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HISTÓRICA 146|AGOSTO 2015|ACADEMIA DE HISTORIA NORTE DE SANTANDER| LA
FUNDACIÓN DE CÚCUTA: MITO Y REALIDAD
Por
Jaime Buenahora Febres-Cordero* A
diferencia de otras ciudades del interior, cuya fundación se desarrolló
durante la Conquista en lugares propios para la estrategia militar y en climas
generalmente suaves o fríos, tal como aconteció con Tunja, Pamplona,
Salazar de las Palmas, Ocaña, La Grita y San Cristóbal, la erección
de San José de Guasimal, más tarde llamada San José de Cúcuta
en honor a los nativos pobladores, ocurrió dos siglos después, como
resultado de un lento proceso de asentamiento que más tarde se acompañó
de claros objetivos político-religiosos, que los colonizadores del legendario
valle del Pamplonita perseguían para mejor proteger sus intereses económicos.
LA
IMPORTANCIA DE LA TIERRA
La
tradición acepta el 17 de junio de 1733 como fecha de su fundación.
Ese día, una venerable anciana, doña Juana Rangel de Cuéllar,
suscribió desde su hacienda de Tonchalá y ante el alcalde ordinario
de la localidad de Pamplona, don José Antonio Villamizar y Pinedo, la escritura
pública de donación de media estancia de ganado mayor a fin de que
se erigiese una parroquia. Quedaban así satisfechos los muy pocos vecinos
blancos de la aldea de Cúcuta, ubicada a la margen derecha del entonces
caudaloso Pamplonita, y los escasos pobladores de las haciendas de Pescadero,
El Resumen, San Isidro, La Garita y algunas otras que se extendían hasta
el río Zulia. Para todos ellos las tierras donadas representaban, más
que un alivio espiritual, un punto de partida para su seguridad socioeconómica.
Si bien es cierto que se procuraba, por una parte, evitar las molestias ocasionadas
por las crecientes del río que, en ocasiones, impedían el traslado
a la otra ribera para la asistencia sacramental y la consecución de víveres
de primera necesidad, mucho más cierto era que, por otra, se buscaba contrarrestar
la dispersión que existía entre los habitantes de la margen izquierda,
todos colonos blancos, para hacer más bien frente común al pueblo
de Cúcuta, en su inmensa mayoría habitado por indígenas que,
no por haber recibido el Evangelio, estaban dispuestos a tolerar la usurpación
de sus dominios.
El
problema de fondo hacia 1730 seguía siendo la posesión de la tierra.
Los documentos sobran para demostrar el enfrentamiento entre indígenas
y blancos. Y los colonos, que por esos días planeaban nuevas formas de
organización, como que en las primeras décadas del siglo XVIII habían
sido víctimas de continuos ataques por parte de los indios motilones, veían
en esa media estancia donada por doña Juana una esperanza muy cálida.
Les era menester hacerse a una estrategia, y ella requería de formas político-religiosas
que justificasen su proceder. El paso más adecuado era la constitución
de la parroquia, pues ello implicaba organización de cofradías y
administración de justicia totalmente independiente del pueblo de Cúcuta.
De hecho, podían lograr el apoyo de los estamentos civiles y eclesiásticos.
Un
buen número de conversaciones efectuadas desde 1730, con el objeto de concertar
voluntades y sufragar los recursos necesarios para poner en marcha el proyecto,
servía de precedente. Así, pues, en medio de todas esas circunstancias
y de los clarísimos propósitos, la formalidad política de
mayor trascendencia fue indiscutiblemente el otorgamiento de la escritura de donación
por doña Juana. En esa ceremonia fueron siete los vecinos que aceptaron
el documento, tres los testigos y 17 los colindantes notificados sobre el acontecimiento.
La anciana, apacible y serena, que vivía en soltería, como motivada
por las frondas del campo y las flores del valle, firmaría el papel que
contenía el Sello Real y pasaría a la posteridad como la fundadora
de San Josef de Guasimal, en donde se levantaría una nueva parroquia, distinta
y separada de la ya existente en el pueblo de Cúcuta.
