cierta cantidad de indios flecheros y guerreros, y con algunos vecinos del pueblo de Caracas, por ver si podrían hacer algún desabrimiento o dar algún desasosiego a Lope de Aguirre y a sus secuaces; y si como llegó tan tarde llegara siquiera un mes antes, y aun una semana, no dejara de hacer mucho provecho, porque recogiera algunos vecinos que andaban huidos, y por ventura se huyeran algunos soldados; y acercándose el Francisco Fajardo con su gente todo lo que pudo al pueblo, se metió en un monte que está cerca de la Margarita, y de allí comenzó a dar grita a Lope de Aguirre, y a llamar su gente, convidándolos con su favor y defensa.
Aguirre, como vio la osadía de Fajardo, temiose que fuese mucha gente la que traía, y demás de esto, que no se le huyesen los soldados y lo desamparasen, ya que no todos, algunos, y así, luégo, recogió toda su gente en la fortaleza, y cerrando las puertas, no consentía salir ninguno de ella.
Fajardo, asímismo, no osaba desampararse del monte, que estaba entre unas estancias del pueblo; el cual Aguirre había intentado atalar muchas veces, y no había osado enviar soldados a ello, porque no se huyesen. Demás de esto ponía muy grandes temores Lope de Aguirre a su gente, diciéndoles que aquellos llamamientos que Fajardo hacía, no era para más de engañarlos, y en cogiéndolos debajo de su dominio, matarlos, porque habían muerto al gobernador de la Margarita y a los demás vecinos y mujeres; y andando en estas gritas, pensando cómo se embarcaría sin recibir daño alguno, porque demás de lo dicho se temía Aguirre que al tiempo que la gente se estuviese embarcando podría Fajardo acercarse y los demás, y con la flechería de los indios hacerle algún daño o darle ocasión a que entonces se le huyese la gente, y así acordó de no sacarlos por la puerta, sino a las espaldas de la fortaleza hizo un portillo alto, y poniendo en él una escalera, hacia bajar por allí a sus soldados, y que uno a uno se fuesen embarcando, y él allí con su guardia de amigos y paniaguados; y habiendo embarcado en esta forma toda la gente, que ya no quedaba sino sólo Aguirre con sus amigos, llegó a él un soldado movido con celo de amistad, porque era de los más culpados y prendados en los delitos cometidos, llamado Alonso Rodríguez, almirante, y le dijo que se desviase un poco afuera de la mar, porque todas las olas le mojaban; y por esto que él dijo echó mano al espada Aguirre y le dio una cuchillada que le cortó un brazo, y mandó que lo fuesen a curar. Yendo a curarle se arrepintió y mandó que lo acabasen de matar. Sus ministros lo hicieron así, y su buena crianza del pobre Alonso Rodríguez le costó la vida.
Otros que lo debían saber mejor, dijeron que el hacer Lope de Aguirre esta crueldad no procedió de la ocasión que allí le dio, sino de que antes había dicho el Alonso Rodríguez que tres caballos y un macho que Aguirre llevaba en los bergantines ocupaban mucho, y que por esto no cabía toda la gente, y que ésta fue la causa porque le mató.
Hecho esto, se fue Lope de Aguirre con los que con él habían quedado, a casa de un clérigo, que era cura de aquella isla, llamado Contreras, y lo sacó de su casa contra su voluntad, y lo llevó consigo, y se embarcó con él, y los demás que habían quedado en el pueblo con él, después de haber estado en la isla cuarenta días, antes más que menos, y haberla robado y saqueado y destruido totalmente, de suerte que los que en ella quedaron se sustentaron dende en adelante con harto trabajo. Robó y echó a perder todas las haciendas de bienes muebles que los vecinos tenían; mató para comer y para hacer mal a los vecinos, todos los ganados que tenían; tomoles y llevoles por fuerza más de cien piezas ladinos, indios e indias de servicio; sacó de esta isla hasta doce o trece soldados de los que se le llegaron cuando en ella entró, con más de cincuenta arcabuces y muchas espadas y lanzas y otros géneros de armas, con los seis tiros de artillería que arriba dijimos.
La gente que sacó de la Margarita serían hasta ciento y cincuenta hombres, porque cuando en ella entró, metió al pie de doscientos hombres. En el tiempo que en ella estuvo, mató y se le huyeron y pasaron al provincial con Monguia y otros que él dejó de su voluntad, cincuenta y siete hombres. Sacó asímismo ciento y treinta arcabuces por todos, con los que tomó e hurtó en la Margarita y los que sacó del río Marañón. Sacó asímismo tres caballos muy buenos y un mulo, todos los aderezos que pudo haber y hurtar de la jineta entre los vecinos, con pensamiento de en llegando a Tierra Firme pertrecharse de caballos.
Capítulo setenta y uno
Que trata de cómo Aguirre navegó y se determinó de ir a la Burburata, y de cómo llegó a ella, y de lo que en el camino decía y hacía contra Dios.
Embarcose Lope de Aguirre en la forma dicha, en su navío y tres bergantines, domingo último día de agosto del año de sesenta y uno; el cual, antes que se embarcase, había tenido aviso de cómo en el Nombre de Dios y en Panamá y en todos los otros pueblos de la costa, se tenía noticia de su llegada a la Margarita y de los desinios que tenía, y que estaban puestos en arma y a punto de guerra, y con todo cuidado y vigilancia, y con mucha gente de guarnición; y considerando la estrechura del camino que por allí hay para pasar a Pirú, y cuán fácilmente le podían desbaratar y ofenderle, acordó, en viéndose embarcado, mudar propósito y venirse al pueblo de la Burburata y saltar en tierra, y atravesando aquella gobernación, irse al Nuevo Reino de Granada, y de allí a la gobernación de Popayán, y de allí al Pirú, sin considerar si también tendría por este camino estorbo o impedimento como por el Nombre de Dios; y así hizo a los pilotos que tomasen la derrota y navegasen hacia el puerto de la Burburata.
Llevaba a sus más amigos y de quien él más confianza tenía, en los barcos, y a todos los demás consigo en el navío, y con todo eso no consintió que en los barcos llevasen ninguna aguja ni carta de mariar, sino solo en su navío; en el cual de noche llevaba puesto un farol para que le siguiesen los barcos, y de día se iban tras de él.
En la navegación no le sucedió tan próspero tiempo como él quisiera, porque la travesía que hay desde la Margarita a la Burburata se suele navegar en dos días, y fue Dios servido de darle calmas, de suerte que tardó ocho días, y creyendo que el tardarse tanto en tomar tierra era por falta de los pilotos, los amenazaba con la muerte ásperamente, temiendo que le llevaban a otra parte, o que en ellos estaba el defecto del tiempo o de no navegar los navíos; y con esta ira, volviéndose contra los pilotos y hombres de la mar, decía muchas blasfemias y herejías contra Dios y contra sus santos. Esta ira le aplacaban muy bien sus secuaces y amigos, añadiendo a sus herejías y a sus blasfemias, otras mayores. Todos procuraban imitar a su capitán: si él blasfemaba, todos blasfemaban; si él renegaba, todos renegaban; si él mataba, todos eran homicidas; si él robaba, todos hurtaban; si él era traidor, todos le seguían, y aun en estos casos que he dicho, o algunos, y aun por ventura muchos que tenían tan perdido el temor de Dios y la vergüenza de las gentes como su capitán y aun quizás más, y con estos géneros de letanías y oraciones, no mirando Dios a los que las decían, por lo que su divina Majestad fue servido.
Llegaron al cabo de los ocho días a vista del puerto de la Burburata, y con mucha alegría y contento entraron en él, y surgieron a los siete de septiembre; y luégo sin se detener hora ni momento, echó toda su gente en tierra, los cuales se alojaron en la playa, sin salir ninguno de la compañía hasta ver si su general mandaba otra cosa.
Estaba en el puerto de la Burburata un navío de mercadurías, y sus dueños, viendo venir los navíos de Aguirre y reconociendo ser ellos por la noticia e señas que les habían dado, dieron barrenos al navío, después de haber sacado de él lo que pudieron, y echáronlo a fondo cerca de la playa; y por ser tan junto a tierra, quedó el navío la mayor parte de él descubierto, y viéndolo así Lope de Aguirre lo mandó luégo echar o poner fuego y se quemé hasta donde estaba lleno de agua, y él se estuvo con su gente en la playa alojado toda aquella noche, sin consentir que nadie se apartase del alojamiento.
Capítulo setenta y dos
Que trata de cómo el gobernador de Venezuela fue avisado de la llegada de Aguirre a Burburata, y de lo que sobre ello hizo, y envió a llamar al capitán Bravo, y al capitán Diego García de Paredes, y de otras cosas que acerca de esto sucedieron.
Los vecinos del pueblo de la Burburata, que estará media legua del puerto, viendo venir los navíos del traidor, presumiendo que no podían ser otros, pusieron en cobro todas sus haciendas, y ellos, desamparando su pueblo, se ahuyentaron todos a los montes y a sus repartimientos por diversas partes, por estar mejor escondidos; y teniendo certificación de los que eran por verlos saltar en tierra y desembarcar, enviaron luégo por la posta aviso a su gobernador de cómo Lope de Aguirre y sus secuaces habían saltado en tierra; la cual nueva recibida y sabida por el licenciado Pablo Collado, que como antes de ahora se ha dicho, residía en la ciudad del Tocuyo, procuró dar orden en cómo se le hiciese alguna manera de resistencia al Aguirre, entendiendo que la gente que allí se juntase no podía ser parte para arruinar ni desbaratar al traidor ni a sus secuaces, a causa de la poca gente que se podía juntar de los pueblos comarcanos, y de las pocas armas así defensivas como ofensivas que allí tenían; pero pareciole que ya que esto no pudiesen hacer, que podían ser parte para quitarles y alzarles las comidas y darles algunas armas y trasnochadas de noche, con que los hiciesen andar atemorizados o desasosegados y desvelados, y así mandó luégo juntar, y que se juntasen a donde él estaba, toda la gente de los pueblos comarcanos, nombrando por general de ella a Gutierre de la Peña, vecino del Tocuyo; y juntamente con esto despachó sus cartas al capitán Pedro Bravo de Molina, justicia de Mérida, haciéndole saber la llegada del Aguirre a su gobernación, y rogándole que luégo le viniese a favorecer con toda la más gente que pudiese; y tornando a rogar y persuadir al capitán Diego García de Paredes y a los demás vecinos de Venezuela que con él estaban en Mérida, que se fuesen a servir a Su Majestad en aquella empresa, dándoles todo seguro por lo pasado, y prometiéndoles premio por lo que de presente se ofrecía, porque aunque antes los había enviado a llamar, no habían ido, por no saber la nueva cierta de la llegada de este traidor a la gobernación; los cuales luégo se partieron y fueron a donde el gobernador estaba con toda la brevedad que pudieron, sin se detener en el camino; a los cuales él recibió con rostro alegre, agradeciéndoles su venida, nombrando luégo por maese de campo al capitán Diego García de Paredes, descargándose con él con buenas razones, diciéndole que bien veía lo mucho que su persona merecía, y que por haber estado ausente en aquella coyuntura y requerirlo así la brevedad del negocio, había nombrado por general a Gutierre de la Peña; que le suplicaba que aceptase aquel cargo de maese de campo, pues no había otro mejor cargo con qué poderle servir, y que aunque Gutierre de la Peña tenía título de general, que él era el que había de mandar el campo.
Rindiole Diego García al gobernador muy cumplidas gracias por este cumpimiento y aceptó el cargo, ofreciéndose con él a morir por el servicio de Su Majestad. Luégo se fue a donde estaba Gutierre de la Peña, general, juntando la gente en Barquisimeto, donde de todos fue recibido con mucha alegría y contento, porque aunque el gobernador había mandado que todos acudiesen al Tocuyo, pareciéndole que la ciudad de Barquisimeto era lugar más acomodado, así para juntar la gente como para recibir al Aguirre, por haber de llegar primero allí que al Tocuyo, mandó a su general que se fuese aquel pueblo, y que allí juntaría la gente que se había de juntar.
El capitán Pedro Bravo de Molina, después de haberse partido é ido el capitán Diego García de Paredes, mandó luégo juntar la gente y vecinos que en aquel pueblo había, para juntamente con el parecer de todos, hacer lo que más conviniese al servicio de Su Majestad y sustento de su república, con los cuales trató de que quería dar aviso de la nueva que tenía a la Real Audiencia, y asímismo ir con los amigos y vecinos que pudiese, a favorecer al gobernador; y para llevar la nueva de la llegada del Aguirre a Tierra Firme, mandó apercibir tres soldados, porque no se sufría ir menos a causa de haber de pasar por ciertos indios de guerra, que como se ha dicho antes de ahora, había en el camino. A uno de estos apercibidos, que se decía Andrés de Pernia, le pareció que eran pocos para poder pasar por aquellos indios de guerra, y así respondió al capitán que él no se atrevía a llevar aquel aviso, porque en ello no se aventuraba sino perder la vida.
Visto por el capitán la poca voluntad que de ir a dar esta nueva que tanto importaba, tenían, con parecer de todo el pueblo se acordó que aquel mensaje se quedase para más adelante que se viese y entendiese más claramente el intento del amotinado y la derrota que tomaba, la cual sucedió y salió a bien, porque si aquella segunda nueva entrara en el Reino, pudiera ser que costara de la hacienda real más de cien mil pesos, y de particulares otros tantos, que necesariamente se habían de gastar en aviar y pertrechar soldados para la guerra y en otras municiones y aderezos necesarios.
El capitán Pedro Bravo mandó luégo aderezar veinte y tantos soldados, para con ellos ir al socorro que por el gobernador le había sido pedido; algunos de los cuales, yendo contra lo que antes habían dicho, rehusaron la ida, diciendo que para resistir Aguirre eran pocos, y que en su pueblo hacían gran falta, y que lo que en la ida se aventuraba a ganar era que los indios de la tierra matasen las mujeres y los demás vecinos que para amparo y sustento del pueblo quedaban. El capitán, como hombre de valeroso ánimo, y con el celo que de servir a Su Majestad tenía, respondió que por ninguna vía había de dejar de ir en aquel socorro, y que se aprestasen para se partir otro día, porque el que no quisiese ir de grado, él le llevaría por fuerza. Visto esto, luégo se aderezaron los que para ir aquel socorro se habían nombrado y se partieron de la ciudad de Mérida, alzando bandera en nombre de Su Majestad camino del Tocuyo, en la cual derrota los dejaremos y nos volveremos a Lope de Aguirre, que lo dejamos en la playa de la Burburata alojado con su gente aquel sereno de Dios, sin que los vecinos de aquel pueblo le quisiesen enviar algún socorro o refresco para refrigerio del mareamiento que tenían, o siquiera venirlos a visitar, como hicieron aquellos caballeros de la Margarita, a quien en pago de su buen recibimiento, el traidor dio el galardón que arriba se ha contado.
Capítulo setenta y tres
Que trata de cómo llegó Lope de Aguirre a la Burburata, y de las cosas que allí hizo.
Pasada la noche y venido el día, que era lunes, octavo de septiembre, acordó Lope de Aguirre enviar al pueblo de la Burburata algunos de sus privados a que viesen lo que en él había, y si los vecinos parecían por allí juntos o le pensaban dar algún desasosiego y alboroto, y a que si viese algún refresco se lo trujesen; los cuales fueron y hallaron solas las casas, sin moradores ni otros bienes ni hacienda alguna dentro, porque como se ha dicho, todo lo habían alzado y escondido y puéstose ellos con ello en cobro.
