En
alguna ocasión le oí decir a Belisario Betancur, en una expresión romántica, que
la política es una aventura hermosa. Luis Carlos Sáchica, uno de los más destacados
constitucionalistas colombianos, sostiene que esta actividad pertenece al mundo
de lo fáctico. El
Diccionario de Derecho Usual nos dice que la política, como arte, consiste en
desarrollar adecuadamente los fines del Estado y se refugia en la definición de
Escriche, en la cual se indica que "es el arte de gobernar, dar leyes y reglamentos
para mantener la tranquilidad y seguridad públicas, y conservar el orden y las
buenas costumbres". Modestamente, agrego que la política es una tarea
noble, lamentablemente asociada a la corrupción, porque el ciudadano desprevenido
interpreta su esencia y principios desde las propuestas abusivas de dirigentes
deshonestos de los partidos, que la muestran como una fábrica de empleos, contratos
de obras públicas y recomendaciones para lograr privilegios estatales.
| | Habría
material suficiente para llenar varias ediciones de "Saltamontes"
con conceptos diversos sobre el tema, pero me limito a señalar que el desprecio
generalizado por la política y los partidos obedece a las frustraciones de los
ciudadanos, sometidos durante las campañas electorales a una lluvia de promesas
sin sustento efectivo en las arcas oficiales. Se predica la justicia social, pero
se olvida que la corrupción, la ineptitud y la guerra están a la vuelta de la
esquina, como barreras infranqueables, frente a la necesidad de garantizar la
calidad de vida propuesta por el Estado Social de Derecho. Surgen
estas reflexiones cuando apenas se cierra el proceso de inscripciones de los candidatos
para concejos, asambleas, alcaldías y gobernaciones. Correrán
ríos de leche y miel en los programas de los aspirantes. Y volveremos a votar
juiciosos, por los voceros de los mismos partidos y movimientos políticos que
hemos cuestionado durante los últimos tres años. |
Así
somos los colombianos. ¡Qué viva la democracia! No es una situación
nueva. Somos los mismos con las mismas desde el día en que a unos nos pusieron
el flux azul cielo y a otros les acomodaron el traje rojo: los colores más usados
en el ropero nacional. Conservadores y liberales se han encargado de manejar la
"democracia" en Colombia, casi siempre enfrentados de manera irreconciliable.
Hubo
un paréntesis durante el período del Frente Nacional, cuando los dos colosos decidieron
repartirse el poder en dos grandes tajadas. En las últimas décadas,
apremiados por la necesidad de obtener mayorías en el Congreso, los gobiernos
de turno han puesto a comer en el mismo plato, de apetitosas lentejas, a liberales,
conservadores e "insobornables" independientes. Con
mucha frecuencia se oye en los mentideros parroquiales que los partidos están
muertos o andan en vía de extinción. Se escriben diatribas contra ellos, se les
acusa de ser focos de inmoralidad y de almacenar en sus costales los ingredientes
generadores de las calamidades nacionales. Desde
su fundación se ha dicho lo mismo, pero ahí estamos y ahí nos hemos quedado durante
más de 100 años de historia, de luchas fratricidas como la de los Mil Días o como
la guerra de nuestro tiempo, atizada por la codicia de no pocos buitres del Congreso
y por la corrupción rampante de los funcionarios públicos, orgullosos militantes
de los partidos tradicionales.
El médico Mauro Torres, autor de 39 libros, consagrados a la naturaleza humana,
entre ellos uno extraordinario -"Moderna biografía de Simón Bolívar"-, publicó
su última obra con este sugestivo título: "Los partidos políticos han muerto".
Es una descarga a fondo, que seguramente interpreta el sentimiento popular; pero
creo, desde mi modesta esquina, que algunos conceptos convocan a un debate desde
otros horizontes. Para el notable autor, "los partidos políticos son malos consejeros"
y "todas las personas que se entregan a la política son valiosísimas moral e intelectualmente".
Son puntos de vista muy respetables pero controvertibles: los partidos son instituciones
permanentes que reflejan el pluralismo político y contribuyen a la formación de
la voluntad popular; tienen personería jurídica, estatutos y principios ideológicos,
enmarcados dentro de la moral y las leyes. Las personas, en cambio, pueden perderse
en los rincones oscuros de la corrupción o campear en los llanos de la dignidad
y las buenas costumbres. "El partido no tiene por guía a ningún hombre", dijeron
Caro y Ospina, fundadores del Partido Conservador. A quienes entierran
todos los días a los partidos políticos, los invito a contar los miembros de las
corporaciones públicas y los jefes de las administraciones departamentales y locales,
para que se desengañen. Los
partidos se fortalecen durante las campañas electorales y obtienen las mayorías
aplastantes con los votos de quienes los han vilipendiado cotidianamente. Ante
esta verdad incontrovertible me limito a recordar al autor clásico:
¡Los muertos que vos matáis gozan de buena salud! Guido
Pérez Arévalo |