LA
VENERABLE ANCIANA
Doña
Juana poseía las estancias de Tonchalá, Guasimales y otras. Descendía
de conquistadores extremeños, del pueblecillo de Almendrarejo. Su bisabuelo,
Alonso Esteban Rangel, había sido fundador de Salazar de las Palmas en
1583, y había participado también de la fundación de Barinas,
La Grita, San Cristóbal y Santa Ana de Hacarí o Nueva Madrid, más
tarde llamada Ocaña por ser oriundo de esa ciudad peninsular el virrey
Andrés Venero de Leiva.
Los
ascendientes de la ilustre dama habían ocupado cargos de mando y dirección
en las florecientes poblaciones de la Colonia. Algunos de sus hermanos pertenecieron
al alto clero o la cumbre jerárquica civil, como Alonso, que fue clérigo
beneficiado, comisario del Santo Oficio y vicario de San Antonio de Gibraltar,
en Maracaibo; o como Francisco, que fue regidor de Mérida por los años
de 1684 a 1690. Eran épocas en que la espada como medio para el ideal de
conquista y el Evangelio no se excluían sino que se complementaban. Así,
en medio de una noble familia, en la muy culta y señorial Pamplona, el
6 de octubre de 1649 nació doña Juana. Su padre murió cuando
ella contaba 23 años, y desde entonces hubo de trasladarse a la hacienda
de Tonchalá, en el valle de Cúcuta. Es precisamente allí
donde, a la edad de 84 años, la encontramos, rodeada de sus antiguos y
leales servidores, dispuesta a donar las tierras para la constitución de
la parroquia en honor al Santo Patriarca.
Coinciden
los relatos históricos en que desde cuando se comentó el proyecto
de fundar una población al lado izquierdo del río, doña Juana
puso todo su empeño para el feliz desarrollo de la idea. Sin duda, al acceder
a la petición de sus vecinos, contribuyó con eficacia al fomento
de los valles que le dieron fortuna. Algunos sostienen que con ello hizo más
firme y sólida su propia riqueza, pues sus tierras se veían también
valorizadas. Sobre estos puntos existen versiones que nos parecen más propias
de la literatura y la libre interpretación que del análisis histórico-social.
En efecto, ¿cómo conocer realmente el interés de doña
Juana en valorizar sus predios? ¿No había, acaso, intereses económicos
paralelos? Nuestra dama era soltera y de edad avanzada, como ya quedó dicho.
En el evento de no haberse otorgado la escritura de donación, ¿quiénes
hubieran sido a ciencia cierta sus herederos? Las preguntas podrían multiplicarse.
Sin embargo, para evitar las vías no analíticas, en lo relacionado
con estos aspectos, es bueno revisar los documentos de la época, comenzando
por la escritura de donación en lo que concierne a la extensión
de las tierras donadas y al precio que a título formal de avalúo
se les asignó.
LA
EXTENSIÓN DE LA MEDIA ESTANCIA
En
lo concerniente al terreno, es claro que se trató de media estancia de
ganado mayor. No hay discusión al respecto, porque la escritura es contundente.
Dice así:
...que
hacía e hizo a los dichos pobladores y fundadores de la dicha nueva población
que así se pretende erigir de las tierras que tiene en dicho sitio del
Guasimal, de media estancia de ganado mayor, medida y amojonada si fuere necesario...
En
consecuencia, lo importante es determinar el equivalente actual de esa media estancia
de ganado mayor. Tanto más cuanto que algunos historiadores de la ciudad
de Cúcuta han indicado que esa extensión fue de 782 hectáreas,
dato que consideramos exagerado si nos remitimos a las fuentes más serias
y precisas sobre las medidas agrarias de la Conquista y la Colonia.