Solamente hallaron en este pueblo un soldado de los que con el capitán Pedro de Monguia se habían pasado contra su voluntad al provincial de Maracapana, que se decía Francisco Martín, piloto, que teniendo noticia de cómo Aguirre había llegado al pueblo, aunque con los demás vecinos se había huido al monte, luégo que vio que no parecían los vecinos se tomó al pueblo y se vino a estos soldados que Aguirre había enviado, y les dijo que él se venía y volvía al servicio de su capitán Lope de Aguirre, los cuales luégo dieron la vuelta al puerto donde habían dejado a Lope de Aguirre, y llevándole el soldado le hicieron relación de cómo habían hallado el pueblo, y de cómo aquel Francisco Martín, piloto, se había vuelto y reducido a su servicio.
Aguirre se holgó mucho con el Francisco Martín, y le abrazó y le hizo muchas caricias, pareciéndole que hombre que tanta lealtad tenía a un traidor tan cruel como él, que siempre lo seguiría, y luégo le preguntó por el suceso del capitán Pedro de Monguia, y cómo se había pasado al fraile, el cual, descargándose con la inocencia que en el negocio había tenido, porque es cierto que por el pensamiento no le había pasado de reducirse a servicio de Su Majestad, le dijo que Pedro de Monguia y Artiaga y Rodrigo Gutiérrez los habían engañado a él y a los demás sus compañeros, porque quitándoles uno a uno las armas cautelosamente, los desarmaron a todos, y desque se vieron cerca de donde estaba el provincial y su gente, apellidando a voces el nombre del rey se pasaron e hicieron con el provincial, y que él y los demás sus compañeros no habían podido hacer lo que eran obligados a su servicio por estar sin armas; y que su venida a servirle daba testimonio de la poca culpa que en el motín de Monguía él había tenido, y que el mismo propósito tenían de servirle todos los demás compañeros que andaban por allí al monte descarriados, desnudos y muertos de hambre y perseguidos de los vecinos, los cuales él creía que sabiendo su llegada a aquel puerto luégo se vendrían a reducir en su servicio,
Aguirre, sabido esto, dio muy buenos vestidos a este su leal Servidor, y escribiendo una carta muy amigable y con muchos ofrecimientos para los demás que por allí andaban, lo envió y le dijo que los fuese a buscar y les diese la carta y les dijese de palabra el deseo que tenía de servirles y hacerles todo bien.
El Francisco Martín se partió luégo haciendo lo que Aguirre le mandaba, y anduvo dos o tres días buscando sus compañeros, y no hallándolos, y pareciéndole que aquel tiempo que por el campo andaba era malgastado por no topar en qué hacer mal, se volvió a donde estaba Lope de Aguirre, y le dijo que no los había hallado; y así se quedó en su compañía, mas después le dieron el pago con una miserable muerte, como adelante se dirá.
Y porque su saltada en Tierra Firme tuviese algún buen principio, y asímismo por empezar a gratificar el servicio que le hicieron los soldados que en la Margarita de su voluntad se le juntaron, mandó este propio día, en la misma costa o playa de la mar, matar a uno de estos soldados, portugués, llamado Farías. La causa de su muerte fue porque cuando saltó en tierra preguntó si donde estaban era isla o tierra firme; y pareciéndole Aguirre mal aquella pregunta, lo mató dándole garrote; mas se debe creer que fue esto permisión divina, que empezasen a ver su pago aquellos que voluntariamente habían sido traidores y causadores de muchos males que en la Margarita se hicieron; y hecho esto encaminó toda su gente que se fuesen a alojar en el pueblo de la Burburata; y quedándose él allí de los postretos con algunos de sus amigos y privados, pegó fuego al navío y barcos que le habían traído allí, porque no tuviesen algunos ocasión dé meterse en ellos y huírse, y luégo se fue tras sus soldados derecho al pueblo.
Capítulo setenta y cuatro
Que trata del pregón que dio Lope de Aguirre en la Burburata contra Su Majestad, apregonando guerra a fuego y a sangre.
Llegado Lope de Aguirre con sus secuaces al pueblo de la Burburata, se alojó en él lo mejor que le pareció, poniendo en su persona y alojamiento mucha más guardia que hasta allí, y viviendo él muy más recatado, a causa de que como estaba en Tierra Firme temíase que alguno o algunos de sus soldados, atreviéndose a sus pies, y queriendo redimir el castigo que merecían con darle a él la muerte, no tuviesen algún atrevimiento viéndolo solo y desacompañado y lo matasen; de lo cual podía su merced estar seguro, porque tenía tan leales soldados que osaran certificar muchas personas que según las ganas de andar a robar y hacer mal todos tenían, aunque le toparan en el monte solo y desarmado, no le dieran la muerte, antes lo sacaran a tierra de paz y lo conservaran para tenerlo siempre por cabeza, porque no pensaban topar con otro capitán que tan amigo fuese de robar, hurtar y matar como Lope de Aguirre, y que más disimulase y se holgase con las bellaquerías y crueldades que sus soldados hacían y desvergüenzas y blasfemias que decían; y queriendo dar orden en su aviamiento para pasar adelante, luégo esparció algunos de sus soldados a la redonda del pueblo para que buscasen algunas cabalgaduras en que llevasen la munición y los demás aparatos de guerra, y poniendo los soldados toda la solicitud y diligencia que pudieron en haber cabalgaduras, juntaron de por allí cerca obra de veinte y cinco o treinta bestias caballares y las más yeguas cerreras e indómitas, en la busca de las cuales se empuyaron ciertos soldados en puyas que en algunos caminos se habían puesto de industria por los vecinos, no mirando por dónde iban, ciegos con la desordenada codicia que de hacer mal y robar llevaban; lo cual sabido por Lope de Aguirre, porque pareciese que sentía mucho la desgracia sucedida a aquellos soldados y que los amaba mucho, comenzó a encenderse en una ira infernal, diciendo muchas blasfemias contra Nuestro Señor Dios y contra sus santos, y haciendo muy crueles amenazas contra los vecinos de aquel pueblo; y porque no pareciese que no se satisfacía con aquello que decía, sino que deseaba ponerlo por la obra, mandó luégo como rey apregonar guerra civil y criminal, a fuego y a sangre contra el rey de Castilla y sus vasallos, metiendo a cuchillo todos cuantos por delante topasen, con pena que al soldado de los suyos que a cualquier prisionero que a las manos hubiese, luégo no lo matase, por el mismo caso se le quitase la vida al tal moldado, y exceptuando a solos aquellos que sin ninguna fuerza y resistencia, de su propia voluntad, le viniesen a servir y seguir.
Esta guerra se apregonó con toda solemnidad de trompetas y atabales en el pueblo de la Burburata, y desmandándose sus soldados más a lo largo y hacer mal como en tierra de enemigos, andaban por los hatos, cortijos y estancias de los vecinos, buscando qué robar y en qué hacer mal y daño, y así en una estancia que estaba obra de cuatro leguas del pueblo, hallaron a un Chaves, que era alcalde ordinario de aquel pueblo, y luégo con muy gran regocijo lo trajeron ante su capitán, y no lo quisieron matar a fin de informarse de él dónde estaban los demás vecinos y dónde tenían sus haciendas, y dejaron en la propia estancia a su mujer del mismo Chaves y a una hija suya que allí estaba con él, que era casada con un don Julián de Mendoza.
Asímismo prendieron estos traidores soldados otro mercader que andaba al monte, llamado Pedro Núñez, y trajéronlo ante su capitán Lope de Aguirre, al cual le preguntó que por qué se huía, y el soldado le respondió que de miedo de él y de su gente, y el traidor le replicó que le dijese qué decían de él y de sus compañeros en aquella tierra, y el Pedro Núñez le dijo que nonada, y Aguirre le tomó a persuadir que dijese la verdad de lo que se decía, y que no hubiese miedo ni temor alguno, que él le daba su fe y palabra que no recibirla por ello mal ni daño, y asímismo todos los que allí estaban se lo persuadían, diciéndole que pues su general se lo mandaba, que lo dijese y no hubiese miedo. El pobre mercader, viéndose tan acosado y persuadido de todos, dijo: "dicen, señor, que vuestra merced, y todos los que con él vienen, luteranos, malos y crueles". El traidor se enojó de lo que el mercader le dijo, y quitándose una celada que en la cabeza traía, le amagó a tirar con ella, diciéndole: "bárbaro, necio, no sois más majadero que eso", pero no le tiró la celada; mas después lo mató, como adelante se dirá.
Capítulo setenta y cinco
De cómo envió Aguirre a pedir caballos a la Valencia, y cómo ahorcó al mercader y a un soldado.
Como las cabalgaduras que en este pueblo de la Burburata se habían hurtado eran todas las más cerradas, acordó Aguirre de detenerse allí algunos días para domarlas, porque si no las domaba no podía llevar su munición y artillería, en los cuales hicieron todas las maldades que pudieron, usando de diversos modos en el echar a perder lo que topaban por allí escondido de los vecinos, los cuales así ropas como otras cosas de comer habían escondido en muchas partes debajo de la tierra, y sacándolas de rastros se aprovechaban de ellas. Otros hacían guisar todas las cosas que habían de comer, con vino. Otros desfondaban las pipas de vino por una parte, y poniéndolas derechas hacia arriba se metían dentro y se bañaban en vino, y así usaban de estos instrumentos y de otros por echar a perder todo lo que topaban.
Lope de Aguirre, viendo que las cabalgaduras que allí tenía y estaba domando no bastaban para llevar todo el carruaje y bagaje, acordó escribir una carta a los vecinos de la Valencia, como hombre poderoso, en que les enviaba a decir que él tenía determinado de no ir ni pasar por su pueblo, sino por otra parte pensaba pasar al Nuevo Reino y a Barquisimeto, y que para aviarse tenía necesidad de que cada vecino de los de aquel pueblo le enviasen un caballo por sus dineros, que él los quería pagar muy bien; y que con ellos enviasen persona de recaudo que tomase o recibiese la paga, y que demás de pagarlo él muy bien, con hacerlo así redimirían muchas vejaciones y daños que él y sus soldados les podían hacer yendo por su pueblo, lo cual le certificaba que harían si no le enviaban los caballos que les pedía ni por sus dineros. Los vecinos, aunque recibieron la carta, no curaron de responder nada a ella, teniendo ya noticia de las buenas obras y hechos de Lope de Aguirre y sus secuaces.
Sucedió asímismo que andando a hurtar estos ministros de Aguirre, uno de ellos topó o desenterró una botija de aceitunas que un Pedro Núñez, mercader, que estaba preso entre los traidores, de quien arriba hemos Contado que le quiso tirar con la celada, había escondido con cierto oro dentro; y teniendo noticia el Pedro Núñez de cómo aquel soldado había hallado su botija con el oro, se fue a Lope de Aguirre y le dijo que aquel soldado había hallado aquella botija con las aceitunas y el oro, que le suplicaba que le mandase dar su oro. Aguirre mandó llamar ante sí al soldado y le preguntó por la botija y por el oro, y el soldado dijo que era verdad que él había hallado la botija, pero que el oro no lo había hallado. Aguirre, para más averiguacjón del negocio le preguntó que con qué estaba tapada la botija. El Pedro Núñez le dijo que con brea. El Soldado trajo ante Aguirre una tapadera de yeso, la cual vista por Lope de Aguirre le dijo, quien en aquello le mentía que también le mentiría en otra cosa de más importancia, y así le mandó dar garrote; pero la causa principal de matar este mercader fue lo que le había dicho antes, cuando le quiso tirar la celada.
Otro día acertó un pobre soldado, llamado Pérez, marañón que estaba algo enfermo y por recrearse y apartarse del pueblo y echarse junto a un arroyo que por cerca de él pasaba, y acaso salió por allí Lope de Aguirre y lo topó echado, y le dijo: ¿qué haces aquí, Pérez? El cual le respondió que estaba muy malo, y Aguirre le replicó, luégo de esa manera, señor Pérez, no podréis seguir esta jornada: bueno será que os quedéis en este pueblo. El soldado le respondió, como vuestra merced mandare; y volviéndose al pueblo mandó a sus ministros, diciéndoles: allí está Pérez muy malo, traédmelo acá y curarle hemos y hacerle hemos algún regalo; los cuales fueron luégo y se lo trajeron, y mandó después que se lo hubieron traído, que lo ahorcasen porque no quisiera este traidor que ningún soldado mostrara voluntad de quedarse en ninguna parte.
Sabido en el campo cómo Aguirre mandaba matar aquel Soldado, muchos de sus amigos y capitanes le fueron a rogar que no lo matase a los cuales respondió muy enojadamente que ninguno le rogase por hombre que estuviese tibio en la guerra, y sin embargo de los ruegos de sus capitanes y amigos lo mandó ahorcar, y le puso un rótulo en los pechos que decía: ahorcose este hombre por inútil y desaprovechado; y en estas crueldades y en otras gastó el traidor los días que estuvo en este pueblo.
Capítulo setenta y seis
Que trata de cómo dos soldados se le huyeron a Lope de Aguirre, y lo que sobre ellos paso.
Ya que el traidor tenía domadas sus cabalgaduras y estaba aderezando de caminar de aquel pueblo para la Valencia, dos soldados, deseosos de servir al rey, y más de librarse de las manos de este cruel traidor, el uno llamado Pedro Arias de Almesta y el otro Diego Alarcón, se huyeron del pueblo y sujeción de Aguirre, pareciéndoles que por estar tan de camino no les detendría a buscarlos. El traidor, visto esto, envió luégo los más amigos suyos que fuesen a la estancia donde habían prendido al alcalde Chaves y le prendiesen a su mujer y a su hija, que allí estaban, y se las trujesen ante él, los cuales lo hicieron así; y hallando estas dueñas en la estancia, que estaba cuatro leguas del pueblo, las trajeron a la Burburata, donde su general estaba; el cual desque las vio en su poder, mandó al Chaves, marido y padre de estas señoras que él tenía en su poder, que luégo fuese y buscase estos dos soldados y los prendiese y se los enviase dondequiera que estuviese, y que si así no lo hiciese que se las había de llevar consigo a Pirú, y que asímismo hiciese a los indios que luégo quitasen las puyas que en los caminos habían puesto, por cuya causa él no había osado enviar algunos de sus soldados en busca de los huídos, porque no se le empuyasen, y que cumpliéndolo así él le daría luégo a su mujer y a su hija, y dejándolo en aquel pueblo de la Burburata él se partiría.
Cargando en los jumentos que tenía toda su artillería, y haciendo a los soldados que cada uno cargase no sólo sus armas, pero todo el mantenimiento que por el camino habían de comer, y a las señoras mujer e hija del alcalde, y a su propia hija, con otras mujeres que él había traído del Marañón, hizo caminar a talón, dejando el pueblo tan asolado y quemado y perdido y destruido como al pueblo de la Margarita, y en él tres soldados que estaban enfermos, el uno llamado Paredes y el otro Marquina y el otro Ximénez, cosa cierto muy nueva para él y que hasta allí nunca había hecho.
Es de creer que él estaba tan saneado y confiado de estos tres soldados que ellos no se quedaban de su voluntad sino constreñidos de la enfermedad que tenían, y por no poder caminar a pie, que por esto no los quiso matar, y así antes de su enfermedad debían ellos de haber dado testimonio mediante sus obras del mucho amor y afición con que seguían Aguirre, y así comenzó a marchar por el camino o derrota de la Nueva Valencia, y yendo caminando vio venir el traidor por la mar una piragua en la cual parecía que venia gente española hacia el pueblo y puerto de la Burburata; y con deseo de coger a los que en la piragua venían, hizo que la gente no se detuviese ni parase hasta encubrirse detrás de una serrezuela que en el camino se hacía, con la cual se cubrieron de la vista de la mar, y llegando allí mandó hacer alto, porque quería volver a ver si podía hacer algún salto en el pueblo y prender a los de la piragua, y así se alojaron allí, tras de aquella sierra, y después de anochecido, tomando consigo el mismo Lope de Aguirre veinte y cinco o treinta arcabuceros de los más amigos, se volvió a la Burburata, y esparciéndose por todo el pueblo, cada uno por su parte, buscaron si estaba en él alguna gente de la que había venido o parecido en la piragua y nunca hallaron a nadie; y como esto vieron se hartaron todos de vino, especialmente Lope de Aguirre, que alzó tanto el brazo que excediendo de la buena orden, se embriagó, y pudieron muy fácilmente, cualquiera de los que con él iban, matarle, porque después de estar con el vino fuera de tino, se anda ha solo por las casas de aquel pueblo buscando la gente de la piragua; de donde se colige la poca voluntad que estos soldados, y aun todos los demás tenían de que Aguirre fuese muerto o desbaratado, porque si ellos tuvieran algún celo de lo que convenía al servicio de Dios y del rey y tuvieran voluntad de quitarse y apartarse de aquella engañosa libertad y de que cesasen los daños que aquel traidor hacia, fácilmente lo pudiera cualquiera de ellos matar esta noche que, volvieron al pueblo de la Burburata, y así todos los mismos se jactaban de la gran oportunidad que tuvieron entonces para matarle, la cual hasta allí nunca habían tenido, excusándose con decir que Dios no fue servido de que entonces muriese, porque si Dios lo quisiera ello se hiciera, queriendo encubrir su malicia y perverso deseo con la voluntad de Dios.
