Han 
pasado casi dos siglos desde la fecha memorable del 7 de agosto de 1819, cuando 
el Ejército Libertador derrotó al Ejército Expedicionario 
de la Reconquista Española, comandado por el coronel Barreiro en el puente 
de Boyacá.
 
Las 
tropas realistas estaban conformadas por 2670 combatientes, organizadas en fuerzas 
de infantería, caballería y artillería. El 19 de julio habían 
recibido treinta mil pesos, veintiséis mil cartuchos de fusil y cuatro 
mil piedras de chispa, para resolver las peticiones más urgentes presentadas 
por Barreiro, quien se quejaba de las dificultades del clima y la mala alimentación. 
Las armas, según sus palabras, debían descargarse regularmente porque 
las municiones se mojaban y era necesario estar preparado ante el enemigo.
 
Un 
informe, enviado por Barreiro al Virrey, registra seis batallones y un regimiento 
de caballería, que conformaban una fuerza de 2450 combatientes en las filas 
patriotas. "Esta gente -decía- es regular y tiene hoy disposición. 
El batallón de línea de Constantes de la Nueva Granada tendrá 
unos seiscientos hombres de fuerza, todos indios de las misiones del Casanare, 
miserables, y aunque algo instruidos son en extremo cobardes, por cuya razón 
no los exponen en las acciones según se ha experimentado. El batallón 
de los Bravos de Páez, con fuerza de unos trescientos hombres, es toda 
gente llanera de Apure de mediana instrucción y de regular valor. El batallón 
Barcelona es el mismo número de plazas y calidad de gente que el anteriormente 
nombrado. El batallón de los Rifles tendrá como doscientas cincuenta 
plazas, la mayor negros franceses de Santo Domingo. Es el cuerpo de más 
confianza que tienen, por su intrepidez y desenfreno. El batallón de los 
ingleses son doscientos hombres de fuerza, gente buena pero muy delicada en estos 
temperamentos y terreno agrio que les impide el marchar. El regimiento de caballería 
se denomina Guías y puede tener sobre cuatrocientos hombres, componiendo 
el total de las fuerzas enemigas el número de dos mil cuatrocientas cincuenta 
plazas, a corta diferencia. Los generales de estas tropas son Bolívar, 
Santander, Soublet, Donato Pérez y Anzoátegui, teniendo además 
porción de jefes subalternos. La tropa de infantería se halla armada 
con buen fusil inglés o francés con bayoneta y municionada a treinta 
y cuarenta cartuchos, teniendo en depósito de diez a doce cargas de fusiles 
y diez y seis de cartuchos; pero se me ha asegurado que la retaguardia tiene mayor 
número de municiones". 1/
En 
otra ocasión, el comandante español había considerado que 
la m¡tad de la tropa era de indios muy flojos.
 
En 
los Informes del ejército realista encuentra el lector que los epítetos, 
utilizados contra los patriotas, son los mismos que se usan en todas las latitudes 
y en todos los tiempos contra los enemigos de la institucionalidad: rebeldes, 
insurgentes, guerrilleros, salteadores, flojos, cobardes, despreciables, miserables, 
indios, perturbadores de la paz.
 
Aquellos 
epítetos, sin embargo, no obedecían a una verdad Institucional, 
porque su rebeldía tenía como fundamento la libertad. Nuestros soldados 
defendían la riqueza nacional y la identidad cultural, como valores inalienables 
y no como botín para causar atrocidades.
 
Aquellos 
adalides de la libertad defendían con su sangre la autodeterminación 
de los pueblos y luchaban contra un enemigo común; de tal manera que su 
lucha no involucraba peligro para la sociedad que representaban sino para los 
enemigos de la libertad.
Bien 
diferente es la situación actual de Colombia, porque los enemigos de la 
paz violan los derechos fundamentales de todos los ciudadanos con el pretexto 
de acabar con la injusticia social.
 
Pero 
volvamos a la Batalla de Boyacá. Con el servicio de espionaje, Barreno 
había mejorado la percepción del peligro que corrían sus 
soldados, pero menospreciaba el valor del ejército patriota. Venezolanos, 
granadinos, criollos, algunos extranjeros, mestizos, mulatos e indígenas, 
componían los grupos de batalla. Mal vestidos, mal alimentados, los patriotas 
tenían, no obstante el peso de las tremendas dificultades, la seguridad 
de la victoria, por su arrojo y porque su corazón se hinchaba con la palabra 
libertad.
 