Las
medidas fueron complejas y variaron no sólo de época sino también
de espacio. Las estancias de ganado mayor no tuvieron el mismo alcance en el apogeo
de la Conquista que durante el proceso colonizador. Las del primer período
se conocen como caballerías o estancias de ganado mayor de las antiguas,
que, de acuerdo con la tradición española y la Legislación
de Indias, eran las porciones de territorio que se distribuían entre los
soldados de a caballo que habían servido en la guerra, después de
la conquista de un país cualquiera. Esa denominación se aplicó
en América, pero su extensión superficiaria no fue siempre la misma,
puesto que en Turmequé y Chocontá en 1548, Tunja en 1582, y Tocaima
en 1592, era de 1.664 hectáreas, al paso que en Santa Fe apenas correspondía
a la mitad. Hubo, pues, diversidad al respecto. Pero tratándose de las
llamadas estancias de ganado mayor de las modernas, que se identificaron, por
ejemplo, en Pamplona, Ocaña, Tunja, Villa de Leiva, Pesca, El Cocuy, Ambalema,
Capitanejo y Vélez, esa estancia de ganado mayor tenía 317 hectáreas
con 5.200 m2.
Nos
interesa por sobre todo la medida utilizada en Pamplona. Y allí esa estancia
era un rectángulo cuyo largo es el doble del ancho, a saber: 3.000 varas
por un lado, 1.500 por el otro, para una superficie de 4.500.000 varas cuadradas
en la medida castellana. Y teniendo la vara castellana 84 cm, la dicha estancia
de ganado mayor arroja 317 hectáreas con 5.200 m2, es decir, la media estancia
donada por doña Juana Ranjel de Cuéllar tenía 158 hectáreas
con 7.600 m2, extensión más que suficiente para los fines propuestos.
LOS
CINCUENTA PATACONES
Y
en cuanto al avalúo de las tierras donadas, reza así la escritura:
...y
confiesa que el valor de la dicha media estancia será, según la
estimación y precio de las de este Valle de Cúcuta, el de cincuenta
patacones, cuya cantidad, según lo dispuesto para que las donaciones no
sean inmensas ni de las prohibidas por derecho, cabe bastantemente en la décima
parte de sus bienes, quedándole como le quedan los suficientes para su
manutención...
El
avalúo es claro al tenor de la escritura, pero curiosamente otros documentos
nos llevan a posición dubitativa e invitan a reflexión. Aunque,
a veces, se hablaba de pesos, otras, de reales, y, las más, de patacones,
parece que había concordancia, tal como puede inferirse de la escritura
firmada el 28 de julio de 1733 por innumerables vecinos de la ciudad de Pamplona,
quienes también abrigaban la intención de participar en la fundación
de la parroquia y, por tanto, se obligaban a dar lo necesario para la edificación
de su iglesia. En dicha escritura se lee indistintamente patacones de plata y
pesos de plata en cantidades similares. El problema no es, pues, la denominación
de la moneda. Ocurre, sin embargo, que en otro documento, del 20 de julio del
mismo año, en virtud del cual se daban instrucciones claras al doctor Nicolás
Dávila Maldonado, abogado de la Real Audiencia, para que tramitase ante
el arzobispo de Santa Fe de Bogotá todo lo relativo a la erección
de la parroquia, se observa lo siguiente:
...nos
obligamos a dar el día del sábado santo de cada un año doscientos
patacones para la congrua del cura que se nombrare propietario que sirva la dicha
parroquia...
Ese
documento está firmado por Francisco Rangel y Juan Jacinto de Colmenares,
dos de las siete personas que aceptaron y firmaron la escritura de donación
de doña Juana. Pero en ese escrito se manifiesta una cantidad cuatro veces
mayor que la del avalúo de la media estancia donada por doña Juana,
y frente a la cual se comprometen los mencionados caballeros cada año.