Los que en esta vuelta de la Burburata más ganaron fue tres soldados llamados Rosales y Acosta y Jorge de Rodas, que con la oscuridad de la noche se huyeron en el propio pueblo, y el traidor y sus amigos, como estaban algo embriagados con el vino, no echaron de ver los que faltaban hasta que después de amanecido, que ya el calor del vino se había aplacado y con la luz del día se veían y conocían mejor, entonces los echaron menos y se metieron Aguirre y sus secuaces en algunas casas del pueblo, para estar allí en salto por si viniese alguno al pueblo tomarlo descuidadamente.
Capítulo setenta y siete
De algunos alborotos que hubo en el campo de Aguirre.
En el ínterin que el traidor Lope de Aguirre fue al pueblo a hacer lo que en el capítulo antecedente se ha dicho, sucedieron algunos alborotos en el campo, que me pareció que era bien contarlos, y fue así: que aquel lugar donde aquella gente había quedado alojada era estéril y muy falto de agua, y como la tierra era muy cálida, la sed les constriñó a irla a buscar, y tomando algunos soldados todas las piezas y vasijas que en el campo había, se fueron a unas quebradas montuosas que algo lejos de allí estaban, para de ellas traer el agua que pudiesen, en las cuales estaban rancheados algunos vecinos de la Burburata; y como sintieron o vieron ir la gente, entendiendo que los iban a buscar a ellos, y tomando consigo lo que pudieron se metieron el monte adentro a esconderse en parte que no los hallasen.
Los que iban por el agua, reconociendo por allí rastro de gente, echaron por el arcabuco algunos indios, metiéndose por el monte arcabuco dieron en las chozas o ramadas donde habían estado los españoles o vecinos de la Burburata, y como las vieron desamparadas, entraron dentro y hallaron cierto arto1 y otras baratijas que los pobres ahuyentados no habían podido llevar consigo, entre el cual estaba una capa conocida, que era de un Rodrigo Gutiérrez que con Monguia se había pasado al fraile, y en la capilla de ella estaba una probanza de abono que el Rodrigo Gutiérrez había hecho ante la justicia de la Burburata, en la cual estaba un dicho y declaración que Francisco Martín, piloto, había dicho en abono del Gutiérrez y contra Aguirre. Este Francisco Martín, piloto, es el que arriba habemos contado que halló el traidor Aguirre en la Burburata y le dio los descargos y lo envió a buscar a sus compañeros.
Llevada esta probanza al campo la vio y leyó un Juan de Aguirre, mayordomo de Aguirre y a quien él había dejado encargado el campo; y viendo lo mucho que con su dicho abonaba y descargaba el Francisco Martín al Rodrigo Gutiérrez, se fue luégo para él con algunos amigos suyos el cual estaba ya preso sobre ello y con el Antón García, y dándole de puñaladas el mismo Juan de Aguirre y aun dándole otros con otras heridas y arcabuzazos, mataron desastradamente a este Francisco Martín, piloto, y le dieron el pago que justamente mereció, pues habiéndose escapado de sus manos se quiso de su voluntad volver a sus subjeción y tiranía.
El Juan de Aguirre se descargó después de desbaratado el Aguirre, diciendo: que era verdad que él había muerto aquel hombre por los muchos males e ignominias que cada día venia diciendo contra Su Majestad y contra sus justicias y jueces y vasallos, incitando a los soldados a que no se huyesen ni pasasen al rey ni a su servicio, y por quitar dentro la gente tan mal tercero, había tomado por ocasión aquel que había dicho en aquella información.
Lo que de aquí dependió fue que estando matando a este Francisco Martín, piloto, otro soldado marañón, llamado Arana, queriendo acabarlo de matar, le apuntó con el arcabuz, y o de industria o porque no pudo más, dio con la pelota al otro soldado que con él estaba preso, llamado Antón García, y matolo; sobre lo cual algunos soldados altercaban, unos diciendo que el Arana había muerto al Antón García de industria y que adredemente le había tirado y que no era bien hecho; otros, volviendo por el Arana, decían que no, sino que erró y le dio, y sobre este se alborotaron muchos soldados, unos con otros, y viendo esto el Arana, le dijo: que él lo había muerto porque se había querido huir aquella noche, y que estaba muy bien muerto, y se fuese a su cuenta, que el general, su señor, lo tendría por bien, y con todo esto los soldados no dejaban de alterar sobre la muerte del Antón García, alabándolo unos y vituperándolo otros.
El Arana, pareciéndole que aquel negocio iba de mal arte, y que si venían a las armas podría él llevar la peor parte, se fue corriendo a donde Lope de Aguirre estaba, y le dio noticia de lo que en el campo había, el cual luégo, a la hora se vino, y los muertos se quedaron por muertos, y los vivos por vivos, y el traidor se holgó mucho de la muerte de estos soldados, especialmente por haberlo hecho su muy amigo Juan de Aguirre y Arana.

Capítulo setenta y ocho
De la ida que hizo Lope de Aguirre y su gente a la Nueva Valencia, y de la enfermedad que allí tuvo.
Otro día de mañana se partieron de este alojamiento donde habían estado, siguiendo su viaje a la Nueva Valencia. Era el camino muy malo y áspero, y de muy altas sierras, por lo cual ni los soldados podían llevar lo que del pueblo sacaron ni los caballos subir por las cuestas las cargas que les habían echado, por lo cual alijaron en este camino los soldados todo el más bagaje de ropa que llevaban; y viendo Aguirre que las cabalgaduras se le cansaban y no podían llevar las cargas, se las aliviaron quitándoles mucha parte de ellas y repartiéndolas entre los soldados, a los cuales hacía ir cargados como merecían; y por obligar algunos capitanes y personas principales de su campo que se comidiesen a tomar parte de la carga que a las cabalgaduras habían quitado, se cargaba él mismo de todo el peso que podía llevar y caminaba con ello, y por muchas partes del camino, que eran sierras e cuestas arriba por donde las cabalgaduras no podían subir la munición y artillería que les habían cargado, lo subían a cuestas los soldados, pasando mucho trabajo en cargar y descargar, y así les fue forzoso dejar en el camino ciertos tiros de artillería de hierro, y a esta causa caminaban muy poco cada día y con muy mucho trabajo, porque en diez leguas que hay desde la Burburata a la Valencia tardaron seis días.
En este camino cayó malo Lope de Aguirre de lo mucho que en él trabajó, así llevando a cuestas su parte de la munición, como por la mucha congoja que recibía de ver el mal aliño que tenía y llevaba en todo su campo y en el llevar de aquellas municiones. Afligiole tanto la enfermedad que casi no podía ir a caballo, y el día que hubo de entrar en la Valencia envió delante todos sus amigos y capitanes, y se quedó él solo en el camino con algunos soldados que le llevaban cargado en una hamaca y otros le iban por el camino haciendo sombra con una bandera a manera de palio; y con el tormento que la enfermedad y el molimiento de la hamaca y del camino le daban, no había árbol a cuya sombra no se arrojaba y dando voces decía tendido en el suelo: "oh marañones, mátame, mátame", y de esta suerte lo llevaron cargado algunos soldados que ahora2 blasonar del arnés que son muy servidores del rey, los cuales le pudieran entonces muy seguramente y con mucha facilidad matar. Mas créese que querían y deseaban vivir conforme y como tenían la voluntad.
Los capitanes y soldados que habían ido delante se entraron en el pueblo de la Nueva Valencia, donde por no haber quién se lo resistiese ni defendiesen, se aposentaron y alojaron muy a su voluntad, apartando la mejor casa para su capitán, que atrás habían dejado enfermo, como se ha dicho, el cual llegó ya tarde y se aposentó donde le tenían señalado sus capitanes, y allí estuvo algunos días muy al cabo y enfermo y sin poderse menear ni sin que le guardase nadie, porque todos sus privados y capitanes andaban entendiendo en los negocios de la guerra, los cuales eran buscar qué hurtar y robar, y así le entraban a visitar libremente todos los que querían, y aunque le hallaban tan propincuo a la muerte no hubo ninguno que tuviese ánimo para acabarlo; después de lo cual el traidor convaleció y se mejoró y levantó, y viendo que de aquella provincia no se le había llegado nadie, daba muy, grandes voces, blasfemando de Dios y de sus santos, diciendo que los vecinos de aquella tierra eran peores que bárbaros y muy pusilánimes y cobardes y para poco; que cómo era posible que no se le hubiese llegado un soldado ni aun indio; que no podía imaginar de qué nación fuese aquella gente, porque ellos solos rehusaban y, aborrecían la guerra que desde el principio del mundo los hombres la habían amado y seguido y usado, y que aun en el cielo la había habido entre los ángeles cuando la caída de Lucifer y sus secuaces, y por aquí decía trescientos mil géneros de disparates y aun herejías muy grandes.
Los soldados, entre las otras cosas que robaron en este pueblo de la Valencia, juntaron algunas yeguas y potros cerreros por domar, por lo cual, y para domarlos, y por ver si se podía rehacer de más cabalgaduras para llevar sus municiones adelante y para en que fuesen sus privados y amigos y capitanes, se detuvo en este pueblo de la Nueva Valencia quince días y más, haciendo los estragos y destruimientos que en los otros pueblos de atrás había hecho.
Luégo que Aguirre convaleció y mejoró, mandó que so pena de la vida ninguno no saliese del pueblo sin su licencia y porque ya se le habían pasado algunos días sin derramar sangre humana por la enfermedad que había tenido, al fin vino a quebrantar su furia y deseo en un pobre soldado llamado Gonzalo, pagador, el cual ignorando lo que su capitán había mandado, se apartó sin pedirle licencia, obra de un tiro de arcabuz, de el pueblo a coger unas papayas, lo cual visto por Lope de Aguirre le mandó luégo matar porque quebrantó su ley.
Otras muchas cosas hizo este traidor en este pueblo de la Valencia, de las cuales por su orden se irán diciendo, y de otras que algunos vasallos de Su Majestad hicieron, no de menos crueldad que las del traidor.
Capítulo setenta y nueve
De cómo don Julián trajo a Lope de Aguirre los dos soldados por quien tenía a su mujer y suegra en rehenes.
El alcalde Chaves, a quien Aguirre había tomado la mujer y la hija en prendas de los dos soldados que al partir de la Burburata se le habían huido, juntándose con don Julián de Mendoza, su yerno, pusieron toda la diligencia que pudieron por sus personas y de sus criados y amigos, a buscar los dos soldados, para con ellos o con sus vidas rescatar sus mujeres.
Fue tanta la desgracia de los soldados que al fin toparon con ellos, y prendiéndolos y echándolos en una cadena con sendas colleras, el don Julián se encargó de ellos para llevarlos Aguirre y sacar su mujer y su suegra; y partiéndose del pueblo de la Burburata para la Valencia, donde el traidor Aguirre estaba con sus soldados, en la cadena, el Pedro Arias, o con desmayo y flaqueza. o de cortado de verse llevar así al matadero, se dejó caer en el suelo y no andaba. El don Julián, viendo aquello, le dijo que anduviese, si no que con su cabeza haría pago al Lope de Aguirre. El Pedro Arias le respondió que hiciese lo que quisiese, que él no podía más ni se podía menear. Oído esto, el don Julián echó mano a una espada que tenía, y alzándole la barba le comenzó a cortar la cabeza por el gaznate. El Pedro Arias, viéndose así herido, le dijo y rogó que por amor de Dios no le matase, que él se esforzada todo lo que pudiese y caminaría; y con esto el don Julián no quiso pasar adelante con su crueldad, y lo dejó harto mal herido de la garganta, y se fue con ellos a la Valencia, donde los entregó a Lope de Aguirre, y le dieron luégo su mujer y suegra; y el traidor mandó luégo ahorcar al Diego de Alarcón y hacerlo cuartos y ponerlo por los caminos, y sacándolo hacer justicia de él, lo mandó llevar arrastrando por todas las calles de la Valencia, con voz de pregonero que decía: "esta es la justicia que manda hacer Lope de Aguirre, fuerte caudillo de la noble gente marañona; a este hombre por leal servidor del rey de Castilla, mandolo arrastrar y hacer cuartos por ello: quien tal hace que tal pague", y así le cortaron la cabeza y se la pusieron en el rollo de aquel pueblo: y los cuartos en palos por los caminos. Y pasando Aguirre por la plaza vio estar la cabeza del Diego de Alarcón, y hablando con ella dijo: "ahí estáis amigo Alarcón, cómo no viene el rey de Castilla a resucitaros", y esto con muy gran risa y mofa.
Al Pedro Arias de Almeta, porque era buen escribano y lo quería para su secretario, no lo mató, antes lo dejó vivo, y mandó luégo que lo curasen, que fue cosa nunca vista ni hecha hasta entonces por Lope de Aguirre, porque por otras muy más leves ocasiones, había él muerto otros más amigos suyos.
Hecho esto tuvo noticia Aguirre que los vecinos de aquel pueblo estaban recogidos, con sus mujeres y haciendas, en un lago o laguna muy grande que llaman la laguna de Tarigua, que tiene muchas islas pobladas de indios, y deseando hacerles algún mal, y que sus soldados los robasen y se aprovechasen de lo que tenían, envió un capitán suyo llamado Cristóbal García, calafate, a que fuese con ciertos soldados, y mandole que hiciese todo lo que pudiese por entrar en la laguna e isla de ella, y prendiese todos los vecinos que en ella hallase y les tomase todo lo que tuviesen y los trujese ante él.
El capitán se partió con su gente, y llegado a la laguna, halló ser muy grande y hondable, y no halló con qué entrar a ella ni pasar a las islas y procuró hacer unas balsas de cañas para navegar por la laguna; y como es madera tan delgada las cañas no se podían sustentar con peso en el agua, que en subiendo sobre ellas los soldados, luégo se iban a fondo, y viendo que no tenían ningún modo para poder hacer lo que Aguirre le había mandado, se volvió con la gente a donde el traidor, estaba y le dijo lo que pasaba, al cual le pesó harto por no haber podido salir con lo que había intentado; y estando con este enojo, recibió una carta del alcalde Chaves, de la Burburata, el cual le enviaba a decir que por le hacer servicio él había preso a Rodrigo Gutiérrez, que enviase por él con toda brevedad, que él lo entregaría a quien le mandase. Aguirre, contento y alegre de esta nueva, envió luégo a Francisco Carrión, su alguacil mayor, con doce soldados, para que lo trujesen.