La 
caballería patriota le salió al paso a José María 
Barreiro en el momento en que su vanguardia se disponía a cruzar el puente. 
Los españoles pretendían llegar hasta Santa Fe de Bogotá 
para unir sus fuerzas con las del Virrey Sámano.
En 
el Boletín No. 4, del 8 de agosto de 1819, expedido por el Jefe del Estado 
Mayor, coronel Carlos Soublette, con el parte de victoria, se exalta la intrepidez 
de Anzoátegui, el acierto y la firmeza de Santander, el valor asombroso 
de los batallones, Bravo de Páez y Primero de Barcelona, y el Escuadrón 
del Llano. "Nuestra pérdida -dice- ha consistido en 13 muertos 
y 52 heridos. Todo el Exército enemigo quedó en nuestro poder; fue 
pricionero el Gral Barreyro Comandante General del Exército de Nueva Granada, 
a quien tomó en el campo de batalla el soldado del primero del Rifles, 
Pedro Martínez; fue pricionero su segundo el Coronel Ximénez, casi 
todos los Comandantes y Mayores de los cuerpos, multitud de subalternos, y más 
de 1600 soldados; todo su armamento y municiones, Artillería, Caballería, 
etc. Apenas se han salvado 50 hombres, entre ellos algunos Xefes y Oficiales de 
Caballería, que huyeron antes de desidirse la acción".
 
 El Libertador trató con dignidad a los prisioneros y les aseguró 
que podrían tener confianza en la justicia de los patriotas. Vinoni, reconocido 
por Bolívar por su importante papel en la traición de Puerto Cabello, 
fue colgado en el campo de batalla.
Dicen 
algunos autores que Sámano, disfrazado de Indio, huyó el 9 de agosto 
por el río Magdalena hacia la costa norte. Los altos oficiales españoles 
siguieron su ejemplo. Posteriormente, el coronel Barreiro y otros 37 prisioneros, 
de alta graduación, fueron pasados por las armas por orden del General 
Santander, quien estaba encargado del Poder Ejecutivo. Había entendido 
el Vicepresidente que debía asegurar de manera sólida y estable 
un territorio plagado de enemigos. Este episodio marcó profundamente su 
trayectoria militar y su ejercicio político. Hubo quienes lo censuraron. 
Otros, como Páez, lo celebraron. Desde el Cuartel General de Pamplona, 
el 26 de octubre de 1819, el Libertador escribió a Santander: "Nuestros 
enemigos no creerán a la verdad, o por lo menos supondrán artificiosamente 
que nuestra severidad no es un acto de forzosa justicia, sino una represalia o 
una venganza gratuita, pero sea lo que fuere, yo doy las gracias a V. E. por el 
celo y actividad con que ha procurado salvar la república con esta dolorosa 
medida".
 
El 
general Páez también escribió: "Cuando por primera 
vez llegó a mis oídos la noticia de la ejecución de Barreiro, 
mil veces bendije la mano que firmó la sentencia". Páez, 
como decimos coloquialmente, era un duro, un hombre recio; directo en la acción 
y firme en sus convicciones. El notable escritor venezolano, Arturo Uslar Pietri, 
en el epígrafe de su obra "Lanzas Coloradas" cita una 
frase del "león de Apure", que parece consecuente con 
su temperamento: "Destaqué al sargento Ramón Valero con 
ocho soldados..., conminando a todos ellos con la pena de ser pasados por las 
armas si no volvían a la formación con las lanzas teñidas 
en sangre enemiga... Volvían cubiertos de gloria y mostrando orgullosos 
las lanzas teñidas en la sangre de los enemigos de la patria".
A 
estas horas, aquellas facetas de la guerra, deben repasarse con la objetividad 
que reclama cada época. Barreiro no se había quedado atrás; 
en su informe al Virrey, desde Molinos, el 10 de julio de 1819, narra con entusiasmo 
la destrucción de dos columnas patriotas y la captura de varios oficiales, 
muertos por sus soldados en el momento en que llegaban a sus filas. "Todos 
-dice- querían participar en el destrozo de los rebeldes". 
Y agregaba que lo había consentido para calmar sus ímpetus y porque, 
según sus palabras, los soldados debían ensangrentarse.
La 
suerte de la Nueva Granada quedó sellada con la victoria en el Puente de 
Boyacá; pero no terminaron con ella las angustias de la patria. 
Colombia 
es un país en guerra desde aquellos remotos días. En la "Moderna 
biografía del Libertador", de Mauro Torres, se dice que la Independencia 
se habría logrado con la cuarta parte de las 36 batallas y los 476 combates 
registrados. Pero, según Páez, Bolívar prodigaba la guerra.
 
El 
libertador sostenía que era el genio de la tempestad y que, según 
su médico, su alma necesitaba alimentarse de peligros para conservar el 
juicio. "Yo soy hijo de la guerra", dijo en 1821.
Eduardo 
Posada, en la obra "Memorias de un país en Guerra" contempla 
un calendario que identifica siete conflictos de gran alcance nacional: La guerra 
de los Supremos (1839-1842), las guerras de 1860, 1875, 1876, 1885, 1895 y la 
guerra de los Mil Días (1899-1902), a las cuales se suman unas 59 revoluciones 
locales.
 