¿No pudo haber subestimación en el avalúo de las tierras
donadas por la venerable anciana? Y si la hubo, ¿cuáles fueron sus
motivos? | | ¿Qué
se perseguía? A decir verdad, una gama muy amplia de interrogantes puede
surgir alrededor de la escritura de donación y otros varios documentos
de la época que tan diligentemente recopilara Enrique Ortega Ricaurte para
conformar su obra Historial de Cúcuta. ¿A la edad de 84 años,
era doña Juana una mujer plenamente lúcida, amable y generosa, tal
como la describen los relatos, o a más de ello y, por sobre todo, una pieza
clave en el ajedrez económico que otros proyectaban? LOS
ENFRENTAMIENTOS ENTRE COLONOS E INDIGENAS
Es
de presumir que doña Juana, habiendo vivido desde de los 23 años
en el valle de Cúcuta, hubiera sido consciente, al igual que los demás
colonos, de los problemas que para la zona representaban las incursiones periódicas
de los motilones. De seguro, este hecho la vinculaba solidariamente a los españoles
de la región. No existen relatos que muestren ataques directos de los indígenas
contra sus propiedades, pero es lógico pensar que conoció lo sucedido
en predios vecinos. Sobre el punto, el historiador Ortega Ricaurte nos entrega
un valiosísimo aporte documentario.
Es
oportuno destacar la certificación dada por don Pedro Antonio Martínez,
Juez visitador de tierras, notario del Santo Oficio, Corregidor de los pueblos
de San Cristóbal, quien el 21 de febrero de 1733, de tránsito en
Cúcuta, pudo observar a los indios del pueblo
derribando las viviendas de don Bernardo Leyva y de los capitanes Juan Jacinto
Colmenares y Josef de Figueroa, las que tenían para hospedarse cuando iban
al Santo Sacrificio de la Misa y demás ritos de Nuestra Santa Madre Iglesia.
En el mismo sentido, certifica sobre los ataque de los motilones el capitán
don Bernardo Barreto de Guevara, alcalde y justicia mayor de Salazar de las Palmas
al afirmar que el 25 de febrero del mismo año.
habían salido los indios del dicho pueblo de Cúcuta, hasta los muchachos
con arcos y flechas a echar al rio por las tierras de Juan Jacinto Colmenares,
como en efecto lo echaron, y me consta por vista ocular haber visto el rio mudado
y la casa derribada, el día que refiere, y así mismo he oído
decir a varias personas que decían muchos indios que sobre defender lo
que han emprendido, perderán la vida
Es
evidente que el enfrentamiento entre indígenas y colonizadores se traducía
en odio. Era el resultado lógicodespués de dos siglos de usurpación
continua de tierras. Los documentos anteriores y los muchos que habría
para transcribir muestran la magnitud de la crisis. Así, por ejemplo, en
otro poder otorgado por varios vecinos del sitio de Tonchalá al doctor
Dávila Maldonado para que solicitara la erección de la parroquia,
refiriéndose concretamente a la situación de los colonos, se lee
lo siguiente:
son
agregados al pueblo de Cúcuta, jurisdicción de la dicha ciudad de
Pamplona, en donde se les han administrado los santos sacramentos por el cura
doctrinero del dicho pueblo hasta lo presente, y hallándose con recelos
y bastantes motivos para segregarse del dicho pueblo por los tumultos que cada
día levantan los indios del dicho pueblo contra los Vecinos de este dicho
valle y personas españolas...
Y
en una carta dirigida al alcalde ordinario de la ciudad de Pamplona, dentro de
las innumerables diligencias que se adelantaron para lograr la constitución
de la parroquia, se anota:
...dicha
fundación servirá de frontera a los indios motilones que tienen
invadidas y asoladas muchas haciendas y que será de mucho reparo a sus
continuos asaltos...
Los
apartes transcritos son prueba fehaciente de la gravedad del conflicto. Empero,
ellos presentan una visión parcial de la problemática, pues se trata
de documentos otorgados por colonos, no por indios.