Era este Rodrigo Gutiérrez uno de los tres soldados que con el capitán Monguia fue de parecer que se pasasen al servicio del rey con el provincial de Maracapana, y habiéndose quedado allí en la Burburata, el alcalde Chaves, por contentar Aguirre, lo quiso prender para enviárselo, y el Rodrigo Gutiérrez, habiéndolo entendido, se retrajo a la iglesia, y el alcalde entró en ella para sacarlo y el clérigo no se lo consintió, y él le echó allí prisiones y le puso guardas y dio aviso al Aguirre para que enviase por él, como se ha dicho. Mas Rodrigo Gutiérrez, temiéndose de la cautela, se dio tan buena maña que quitándose las prisiones se salió de la iglesia y se fue al monte.
Llegado Carrión, alguacil de Aguirre, con sus porquerones a la Burburata, y no hallando a Rodrigo Gutiérrez, y diciéndole el alcalde Chaves lo que pasaba, se volvió a la Valencia, donde estaba su capitán, por el cual sabido cómo se había soltado Rodrigo Gutiérrez, comenzó a reñir con el alguacil y los que con él habían ido porque no habían muerto al alcalde Chaves, pues había dejado ir al preso y no lo había guardado bien; y cierto lo mereciera muy bien Chaves, alcalde, pues de su propia voluntad y estando libre, se convidaba hacer unas cosas tan mal sonantes como estas y otras que adelante se dirán.
Capítulo ochenta
Que trata de un aviso que dio el alcalde Chaves a Lope de Aguirre, y de tres soldados que mató en la Valencia.
Tenía el alcalde Chaves muy grande coligancia y amistad con Lope de Aguirre, traidor, y en su ausencia hacia todo lo que podía por su servicio, prendiéndole los que se le huían, y enviándoselos, y dando otros medios para que los hubiese a las manos; y prosiguiendo adelante con sus buenas obras, tuvo noticia este alcalde de cómo el gobernador Pablo Collado, que estaba en el Tocuyo, procuraba hacer gente para ver si podía resistir al traidor, el cual, como fiel siervo de Lope de Aguirre y que deseaba más seguirle que no dañarle, escribió una carta desde la Burburata hasta la Valencia, donde estaba, dándole noticia y haciéndole saber cómo en los pueblos del Tocuyo y Barquisimeto se juntaban los vecinos para resistirle, y habían, en nombre del rey, alzado banderas y nombrado capitanes y otros oficiales de la guerra, y convocaban toda la tierra de a la redonda, que eran otros pueblos de españoles, pidiendo auxilio y favor hasta el Nuevo Reino de Granada para resistirle el pasaje, y si pudiesen, destruirle y desbaratarle.
No se holgó mucho Aguirre de lo que contra él se ordenaba, aunque le plugo del aviso y lo agradeció, y luégo dio orden en aliñar su partida de aquel pueblo, por marchar y llegar con toda brevedad a los pueblos del Tocuyo y Barquisimeto, antes que se juntase tanta gente que le pudiese ofender; porque le parecía Aguirre que si la gente de aquellos dos pueblos era como las de los demás que atrás quedaba, que si no les venia favor de otra parte que no le ofenderían, y teniendo relación de cuán lejos o desviado estaba el Nuevo Reino de Granada, pareciole que apresurando su ida llegaría a tiempo que hiciese lo que quisiese, y así aliñó de partirse luégo otro día de mañana. Y para que con el alboroto de la partida no se le descabullese o huyese algún soldado, mandó aquella noche juntar toda la gente en un cercado de casas donde él posaba, y los hizo allí dormir a todos; y aunque el cercado era de bahareques no por eso se procuró huir ninguno, porque les parecieron aquellos flacos bahareques muy altas murallas de calicanto a causa de la poca voluntad que tenían de evadirse ni escaparse de las manos del traidor.
Lo que de este avisoque Chaves dio Aguirre resultó, fue que para apresurarse Lope de Aguirre y darse más priesa y no tener algún estorbo en el camino, acordó matar allí en el bohío, la noche que se había de partir, tres soldados, secretamente, sin que fuese entendido de los demás, llamados Benito Díaz y Francisco de Lora, y otro Zigarra. Al Benito Díaz mató porque había dicho que tenía un pariente en el Nuevo Reino de Granada, y a los otros dos mató porque le pareció que no frecuentaban las cosas de la guerra con el calor que era necesario y justo, y así los dejó dentro en el bohío. En la mañana, cuando se partió, pegó fuego al bohío, donde se quemaron. Y dejando hecho este buen recaudo, y el pueblo tan destruido y asolado como a los demás con robos y destrucción de muchos ganados, que es la hacienda principal de los de este pueblo, se salió de él para la ciudad de Barquisimeto.
Tenían puesta una espía que de un alto divisó salir la gente de Aguirre y luégo se fue derecho corriendo al pueblo de Barquisimeto, en el cual aún no había entrado el general Gutierre de la Peña con la gente; y diciendo la espía que los amotinados venían cerca, sólo por amedrentar los vecinos, ellos se lo creyeron, y luégo a quien más podía, comenzaron a huir llevando sus mujeres por delante y algún oro y otras cosas manuales, de suerte que todo lo más que tenían se dejaron en el pueblo, y los amotinados no llegaron a él en aquellos ocho días. Mas el general Gutierre de la Peña, con algunos soldados, se vino a juntar allí la gente, como se ha dicho, y hallando el pueblo desamparado, se alojaron en él y se aprovecharon de todo lo que dentro había; de suerte que el saco y ruina de este pueblo de Barquisimeto fue hecho por los mismos soldados y gente que de parte del rey se habían juntado, y merecía esta espía que le castigaran muy bien, pues quiso dar arma falsa a aquellos vecinos, y fue causa de que desmamparasen su pueblo y perdiesen mucha parte de sus haciendas que en él dejaron.
Capítulo ochenta y uno
De lo que sucedió Aguirre en el camino de Barquisimeto.
Salido Lope de Aguirre de la Valencia, y habiendo ya caminado buen rato por el camino de la sierra hacia Barquisimeto, el cual es todo arcabuco, algunos soldados que iban temerosos de aquel traidor no los matase, viendo el buen aparejo que tenían para huirse por ir la gente algo esparcida y ser la tierra montaña, acordaron esconderse, y así se le huyeron diez soldados en un día, aunque cada uno por sí y sin saber el uno del otro; lo cual sabido por Lope de Aguirre, encendido en muy grande ira, hacía muchos verbos, diciendo mal a Dios y a sus santos, echando reniegos y descreos, mirando hacia el cielo. Pateaba con los pies y echaba espumarajos por la boca, diciendo: "oh pésete tal, marañones, que bien he dicho yo días a que me habíades de dejar al tiempo de la mayor necesidad, y que había yo de hacer la guerra con micos o gatos del arcabuco, y me hubiera valido más por no dar la vida a tan cevil gente. Oh profeta Antonico, que bien profetizaste la verdad, que si yo te hubiera creído no se me hubieran ido estos marañones". Y esto decía por un pajezuelo suyo, llamado Antonico a quien él quería mucho, el cual le decía muchas veces que no se fiase de los marañones, porque al mejor tiempo se le habían de huir todos y dejarle solo, y cada vez que se le huía algún soldado, luégo acudía al profeta Antonico; veis aquí quien me ha profetizado esto muchos días ha. Mas como suelen decir, nunca falta uno que tercie de buena, porque para aplacar a Lope de Aguirre y mitigar este enojo, salió de través un Juan Gómez, su almirante, que no debía tener los pensamientos de menos virtud que Lope de Aguirre, y le dijo: "oh pésete tal, señor general, y qué bueno anda, vuestra merced: el otro día, si como fueron tres fueran treinta, a fe que quedaba su campo seguro y en perficción y sin riesgo de enemigos; mas por vida de tal, que hay por aquí muchos y muy buenos árboles". Todo, esto decía el Juan Gómez porque ya que Lope de Aguirre, cuando al salir de la Valencia no mató más de tres soldados, que allí matase o ahorcase los demás de quien se sospechaba que no le seguían con afición.
El traidor no echó de ver en lo que el Juan Gómez decía, o no se atrevió hacerlo entonces, pero después lo intentó, como se dirá adelante.
Al tercero día de como salió de la Valencia, dio en una ranchería de minas, donde los vecinos de aquel pueblo tenían sus esclavos sacando oro, y con la nueva y venida del Aguirre los habían alzado y quitado de allí y puesto en cobro; en la cual ranchería estaba un bohío de maíz. Aguirre se holgó mucho de hallar aquel recurso de comida, y más se holgó creyendo que los negros que allí sacaban oro se le juntaran, con los cuales pensaba hacer la guerra, porque traía otra cuadrilla de hasta veinte negros con su capitán, y a estos les decía que eran libres y que hiciesen todo lo que quisiesen, y ellos usaban tan bien de su libertad, que si crueldades y muertes y otros males hacían los españoles, ellos los hacían al doble; y así fue Dios servido que en esta ranchería no se huyese ni fuese a donde el traidor estaba ningún esclavo, de lo cual le pesó harto; y después de haber holgado allí un día, se partió prosiguiendo su viaje.
En este día que salió de la ranchería de las minas, le llovió un aguacero algo recio, y tenía una cuesta que subir, la cual, aunque no era muy larga, era muy agria, y con el agua que había llovido estaba la cuesta muy lodosa y resbalosa, de suerte que las cabalgaduras que llevaban cargadas, resbalaban mucho y caían, y no daban paso que no lo volvían atrás, así por ser todas las yeguas de muy poco trabajo como por haber poco que se habían domado y ser aquellas las primeras cargas, si no era con mucho trabajo que habían cargado; y viendo Lope de Aguirre el mal aliño que traía y cómo por ninguna vía podía pasar de allí con las cargas, si no era con mucho trabajo suyo y de sus soldados, comenzó a disparar con aquella serpentina lengua tantos géneros de blasfemias y herejías contra Dios Nuestro Señor y contra sus santos, que no había cristiano que le oyese que no le pusiese muy gran pavor y espanto y le tremiesen las carnes; y viendo que el blasfemar no le aprovechaba para pasar adelante sus cabalgaduras, hizo a sus soldados que por toda la cuesta hiciesen escalones en que agarrasen las bestias, y con esta industria las subió con harto trabajo.
En el cual tiempo, la gente de su vanguardia, como no llevaban qué cargar y descargar, no curaron de detenerse, pareciéndoles que aquel impedimento que hubo no hubiera, y que todos los seguían sin detenerse; y como Aguirre acabó de subir su bagaje y no vio la vanguardia, comenzose alborotar de nuevo, y hablando con un Juan de Aguirre, su mayordomo, y con un Roberto de Susaya, su capitán de la guardia, y con otros sus amigos, que allí estaban, les dijo: "yo, señores, os profetizo que si en esta gobernación no se nos llegan cuarenta o cincuenta soldados, que no habemos de llegar al Reino, según las voluntades veo y conozco en mis marañones".
Y diciendo esto pasó de largo con toda la priesa que pudo, y fue tras los de la vanguardia, a los cuales alcanzó, y vituperando y ultrajando de palabra así capitanes como a soldados, los hizo volver trás el valle de la cuesta, donde había tenido el trabajo. Allí durmieron aquella noche.
Capítulo ochenta y dos
De cómo llegó Aguirre al valle de las Damas, y cómo intentó de matar mucha gente de la que traía, por sospecha que de ellos tenía.
Otro día de mañana comenzó a marchar el amotinado Aguirre, rogando y exhortando a los de su vanguardia que llevasen más cuenta de allí adelante con los que atrás quedaban, y que les fuesen haciendo alto; y que pues eran todos soldados viejos, que no era menester imponerlos de nuevo; y sin se le huir ninguno ni haber cosa que de contar sea, más de las blasfemias, caminando por sus jornadas contadas, llegó al valle que dicen de las Damas, donde halló junto a un río, en una estancia, un bohío cantidad de maíz, con el cual hubo Aguirre todo contento, porque iba ya falto de comidas, y así por esto como por -que- la gente y cabalgaduras descansasen, se detuvo, allí un día.
La gente que por parte del rey se juntaba en Barquisimeto, tenían en este valle de las Damas puestas nuevas espías para que en llegando a él Aguirre les diesen aviso y ordenasen los que les conviniese. Las espías, en viendo la gente de Aguirre, luégo fueron a su general a decirle cómo Aguirre estaba allí.
Sabido esto, el maese de campo Diego García de Paredes tomó consigo hasta catorce o quince hombres, encima de caballos y unas varas con hierros de lanzas en las manos, y salió para reconocer el campo y gente del traidor y venirle desasosegando o haciendo otros desabrimientos.
Tenían o estaban asímismo en el campo del rey un Pedro Alonso Galeas, que había sido capitán de Aguirre, el cual cuando el Aguirre estaba en la Margarita, ya que se le acercaba el tiempo de la partida, le preguntó al capitán Pedro Alonso: ¿tenéis bandera?, y él respondió que no, y el Aguirre le dijo: pues veis aquí veinte varas de tafetán, haced luégo una. Otro día el Aguirre le dijo: capitán Pedro Alonso: ¿tenéis atambor? El cual le respondió que la caja tenía sin parche, y el Aguirre le dijo: "pues, por vida de tal, que si os arrebato, que de vuestro cuero hago yo parches para el atambor". El Pedro Alonso le dio el mejor descargo que pudo, y se apartó de él con harto miedo y temor, y luégo dende a rato pasó Pedro Alonso por junto a un amigo suyo, el cual de pasada y sin se parar, le dijo: Pedro Alonso, mira que os quieren matar; y vistos todos estos pronósticos, el Pedro Alonso no veía la hora que anocheciese para escaparse, el cual, después de anochecido, se fue de entre los amotinados, y fue a dar en una playa donde había acabado de llegar Fajardo, el capitán que venía de las Caracas, que arriba se ha dicho de él, y dándole cuenta de cómo iba y cómo estaba el traidor, le dio una canoa el Fajardo que lo trujese a la Burburata.
Llegado a ella, dio noticia de la gente y armas que el Aguirre tenía, y cuando Lope de Aguirre estaba ya en la Valencia, el Pedro Alonso Galeas se fue a la ciudad de Barquisimeto, donde halló al general Gutierre de la Peña y algunos soldados y vecinos con él, los cuales, como ya tenían noticia de que el Aguirre estaba en la Valencia, creyeron que el Pedro Alonso era espía echada por Lope de Aguirre, y estuvieron muy sospechosos de él algunos días, después de lo cual, viéndole tan seguro y tan fijo en todo lo que decía, y que en lo que mostraba parecía estar quitado de toda sospecha, se informaron de él qué gente y armas traía el Aguirre, que era lo que ellos más deseaban saber; el cual les dio larga relación de todo, y les certificó que de ciento y cuarenta hombres que Aguirre traía, hasta cincuenta habría que le seguían de voluntad, y todos los demás sin ella, y que en viendo gente que en nombre del rey les favoreciese, se le huirían todos. Y con esta nueva, y con otros ardides que le daba, diciéndoles que no tenían para qué acometerle, sino más de alzarles las comidas y ponérsela delante, para que en viendo su auxilio los soldados se pasarían dos a dos y cuatro a cuatro, sin que peligrase ninguno, estaban todos algo contentos, aunque no mucho por la falta de armas y municiones que todos tenían.
El Aguirre, como se ha dicho, descansando un día en el valle de las Damas, y viéndose ya tan cercano al pueblo de Barquisimeto, donde le había escrito el alcalde Chaves de la Burburata que se juntaba la gente del rey, estaba algo atemorizado de algunos de sus secuaces, y llamando a sus capitanes y muy amigos, comunicó con ellos la sospecha que de muchos tenía, diciendo que le parecía que así sospechosos como enfermos, que serían hasta cuarenta hombres, los matasen, y así irían seguros todos. Algunos de los de la junta, alumbrados por Dios, se lo contradijeron, diciendo que si toda aquella gente mataba que los demás se le irían más ama, sospechando o pensando que lo mismo se había de hacer con ellos; y con esto que le dijeron mudó propósito y no lo quiso efectuar, porque él pensaba quedarse con sólo cien hombres, los más amigos suyos, y matar todos los demás.
