Han
pasado treinta y cuatro años desde la muerte del padre Tavo y todavía
extrañamos, como ayer, su irremediable ausencia. La huella profunda de
su paso por la tierra parece marcar el horizonte de quienes formamos parte de
su entorno familiar. Podría hacer un largo discurso con la apología
de sus excelsas cualidades, con el ejemplo de sus convicciones religiosas, con
la palabra viva de su homilía fecunda, que invita, a través de sus
obras, a seguir el camino del Señor. Sin embargo, no voy a referirme a
esas virtudes, que ya habrán recibido el premio del Creador, sino a su
justa condición humana.
Fue
un hombre de talento, con excelentes dotes de orador sagrado; historiador, lingüista
y escritor. Su privilegiada memoria le permitía recordar con facilidad
a santo Tomás de Aquino, san Alberto Magno, san Agustín, y a todos
los grandes pensadores de la Iglesia o a los clásicos de la literatura
universal. Por esas cualidades se desenvolvía con naturalidad en la cima
de los constructores de la cultura nacional. Pero lo hacía también
en otras latitudes, donde se oyó su voz como estudiante o como maestro,
como investigador o como analista del proceso histórico de su comunidad
en América.
Roma, París,
Jerusalén, Lima, México, fueron puertos de su desembarco intelectual.
En Bogotá cultivó con esmero sus disciplinas intelectuales: la Sociedad
Bolivariana, la Academia Colombiana de Historia y la Comunidad Dominicana, publicaron
sus documentados artículos de carácter histórico.
"Los
Dominicos en el Perú", su obra más importante, contiene en
su prólogo algunas expresiones donde se refleja su postura ante la vida.
Había entendido la investigación del pasado y la obra de la Orden
Dominicana en América como un modo de apostolado fecundo. Proyectó,
entonces, su trabajo dentro un principio que enaltece el emblema Dominicano: Veritas
ante omnia.
Decía el padre Tavo:
"El amor del Dominico a lo verdadero y a lo auténtico lo hace alérgico
a las simulaciones y torna más protuberante cualquier forma de claudicación".
Esta frase tiene relación con actitudes suyas, tomadas con entereza y,
yo diría, con sacrificio, en circunstancias que pertenecen al pasado.
Vistió
el hábito blanco de santo Domingo de Guzmán con dignidad, orgullo
y santidad, pero no olvidó su condición humana ni la de sus hermanos,
como lo recordaba en esta reflexión: "Un libro de crónicas
conventuales sugiere la triste idea de un santoral, de esas hagiografías
deshumanizadas donde la virtud es angélica y el pecado y la miseria humana
inconcebibles". Y agregaba: "No hemos cedido a la fascinación
de ese triunfalismo barato que falsifica el concepto de iglesia peregrina a la
cual pertenecemos". En estas reflexiones estaba cifrado su carácter.
Era un hombre franco, desprevenido en sus conceptos y directo en sus apreciaciones.
Existe
una inmortalidad distinta a la que conocemos como cristianos: la inmortalidad
que surge de la obra del hombre al servicio de la humanidad. Por esta inmortalidad
he repasado con respeto las memorias del padre Tavo.
GUIDO
PÉREZ ARÉVALO
Chinácota,
2 de agosto de 2005