La
última transcripción podría invertirse para preguntar más
bien si no habían sido precisamente las tierras de los indios las invadidas
y asoladas por los ataques de los blancos. La respuesta, tan lógica como
natural, nos impone recordar el comportamiento de los conquistadores. Y al punto,
no se olviden episodios como el de Atahualpa, ni los descritos por Bernal Díaz
del Castillo en su obra La conquista de Méjico, ni las denuncias formuladas
por fray Bartolomé de Las Casas y San Pedro Claver; así como tampoco,
que en el seno de la extensa nación motilona, que cubría los alrededores
del lago de Coquivacoa, más tarde llamado lago de Maracaibo, parte de la
Guajira, la región selvática donde el Catatumbo derrocha el estrépito
de su corriente, y los valles de la provincia de Cúcuta, también
se cometieron atrocidades por parte de los españoles. Basta recordar la
heroica lucha que emprendieron Guaimaral y Zulia contra los invasores.
Todas
estas circunstancias daban sobrada razón a los indígenas del pueblo
de Cúcuta para defender con ahínco el solar nativo. Sus incursiones
periódicas en las estancias de la banda izquierda del río no deben
interpretarse solo como muestras de agresividad sino más bien como una
legítima defensa hecha tradición. Valga recordar que las tierras
seguían otorgándose a los españoles, sin considerar los posibles
derechos de los indios. Las certificaciones de don Pedro Antonio Martínez
y don Bernardo Barreta de Guevara, ya citadas, si bien corroboran los ataques
de los indios, también demuestran que dichos ataques eran una protesta
contra la posesión de tierras que por reales prescriptos de su Majestad
se habían dado el 21 de febrero al padre Andrés de la Aldea, miembro
de la Compañía de Jesús, lo mismo que a Juan Jacinto de Colmenares.
LOS
INTERESES DEL CURA Y VICARIO DE CÚCUTA
En
el poblado de Cúcuta, hoy San Luis, la inmensa mayoría la conformaban
indios que estaban dirigidos por don Pedro Gómez Zapata, quien hacía
las veces de cura y vicario. Existían tres cofradías de las llamadas
forzosas, a saber: del Santísimo Sacramento, Nuestra Señora del
Rosario y Ánimas del Purgatorio. Y para mayor seguridad de dichas cofradías,
se habían organizado otras dos y tres hatos con un buen número de
cabezas. Del producido de esa organización laboral se le satisfacía
el estipendio al párroco, lo cual implica que casi la totalidad de los
indios era tributaria. A más de eso, también correspondía
a la Iglesia la competencia en materias civil y criminal. Como puede colegirse,
permitir la erección de la parroquia de San Josef de Guasimal representaba
pérdida de poder para el citado cura. De ahí que, al revisar los
documentos de la época, la posición del presbítero resulte
ambigua. Aunque a veces parece oponerse al proyecto de erección de la parroquia,
no por ello puede inferirse que estuviese en favor de los indígenas. Sus
intereses estaban de por medio, y era apenas lógico que los defendiera.
Al fin y al cabo, la parroquia tenía un significado no sólo político
y religioso, sino muy principalmente de contenido socioeconómico. Lo uno
estaba estrechamente vinculado con lo otro en la estructura institucional de la
Colonia. Era tan evidente la posición del párroco de la aldea de
Cúcuta, que dentro de las instrucciones dadas por los vecinos de Tonchalá
al abogado de la Real Audiencia, doctor Nicolás Dávila Maldonado,
en el punto duodécimo se hacía referencia a las contradicciones
que podría invocar el cura doctrinero de Cúcuta, y a la forma como
el jurisconsulto debería entonces proceder en su alegato. LA
CATEGORÍA DE PARROQUIA Y SU SENTIDO ECONÓMICO
Frente
a este cúmulo de circunstancias, los colonos siguieron insistiendo. Con
el paso del tiempo, como motivados por la escritura de donación que había
otorgado la honorable anciana, decenas de vecinos residentes en Pamplona, San
Cristóbal y otras poblaciones circunvecinas se proyectaron y decidieron
colaborar con donaciones para la ornamentación del templo que debía
levantarse, la congrua subsistencia del cura que se nombrare y otros aspectos
consecuentes. No fueron pocas las diligencias previas al reconocimiento de San
Josef de Guasimal como parroquia por parte del arzobispo de Santa Fe de Bogotá.