Y luégo, otro día de mañana comenzó a marchar con su gente hacia Barquisimeto; y el maese de campo, Diego García de Paredes, hacia donde Aguirre estaba, que otro día antes había partido con sus catorce soldados, y el general Gutierre de la Peña se quedó en Barquisimeto, con hasta setenta hombres, con hartos malos aderezos de guerra, porque entre todos ellos no había cota de malla, y de dos arcabuces que tenían sin pólvora, el uno no tenía cazoleta. Pues decir que todos eran hombres de a caballo será levantarles testimonio, porque quitardos los capitanes y algunos vecinos, todos los demás se podían llamar no más de hombre en caballos; y así estaban con toda la vigilancia posible, esperando a su maese de campo, que había ido a reconocer el campo y gente de Aguirre.
Capítulo ochenta y tres
De lo que Lope de Aguirre envió a decir a los del campo del rey.
En el valle de las Damas, donde Aguirre había descansado, había un gran pedazo de arcabuco o montaña en el cual se encasigostaba el camino mucho, de suerte que no podían ir por él más de, si iban gente de a caballo, unos tras otros, que aun para revolver el caballo había de ser con harto trabajo.
Por este camino y montaña iban caminando el maese de campo, y sin pensarlo se encontraron los unos con los otros en esta espesa montaña, y se hallaron tan cortados los unos de ver a los otros y los otros de ver a los otros, que no supieron qué se hacer, más de retirarse cada uno hacia la parte por do venía. Los del maese de campo, como venían en caballos, y el camino era angosto, al revolver dejaron algunas lanzas moriscas de las que llevaban, en el suelo, y algunas celadillas borgoñonas hechas de diversos metales que en aquella provincia se usan. Los de Aguirre no llevaban las mechas encendidas, y así no dispararon ningún arcabuz, más de que tuvieron lugar para tomar las piezas de armas que allí habían dejado los corredores del campo del rey.
Visto Aguirre este alboroto, luégo se puso en arma, y encendieron todos los arcabuceros sus mechas, marchó en orden hasta cerca de la noche, que llegó a una acequia donde se hizo alto con su gente, y se paró a mirar las armas y los demás que habían dejado los que habían venido a reconocerles con el maese de campo, y mofando de todo ello decía a sus soldados: mira, marañones, a qué tierra os ha traído la fortuna, y a dónde os queréis quedar y huir; mira qué celadas traen los galanes de Meliona; mira qué medrados están los servidores del rey de Castilla.
Eran estas celadas borgoñonas unas caperuzas muy viejas y muy mugrientas, hechas de pedazos de paños de colores y de mantas de algodón, a manera de un sombrero, y la copa de cuatro cuartos de diversas colores, y el ruedo de la montera, que es como el de un sombrero, asímismo hecho de cuartos, que verlas provocan a gran risa, y en aquel tiempo las preciaban tanto en aquella gobernación como en otras partes sombreros de terciopelo, y aun se afirma que más. En la conversación y mofa de las caperuzas se estuvo Aguirre con su gente, descansando tres o cuatro horas de la noche, hasta que salió la luna, y luégo comenzó a marchar con su gente y campo, poniendo secretamente guardas a todos los soldados que tenía por sospechosos, para que no se le huyesen.
El maese de campo, con sus catorce compañeros, se había retirado a unas sabanas que atrás había dejado, donde pensaba dar o hacer alguna emboscada. Lope de Aguirre, marchando aquella noche, fue a dar sobre ellos a las propias sabanas, y los sintió y se reguardó de ellos. Viendo el maese de campo que ya segunda vez eran sentidos por Lope de Aguirre, se fue y volvió a donde el general y la demás gente estaba, y de allí luégo dieron aviso al gobernador Pablo Collado, que en todos estos comedios se estaba en el Tocuyo. Tuvieron su acuerdo los del campo del rey, diciendo que para defenderse y ofender Aguirre no estaban bien en aquel pueblo, a causa de que todos habían de andar en caballos y los amotinados a pie, por ser todos arcabuceros, que antes podían ser ofendidos que ofender, por el reparo que los arcabuceros de a pie tenían en las casas y bahareques del pueblo; y pareciendo a todos bien esto, se retiraron y desampararon el pueblo, y se subieron a una mesa alta de sabana rasa, que estaba obra de un tiro de arcabuz del pueblo, y se metieron y alojaron obra de media legua poco más el llano adentro, en una quebrada o arroyo de agua que allí estaba, llevando consigo todo el bastimento que pudieron para sus caballos y personas.
El traidor Aguirre caminó toda aquella noche con su gente a punto de guerra, sin parar hasta otro día a mediodía, que llegó obra de legua y media del pueblo, cerca de un arroyo de agua, que allí estaba, donde se alojó, cargando y poniendo a punto de artillería que tenía y asestándola hacia el camino que iba al pueblo; y puesta su guardia y centinelas en su campo, envió una carta con un indio ladino de Pirú para los vecinos de aquel pueblo, en que les decía que no se huyesen ni dejasen su pueblo, porque les prometía de no hacer mal a nadie, y que no quería ni pretendía de ellos ni de toda la gobernación más que la comida y algunas cabalgaduras, pagándoselas muy bien; y que si algunos soldados y otras personas le quisiesen seguir de su voluntad e irse con él, que él los aceptaba y les haría el tratamiento que era razón en todo, y les servirla y daría de comer en el Pirú muy a su contento; y que si se huyesen y ausentasen los vecinos del pueblo, les prometía y hacía juramento de quemarles y asolarles el pueblo y destruirles los ganados y sementeras, y hacer pedazos a todos los que pudiese haber, sin dejar persona a vida.
Ellos recibieron la carta y se rieron de ella, y no curaron de responder cosa ninguna a las necedades de ella, como hombres que no les pensaban esperar a que Lope de Aguirre les hiciese mercedes.
Capítulo ochenta y cuatro
De cómo Lope de Aguirre llegó con su campo a la ciudad de Barquisimeto.
El gobernador Pablo Collado, que a causa de cierta enfermedad que tenía se estaba en el Tocuyo, acordó hacer muchas cédulas de perdón para todos los que, desamparando las tiránicas banderas y reduciéndose al servicio de su rey y señor, quisiesen gozar de su clemencia y misericordia, a los cuales en su real nombre les hacia merced de la vida y les daba seguro que por lo que tocaba aquella rebelión y alzamiento, pasándose antes de venir en rompimiento, no serian castigados por ningunas justicias. Demás de esto, escribió una carta particular para Lope de Aguirre, rogándole que no curase de andar más fuera del servicio de su rey y señor, y que se redujese y volviese a la obediencia de Su Majestad, que él le daba su fe y palabra de en lo que a él tocaba de usar de toda clemencia y misericordia, y de no quitarle la vida, sino enviarlo a Su Majestad, con quien sería parte para que se confirmase lo que él hacía, y que si no quería usar de aqueste medio, para evitar las muertes y daños que dende en adelante podían suceder, que se pusiese su pretensión en las armas entre solos los dos, y el que matase al otro, como a vencedor, se le diese la obediencia. Todo lo cual envió el gobernador a su general Gutierre de la Peña para que lo pusiese de manera que todo ello viniese a manos de Lope de Aguirre y de sus soldados, el cual dejó todos los perdones puestos en las casas de Barquisimeto, en partes donde si entrasen los topasen los soldados.
Pasada la noche, y viniendo el día siguiente, que era miércoles veinte y dos de octubre, Aguirre alzó su campo y cargó su carruaje y artillería que llevaba en las bestias, y con la mejor orden que pudo, comenzó a caminar hacia el pueblo de Barquisimeto, mandando y echando bando entre los suyos que al soldado que de la ordenanza y compañía se apartase solos tres pasos, los que más cerca se hallasen lo pudiesen matar a arcabuzazos o como quisiesen.
El general Gutierre de la Peña, teniendo noticia de cómo ya se acercaba a aquel pueblo Aguirre, púsose con su gente, que serían hasta ochenta hombres, en caballos, encima de una barranca, que estarían obra de un tiro de arcabuz del pueblo, hacia la parte del Tocuyo, del cual alto señoreaba y veía venir la gente de Aguirre, y asímismo los de Aguirre lo vían a él y a los suyos; y viéndolos Lope de Aguirre que ya estaban muy junto al pueblo, y que los del rey le estaban esperando, hizo alto en una playa que el río que pasa por junto al pueblo hacía, y juntando toda su gente, ordenó y compuso su vanguardia de sus más amigos y de quien él más se confiaba, poniéndolos, a todos a punto de guerra y diciéndoles lo que habían da hacer y trayendo toda el bagaje tras sí con alguna gente de retaguardia; comenzó a acercarse al pueblo. Los de la banda del rey, asímismo, bajaron de la barranca donde estaban y caminaron hacia el pueblo.
Aguirre, ya que comenzó a llegar a los arrabales de la ciudad, hizo muy gran salva haciendo disparar en alto todos los más de sus arcabuces, con buenas cargas para que disparasen mejor y espantasen más los contrarios, y luégo hizo que tornasen a cargar todos los arcabuces y echándoles cada dos pelotas trabadas la una de la otra con hilo de alambre algo grueso y de largo de dos palmos, que cuanto por delante topa, corta. Traía asímismo tendidas cuatro banderas de campo y dos estandartes.
De esta suerte, caminando los unos y los otros, vinieron a entrar todos a una en el pueblo, aunque por diferentes partes, como se ha dicho, en donde se vieron bien cerca los unos de los otros; y dicen algunos que entre los de un campo y el otro se trabó escaramuza por algunos soldados, y esto no es creíble, porque dentro del pueblo no se podía trabar escaramuza sin que, o de los unos o de los otros, salieran algunos heridos, y lo más cierto fue que habiendo llegado los del campo del rey tan cerca de los de Aguirre, como se ha dicho, estuvieron por arremeter y cerrar con ellos y desbaratarlos y romperlos si pudiesen, y no faltó quien dijo que no convenía, por el mucho resguardo que los peones tenían en las casas del pueblo, e así se retiraron y volvieron a la barranca donde antes estaban, lo cual fue lo más acertado, porque si entonces arremetieran, pudiera ser que los hirieran y lastimaran muy mal, a causa de que los soldados de Lope de Aguirre no sabían si se usaría con ellos de clemencia o si los castigaría, y así procuraran vender sus vidas bien vendidas.
Al tiempo que los del rey se retiraban, el maese de campo Diego García de Paredes tomó consigo ocho compañeros de a caballo, y rodeando por donde los de Aguirre no los vieran, fue y dio sobre su retaguardia, que aún no había llegado al pueblo, y les tomó cuatro bestias cargadas con alguna ropa y pólvora y munición, que hizo harto provecho a los del campo del rey, porque esos pocos arcabuces que tenían los tenían sin pólvora.
El Aguirre se alojó con toda su gente y campo dentro de una cuadra de solares que estaba en el pueblo, cercada de más de dos tapias en alto, toda almenada a la redonda, que llamaron El Fuerte, la cual eran unas casas del capitán llamado Damián del Barrio; y recogiose Aguirre con su gente en este cercado por dos causas: la una, por estar más guardados y seguros los soldados de quien él tenía sospecha que le habían de desamparar y pasarse al rey.
Los del campo del rey estuvieron en la barranca hasta bien tarde, esperando por ver si se les pasaba alguno de los soldados de Aguirre; y visto que ya era tarde, se fueron a sus alojamientos, dejando allí doce hombres de a caballo para centinelas y espías de lo que los contrarios hacían.
Capítulo ochenta y cinco
Que trata de la plática que Aguirre hizo a su gente sobre los perdones que se hallaron del gobernador Pablo Collado, y de una escaramuza que de entrambos campos hubo.
Aguirre, viendo que ya la gente del rey se le había quitado de encima, dio licencia a sus soldados para que se esparciesen por el pueblo y casas de él, y buscasen todo lo que pudiesen haber para sus personas, y robasen a diestro y a siniestro, como salían; los cuales, aunque pusieron toda diligencia en ello, no hallaron sino solamente las cédulas que Pablos Collado, gobernador, había enviado, porque todo lo demás de ello había guardado sus dueños y de ello les habían rancheado sus propios compañeros.
Sus amigos de Aguirre le dieron luégo noticia de las cédulas de perdón que se hallaban en las casas de aquel pueblo, y no pareciéndole bien que tan presto sus soldados hallasen misericordia, los llamó y juntó a todos, y les dijo: señores, he sabido que en este pueblo habéis hallado algunas cédulas del gobernador de esta gobernación, por las cuales os induce a que os paséis a él y que os perdonará todos los daños que habéis hecho. Yo, señores, como hombre experimentado en estas cosas y que os deseo todo el bien que para mi propio, os quiero desengañar de ello, y os digo que no curéis de fiar ni confiar en palabras de gobernadores ni en papeles ni firmas suyas, porque bien se nos debe acordar que matasteis al gobernador Pedro de Orsúa y a su teniente y a otros muy amigos suyos, y a vuestro príncipe y todos sus capitanes, y al gobernador de la Margarita y alcalde y vecinos de ella y otras mil muertes y destrucciones de pueblos que habéis hecho, que en España ni en las Indias no ha habido hombres que tal hayan hecho, y todas estas cosas yo os certifico que el propio rey de justicia no las puede perdonar, cuánto más un licenciado de dos nominativos como Pablo Collado; y si no mira qué había hecho Tomás Vásquez ni Piedrahita ni los otros capitanes que tenían ya los perdones del mismo rey y le habían servido toda su vida, y vino después con todo esto un bachillerejo de no nada y les cortó las cabezas. Pues osaré yo apostar que más daños y muertes habemos hecho nosotros en un día que todos cuantos se han alzado en las Indias contra el rey. Cada uno mire por si y no se crea de ligero ni haga cosa que presto se arrepienta, que como otras veces he dicho, en ninguna parte podéis estar más seguros que en mi compañía, en la cual viviréis segura y descansadamente. E ya que el rey os quiera perdonar o perdone, los deudos, parientes y amigos de los que habéis muerto os han de perseguir por sus personas y procuraros quitar las vidas, pues por cuanto queréis veros perseguidos y corridos y ausentados y que no haya estanciero ni calpiste que no os vitupere y baldone y os llame de traidores y aun procure poneros las manos, y esto yo os lo profetizo que si me desamparáredes y os pasáredes al rey que sola una muerte me han de dar a mí, pero a vosotros, tres mil géneros de mil muertes y abatimientos; y nadie cure hacer hincapié ni confianza en estos papeles que aquí han hallado del gobernador, porque son una fruta para todos nosotros bien mala y dañosa y que debajo de buen color y gusto tiene muy cruel ponzoña, y concluyo con lo que otras veces he dicho: que procuremos vender nuestras vidas muy bien vendidas y hagamos lo que somos obligados, que si ahora pasáremos trabajos, adelante tendremos descanso, y si ahora tuviéremos hambre, adelante tendremos hartura, y si ahora peregrinamos es para ir y pasar a la tierra que pretendemos, que es el Pirú, donde todo nos es debido, y llegados a él habrá cada uno el premio de su trabajo, y dicho esto, y viendo que las casas del pueblo les eran dañosas, porque por ellas podían entrar los enemigos cubierta o escondidamente, mandó quemar las más de ellas, dejando para reparo de sus arcabuceros algunas casas que estaban cómodas para ello; y quemándose unas casas que estaban cercanas a la iglesia, saltó el fuego -a- ella y quemose. Otros dicen que uno de los soldados de Aguirre, llamado Francisco Rodríguez de Guevara, le pegó fuego, y viendo Lope de Aguirre que la iglesia se quemaba, por dar alguna muestra o apariencia de cristiano, mandó luégo sacar los ornamentos e imágenes que en ella había, y así no se quemó todo.