El 
centralismo, el federalismo y el tema religioso fueron los ingredientes explosivos 
de las contiendas fratricidas, desde 1860 hasta la guerra de los Mil Días. 
La 
Constitución de 1863, de corte federalista radical, promulgada por el general 
Tomás Cipriano de Mosquera, incidió en la alteración del 
orden público. A Mosquera se le recordará por su política 
anticlerical, por sus excesos en la autonomía de los estados y por las 
drásticas reformas sociales y económicas, factores que fomentaron 
las discordias y condujeron posteriormente a la revolución de 1876.
En 
1886, Rafael Núñez, asesorado por Miguel Antonio Caro, adoptó 
el principio de la centralización política y descentralización 
administrativa, para sepultar el régimen federal. Algunos historiadores 
afirman que la nueva constitución estuvo saturada de espíritu autoritario; 
fue confesional, ultracentrista, avara en reconocimiento de libertades y predicadora 
de la omnipotencia presidencial. La 
Constitución del 86, no obstante sus innumerables enmiendas, conservó 
su esencia hasta 1991. 
La 
reforma plebiscitaria de la Constitución en 1957 buscó la reconciliación 
de los colombianos, pero bloqueó la democracia con el reparto del poder 
político en los dos partidos tradicionales y desconoció a la minorías. 
Se alternó la dirección del gobierno, se distribuyeron los cargos 
públicos por partes iguales y se pusieron de acuerdo para obtener el manejo 
de las corporaciones públicas. Fue una reforma excluyente, que abonó 
el camino para el surgimiento de movimientos con ideologías extrañas 
al sentimiento nacional. Se agregó, en aquel momento, la influencia de 
la revolución cubana y el entusiasmo por la luchas populares.
Algunos 
analistas de los problemas nacionales aseguran que en nuestro tiempo se libran 
tres guerras:
 
 - La guerra por el desarrollo económico, que busca 
ganarle la batalla al desempleo;
 - La querrá contra el tráfico 
de narcóticos, el más sensible de los problemas colombianos, porque 
alimenta el conflicto Interno, y
 - La guerra por la paz
 
Agrego 
hoy, la guerra contra la corrupción.
 
 Las razones para desencadenar 
un conflicto bélico pueden ser políticas, económicas, religiosas 
o sociales; pero, por muy justas que parezcan las causas de la guerra, las consecuencias 
serán siempre dolorosas y devastadoras.
 
La 
paz, debe ser un compromiso, un derecho y un deber de todos los colombianos; pero 
en algunas ocasiones se vuelve un discurso manido y tedioso, utilizado para hacer 
protagonismo o para malgastar los recursos del Estado.
 
Hace 
pocos días los medios de comunicación se congregaron en torno a 
la política de seguridad democrática y encontraron una notable reducción 
en los secuestros, en las masacres, en los atentados contra la riqueza nacional, 
en los ataques a las poblaciones, en el cultivo de la coca. Las fuerzas militares, 
según los asistentes al evento han avanzado con eficacia en el combate 
al terrorismo.
 
Era 
una buena noticia, un balance esperanzador; pero en la página siguiente, 
del diario más Importante del país, que editorializó sobre 
el tema, el Vicepresidente de la República, declaró que las pérdidas 
por corrupción superan los 14 billones de pesos al año en Colombia.
 
Una 
Importante porción de los recursos del presupuesto nacional se queman en 
la hoguera de la guerra, mientras el estado social de derecho, que busca una determinada 
calidad de vida con fundamento en los factores de alimentación, salud, 
educación, vivienda y trabajo con salario digno, no sale de las páginas 
de nuestra Carta Fundamental.
 
Cada 
vez que oímos los informes del gobierno, como el del balance de la seguridad 
democrática, creemos descubrir en el horizonte un tímido rayo de 
luz que quiere despertar nuestra esperanza, sumida en un letargo de sueños 
perdidos. Pero, al mismo tiempo, somos estremecidos por la actitud de algún 
alto funcionario que enciende la mecha de la discordia en las altas tribunas de 
la patria, o por las investigaciones que descubren la complicidad de algunos servidores 
del Estado en los delitos que deben perseguir, o por la corrupción rampante 
que corroe todos los estamentos sociales.
 
Este 
inventario de angustias debe ser motivo de reflexión y de compromiso con 
la paz, que es responsabilidad de todos los colombianos. Es necesario construir 
el futuro de nuestros hijos sobre las cenizas de la violencia y sobre las bajas 
pasiones que han enlutado a la familia colombiana. 
Los 
hechos contemporáneos, que mañana serán historia, deben convocarnos 
a buscar, dentro de los principios de la reconciliación y la justicia social, 
los instrumentos para combatir la intransigencia de los enemigos de las libertades 
públicas.
BIBLIOGRAFÍA:
- 
Friede, Juan. La Batalla de Boyacá a través de los archivos españoles. 
Biblioteca Virtual, Banco de la República.
- Ocampo López, Javier. 
"Agosto 7 de 1819. Adiós al Imperio". revista Semana, 23 de julio 
de 2004.
- Sánchez, Gonzalo y otro. Memoria de un país en guerra, 
Editorial Planeta 2001. 
- Pérez Escobar, Jacobo. Derecho Constitucional 
Colombiano. Quinta edición, Librería Temis 1997.
- Restrepo, 
Juan Camilo. Artículo, revista Credencial.