Papeles iban y venían. Pero hubo de llegar el día esperado por los
colonos españoles de estos valles: el 13 de noviembre de 1734, fecha en
la cual don Antonio Claudio Álvarez de Quiñones, en su condición
de arzobispo primado del Nuevo Reino de Granada, dictó el auto correspondiente
y San Josef de Guasimal recibió la categoría de parroquia y beneficio
eclesiástico.
Ya
hemos dicho que el problema mayor era la lucha por la tierra. Los rescriptos de
su Majestad continuaban al tiempo que se afirmaba en los nativos un necesario
y encendido sentimiento de defensa por sus tradicionales dominios. Las otras causas
invocadas, como las crecientes del río y la consiguiente dificultad del
pasto espiritual, aunque también ciertas, fueron menores en su determinismo
histórico. Porque, a decir verdad, las estancias de los valles formados
por los ríos Táchira, Pamplonita y Zulia eran tierras muy ricas
que estaban dedicadas al cultivo del cacao, el añil, el maíz y la
yuca. La región, fértil y generosa, no demandaba mayores esfuerzos
para su explotación. Las aguas eran abundantes y el riego fácil
en razón de lo llano del terreno. Sus pobladores fueron llegando progresivamente.
Venían de Mérida, La Grita, San Cristóbal, Salazar de las
Palmas, Pamplona y San Faustino de los Ríos. Para todos, el valle de Guasimal
constituía una especie de centro. En otras palabras, era ruta obligada
para mercaderes y comerciantes. Tanto más cuanto que desde 1580 se venía
utilizando el río Zulia para salir al lago de Maracaibo. Toda esa vasta
porción del Virreinato empleaba las vías fluviales para movilizar
su riqueza. El determinismo geográfico se abría curso para imponerse.
Ello explica la importancia y el altísimo significado económico
que habrían adquirido las tierras del valle de Cúcuta.
DEL
HONOR MOTILÓN AL TÍTULO OTORGADO POR EL REY CARLOS IV
A
pesar de la codicia que esas tierras despertaban, el proceso de colonización
había sido lento y difícil. La nación motilona estaba presente
con toda su audacia y su fiereza, muy orgullosa de la resistencia de sus antepasados
y consciente de todos sus derechos. Para ellos el horizonte parecía gestar
un huracán de vida o muerte.
La
reducción de los motilones se acentúa en el siglo XVIII al poner
los virreyes todo su empeño para conquistarlos. No pueden olvidarse las
campañas promovidas por el virrey Solís, ni tampoco las de Messía
de la Cerda y Manuel Guirior. Sus soldados se abrieron paso con las armas e impusieron
sus reglas y concepciones, en tanto que los nativos no sacrificados ni vencidos
huyeron en desbandada para confiarse a las profundidades de la selva. El invasor,
que comenzó a dominar, despejó pronto el valle de Guasimal y consolidó
sus ambiciones. Así las cosas, como un asentamiento progresivo se fue formando
San José de Cúcuta.
Como
si fueran fruto natural en la historia de la humanidad, se fueron evidenciando
con peculiar rudeza los intereses económicos. Se daba un corte radical
y determinante. A partir de entonces, otros hombres sobre la misma tierra cambiarían
su rumbo para insertarla definitivamente en la realidad económica de la
Colonia. Eran el reflejo de otra sangre y el eco de otras voces. Eran brazos fuertes,
de gente tan emprendedora como ávida en su capacidad de despojo, aventura
y optimismo. Eran personas que habían dejado su país de origen probablemente
para siempre, decididos a labrarse otro destino... Y la aldea, como llamada por
ese nuevo horizonte, se preparó para vivir su primavera. Crecía
próspera y alegre mientras descubría su vocación comercial.
Las décadas corrían, y en justo reconocimiento para ella y sus laboriosos
hijos, poco antes de terminar el siglo, el rey Carlos IV le confirió el
titulo de Muy Noble, Valerosa y Leal Villa de San José de Cúcuta.
* Abogado-economista,
profesor universitario. Miembro de la Academia de Historia de Norte de Santander. Actualmente
es Representante a la Cámara. |