Viendo los del rey que Aguirre había quemado aquellas casas y dejado otras para poder mejor ofender y repararse, luégo aquella propia noche pegaron fuego a las otras cosas que había dejado el traidor por quemar y para su resguarda; y así quedó todo el pueblo quemado y asolado, sin haber en él en pie más de sola la casa y sitio donde estaba alojado Aguirre con su gente.
Hechas estas buenas obras, vino la noche, en la cual ambos campos durmieron con bien poco reposo, temiéndose cuál había de dar a cuál, pero de ambas partes se hizo tan bien, que de donde se alojaron nunca hicieron por aquella noche ningún mudamiento, aunque todavía los del campo de Su Majestad, con la justicia que de su parte tenían, se atrevieron a acometer, y fue que esta propia noche, ya que quería amanecer vino el maese de campo Diego García de Paredes, con algunos amigos suyos a caballo con cinco arcabuces, que era toda el artillería del campo del rey, cerca de donde estaba Aguirre, y disparándolos y haciendo otros alborotos, desasosegaron al contrario y le pusieron en arma, el cual luégo se puso a punto y a pique con todo silencio; y habiendo ya amanecido y viendo dónde estaba el maese de campo, y la demás gente que le habían dado el arma y alborada, mandó salir escondidamente de su fuerte y alojamiento cuarenta arcabuceros para que fuesen a dar sobre los que estaban con el maese de campo.
Los cuarenta arcabuceros lo hicieron tan fielmente que, casi sin ser sentidos, fueron a dar sobre los del rey que les habían alborotado, los cuales, ya que estaban algo cerca, los vieron, y sacando las flacas armas que tenían y valerosos esfuerzos y ánimos para poner las vidas por la honra de su rey, les esperaron para darse con ellos de las armas; los cuales viendo que ya los del rey les habían visto y que sin ningún temor los esperaban, no curaron de arremeter, mas deteniéndose algo lejos, comenzaron a disparar algunos arcabuces, de los cuales nunca hirieron a nadie, ni los del rey asímismo hicieron daño alguno en sus contrarios, y de conformidad, dejando los puestos vírgenes y sin ninguna sangre derramada, se retiraron cada escuadrón o compañía hacia donde estaba su campo o alojamiento.
Dícese que aquí, de esta vez, entre estos cuarenta arcabuceros de Aguirre y los que estaban con el maese de campo de parte del rey, se trabó una muy peligrosa y brava escaramuza, y que sin que hubiese ningún herido, se retiraron ambas partes, como se ha dicho. Yo lo tengo por dificultoso que se hubiese trabado peligrosa y brava escaramuza sin peligrar nadie; y el decirlo de esta suerte debe de causar la poca experiencia que el autor que esta relación dio tenía de cosas de guerra, porque a cualquier vista que le daban en que disparaban arcabuces, la llama escaramuza y muy brava y peligrosa; y así hace en su Historia o relación de donde esto se trasuntó, memoria de muchas escaramuzas, y en todas ellas no se hallará que hayan herido un solo hombre. Ello debía ser, como se ha dicho, que de lejos se saludaban, y todos se guardaban muy bien, que ni los unos querían matar ni los otros que los matasen.
Capítulo ochenta y seis
De una carta que Lope de Aguirre envió al gobernador Pablo Collado, y de un esclavo que se huyó del campo del rey al del traidor.
El propio día que Aguirre entró en Barquisimeto llegó el capitán Pedro Bravo de Molina con la gente que de Mérida sacó a la ciudad del Tocuyo, donde halló al gobernador Pablo Collado, sin ningún pensamiento de hallarse presente en el campo del rey; y aun algunos echaron fama que tenía puestos sus desinios en retirarse hacia el Nuevo Reino de Granada, si Aguirre saliera con victoria de Barquisimeto.
El capitán Pedro Bravo de Molina, viendo cuán frío estaba el gobernador en ir aquella jornada, comenzole a persuadir y decir lo mucho que importaba hallarse él presente en el campo de Su Majestad, porque representando como representaba la persona del rey, has soldados y otros vecinos se animarían hacer lo que eran obligados, esperando que él, como gobernador, viendo lo que cada uno tajaba se lo gratificaría; demás de que no convenía a su honor ni al cargo que tenía, hacer lo contrario.
El gobernador puso por excusa su enfermedad, diciendo que a causa de ella no había podido hacer más, pero que, pues el capitán Pedro Bravo era de aquel parecer, que él se esforzaría a caminar e iría al campo, y juntamente con esto le rindió las gracias del socorro que le daba; y pareciéndole que era hombre de suficiente juicio y autoridad para regir y gobernar bien la gente de su campo, le nombró luégo por su teniente general, así en las cosas de la guerra como en las del gobierno, y por capitán de a caballo, y de esto le dio muy bastante poder y conduta. Los soldados del capitán Pedro Bravo no quisieran que su capitán aceptara estos cargos ni que se metiera debajo de la bandera del gobernador, sino que, como capitán que venía de otro distrito, se estuviera por sí, y con su bandera y gente hiciera lo que debía; mas al capitán le pareció que era más honra y provecho suyo y de sus soldados aceptar los cargos que el gobernador le daba, y al fin lo hizo así, y con ellos entendió durante el tiempo que estuvo en el campo, en servir al rey muy bien.
Demás de esto ofreció el gobernador a los soldados que habían ido en su socorro con el capitán Bravo, que si tenía necesidad de algunas cosas de avío para sus soldados y criados que se lo dijese y lo proveería, algunos de los cuales, más por entender hasta dónde se entendía la liberalidad del gobernador que por aprovecharse de lo que les podía dar, dijeron que les proveyesen de lo que habían menester y que ellos se obligarían a pagárselo, porque gratis no querían nada, sino en todo servir al rey y a su costa. El gobernador les dijo que era contento, y luégo mandó a un mercader que a cada soldado le diése para su avío una docena de herraje, que son veinte y cuatro herraduras con sus clavos, y no más, y con esto le pareció que irían los soldados bien pertrechados y a poca costa, los cuales le rindieron las gracias por el avío y no quisieron recibir cosa alguna de él, y quedaron con alguna ocasión de pasatiempo o murmuración de la largueza del gobernador; y luégo, el propio día, se partieron el gobernador y el capitán Bravo y los demás que de Mérida habían salido, y otros que de otro pueblo llamado Trujillo, de la propia gobernación, se habían juntado, que irían por todos más de sesenta hombres, y caminando parte de la noche, el siguiente día, en amaneciendo, yendo caminando hacia donde estaba el general Gutierre de la Peña, llegó un mensajero con una carta que Lope de Aguirre escribía algobernador, y deteniéndose a ver lo que en ella decía, fue leída de suerte que todos la entendieron, y lo que en ella se contenía era este:
"Muy magnifico señor: entre otros papeles que de vuestra merced en este pueblo se hallaron, estaba una carta suya a mí dirigida, con más ofrecimientos y preámbulos que estrellas hay en el cielo; y para conmigo y mis compañeros no había necesidad de que se tomase ese trabajo, pues sé yo hasta dónde llega su ciencia, y en lo que toca hacerme mercedes y favorecerme con el rey fue superfluo lo que vuestra merced me ofrece, porque bien sé yo que su privanza ni pujanza no llega al primer nublado, y sí el rey de España hubiera de pasar por la lid que entre vuestra merced y yo se hiciera, yo lo aceptara y aun diera a vuestra merced las armas aventajadas; mas todos los tengo por ardides de los que usa con ellos caballeros que ganaron y poblaron esta tierra para que vuestra merced, con sus dos nominativos, les viniese a robar su sudor, con título de decir que viene hacer justicia; y la justicia que se le hace es inquirir cómo conquistaron la tierra, para por esta vía hacerles guerra.
La merced que de vuestra merced quiero es que no curemos de tentarnos las corazas, pues sabe vuestra merced lo poco que en ello puede ganar, porque mis compañeros se han dado tan poco por sus perdones cuanto es razón, y tienen presupuesto de vender las vidas muy bien vendidas.
"Yo no pretendo nada en esta tierra más de que por mis dineros me provean de algunas cabalgaduras y otras cosas, que demás de pagarlas muy bien, reservará vuestra merced su gobernación y pueblos de ella de hartos daños que yo y mis compañeros le haremos si por otra vía nos quisieren llevar, porque en las muestras que en la tierra hemos visto, nos han puesto alas y espuelas para no detenernos en ella; que por unas caperuzas o sombreros y lanzas que por huír unos soldados de vuestra merced dejaron en el camino, hemos visto cuán medrados están los demás.
"Y volviendo a la carta, no hay para qué vuestra merced diga que andamos fuera del servicio del rey, porque pretender yo y mis compañeros por las armas hacer lo que hicieron nuestros antepasados, no es ir contra el rey, porque al que nos hiciere las obras tememos por señor, y al que no, no le conocemos; y así a muchos días que nos desnaturamos de España y negamos al rey de ella, si alguna obligación de servirle teníamos, y así hicimos nuevo rey, al cual obedecimos, y como vasallos de otro señor bien podemos hacer guerra contra quien hemos jurado de hacerla sin incurrir en ninguna nota de las que por allá se nos ponen; y concluyendo en todo digo que como vuestra merced y sus republicanos nos hicieren la vecindad, que así les haremos las obras; y que si nos buscaren, que aquí nos hallarán las manos en la masa, y mientras más ama nos dieren el avío que le suplico me den, con más brevedad nos iremos de esta tierra.
"No me ofrezco al servicio de vuestra merced, porque lo terná por fingido ofrecimiento. Nuestro Señor, la muy magnífica persona de vuestra merced. Su servidor, Lope de Aguirre".
Leída esta carta, el gobernador respondió a los que estaban presentes: "Pluguiera a Dios que el suceso de esta guerra se dejara entre mí y Aguirre, que aunque él desgarra tan largo por su carta, yo hiciera con él lo que él dice que hiciera conmigo, y a buen seguro que nos quedáramos con la victoria. Mas, pues que Dios lo quiere así, démosle gracias, que nuestros pecados deben ser causa de tanto mal, que hasta aquí viniesen alcanzarnos las centellas del Pirú, y darnos estos desasosiegos, y ponernos en aprieto"; y todo esto tan acompañado de lágrimas, que puso admiración a los que estaban presentes en ver que con cuánto sentimiento hablaba el gobernador; y así se murmuró largo esta respuesta, lo cual sintió el Pablo Collado y después se la pagaron todos acabada la guerra.
Y caminando aquel día, a hora de mediodía llegaron a donde estaba el general Gutierre de la Peña con la demás gente, los cuales, con la llegada del capitán Bravo y de los demás que con él iban, recibieron tanto ánimo y contento y alegría, que la duda que hasta allí tenían de la victoria se les convirtió en una muy cierta esperanza de haberla, y se tenían ya por tan vencedores como si tuvieran muerto al traidor.
El capitán Bravo, a fin de animar la gente del rey y amedrentar los contrarios, entró diciendo y publicando que en su pueblo, que era Mérida, quedaba un oidor del Nuevo Reino con quinientos hombres, y que él venía con obra de doscientos soldados a entender los desinios del Aguirre; y sucedió que luégo, en aquel instante o aquella noche, se huyó un esclavo del propio campo del rey a donde estaba Lope de Aguirre, y le dijo que entonces había llegado un capitán del Reino con doscientos hombres, y que él los había visto y traían muchos aderezos de guerra. El Aguirre mostró no hacer caso de lo que el negro le decía, pero sus soldados lo creyeron, y luégo se les cayeron las alas, y no las tenían todas consigo, pareciéndoles que era mucha gente la que el esclavo decía, y que no podrían dejar de ser muertos o desbaratados, y así propusieron muchos de ellos den hallando oportunidad, huírse y pasarse al campo del rey, para gozar de los perdones que el gobernador les daba.
Capítulo ochenta y siete
Que trata de dos soldados de Aguirre que se pasaron al campo del rey, y de algún servicio que le fue tomado a Aguirre.
Sabida por Lope de Aguirre la nueva dicha, que el esclavo le dio de la gente del Reino, recelándose de que sus soldados no le hiciesen alguna levada y se huyesen, puso en ellos mucha más guarda que hasta allí, aunque antes siempre había venido con ellos muy recatado, guardándolos y teniéndolos encerrados en aquel fuerte o cercado donde estaban, algunos de los cuales deseaban hallar tiempo oportuno para se pasar, y con la mucha custodia que de sus amigos en ellos tenía, no podían efectuar su propósito; y al fin plugo a Nuestro Señor que dos soldados de Aguirre, llamados el uno Juan Rangel y el otro Guerrero, acertaron al tercero día, que fue viernes, a tener ocasión y oportunidad para salir del fuerte con sus arcabuces, y en viéndose algo apartados de él, escondidamente, sin que los viesen los de Aguirre, se pasaron al campo del rey, donde los recibieron con mucho contento, y ellos dieron noticia de cómo había muchos que en breve se pasarían, y que no era menester más de estarse por allí la gente del rey y defendiéndoles las comidas, y que poco a poco se les vendrían pasando todos, y que quedaban para se pasar de los primeros un Juan Jerónimo Despindola, y un Hernán Centeno, como otros diez o doce compañeros.
Y con esta nueva y la que antes les había dado Pedro Antonio Galeas, tenían de contino sus centinelas y corredores de a caballo los del rey sobre el fuerte de Aguirre, para que su gente no tuviese lugar de salir a buscar comida sin que fuesen todos; y así, este propio día, estos soldados que se pasaron con el maese de campo y el capitán Bravo y otros cuarenta soldados, fueron a dar vista al traidor, y poniéndose donde podían ser oídos, daban voces, persuadiendo a los soldados de Aguirre a que se pasasen al rey, diciéndoles que no esperasen a ver victoria, porque había llegado el capitán Bravo del Reino con doscientos hombres bien aderezados que les habían de poner en grande aprieto y desbaratarlos, y que no esperasen haber batalla, pues si esperaban a esto los habían de matar a todos, sino que con tiempo se pasasen y gozasen del perdón del gobernador.
Y estando con estas pláticas, vieron ciertas piezas de indios e indias del servicio de los amotinados, que estaban lavando en un río cerca del fuerte; y dejando allí alguna gente para muestra, se abajaron por otra parte oculta el maese de campo y el capitán Bravo con algunos de los que allí estaban, y dando en el servicio de los traidores que estaban en el río, se lo tomaron todo, y subiéndolo a las ancas de sus caballos, se volvieron con ello, sin que nadie lo estorbase.
Lope de Aguirre, viendo que ya se le atrevían mucho los de la banda del rey y que los suyos se le empezaban a pasar, acordó ver si podía hacer algún daño en el campo del rey, y hablando sobre ello a sus amigos, les dijo que se juntasen sesenta hombres, y que diciendo que iban a buscar comida, salieren aquella noche y fuesen a buscar dónde estaba el campo del rey y diesen sobre él y hiciesen el daño que pudiesen, y por la mañana se viniesen retirando, y que él saldría con la demás gente a socorrerles.
Roberto de Susaya, capitán de la guardia de Aguirre, y Cristóbal García, capitán de infantería, a quien este negocio se encomendó, juntaron la gente y salieron hacer lo que el traidor les mandaba, y andando aquella noche casi al cuarto de la modorra, buscando el sitio donde estaba alojado el campo del rey, acertó a pasar por cerca de donde ellos andaban un capitán Romero, que con ciertos compañeros venían de un pueblo que tenían poblado, llamado la Villa Rica, en una provincia que llamaban Nirva, a servir al rey; el cual dicen que sintió el murmullo y tropel de los traidores, y poniendo piernas a sus caballos, fueron dando arma al campo del rey. Otros dicen que este capitán Romero nunca pudo sentir ni sintió a los sesenta arcabuceros del Aguirre, porque andaban muy desviados del camino por donde él pasaba, sino que por allí andaban ciertas yeguas cerreras, las cuales, como los sintieron, se alborotaron y corrieron, y pareciéndole al Romero y a los que con él iban que era tropel de gente, corrieron como se ha dicho y dieron arma a los del campo del rey, y luégo ensillaron todos sus caballos, y corriendo hacia aquella parte donde el capitán Romero había sentido la gente, no hallaron rastro de nada, y así se volvieron a reposar.
Los sesenta arcabuceros de Aguirre tampoco sintieron el alboroto de los del rey, ni pudieron atinar dónde estaba el campo, y también se echaron a dormir hasta por la mañana, que les vieron las espías y atalayas que estaban puestas por el rey, las cuales dieron luégo alarma a los de su campo, y poniéndose todo a punto de guerra, salieron de su alojamiento en seguimiento de los sesenta arcabuceros de Aguirre, los cuales viendo ir sobre si la gente del rey, se retiraron en ordenanza hacia donde estaba el alojamiento de su campo, y enviando un soldado delante, que diese aviso Aguirre de lo que pasaba, se arrimaron a un chaparral o matorral de arcabuco que estaba junto a una barranca, donde los del campo del rey no podían llegar por ser toda gente de a caballo, y allí se entretuvieron hasta que Lope de Aguirre vino con socorro de la demás gente.
Capítulo ochenta y ocho
De la escaramuza que tuvo Aguirre con los del rey, y cómo se pasó Diego Tirado, capitán de a caballo de Aguirre, al campo del rey.
Sabido Lope de Aguirre el aprieto en que sus sesenta arcabuceros estaban, tomando consigo toda la demás gente, cabalgó en un caballo o yegua morcilla, y se fue llevando tendida la bandera de su guardia, que era negra toda y con dos espadas ensangrentadas, hacia donde su gente estaba recogida, y juntándose con ellos, hicieron muestra de querer salir de aquel sitio donde estaban los del campo del rey, que como se ha dicho, era toda gente de a caballo, y habría en ellos hasta ciento y cincuenta hombres con cinco o seis arcabuces; y viendo que allí no eran señores para poder ofender a los contrarios, hicieron muestra de retirarse, y saliendo en su seguimiento Aguirre con sus soldados, dejaron el alojamiento que tenían, el cual luégo lo ganaron los de la banda del rey, los cuales estaban en duda si romperían con los de Aguirre o no, y andábanse corriendo o escaramuzando bien cerca de él, a menos de doscientos pasos.
Lope de Aguirre mandaba algunos de sus soldados que por su orden disparasen sus arcabuces, procurando con ellos hacer el mal que pudiesen en los del rey; y asímismo tenía apercibidos cincuenta arcabuceros que no disparasen, sino que con cada dos pelotas con hilo de alambre, estuviesen a pique para si los de a caballo quisiesen arremeter; y con estar tan cerca los unos de los otros y tirar los del traidor sus arcabuces, algunos con buenas ganas, nunca hicieron daño ninguno ni hirieron hombre ni caballo de los del campo del rey, antes parece cosa de milagro que se vieron algunas pelotas que daban en los caballos de algunos y se quedaban ahajadas sin empecerles en cosa ninguna ni cortarles solo un pelo, y que los del campo del rey, de sólo cuatro o cinco arcabuzazos que tiraron le mataron Aguirre el caballo en que andaba y le hirieron dos soldados.
Andaba en estas revueltas un Diego Tirado, capitán de a caballo de Lope de Aguirre, en una yegua escaramuzando o corriendo por delante de la gente de su campo, y pareciéndole buena coyuntura aquella para pasarse y ganar la vida que por sus deméritos y delitos atrás cometidos tenía perdida, dio una vez una arremetida más larga de las que solía otras veces dar, y dejando su capitán Lope de Aguirre, se pasó al rey delante de todos, diciendo a voces: viva el rey, viva el rey.
Recibiole el gobernador y los demás capitanes de su campo muy bien, y él les dijo que en ninguna manera arremetiesen ni viniesen en rompimiento, porque Aguirre tenía cincuenta arcabuceros reservados, con cuales haría harto daño, sino que se esparciesen de suerte que no les tirasen al terrero. La gente del rey lo hizo así; y para dar ánimo a los demás soldados que con el traidor estaban a que se pasasen al rey, le dio el gobernador al propio Tirado el caballo que traía, y le mandó que luégo fuese y escaramuzase delante de Lope de Aguirre, que tenía mucha confianza en él. El Aguirre, viendo que así se le había pasado, procurando disimular y encubrir su pena y daño, dijo a los suyos que no se turbasen, que él lo había enviado con cierto mensaje.
Cuando se pasó Diego Tirado, andaba también de a caballo un Francisco Caballero, soldado de los del Aguirre, y como vio ir a Diego Tirado quísole seguir y pasarse con él, y fue tan desgraciado que él se cortó o el caballo se le estancó; de suerte que, sin poder pasar atrás ni adelante, se quedó en el camino, más cercano a los de Aguirre que a los del rey, y el traidor lo recogió con los demás, y cuando se volvieron a retirar, un familiar de los del traidor, portugués, que se decía Gaspar Díaz, se puso con una aguja tras de la puerta del fuerte, y entrando el Francisco Caballero se la tiró diciendo: "muera el traidor", y dándole por el arción 1 delantero, se lo pasó, y con él el miembro, que le dejó cosido con la silla por aquel lugar; y otros iban ya a segundar de mala y a acabarle, sino que Lope de Aguirre, conociendo la poca culpa que el Francisco Caballero había tenido en aquel negocio, mandó que no lo matasen, sino que lo curasen.
Los del campo del rey, no curando arremeter, se andaban fuera de toda orden, así corriendo y escaramuzando delante de la gente del Aguirre, y los del motín dejaban de tirar y jugar con su arcabucería.
Sucedió que estando los unos y los otros suspensos de esta manera, sin pensar de venir por entonces en rompimiento, un soldado de los del campo del rey, llamado Ledesma, atreviéndose al buen caballo que tenia, dio una arremetida hacia el campo del contrario, el cual, como lo vio ir y que se le llegaba tanto, creyendo que se le pasaba, dijo a los suyos: "no le tiréis, que este se viene a nosotros", y llegando el Ledesma obra de treinta o cuarenta pasos del Aguirre y de su gente, en este compás rodeó en su caballo toda la gente del contrario sin que le hiciesen mal ninguno, y volviendo al paraje por donde había arremetido, volvió las ancas, y diciendo: "viva el rey", se tornó a su campo, y aunque entonces le tiraron muchos arcabuzazos no le hicieron mal ninguno.
Viendo, pues, Aguirre, que los contrarios le andaban tan cerca y que sus arcabuceros no les hacían mal, dijo: "qué es esto, marañones, que vaqueros con zamarros de ovejas y rodelas de vaca se me han de atrever, y que vosotros no derribéis ninguno"; y decía Aguirre esto, porque todos los más del campo del rey traían unos zamarros de cueros de león o de venado que se usan para el agua, y unas adargas de cuero de vaca, que se acostumbran en las Indias para la guerra de los indios, y unas espadas bien mohosas, y algunas lanzas que se podían esperar en cueros.
Pareciéndole mal Aguirre todas estas cosas, y que algunos de sus arcabuceros que no tenían voluntad dañada tiraban antes al cielo que al suelo, y que era víspera de desampararle allí, comenzose a retirar y dar la vuelta hacia su fuerte, llevando casi a rempujones a los soldados y dándoles a algunos con una sargenta que llevaba, porque les parecía que se volvían de mala gana; y sin hacer más daño del que se ha dicho, se tomó a recoger con sus soldados en su fuerte; y asímismo los del rey, pareciéndoles que aquella vista que allí se habían dado con los amotinados era víspera de haber victoria, se volvieron muy alegres y contentos a su alojamiento, dejando sus espias y corredores sobre el fuerte y alojamiento de Aguirre, como solían.
Capítulo ochenta y nueve
Que trata cómo visto Aguirre que sus soldados no herían a los del rey, propuso de dar la vuelta a la mar.
Entrado Lope de Aguirre con su gente en su fuerte, y considerando el poco daño que habían hecho en el campo y gente del rey con el arcabucería, comenzó a vituperarlos y deshonrarlos, llamándoles de pusilánimes y cobardes y de ánimos mujeriles, y que no habían sido para herir un solo caballo de los contrarios con tanta pujanza de arcabucería como tenían, y que más tiraban a las estrellas del cielo con sus arcabuces que a los contrarios que tenían juntos, en lo cual él conocía bien la intención y ánimos de todos los más; que hiciesen en buena hora la guerra de aquella suerte, que si a él lo desbarataban, para ellos seria la peor parte, y luégo, con toda presteza, puso a la puerta del fuerte algunos de sus amigos, para que no consintiesen salir a nadie, como otras veces lo había hecho; y pareciéndole que los soldados que con tibieza le seguían y los enfermos que en mi campo tenía, le eran estorbo o impedimento para no hacer su guerra bien hecha, y que por ellos no se osaban desmandar como quería, acordó matarlos a todos, y haciendo una lista o memoria para ello, habló que debía matar cincuenta hombres y más.
Y estando él en su pecho determinado de hacerlo, quiso primero dar parte algunos amigos suyos, los cuales, viendo la cruel carnicería que el traidor quería hacer, pareciéndoles que en ninguna manera podían escapar sin que en aquella gobernación los desbaratasen, y que podrían ser castigados todos por aquella crueldad que su capitán quería hacer, o Dios que fue servido que no se hiciese, les puso en corazón que lo estorbasen, y así le respondieron Aguirre que no les parecía que se debía hacer aquello, porque por ventura pensando que mataba a los culpados y tibios, matarla a los muy leales amigos, y porfiando sobre esto con él gran rato, le hicieron mudar el propósito malo que tenía, y lo dejó de hacer, poniéndole también por delante la mucha confianza que hasta allí, había tenido en Diego Tirado, y cómo le había desamparado el tiempo de la mayor necesidad, y que así podría ser haber entre sus soldados algunos de quien él tenía mucha confianza, que después le negarían, y matar algunos que aunque le parecía que estaban tibios en las cosas de la guerra morirían por su defensa.
Lope de Aguirre, convenido con esto y determinado ya de no matar los que tenía señalados, acordó quitarles a todos las armas, y así los desarmó y mandó a sus muy amigos que tuviesen cuenta con ellos y si los viesen hacer algún semblante de huírse, que los matasen a todos; y juntamente con esto, pareciéndole que en este camino para el Reino y Pirú le hacían mucha resistencia, y que podría ser desbaratarle y dejarle los suyos en el camino, acordó dar la vuelta y volverse con su gente a la mar, y embarcarse en los navíos que pudiese, y tomar otra derrota e manera de vivir.
Los del campo del rey, reconociendo el temor con que Aguirre estaba, nunca se quitaban del rededor del fuerte treinta o cuarenta de a caballo, para impedirles que no saliesen a buscar comida, y porque viéndolos tan cerca se animasen a huir algunos y pasarse al rey, y así el traidor no consentía salir ningunos de sus soldados, aunque fuesen de los más amigos, a buscar comida, y así pasaban entre todos tanta hambre y necesidad de comida que mataban los perros que tenían para comer, y algunas cabalgaduras de las que habían traído.
Y viendo algunos, y aun los más de los que el Aguirre había puesto por guardas de la puerta del fuerte, la necesidad que padecían y el aprieto en que estaban, uno a uno y dos a dos se le huían y se iban a donde andaban y estaban las guardas del campo del rey; y porque no pareciese que del todo estaba desanimado y perdida la confianza de sus soldados y amigos, envió un día de estos o echó fuera del fuerte a ciertos capitanes y soldados arcabuceros para que ojeasen al maese de campo y al capitán Bravo que con ciertos soldados de a caballo se le hablan llegado muy cerca a persuadir a los soldados de Aguirre que se pasasen al rey; y tomando por reparo estos arcabuceros del traidor una ermita que allí estaba, para que los de a caballo no les hiciesen mal, comenzaron a trabar pláticas con los soldados que estaban con el maese de campo y el capitán Bravo; y como todos eran soldados que no se habían visto en otras refriegas de guerra ponían mucha parte de sus armas en las lenguas, vituperándose los unos a los otros; y como los de la parte del rey trataban de traidores a los contrarios, tomábanlo por mucha afrenta y procuraban tirarles muy de veras con sus arcabuces.
Estaba el capitán Bravo diciendo a sus propios soldados que no era de buenos tratar mal con palabras a sus contrarios, especialmente siendo de su nación, y que antes los habían de persuadir con buenas palabras a que se pasasen a su rey. Uno de los contrarios, mestizo, llamado Juan de Lescano, pareciéndole que el capitán Bravo se había señalado mucho en aquellas refriegas y que estaba entonces descuidado hablando con sus soldados, le tiró de muy buena gana un arcabuzazo, y quiso Dios que fuese algo avieso y le diese en el caballo, el cual cayó luégo, y creyendo los unos y los otros que el caballero y el caballo habían sido heridos de muerte, los de la banda del traidor dieron muy gran grita de alegría, porque hasta allí no habían hecho otro tanto, y los del rey, llegándose a su capitán y hallando no le haber herido más que el caballo, le dieron luégo allí otro y se retiraron y apartaron del fuerte.
De los soldados que en este tiempo se habían pasado o pasaron al campo del rey, de los del traidor, dieron aviso cómo Lope de Aguirre tenía presupuesto determinado de irse o volverse a la mar, y que había desarmado a muchos diciendo que ya que se le huyesen no quería que se llevasen armas con que después le hiciesen la guerra; y así el general del rey y su maese de campo tenían mandado a las guardas o espías que habían puesto, que tuviesen gran vigilancia en ver y entender cuándo Aguirre cargaba su carruaje para dar la vuelta, y diesen aviso de ello en el campo para irles a dar alcances y desbaratarlos si pudiesen, los cuales lo hicieron así.
Capítulo noventa
De cómo se pasaron todos los soldados de Aguirre al campo del rey y le dejaron solo con un soldado llamado Antón Llamoso.
Viendo Lope de Aguirre la mucha necesidad de comida que pasaban en el fuerte, y que cada día se le huían algunos soldados, acordó de hecho dar la vuelta, y un lunes por la mañana, que era víspera de San Simón y Judas, habiendo ya comunicado su partida con sus amigos, quitó todas las armas a la mayor parte de sus soldados, y cargándolas con las demás municiones en las cabalgaduras que allí tenían, dijo que diesen la vuelta. Los soldados le dijeron que dónde quería ir y los quería llevar sin armas para que los matasen y damnificasen los contrarios, y que demás de esto, no era cosa honrosa ni provechosa para ellos volver atrás, sino pasar adelante; y esto le decían con mucha osadía.
Lope de Aguirre, viendo que la gente se le desvergonzaba y enojaba, acordó volverles las armas, por ver si podía hacer del ladrón, fiel, pidiéndoles perdón, y diciendo que aquel yerro había hecho, y no otro, en toda la jornada, que le perdonasen, que teniendo entendido que sus voluntades e intenciones eran muy al contrario de lo que entonces mostraban, los había desarmado. Algunos no quisieron recibir las armas, como hombres afrentados de lo que Aguirre había hecho, a los cuales el propio Aguirre en persona iba a rogarles que las tornasen, no atreviéndose a usar del rigor que hasta allí, porque ya no hallaba en sus secuaces tanta calor para hacerlas como de antes; y esto le pareció porque en esta sazón quiso matar a su capitán Juan Jerónimo de Espindola, porque le respondió atrevidamente a ciertas quejas que el traidor daba de sus marañones, que cuando se le huían en la Margarita y Burburata los soldados que ni los hiciera buscar y viera entonces los que le habían quedado y le eran amigos 1, peo que él y sus amigos traían a muchos forzados en su compañía; que no se maravillase de que le negasen, especialmente haciéndoles las obras que les hacía, y nunca halló, como se ha dicho, calor en sus amigos para matar a este Espindola,
Otros le dieron por parecer que ya que se quería volver, que era mejor caminar de noche que no de día, porque no serían vistos del campo del rey; y así no les seguirían; y estando en esta grita y barahunda asomaron sobre el fuerte el capitán Bravo y el maese de campo con alguna parte de su gente, y comenzaron a dar voces que se pasasen al rey y no siguiesen al traidor que los quería llevar engañados; y estando en estas y en otras pláticas, vieron que ciertas piezas del servicio de Aguirre andaban en el río, y el maese de campo y el capitán Bravo acordaron irlas a tomar, llevando consigo otros catorce o quince soldados, y bajando escondidamente hacia donde las piezas estaban, dejaron mandado a las espías que si alguna gente saliese del fuerte hacia donde ellos iban, que con una espada desnuda les hiciesen señal para que se guardasen.
Algunos de los amigos de Aguirre estaban con sus arcabuces ojeando a los demás del rey que sobre la barranca habían quedado, dándoles voces y llamándoles que se pasasen, los cuales vieron ir al maese de campo y a los demás que iban a tomar las piezas, y dando aviso de ello a Lope de Aguirre, envió luégo a su capitán Juan Jerónimo de Espindola con hasta quince arcabuceros a que fuesen a recoger las piezas y que estorbasen a los del rey que no las tomasen. Las espías, como vieron ir a los arcabuceros del Aguirre hacia donde el maese de campo estaba, comenzaron a hacer señal, y no curando el maese de campo de la señal que se le hacía, siguió su camino adelante hasta que llegó a vista del capitán Espindola y de los demás que el Aguirre había enviado y luégo, como los vio, dio la vuelta para recogerse, porque no le hiciesen algún daño con los arcabuces.
El capitán Espindola y los demás, como los vieron revolver, apresuraron el paso para alcanzarlos, y llegando algo cerca de ellos dijeron: viva el rey, caballeros; viva el rey, caballeros, a muy grandes voces, y el maese de campo y el capitán Bravo y los demás, como oyeron la voz del rey, esperaron y acercándose o juntándose los unos con los otros se saludaron muy amigablemente, y los de a caballo recibieron a los otros a las ancas de sus caballos y se subieron con ellos a la barranca. El capitán Espindola les dijo que se esperasen y estuviesen por allí a vista del fuerte, que todos los más se les pasarían; y tomando consejo el capitán Bravo a todos estos soldados se fue con acuerdo del maese de campo a dar cuenta de ello al gobernador y general, que estaban en el alojamiento con la demás gente.
Visto por los otros arcabuceros de Aguirre que estaban ojeando a los de la barranca, la pasada del capitán Espindola al campo del rey, acordaron hacer ellos lo mismo, porque les pareció que se les acercaba su perdición y que todos los demás habían de hacer lo mismo; y así, estándolos mirando Aguirre y creyendo que iban hacer alguna arremetida, se fueron a donde estaba el maese de campo y los demás, diciendo: viva el rey, que a su servicio venimos, y luégo dijeron al maese de campo que se abajase al fuerte, porque los que estaban dentro no se defenderían, sino que luégo se le darían, que eran los de quien Aguirre se temía. El maese de campo luégo con los que allí estaban, comenzó a bajarse hacia el fuerte.
Viendo los que dentro del fuerte habían quedado que ya se acercaban sus contrarios, queriendo gozar de los perdones, delante de su capitán Lope de Aguirre se salieron del fuerte, y caminando hacia donde el maese de campo bajaba, lo recibieron con la voz de "viva el rey", y le dijeron cómo quedaba solo Lope de Aguirre y le habían desamparado todos, sino sólo un Antón Lamoso, que era capitán de su guarnición, que quedándose dentro del fuerte con Aguirre dijo que él había sido su amigo en la vida que también lo quería ser en la muerte; y así todos estos soldados se volvieron acompañando al maese de campo del rey para quitar la vida al traidor de su capitán.
El maese de campo viendo la victoria que entre las manos tenía, envió luégo un mensajero de los que allí estaban de a caballo para que por la posta fuese a dar aviso de lo que pasaba al gobernador y al general y a los demás; lo cual sabido por ellos, luégo todos de tropel se partieron hacia el fuerte donde estaba Aguirre. Otros dicen que al tiempo que el traidor de Aguirre estaba fuera del cercado, mirando sus arcabuceros el daño que hacían en los que sobre la barranca les estaban dando voces, que los soldados que habían quedado en el fuerte de él salieron por unas flacas paredes de bahareques que a las espaldas tenía, después de haber visto la pasada de los demás y que no tenía Lope de Aguirre quién volviese por él. Sea de la una manera o de la otra, ellos se fueron y le dejaron solo.
Viéndolos él ir delante de sus ojos, créese que diría entonces Aguirre: "Oh marañones, que bien me decía Antonico que me habíades de dejar en manos de mis enemigos", como otras veces lo había dicho cuando se le huía algún soldado.
Capítulo noventa y uno
De cómo Aguirre mató a su hija y fue él muerto por el maese de campo del rey.
Acabada de irse toda la gente a Lope de Aguirre, y habiéndolo dejado solo, y viendo él que no había quedado en su compañía más de Antón Llamoso, su capitán de la munición, se fue a este capitán y le dijo que por qué no se iba con los demás a gozar de los perdones del rey; el cual le respondió lo que arriba se refirió: que pues le había sido amigo y compañero en la vida, que también lo quería ser en la muerte; y no respondiéndole nada se entró el traidor en la casa y aposento donde tenía su hija, muy cortado y falto de ánimo, y poniéndole el diablo en el corazón que echase un sello a todas las crueldades que hasta allí había hecho, se fue para su hija, que era ya mujer, y le dijo: "hija, encomiéndate a Dios, que te quiero matar". La moza le respondió: "¿por qué señor ?" El traidor le dijo: "porque no te veas vituperada ni en poder de quien te diga hija de un traidor"; y echando mano a una daga o puñal que traía, le dio de puñaladas y le quitó la vida; y luégo se salió a la puerta del aposento; y viendo entrar la gente del rey no tuvo manos para disparar siquiera un arcabuz, que lo pudiera muy bien hacer y aun hacer algún daño en sus contrarios; mas dejando todas las armas, se arrimó a una barbacoa o cama que allí estaba.
Y entrando el maese de campo, había entrado antes de él un Ledesma, espadero del Tocuyo, el cual, como vio entrar el maese de campo, le dijo: "señor, aquí tengo rendido Aguirre", pretendiendo ganar gracias. El Aguirre respondió: "no me rindo, yo a tan grandes bellacos como vos"; y como reconoció por lo que oyó que el que entraba era el maese de campo, le dijo: "señor maese de campo, suplico a vuestra merced que pues es caballero, que me guarde mis términos y me oiga, porque tengo negocios que tratar que importan al servicio del rey". El maese de campo dijo: que él haría lo que era obligado; y viendo algunos de los soldados de Aguirre que de darle la vida algún día podía redundarles daño a ellos, porque diría lo que había pasado le dijeron al maese de campo que a su honra no convenía sino que lo matase y cortase la cabeza antes que viniese el gobernador ni el general.
El maese de campo mandó Aguirre que se desarmase, y pareciéndole bien el consejo que le habían dado le hizo tirar dos arcabuzazos, con que lo mataron. Y algunos dicen que al primero arcabuzazo que le tiraron, que le dieron algo al soslayo, y dijo el traidor: "este no es bueno", y al segundo que le dieron por los pechos, dijo: "este sí", y que luégo cayó, y con esto murió; y luégo un Custodio Hernández, soldado suyo, y aun de los bien prendados, le cortó la cabeza por mandado del maese de campo, y sacándola de los cabellos se fue con ella a recibir al gobernador para ganar gracias con él, y el maese de campo buscó luégo las banderas, que era el despojo que a él le pertenecía, y hallándolas se fue con ellas a una ermita que estaba cerca del fuerte y allí las desplegó y viendo venir al gobernador y a la demás gente, salió a recibirlos, sacando las banderas arrastrando por el suelo, en señal de la victoria que había habido.
Al gobernador le pesó de que hubiesen muerto a Lope de Aguirre sin su licencia, y aun se enojó, pero disimuló, pues estaba ya hecho, y luégo mandó que le hiciesen cuartos y lo pusiesen en palos por los caminos, y su cabeza fue llevada a la ciudad del Tocuyo, y allí está puesta en una jaula para ejemplo de los que la vieren.
Dijose que los vecinos de Mérida y los vecinos de la Valencia, que en este desbarate se habían hallado, pretendiendo dejar alguna memoria en sus pueblos del servicio que al rey habían hecho, pretendieron llevar alguna de las banderas del Aguirre y que el gobernador no se las quería dar, sino que les dijo que bastaba que les diese a cada pueblo una mano de las del traidor, para que la pusiesen en la picota o rollo de sus pueblos, y pareciéndoles que era bien lo que el gobernador les decía, lo aceptaron, y los de la Valencia llevaron la mano izquierda y los de Mérida la derecha; mas estos de Mérida, viendo la necedad que hacían en llevar a su pueblo la mano de Aguirre, y cuán poco les importaba, en el camino la echaron a los perros, los cuales se la comieron; y así hubo fin este cruel matador, desamparándole en vida todos sus amigos y muriendo él como hereje o gentil, no haciendo mención en su muerte de acordarse de Dios ni de sus santos, en lo cual se cumplió aquel verbo que en castellano se suele decir, correspondiente a la divina escritura, que dice así:
Pocos vimos bien morir
De aquellos que mal vivieron,
Y de los que bien murieron
Menos vimos mal vivir.
Porque demos conclusión a todo lo que toca a Lope de Aguirre, diré aquí brevemente la vida y suerte y linaje de él, con otras cosas que demás de las que arriba se han escrito, decía.
Capítulo noventa y dos
Que trata de la vida y suerte y linaje de Lope de Aguirre.
Fue muerto Lope de Aguirre, como se ha dicho, en la ciudad de Barquisimeto, de la gobernación de Venezuela, lunes, veinte y siete de octubre del año de mil e quinientos y sesenta y uno, víspera de los bienaventurados apóstoles San Simón y Judas; el cual era en esta sazón hombre de cincuenta años, muy pequeño de cuerpo y de poca persona, mal ajestado, la cara chupada y pequeña, los ojos que si miraba de hito le estaban bullendo en el casco, principalmente cuando estaba enojado. Era de agudo y vivo ingenio para en hombre de letras. Era lipuzcuano, natural de la villa de Oñate. Sus padres no se saben quién eran ni sus nombres, mas de lo que él decía, ser personas de mediano estado, hijodalgo. Era bullicioso y determinado en cuadrilla, y fuera de ella pusilánime; soportaba mucho el trabajo, y era para mucho así a pie como a caballo; andaba de contino armado, que nunca le hallaban sino con dos cotas o con una cota y un peto y una celada de acero, y su espada y daga, y un arcabuz y una lanza en la mano; dormía muy poco, porque toda la más de la noche lo hallaban velando, y entre día dormía algo; era enemigo de buenos y de toda virtud, especialmente de rezar ni que rezasen delante de él, ni de hombres devotos, y así, en viendo alguno con cuentas u horas en las manos, se las quitaba y las rompía y quebraba, diciendo que no quería él los soldados muy cristianos ni rezadores, sino que si fuese menester jugasen con el diablo a los dados el alma, y que Dios tenía el cielo para quien le sirviese y la tierra para quien más pudiese, y que él tenía y sabía por cierto que su ánima no se podía salvar, y que estando vivo ardía en los infiernos, y que pues no podía ser el cuervo más negro que sus alas, que había de hacer crueldades y maldades por donde su nombre sonase y fuese nombrado por toda la tierra y hasta el noveno cielo, y que no dejasen los hombres por miedo del infierno de hacer todo aquello que su apetito les pidiese, que sólo el creer en Dios bastaba para ir al cielo, y que el rey de Castilla mostrase el testamento de Adán, si le había dejado en él por heredero de las Indias.
Residió este traidor en Pirú más de veinte años, muy al contrario de lo que él, por una carta que escribió al rey, decía. Su ejercicio y oficio era domar potros y hacer caballos, suyos y ajenos, y quitarles los resabios, quedándose él siempre con los suyos. Fue siempre inquieto y bullicioso, y amigo de revueltas y motines, y así, en pocos de los que en su tiempo hubo en el Pirú no se dejó de hallar en ellos, y no se halla de él que en cosa noble haya servido a Su Majestad: solamente fue con Diego de Rojas a la entrada de los Chunchos, y después que de allí salió, fue con el capitán Pedro Alvarez Golhin en socorro de Vaca de Castro, y víspera de la batalla de Chupas se escondió en Guamanga por no hallarse en ella; y en el alzamiento de Gonzalo Pizarro, aunque fue por alguacil de verdugo, se quedó en Nicaragua y no volvió a Pirú hasta pasada la batalla de Jaquijaguana. Después de esto se halló en forjar y fraguar muchos bandos y motines, que no hubieron efecto. Hallose en la muerte del general Hinojosa, corregidor de las Charcas, con don Sebastián de Castilla; y como a uno de los principales de este motín le condenaron a muerte, y él se escapó y no lo pudo haber el mariscal Alonso de Alvarado para hacer justicia de él; y andando alzado, se alzó Francisco Hernández Girón, y para irle hacer guerra dieron los oidores de Pirú un perdón general para todos los que hubiesen halládose en otras rebeliones, que sirviendo al rey en aquella guerra contra Francisco Hernández, les perdonaban, y él por gozar de este perdón vino y se metió debajo del estandarte real con el mariscal, y se halló en una refriega en la cual le hirieron en una pierna, que se holgó harto él de ello, por tener lugar de no hallarse en el rompimiento.
Con sus bullicios y sediciones no le podían tolerar en ningún pueblo de los del Pirú, y así estaba desterrado de todos los más, por lo cual le llamaban Aguirre el loco.
Tuviéronle en el Cuzco para ahorcar por otro motín que él y Lorenzo Salduendo, su compañero, ordenaban contra Su Majestad. Huyose de la cárcel; andaba al monte por ello, y viéndose perseguido de todas partes, entró en esta jornada con Pedro de Orsúa, con intento de hacer todo lo que hizo, y por la fama que había de que Pedro de Orsúa hacía gente para alzarse, como se ha dicho; y llegados al pueblo de los Motilones, y viendo que los desinios de Pedro de Orsúa eran servir al rey, intentó allí de matarlo y alzar por general a don Hernando de Guzmán, para volver sobre Pirú; y no hallando coyuntura para ello, como se ha dicho, lo efectuó después; de donde resultaron todas las muertes y destrucciones que se han referido.
Hase dicho esto por lo que Lope de Aguirre significa al rey en su carta, la cual no se pone aquí por ser demasiadamente atrevida y desvergonzada y como de tal persona, que a causa de no gratificarle sus servicios y de lo demás que en ella dice se alzó, y todos sus servicios fueron y son los que aquí brevemente se han tocado, sin otros muchos correspondientes a ellos, que por evitar prolijidad se dejan de decir; y entre las demás virtudes que este traidor tenía, era que jamás dijo bien de Dios ni de sus santos ni de hombre humano ni de amigo ni de enemigo ni de sí propio.
Prevaleció en su motín desde que mató a su príncipe don Hernando de Guzmán hasta que le mataron a él tan miserablemente como se ha dicho, cinco meses y cinco días, en los cuales mató y metió a cuchillo más de sesenta personas españolas, en las cuales entraban un clérigo, sacerdote de la orden de San Pedro, y dos religiosos de misa de la orden de Santo Domingo y cuatro mujeres con su hija, y cuatro pueblos de españoles que osoló y quemó y destruyó, sin los demás bienes y haciendas que tomó, robó y echó a perder; y con tanto se da fin a lo que toca a Lope de Aguirre, teniendo por cierto que su ánima y cuerpo durarán perpetuamente en las penas infernales, de las cuales tenga por bien Dios Nuestro Señor se nos librar y darnos su gloria. Amén.
Aguado, Pedro de, Fray, 1503-1590

Recopilación historial, Vol. I